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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / La Mujer Vampiro: Infidencias

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Infidencias

–Qué buena trabajadora me recomendaste, Valeria, lo voy a tener en cuenta en el futuro –exclamó la contadora, cerrando una carpeta con decisión.
Liliana Dexler miró en torno, de un lado la recepción, vacía, limpia, ordenada; del otro podía ver a través de las ventanas polarizadas los muros resplandecientes bajo el sol de la mañana, y la delineada sombra de unas plantas que Jano había colocado junto al nombre de la clínica. El día era hermoso, todo había vuelto a la tranquilidad; en conclusión, la vida era muy buena.
Por su parte, Valeria asintió al halago con modestia y mentalmente le agradeció al maravilloso hombre que había conocido y le había dado tanto en tan poco tiempo. El jueves pasado Vignac le había comentado que lamentaba el estado de su país, porque una amiga, excelente secretaria, no tenía empleo, y recordando las palabras de Dexler, Valeria replicó que ella podía ayudarla si era una persona de su total confianza.
En ese momento, Deirdre salió de la oficina y pasó junto a las dos mujeres con una cordial sonrisa. Con su traje beige, lentes de carey, y los bucles rojizos recogidos en un moño, era la imagen de la eficiencia, igual a las modelos que salen en los comerciales de bancos. Avakian admiró su andar cadencioso al pasar frente a su consultorio, y se frotó la barriga deseando tener veinte años y veinte kilos menos para poder con ese bombón. Luego su mirada tropezó con la expresión severa de Dexler y volvió a su trabajo, suspirando.
Esa misma noche Valeria le agradeció a Vignac los elogios de su jefa y hasta él se sorprendió de su entusiasmo en la cama.
Enredada boca abajo en la sábana blanca y dura, jugó con los dedos de los pies del hombre, mientras Vignac la escuchaba parlotear alegremente, sentado contra la cabecera de la cama, apartándose con indolencia los mechones de pelo plateado que se pegoteaban en el sudor de su sien.
–¿Así que conocías al doctor Massei de Europa? –preguntó ella volviéndose a mirarlo, y continuó diciendo con curiosidad–. Me gustaría saber cómo es cuando está lejos del hospital... Es tan misterioso... pero creo que es uno de esos adictos al trabajo.
–¿Te gusta? –inquirió Vignac inclinándose hacia ella, con tono burlón.
–¡No! –exclamó Valeria, aunque en verdad le parecía delicioso, con esa sonrisa agradable y su aire distante–. Además, sé que anda con muchas mujeres, de todo tipo, que lo siguen como un enjambre, pero él no muestra mucho interés por ninguna.
–Entonces dime, ¿quién te gusta de tu trabajo? –continuó Vignac, trazando círculos con un dedo en su espalda desnuda, en cuanto ella hizo una pausa.
Valeria se estremeció: –Bueno... El doctor Avakian es simpático... y buen médico, pero tengo la idea de que siempre está mirando a las mujeres, me refiero a las más jóvenes. Creo que alguna vez se me insinuó, cuando recién entré a la clínica. Espero que sean ideas mías, porque es un viejo de cincuenta y cinco años –se quejó la joven.
El otro se rió.
–Yo tengo casi su edad –explicó.
–No es lo mismo –replicó Valeria, comparando sus músculos trabajados, dorados, y sus labios firmes, con el bonachón y fofo doctor–. Y lo mismo digo de Fernando Tasse. No que sea un viejo verde, porque a él sólo le interesa tu complejo de Edipo. Es muy distraído, muy cómico... Para nada lo que yo esperaba de un profesional famoso, pero buena gente.
–Así que sólo hay hombres en ese lugar –la regañó Vignac suavemente, tirando de un mechón de pelo detrás de su oreja e inclinándose para rozar su cuello con su aliento.
–No, pero tú me preguntaste –rió ella, por las cosquillas en su piel–. Además no te voy a hablar de mujeres, no vayas a creer que son bonitas. Sólo te podría contar de la doctora Silvia, porque es una mujer reseca y rara.
–¿Rara? Me gustan las raras.
–No... no lo que piensas, pervertido. Me cae mal esa española, así que no voy a recordarla en este momento –continuó Valeria, dejándolo hacer mientras él bajaba por su espalda con pequeños besos–. Y Julia, que es la más linda, es muy inocente para tu gusto.
–Las inocentes a veces son las peores –replicó él, apartando la sábana que le entorpecía llegar a su destino. Ya tenía suficiente de interrogatorio, ahora su erección le reclamaba otro tipo de satisfacción, y la piel rosada, húmeda y turgente de su compañera reclamaban su atención. Le susurró–. Yo creía que eras una joven inocente.
Deirdre no tenía idea de por qué le interesaba tanto esa institución a Vignac, pero tenía una deuda de gratitud con él y si le pedía algo lo cumplía con placer, aunque esta vez tuviera que abandonar su empleo para entrar a Santa Rita. En dos días se dio cuenta de que su tarea iba a ser muy fácil, el clima entre los empleados era franco e informal. Ninguno dudó de sus preguntas ni se negó a hablar de cualquier tema. Su fidelidad hacia la institución era indudable, pero ya la consideraban como una más de la familia. Así que aprovechó sus horas de descanso para charlar en la cocina, y además tuvo la suerte de coincidir con Carlos Spitta en el micro, de regreso a la ciudad. Él salía de un largo turno extra pero en lugar de ponerse a dormir, se sentó a su lado y conversó todo el viaje.
Mientras que todos volvían a la rutina, Ana recuperándose, Lina tratando de evitar al doctor Massei y Julia cruzándose en su camino cada vez que podía agradecerle su acto heroico, Ulises se encontraba cada vez más angustiado. Ya no había vuelto a tener esas pesadillas espeluznantes que lo seguían hasta la luz del día, pero había vuelto a tener los sueños que lo acosaban desde niño. Le rogó al doctor y a Fernando que le dieran esos medicamentos que le sacaban los sueños, pero estos se negaron a darle más tranquilizantes, señalando que estos le había causado su episodio desagradable.
A la noche, el joven se sentó en su cama sobresaltado, sacudiendo con desesperación los últimos vestigios del sueño. A la luz roja del velador, distinguió el cazador de sueños que le había regalado su hermana y alguien había dejado sobre su mesita de luz. Lo tomó y contempló las plumas colgando de la telaraña de hilo. Los cazadores que en sueños lo seguían por tierras desiertas, incansables, para apresarlo, sacarle la piel del rostro y dejarlo sin cara, utilizando algo pegajoso que hervían en un caldero, no habían quedado atrapados en la red. Todas las noches lo volvían a perseguir y aunque algunas veces lograban sacarle la cara continuaban asediándolo, sin que Ulises supiera por qué. Arrojó la artesanía al piso con rabia.
Esa misma tarde, en el patio de los enfermos peligrosos al cual estaba restringido ahora, se había encontrado con Eduardo, que le habló desde el otro lado de la reja. Eduardo fantaseaba con interminables enfermedades que lo aquejaban y había terminado en Santa Rita luego de provocar un incendio en un hospital, por un accidente o tratando de cubrir un robo de medicamentos. Su hobby, su especialidad, era buscar, sustraer y probar todo tipo de sustancias, y en esta clínica donde el acceso era casi imposible para los internos, lo consideraba todo un reto. A pesar de todas las trabas, Eduardo conseguía cosas, o tenía gente que se las introducía, y como buen samaritano también le gustaba compartir con sus compañeros.
Si los doctores se negaban y su familia les daba la razón, meditó Ulises, tendría que recurrir a otros métodos para parar sus pesadillas.
A la mañana siguiente muy temprano, Ulises era tema de conversación entre gente que él ni imaginaba.
Vignac, vestido con elegancia para visitar a unos anticuarios, unos viejos que había conocido en Italia hacía veinte años cuando ya eran ancianos, escuchó con interés el relato de Deirdre. Estaban sentados en una confitería, ella desayunaba y él tomaba un café antes de empezar sus actividades.
–No sé si todo esto te puede servir, querido –terminó ella, sorbiendo su café con leche frío–. Un montón de chismes del personal y delirios de pacientes, porque los doctores no han querido hablar de nada extraño.
–Su forma de razonar es muy limitada –replicó él, mirando por la ventana el tráfico y la gente apurada para llegar a sus trabajos–, su formación les impide comprender lo que está más allá de sus teorías, de sus propios ojos, aunque sea una fuerza que los arroja contra el muro. Me extraña del doctor Massei, pero supongo que no quería entrometidos de la prensa amarilla o curiosos que estorbaran en sus pacientes. Lo que necesitan es un exorcista.
–¿Tú crees? –exclamó Deirdre, alarmada, y Vignac se mordió la lengua por hablar con tanto descuido.
–No te asustes –la calmó, tomándole la mano a través de la mesa–. No se trata de espíritus esta vez. Quise decir que necesitan la ayuda de un experto, alguien que sepa de lo que habla y que sea discreto...
–O sea que te necesitan, Roy.
Luego de pensarlo varios días, Lina resolvió que debía confiar en Massei. Si sospechaba algo de su confrontación con Miura, guardaba el secreto, como había sido discreto con lo que sabía de su disipada vida anterior. Especuló que si le contaba con honestidad por qué había decidido ingresar a la clínica, tendría su confianza. Estaba en el salón comunal, rodeada de pacientes pero absorta en su pintura cuando se decidió al fin, al verlo pasar por el corredor conversando con Tasse. Guardó sus cosas rápidamente y se levantó. Dudó, pero en ese momento Massei volvió a aparecer en la puerta y caminó hacia él con decisión.
–¿Puedo hablar con Ud.? –preguntó con seriedad.
Lucas captó su mirada franca y cierta humildad en su voz que la hacían parecer más humana, en lugar de la diosa inalcanzable. Pero Fernando, que seguía a su lado tratando de abrocharse el chaleco de lana, intervino en tono bromista:
–¡Eh! ¿Vas a hablar con él? ¿Me quieres poner celoso?
Ella arqueó las cejas y Lucas se la llevó. La condujo hasta su consultorio, pero apenas se habían sentado con gran ansiedad, cada uno parapetado de un lado del escritorio en sendos sillones de cuero, él recordó que había dejado esperando por una respuesta a Carlos Spitta. Se disculpó y salió un momento.
Lina miró las paredes grises, desnudas a excepción de un diploma enmarcado, y estudió los contenidos de la estantería, libros, una planta, varios cajones cerrados. Encima del escritorio había quedado su agenda, entre el reloj y el portalápices. Estiró una mano hacia ella, pero se contuvo a último momento, y en su lugar dirigió su curiosidad hacia la cajita con tarjetas de visita, pensando que de todas formas estaban a la vista. Las de abajo eran del propio Massei, pero había apilado tarjetas de su primo, de Dexler, Avakian y la clínica, y una destacaba por su color marrón. Lina la tomó con un vago presentimiento y la revolvió entre sus dedos, como si picara. Lucas había tirado distraídamente la tarjeta que Vignac le dio entre las otras.
–R. M. de Vignac –leyó la mujer, sorprendida primero, hasta que un escalofrío le erizó la nuca, recordando las historias de su padre–. De Vignac ¿aquí?
¿Cómo podía conocerlo Lucas Massei? No podía ser casualidad. Ahora recordaba que las enfermeras vivían hablando de él cuando se fue de viaje, a Europa; tal vez la tarjeta venía de allá. ¿O su pasado la iba a seguir hasta Santa Rita, que había supuesto un lugar perdido en el mundo? Massei la había considerado con desconfianza desde un principio, a diferencia del resto que la trataban con amabilidad. Otra vez, no podía ser coincidencia.
Se levantó, olvidando en su prisa la tarjeta que tenía en su mano y que cayó al suelo mientras salía del consultorio. En la puerta se chocó con Lucas, que preguntó, sorprendido:
–¿No querías hablar conmigo?
Ella lo esquivó y volvió al salón. Lucas entró a su consultorio, extrañado por su cambio de actitud, y se sentó en el sillón que ella había dejado tibio, pensativo.

Texto agregado el 26-03-2008, y leído por 109 visitantes. (1 voto)


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