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Esta mañana, al despertar, me encontré con que el mundo estaba distinto. ¿Qué es exactamente lo que cambió? No tuve tiempo de detenerme a meditarlo, simplemente tuve que conformarme con saberlo diferente. No era un mejor mundo, ni más propicio ni menos lleno de recovecos húmedos en los que se ocultan las posibilidades infinitas que constituyen la delgadísima línea entre el bien y el mal.

Al salir de casa sentí el tierno abrazo de un calorcito que prometía crecer inclementemente para el resto del día. Tomé el transporte público hacia el trabajo y me puse a mirar a mis compañeros de viaje. Señores, en su mayoría, entre los treinta y cinco y los cincuenta y cinco años, deslumbrantes jovencitas y señoras soñolientas conformaban la base popular del vagón del metro en que viajaba. Una sola idea circundaba mi mente en ese momento. Romper con todo, iniciar una nueva vida alejada de la gente que me había visto nacer, la que me había visto agonizar durante años y reptar entre la infinita sombra de quinientos años.

Llegué al trabajo convertido en un autómata, respondía a todas las preguntas con el primer instinto, miraba a un punto neutral entre las personas y el espacio que ocupaban. Finalmente no pude soportarlo más y desistí. Arranqué de un tajo el cordón umbilical que me unía a este universo que cada vez sentía más ajeno, me laceraba la piel del pensamiento, me sofocaba conforme el sol se acercaba al cenit. Junté el aliento que me quedaba para lanzar un grito furibundo, mientras con las piernas aún temblando me acerqué a la salida tan aprisa como pude. ¡Váyanse todos al diablo…!

Al salir, el sentimiento de libertad más grande que haya sentido jamás me llenó los pulmones de aire y anduve caminando durante horas bajo la mirada atenta del sol, que me seguía a donde fuera. Tonatiuh nunca me ha abandonado. Cerca de la hora en que comienza a acurrucarse el día entre los altos edificios al poniente, llegué a perderme varias veces entre el inmenso laberinto que representa esta ciudad. Llegué, finalmente a algún barrio oscuro, descuidado por demás, cuando había ya oscurecido. No podía creer que había conseguido despojarme de todas aquellas lapas que consumían mi energía sin mayores complicaciones. Fue la primera de mis más grandes victorias frente a mi amorfo enemigo, la gente.

Las calles comenzaron a estrecharse hasta que casi se tocaban. Las luces en las ventanas de las casas se apagaban consecutivamente. Pronto tuve la impresión de quedar completamente solo en la cuidad, cuando escuché una voz que me llamaba. Al girar la cabeza me encontré con una señora de no menos de setenta años que asomaba de la casa justo detrás de mí. Insistió en que entrara y destejió la madeja de pensamientos que se desparpajaba en mi mente.

Sin permitirme pronunciar más de cinco palabras en una sola frase, me habló de mi pasado, de la rara sensación de la mañana. Atónito, la miré enmudecido por todo lo que parecía saber de mí sin que yo, ni nadie, hubiese podido contárselo. Me quedé charlando con ella durante la noche entera, me ofreció una amarga infusión de hierbas que me hizo dormir, trasudar y desvariar.

Todavía no amanece, pero esta mañana no pienso volver a donde ya he estado antes. Sólo pienso en tomar mis pies y llevarlos con todo y pasos a otro sitio, donde otra tierra los impulse a seguir andando.

Texto agregado el 06-05-2008, y leído por 162 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
06-05-2008 Alguien dijo que lo único constante es el cambio...adelante, señor: haga de cada mañana un nuevo universo, el sitio perfecto para reinventarse. Un abrazo fuerte. Ruah
06-05-2008 Eso compadre, no se quede en estado catatónico y haga lo que tenga que hacer para echar pa'lante. Mueva los pies, las manos, la mente... ¡Pero muévase! amoenus
 
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