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ESPIRITUS ETÍLICOS


No recuerdo cuándo fue, pero ese día me dejaste. No me preguntes si era de día o de noche o si llovía, pregúntame qué fue lo que sentí. Pregúntame cómo te veías, cómo quise matarte en un segundo y resucitarte en el siguiente. Pregúntame si todavía me duele.
Nada es para siempre. Ja, ja. He ahí la verdad absoluta.
Eran demasiado bello para ser cierto. Me retracto: he ahí la segunda verdad absoluta.
Todavía puedo sentir que me hierve la sangre al recordar ese momento, cuando todo lo que me habías dicho se fue por el caño, cual mierda que era. Pero claro, el amor es ciego y la locura siempre lo acompaña, aunque no sepa (en mi opinión) que le pone el cuerno con la pendejez.
En fin, me dejaste y no hubo vuelta de hoja. No hubo explicaciones, ni lamentos, ni preguntas. Sucedió y punto. Qué fácil. ¿Cómo sacarme en ese instante los millares de cuchillos con que me habías atravesado el alma? No podía ni caminar. No pude pronunciar una palabra. Cuando me di cuenta la sangre ya había hecho un charco en el suelo, a mi alrededor. La gente pasaba junto a mí y no lo notaba. ¡Hey! ¿Qué no ven que me estoy muriendo? ¡Ayúdenme! Nadie se fijaba en mí, y traté de aguantar hasta que coagularan un poco las heridas y pudiera moverme. No sé cuánto tiempo pasó, pero ya te habías largado. La sangre en el charco ya se había secado, y entonces pude caminar.

Comenzó a llover. El desteñido riachuelo de sangre que nacía del charco me seguía, y sin darme cuenta si pasaron horas o días y caminé sin rumbo fijo hasta que pude ver a lo lejos un letrero fosforescente con el nombre de un bar. Cada cuadra era más larga que la anterior, pero mis pasos se agilizaron para llegar a la puerta del lugar, y antes de entrar cerré los ojos saboreando el murmullo que escuchaba... voces desconocidas, entrechocar de vasos, corcholatas rebotando en las mesas, sillas que se arrastraban, y ese olor a orines y cigarro, tan penetrante que se hundía en lo más profundo de mi alma y que la reconfortaba de alguna manera.
De pronto me di cuenta que no había pensado en lo que acababas de hacerme, y abrí la puerta de golpe. Me senté en la primer silla que vi y pedí una botella y un vaso. Nada más. Miré a mi alrededor y saqué un cigarro. Nadie me veía. Revisé cada una de las cicatrices que me habían quedado y prácticamente ya no sangraban. Me trajeron el alcohol y serví un vaso que bebí de golpe. El calor descendiendo por mi garganta llegó a mi estómago y se asentó, produciéndome un agradable ardor, pero no sonreí. Encendí el cigarro y serví otro vaso, y entre el humo y la gente distinguí un espejo. Me miré detenidamente: las manchas de sangre parecían costras en mi ropa. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos de lo que había llorado. Mi cara reflejaba un dolor agudo, como un grito abismal, y preferí voltear hacia otro lado. Creo que había música, la verdad no me acuerdo. Seguí bebiendo. Nunca pregunté la hora. No me importaba. No tenía hambre ni frío. Seguía bebiendo. No necesitaba compañía. Con tu sólo recuerdo me bastaba, pero con cada trago de alcohol iba desapareciendo, se hacía cada vez más borroso, y me costaba mucho trabajo recordar cada aspecto de tu cara, y fue entonces cuando sucedió.
La mueca que alguna vez fue de dolor se transformó en una débil sonrisa, que poco a poco abrió paso a una risa extraña, tornándose en una ruidosa carcajada. Lo logré: estaba burlándome de ti. No podía creerlo.
Pedí otra botella y encendí un nuevo cigarro. De nuevo me miré al espejo, y las manchas y las heridas habían desparecido al igual que lo hinchado y enrojecido de mis ojos. En ese instante ya había olvidado por completo tu cara, y todo lo que me habías dicho. Seguía carcajeándome, cada vez más fuerte, cada vez más lejos de ti, y seguía bebiendo. El alcohol era un milagro, y me había curado de todos los males el peor: el de amores.
Salí del bar y caminé otra vez sin rumbo, pero no importaba. Creo que tarareé una canción. De pronto sentí una mano en el hombro.
- ¿Cómo te sientes?
Volteé hacia donde provenía la voz y vi, o creí ver, a unos tipos transparentes junto a mí. Eran transparentes porque podía ver a través de ellos. Parecían hechos de gotas de algún líquido que se me hacía familiar.
- Bien- contesté, titubeando-. Mucho mejor.
- ¿Verdad que sí?- dijo el tipo sonriéndome.- No te preocupes. Siempre vamos a estar contigo y vamos a ayudarte. Hemos visto que ya no sangras.
- No, mis heridas cicatrizaron.
- Eso es lo que tú crees. Por el momento, gracias a nosotros, la sangre ha coagulado. Pero el efecto no es eterno: tienes que mantenerlo.
- ¿Qué quieres decir?
- Que esto sólo es momentáneo. Pero puedes hacernos venir cuantas veces sea necesario.
En ese momento no comprendí lo que sucedía, pero me sentí bien. Con eso me bastaba y me sobraba. Ellos me acompañaron la mayor parte del camino, hasta que llegué a mi casa y me desplomé en la cama. Sentía que habían pasado días cuando desperté. Tenía un dolor de cabeza insoportable; parecía que los ojos se me iban a salir de las órbitas, y que cada uno de mis huesos estaba a punto de quebrarse. Intenté abrir la boca pero mi lengua estaba prácticamente pegada al paladar, que en ese momento era un trozo de cartón con tierra. Me sentía tan mal que creí que moriría. Mi estómago era un infierno con lava ardiente. Hice un esfuerzo desgarrador para levantarme, y al hacerlo vi que las sábanas tenían manchas de sangre. No quería creer lo que veía, y como pude caminé al baño y me revisé todo el cuerpo. Las heridas habían vuelto a abrirse, y la sangre comenzaba a salir. Me desesperé y abrí la regadera. Un chorro de agua helada cayó sobre mi cabeza y lo único que conseguí fue teñir de colores purpúreos el piso del baño. La sangre seguía deslizándose sobre mi piel y la idea de ir al médico se hizo más firme en mi incongruente pensamiento.
Me vestí lo más rápido que pude y aunque el dolor de cabeza y de mis huesos me estaba matando, salí a la calle. La luz de afuera cegó mis ojos por un momento, y todo me dio vueltas. Caí sobre la banqueta y me quedé ahí. No sé cuánto tiempo pasó hasta que un tipo se detuvo junto a mí.
- Qué noche la de anoche, ¿no?- me dijo sarcásticamente.
- Ayúdame, me estoy desangrando- supliqué.
- ¿Qué? ¿De qué hablas? Todavía te dura la borrachera-, y dio media vuelta y se fue.
De nuevo el charco de sangre se había formado a mi alrededor y ese tipo no lo había visto. El dolor me cercenaba por dentro y en una de tantas punzadas infinitas recordé a quienes había visto antes y que habían prometido ayudarme. Podía hacerlos venir cuantas veces fuera necesario. También recordé lo bien que me había sentido, cómo me carcajeaba, y me puse de pie. Nadie volteaba a verme. Un hilillo de sangre me perseguía por toda la calle, lo sabía sin mirar atrás. Entré en una cantina y pedí una botella. El primer trago fue largo, y pude ver claramente que la sangre, poco a poco, dejaba de escurrir. Con los siguientes, que las heridas cicatrizaban en segundos. Ya no me dolía la cabeza, ni los huesos. Las sonrisas comenzaban a llegar solas a mi boca. Me sentía muy bien. Bastante bien.
Fue entonces cuando comprendí que los espíritus etílicos habían llegado para ayudarme, para no dejarme morir, y sobre todo para hacer que me olvide de ti.

Texto agregado el 13-08-2002, y leído por 819 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
13-08-2002 Anarquista, un trago a la salud de tan buen relato... No ha nada mejor que dejar escapar el alma No hay nada mejor beber y morirse No hay nada peor que ver como lo mejor de la vida siempre lo acompaña el dolor No hay nada mejor No hay nada peor ya no hay nada... Cuando bebo el alma de mi cuerpo se separa No hay nada peor de que dejar escapar el alma pero en tanto mi amla se escapa, me veo y me veo bebiendo payaso de ojos tristes. piratrox
 
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