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De hombres y sobrenombres

La cancha invitaba a sacudir la aburrida modorra de un domingo a las cuatro y media de la tarde, después de un festival gastronómico, como es el almuerzo familiar de estos días y en estos pagos.
Donde seguramente sobraron carnes asadas, alguna que otra empanada, los pasteles que por la mañana pasó a vender la Beta en beneficio de los aleluyas, apodo que reciben los fieles evangélicos por sus cánticos agudos y de altos decibeles, a la hora de celebrar sus ceremonias.
A esta suculenta comida se agrega los más variados varielates vitivinícolas de no muy prestigiosas bodegas argentinas con soda Ibáñez, por supuesto, para lograr, así, una perfecta gastritis erosiva y un peludo magistral.
El juego es simple: seis lisas, seis rayadas, un bochin y gana el equipo que llegue a completar el puntaje determinado con anterioridad, que en general es de 12. El punto es logrado cuando la distancia que separa una BOCHA, y su pequeño apéndice, el BOCHIN es menor que la longitud que han ostentado las demás esferas de madera.
Luego de una parada en el mostrador del boliche dueño del idolatrado Bochódromo, para realizar la ineludible entrada en calor y el estiramiento previo, los aspirantes pasan al patio trasero de la vivienda, donde se erige el glorificado escenario bochífero, sin perder un segundo se comienza con el ritual de la irrevocable pisadita y delinear los diferentes equipo de este reducido campeonato vespertino.
Debido a la abultada concurrencia, se armaron cinco equipos, todos contra todos, la tarde se extenderá hasta entrada la madrugada y es posible que algún titán bochófilo abandone la reyerta, muy a su pesar, para entregarse al dulce sueño de sus tintos, cañas quemadas y otros alcoholes.
El partido no es por nada, todo lo contrario, además del orgullo efímero de ser los ganadores, el premio mayor es que las copas propias y de sus adversarios corren por cuenta de los infelices perdedores, sumándose de este modo la satisfacción de no tener que justificar ante las respectivas esposas, novias, amantes, concubinas y otras formas de amar, el gasto de semejante curda. Es que a estas mujeres ya no les importa el estado calamitoso de sus príncipes ya desencantados, sino la economía familiar, jaqueada domingo tras domingo, por la cuestionable inversión que significa practicar esta embriagadora disciplina deportiva.
Al equipo “a” lo formaran: el Chumingo, el Chingolo y el Mulo. En el bando de enfrente, con las rayadas, se disponen: el Raulo y el Canario como arrimadores, de los “palazos” se encargará el Totó.
Se lanza la escurridiza bochita, ante la algarabía de los chupados espectadores que ya no están afirmados al alambrado sino tirados sobre el mismo, como cayeron, pero con la mirada en aquella corredera de arena bien pisada, casi afelpada, orgullo del Pocho, que le dedica gran parte del día para que los bocheros no encuentre excusas en su suelo de los desaciertos.
Afuera de la pista, al calor de las brasas, que el Perico no deja apagar, a pesar que del cordero y los dos costillares solo quedaron los escuálido y grasientos fierros de los asadores, la danza frenética de liquido elemento neurológicamente devastador no aflojaba ni siquiera cuando se monta la mesa de mus.
El Jeta se hace presente en el lugar y con su guitarra afinada, gargüero encendido y desvestido de su timidez ofrece un mini recital a cambio de unas cuantas cañas dulces.
La tardecita le ganaba a la tarde, ya el fuego no era necesario para aclimatar a los parroquianos, porque hasta el hipotálamo había caducado bajo el efecto del alcohol dejando atérmicos los cuerpos acéfalos de la concurrencia.
El tablero de madera con correctos orificio doce de cada lada, debajo de las iniciales “R” a la derecha y “L” a la izquierda separados por una línea marcada a fuego, dejaba ver el resultado: once a diez, lisas arriba, tira el bochin él último ganador de la ida para allá, porque en las bochas se juega de ida y vuelta, Chumingo tira bien lejos, al arrime tira el Raulo, pero con una sola bocha Chingolo acaba con las intenciones de los dos arrimadores, ahora es Totó quien define la historia de este encuentro.
Primera bocha casi le pega al chiquitín, el partido se detiene por orden del Flaco, hombre de metro ochenta y siete, ciento doce kilos, brazos prominentes, trabajador de la bolsa y porque no decirlo de impecables alpargatas blancas, calzado oficial de estos eventos, bombachas bataraza, camisa a cuadros arremangada y rebenque cruzado en la cintura. Por eso es el juez.
Detenida la acción para reparar el fiero agujero del bochazo anterior, los contendientes deciden sus próximas jugada, menos el Totó que se empina el vaso rechoncho de vino puro, sin hielo, más bien calientito, buscando en el fondo del mismo la fuerza y la exactitud para conseguir que la contienda no termine en su lanzamiento.
Careca, Legui, Mandinga, Japoné, el Cuchi, Michi, el Tuerto, el Pelado y varios apodos más, concurrentes y eminentes jugadores desesperaban por saber el final de este match.
El mandamás de la cancha llama al juego, el equipo de las lisas ni entró a la arena, clara manifestación de burla hacia sus adversarios, atiborrando de presión al bochador, que en lo que duró la interrupción alcanzo a incorporar dos botellas de tres cuarto de Quilmes bien helada y perfeccionar de esta manera su borrachera.
Sin sacar sus ojos del Mulo, caminó hasta las tablas, alzó su bocha, la escupió, expandió su fluido por toda la superficie de la redonda madera, dejándola lustrosa como buscando la aéreodinamia perfecta. Recién en este instante cambió el objetivo de su mirada, el desgarbado rival ya no reía, su desvirtuada sonrisa denotaba el miedo que le propino aquella sostenida y filosa ojeada, me animaría a decir que en sus pensamientos deseo que el Totó no fallara.
Toma puntería por ultima vez, cierra el ojo derecho y el que afina es el izquierdo. Un suspiro profundo y hediondo.
Comienza la corta carrera hasta la raya de lanzamiento, uno, dos, tres pasos saltados en punta de pie, mano izquierda aferrada a la bola, el miembro superior zurdo comienza a describir un ángulo de ciento ochenta grados, de atrás para adelante, de la cintura para abajo, en los noventa grados, cuando pierna y brazo coinciden en el más perfecto paralelismo, vuelta subir hasta más allá de la altura del ombligo, justo ahí, en ese momento, no otro, suelta la bocha, que sale envenenada cortando el aire, generando la turbulencia exacta por detrás de manera de mantener la fuerza y la dirección buscada.
Detrás del alambrado el silencio era aturdidor, las pupilas de los testigos de esta descomunal contienda se dilataban al extremo, venciendo la miosis generada por el abundante alcohol que corría por sus arterias. Ni el Pelacho se animó a emitir sonido. El enano Juan aprovechó el encanto paralizador del momento, y fiel a su costumbre ventajera, se acomodó bien cerca de la tabla, al lado del gomero que hasta sus hojas hizo callar.
La endemoniada y balística esfera comienza su descenso suave pero parejo, había recorrido casi siete metros y solo treinta centímetros de puro aire restaban para saber si las rayadas pagarían la cuenta o si el Totó ratificase su fama de buen bochador.
Por esto..., por un pelo..., si hasta se movió el desgraciado, pero el bochazo pasó por encima a medio milímetro del bochin, lo despeinó, si parece que el muy sotreta se hubiese corrido del susto, la violencia de esa bocha fue tal que el piso crujió hasta ceder como cede la piel a la afilada punta de aquel puñal, cinco saltos pegó la madera redonda, cinco heridas que tiene que curar el Pocho, fue el saldo de aquel juego.
Ahora sí todo parecía acabado, pero el Totó no pudo sofrenar su ira y arremetió con sus festivos y socarrones adversarios.
El tumulto fue tremebundo, volaron bochas, sillas, leña, vasos, botellas, hasta el gato de doña Jacinta se lo vio volar tirando arañazos al viento y de pelos encrespado.
El más chico de los Ituarte ganó la calle, cruzando campo llegó al destacamento todo espinado, desencajado y jadeante, como pudo alerto al oficial, que de inmediato soltó el pollo que serviría de cena para los suegros de la ciudad, se calzó el uniforme, acomodó el machete y se hizo presente en el estrepitoso fondo del bodegón.
Con la ayuda de algunos que se le había dado por una tranca bonachona y colaboradora lograron disipar los enardecidos batalladores, que no opusieron mucha resistencia y dejaron el dantesco escenario.
A los pocos minutos, ya en el interior del bar, recomenzando a engendrar una nueva curda o mejor dicho persistiendo con su estado de enajenamiento, quedaron el Petete, el Matungo, el Caio y el Chulenga, hablando cosas sin sentido y buscándole nuevos apodos a sus paisanos.
Porque un pueblo abandonaría su esencia si los nombres de los hombres no gozasen de sobrenombres.






Texto agregado el 15-08-2008, y leído por 494 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
09-09-2008 escribes maravillosamente , se puede imaginar lo que relatas...felicitaciones =D dulcequimera
 
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