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Juan observaba como un robusto hombre armado se acercaba a su víctima, un hombre pulcro y bien vestido de unos cincuenta y cinco años. Veía como, sigilosamente, el atacante emprendía su cobarde acto mientras el hombre contemplaba el río desde la costanera. Juan no atinó a hacer nada excepto observar. Quizás por miedo. Quizás por que no le importaba. Quizás por las dos cosas.

Miró su Rólex de oro, regalo de su querido padre, que marcaba las once en punto de la noche. En ese preciso momento el hombre era encañonado y su expresión de calma de hombre mirando el río desapareció. Ahora había miedo e impotencia en sus ojos. El robusto ladrón, pistola en mano, exigió sin decir una palabra las pertenencias de su víctima. El pulcro caballero sólo levantó sus manos.

Juan, sin otra intervención que la de su mirada, sintió como su corazón pugnaba por salir apresurado de su cárcel de huesos. Mientras, el delincuente hurgaba con violencia los bolsillos de su presa y, aparentemente, no encontraba nada que pareciera calmar su morbosa ansiedad.

Juan observó como el robusto hombre golpeó al pulcro caballero con la culata de su revólver calibre 32 y se estremeció. El pánico se apoderó de su cuerpo y comenzó a temblar. La víctima tomó su cabeza con ambas manos, como queriendo mitigar su dolor, pero sólo logró que se pintaran de rojo. El fornido asaltante estaba ido, y Juan, asustado.

La costanera seguía desierta y el viento hacía cobrar vida a la espesa hojarasca que decoraba el piso. La luz intermitente del farol le impedía a Juan observar con detalle todo lo que ocurría. Pudo ver, durante uno de los destellos, que el pulcro caballero estaba arrodillado.

-¿Porqué no intervenir?- pensó Juan. Pero algo en su interior le decía que no. Una poderosa y convincente voz lo llamaba a quedarse donde estaba. A no accionar. Las consecuencias de desobedecer esa voz podían ser letales, y Juan lo sabía, lo sentía. Y se quedó inmóvil, asustado, con la mirada en esas dos personas que luchaban por dos motivos bien diferentes.

El ladrón ayudó a su víctima a incorporarse y le susurró algo al oído. Juan pudo escucharlo claramente. –Me lo das o te mato- fueron las palabras. La respuesta fue en un tono aún más bajo. –Matáme- le dijo con cierta resignación y valentía. Entonces, al mismo tiempo, un segundo de penumbra y un disparo. El cuerpo del pulcro caballero se derrumbó sobre la hojarasca.

Un cimbronazo sacudió todo el ser de Juan. Sus ojos se abrieron hasta alcanzar su máxima amplitud y se iluminaron con la luz del farol. Arrodillado como cada vez que su alma no podía con la realidad, observó como el delincuente se alejaba corriendo y desaparecía en las tinieblas de la noche sin luna, dejando atrás el cuerpo de un hombre sin destino.

Juan se incorporó y se dirigió al pie del farol que seguía iluminando intermitentemente el cuerpo sin vida del pulcro caballero, pero al llegar, y luego de una nueva penumbra, sólo había una hojarasca mansa. No comprendió que sucedía, pensó que quizás todo había sido un sueño, una alucinación. Recién entonces pudo calmarse.

Miró sus perfectas uñas y frotó sus limpias manos. Sopló dentro de ellas para calentarlas un poco y, antes de guardarlas en sus bolsillos, miró su Rólex, regalo de su querido padre, que marcaba las diez y cincuenta y nueve. Calmo, se puso a mirar el río. Entonces escuchó unos pasos que se acercaban.

Texto agregado el 23-01-2008, y leído por 84 visitantes. (1 voto)


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