– Si es cierto lo que dices, todavía debe estar ahí.

Los dos hombres salieron colocándose el sombrero. El que iba enfrente caminaba con paso seguro, como si la tormenta no existiera. El de atrás sostenía con una mano el sombrero que trataba de arrebatarle el fuerte viento y mantenía los ojos viendo con insistencia las pisadas del otro.

– ¿Dónde dices que la viste?

El hombre de atrás, sin dejar de sostener con una mano su sombrero, señaló la colina que tenían enfrente. Siguieron caminando hacia esa colina. La lluvia parecía arreciar y hacerse más horizontal. El hombre de atrás sentía cómo las gotas pegaban en su rostro con tal fuerza que parecían pequeñas piedras arrojadas por algún dios que se divierte.

– ¿Oyes eso?

La lluvia de repente cesó, y a lo lejos se oía un zumbido, como si una mosca gigante se estuviera acercando. Pero no era una mosca, sino una procesión. Alrededor de treinta mujeres, todas con su rebozo tapándole la cabeza, caminaban con trabajos hacia los dos hombres. El zumbido lo producían con sus rezos continuos y monótonos.

– ¿Quiénes son? ¿Las conoces?

Cuando se cruzaron, algunos ojos asomaron de entre los rebozos. Eran ojos ya viejos, que se clavaron en el hombre de enfrente. Él no se inmutó y siguió su camino. El de atrás no se atrevió a subir la mirada. Subieron la colina cuando volvía a comenzar la lluvia. Al llegar a la cima se detuvieron.

– ¿Es esa?

Y, en efecto, ahí estaba la aparición. Resplandecía entre la lluvia. El hombre de enfrente la miró con ojos incrédulos. Su cara chorreante de lluvia reflejaba el resplandor de la aparición. El hombre de atrás vio la espalda del otro mientras se quitaba el sombrero y se persignaba.

- Trae una pala. Nos la llevaremos.