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Inicio / Cuenteros Locales / guvoertodechi / Encuentros, desencuentros, reencuentros y una burla insolente

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No podía ser de otra manera. Estando en la ciudad de Montevideo, unos meses antes de engancharse en el Ejército Grande Aliado Libertador, se había ocupado en persona de adquirir las diferentes prendas del gallardo uniforme que ahora estrenaba. La compra de la vestimenta y demás avíos de viaje fue efectuada siguiendo puntillosamente los dictados del sofisticado estilo militar francés, por entonces en boga en los campos de batalla del hemisferio norte.

El vestuario de este altivo oficial estaba constituido por una elegante levita abotonada, un par de impecables pantalones ajustados de tono claro y un paletó (gabán de paño grueso y corte moderno), todo combinado con botas de cuero fino y guantes. Como broche de oro, llevaba un quepis galo (gorro redondo con visera horizontal) coronado por un vistoso penacho con plumas de vivos colores. El flamante teniente coronel de las fuerzas armadas argentino-brasileño-uruguayas completaba su impresionante equipo de fajina con los siguientes enseres: silla inglesa de montar sobre mandil de pana, caramañola de platino colgada del arzón de la montura, espuelas importadas y espada bruñida. El recado, que cargaba su cabalgadura, incluía algunos prácticos adminículos provenientes de la industria bélica europea de la época, como ser: catre de hierro y mesa escritorio plegables, recipiente adecuado a la conservación de provisiones de boca, navaja de campo con eslabón y velas de esperma para leer de noche.

Así fue como se presentó aquella mañana, en la carpa que hacía las veces de cuartel general, Domingo Faustino Sarmiento, a la sazón Boletinero Oficial del ejército que, al mando de Justo José de Urquiza, marchaba rumbo a Buenos Aires en misión histórica. En efecto, una vasta combinación de soldados entrerrianos, correntinos, santafesinos y orientales, que contaba con el apoyo financiero y logístico del Imperio del Brasil y de los gobiernos vecinos de Paraguay y Uruguay, se había constituido poco tiempo antes bajo el objetivo de terminar con la dictadura de Rosas. Corría el mes de enero de 1852 cuando un nutrido contingente de tropas, estimado en más de 30.000 soldados de caballería, infantería, artillería y personal auxiliar, se concentró en El Espinillo, un paraje ribereño ubicado a pocas leguas de la villa del Rosario. Acababan de vadear, merced a un portentoso esfuerzo operacional, el caudaloso río Paraná a la altura de Diamante, provincia de Entre Ríos.

Cuando ocurre la anécdota que estamos relatando, el campamento se preparaba, bulliciosa y febrilmente, para encarar el tramo final de la travesía terrestre que concluiría en Caseros, a las puertas de Buenos Aires. El combate que tendrá lugar en dicha localidad bonaerense, con la consiguiente victoria del Ejército Grande, significará el fin del régimen rosista y el alumbramiento de una nueva etapa en la historia nacional.

Sarmiento, con 40 años de edad, ya era por entonces un notable escritor. Había realizado una fulgurante carrera periodística en el seno de la incipiente democracia chilena y, promediando el siglo XIX, era conocido por el público instruido gracias a sus polémicas obras “Argirópolis”,“Recuerdos de provincia” y “Facundo. Civilización y Barbarie”. En estos libros, especialmente en el último, el cual adquirirá una dimensión literaria y sociológica universal, el sanjuanino hace gala de un formidable talento descriptivo y de una agudeza analítica inusual. Allí desmenuza las negativas condiciones sociales imperantes en la América del Sur post-revolucionaria y la pesada herencia del prolongado período colonial previo, de matriz hispano-clerical, burocrática y precapitalista. Según su diagnóstico, en dicho asfixiante contexto, agravado luego de treinta años de guerra civil, predominaba una mentalidad abúlica, indolente, localista y xenófoba, donde parecía difícil que emergiera con fuerza la ética del trabajo emprendedor, que prosperara el empuje innovador y que se impusiera el pensamiento racional. En tal estado de cosas, en estos territorios sólo podían aflorar endebles convicciones republicanas, limitadas por comportamientos provincianos ramplones, amenazadas por conductas personalistas y por atavismos mesiánicos de cuño medieval. Hace un inventario, en suma, de los nefastos condicionamientos que, a su lúcido criterio, impedían que en estas despobladas tierras australes se abrieran las puertas al progreso material, social y cultural que tanto necesitaba un país joven y lleno de potencialidades como el nuestro.

Habiendo combatido al gobierno rosista desde el exilio en Chile, Sarmiento era consciente de que la campaña de Urquiza en contra del déspota bonaerense constituía para él una gran oportunidad. Si participaba en forma directa del derrocamiento de la dictadura, podría reinsertarse en la vida política nacional de la que había estado forzosamente alejado hasta entonces. Pero en su fuero íntimo desconfiaba del prominente militar-estanciero que había osado desafiar al déspota, sospechaba que el entrerriano adolecía de los mismos vicios que le endilgaba a Rosas y al resto de los caudillos criollos. Por lo tanto, temía que el retador pudiera llegar a convertirse en un nuevo tirano, presunción que el tiempo demostraría errada y que lo llevaría a pelearse para siempre con su amigo Juan Bautista Alberdi.

No obstante las aprehensiones que barruntaba, el sanjuanino no avizoró otra alternativa en aquella hora crucial que incorporarse al proyecto insurreccional que habría de concluir con éxito el 3 de febrero de 1852 en la batalla de Caseros. Por eso, junto a otros connotados dirigentes unitarios exiliados ofreció sus servicios a Urquiza, un federal de pura cepa, cuando éste organizaba sus huestes para lanzarlas sobre el enemigo radicado en San Benito de Palermo. Fue así que a Sarmiento lo nombraron, en mérito a su habilidad periodística (en contraste con su escasa experiencia militar), jefe de prensa del Ejército Grande; esto es, “boletinero”, como lo apodaron despectivamente sus camaradas de milicia.

Pero volvamos al campamento que, a orillas del río Paraná y a unos trescientos kilómetros de la Capital, se preparaba para acometer el ataque definitivo al bastión principal del omnímodo y temible poder mazorquero.

Decíamos que Sarmiento se presentó en el cuartel aliado muy emperifollado, de un modo más adecuado para asistir a un baile de gala de liceo militar aristocrático parisino que para afrontar la dura fajina requerida en la agreste vida cuartelera de tan lejanos parajes sudamericanos. Su brillante uniforme, de inspiración europea, contrastaba con el aspecto abigarrado que exhibía la soldadesca, la cual -salvo la oficialidad- iba ataviada de manera indolente con bombacha y chiripá mugrientos, poncho descolorido y, rematando el precario atuendo, vincha a la usanza indígena. Unos pocos, calzando tamangos, los más, directamente en patas, apenas armados con tacuara en ristre y facón atravesado a la espalda. Es que, en su mayoría se trataba de tropas improvisadas, reclutadas en levas masivas y urgentes. Por eso, se parecían más a los malones salvajes que a los regimientos que, con elegante y marcial prestancia, habían revistado a las órdenes de José de San Martín durante la gesta libertadora tres décadas antes. Como excepción, escuadrones de la disciplinada caballería entrerriana vestían el típico uniforme federal, compuesto por la tradicional ropa gaucha y el vistoso gorro de manga, todo ello de color colorado. En esta ocasión especial, para que en el entrevero en cierne no se confundieran con los adversarios que vestían igual, a los soldados se les suministró camisetas blancas. Eso sí, todos llevaban puesta la popular divisa punzó, emblema que identificaba al federalismo, tanto rosista como urquicista. Todos menos Sarmiento, que detestaba dicho símbolo político.

Con su pinta portentosa, él pensaba que impresionaría a los oficiales superiores del estado mayor que, a la sazón, deliberaban mientras se informaban de las instrucciones que impartía el general Urquiza. Así apareció, entonces, el soberbio intelectual citadino luciendo sofisticado uniforme militar, sosteniendo altivo las riendas del corcel con estudiada firmeza, conduciendo el animal al trote corto, destacando su porte ecuestre con aquel sombrero emplumado con cuyo penacho multicolor la brisa ribereña jugaba graciosamente.

- ¡Sarmiento - le espetó Urquiza, con vozarrón imperativo al verlo venir - ¿Adónde va con esa facha? Mire que está por llover...

- General, voy al Rosario a imprimir el Boletín –contestó Domingo Faustino, perplejo, y agregó: ¿Qué importa si llueve?

- ¡Se le van a mojar las plumas! - remató Urquiza con socarrona crueldad.


Muchos años después, en los oídos del Gran Maestro de América seguiría resonando la desconcertante y pícara alusión gallinácea proferida por el general Urquiza y la estruendosa carcajada de la tropa que estalló a continuación, poniéndolo en irremediable ridículo (1). En efecto, el resentimiento de Sarmiento hacia su burlador perdurará durante décadas, para convertirse en gran enemistad durante los siguientes años, a medida que las disidencias políticas entre ambos se profundizaron. A tal punto llegó el encono que, con motivo del conflicto entre la Confederación y el Estado bonaerense, en el que Sarmiento se alineó junto a Alsina y Mitre, llegó a proponer que Justo José de Urquiza fuera extraditado a Southampton (la ciudad inglesa donde vivía Rosas); o, mejor aún, que fuera ahorcado por el bien del país.

Como colofón de la anécdota jocosa relatada, cabe decir que Sarmiento consiguió una revancha simbólica de aquel desaire que le propinó el Jefe del Ejército Grande en vísperas de la batalla decisiva. En efecto, durante su presidencia (1868-1874), como fruto de su iniciativa se fundó el Colegio Militar de la Nación, la Escuela Naval y se sancionó el Código de Justicia Militar, el cual prevé, precisamente, el uniforme que han de usar las Fuerzas Armadas.

La reconciliación entre ambos estadistas recién llegará en 1870, cuando Domingo Faustino Sarmiento, siendo presidente de la República, efectuó una visita de buena voluntad al Palacio San José (Concepción del Uruguay), legendaria residencia campestre de Justo José de Urquiza. El entonces primer mandatario concurrió con el fin de obtener del anciano caudillo entrerriano, actor principal de la organización constitucional de la Nación, el apoyo para su gestión al frente del gobierno. De ese modo, Sarmiento comenzaba a desandar el discutible sendero político que lo llevó, dos décadas atrás, a tomar partido en favor de la facción liderada por Bartolomé Mitre.

El vehemente sanjuanino, un republicano sincero que apostó fuerte por la educación popular como estrategia transformadora, ya sospechaba que el poder de la oligarquía terrateniente (“aristocracia con olor a bosta de vaca” –la definió) se convertiría en un obstáculo para la consolidación de las instituciones democráticas a la que tanto aspiraba. Su distanciamiento del modelo porteño-bonaerense, centralista en lo político y extranjerizante en lo económico, que sería impulsado por el mitrismo, primero y por el roquismo, después, lo habrían de acercar al pensamiento crítico de Alberdi, su antiguo adversario intelectual, con quien habría de coincidir ideológicamente al final de su vida, aunque, en lo personal, jamás lo reconoció.

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GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS
Hechos Extravagantes y Falacias de la Historia
Año III – Nº 23
VERSIÓN CORREGIDA

Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la investigación histórica fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía consultada:

• Bosch, Beatriz: “Urquiza o la Constitución”; Cedal, Bs.As., 1975.
• Botana, Natalio: “Sarmiento. Una aventura republicana”; Fdo. Cultura Económ., 1996.
• Campobassi, José: “Sarmiento y Mitre. Hombres de Mayo y Caseros”; Losada, Bs.As., 1962.
• Fernández, Javier: “D.F.Sarmiento” (en “Hombres de la Argentina”); Eudeba, 1963.
• García Hamilton, José Ignacio: “Cuyano alborotador”; Sudamericana, Bs. As., 2001.
• Lojo, María Rosa y otros: “Cartas que hicieron la Historia”; Aguilar, Bs.As., 2001.
• Luna, Félix: “Sarmiento y sus fantasmas”; Planeta, Bs.As., 1998.
• Luna, Félix y colaboradores: “Domingo Faustino Sarmiento”; Planeta, Bs.As., 1999.
• Luna, Félix (ídem): “Justo José de Urquiza”; Planeta, Bs.As., 1999.
• Lugones, Leopoldo: “Historia de Sarmiento”; Eudeba, Bs.As., 1960.
• Molinari, Diego Luis: “Prolegómenos de Caseros”; Devenir, Bs.As., 1962.
• Peña, Milcíades: “Alberdi, Sarmiento, el 90”; Fichas, Bs.As., 1970.
• Rosa, José María: “El pronunciamiento de Urquiza”; Peña Lillo, Bs.As., 1977.
• Sarmiento, Domingo F.: “Campaña del Ejército Grande”; Fondo Cultura Económica, México, 1958.
• Sarmiento, Domingo F.: “Facundo. Civilización y barbarie”; Eudeba, Bs.As., 1961.
• Sarmiento, Domingo F: “Recuerdos de provincia”; Eudeba, Bs.As., 1960.
• Sarmiento, Domingo F: “Viajes. Europa-África-América”; Eudeba, Bs.As., 1961

• ILUSTRACIÓN: Sarmiento aspira a que el Congreso lo ascienda a general – Caricatura de El Mosquito.



(1) Sarmiento negó haber protagonizado tal bochorno y, por el contrario, sostiene que, ante la insolente expresión de Urquiza, él sacó de su recado la capa para lluvia de goma blanca importada que también llevaba consigo, produciendo el asombro y la admiración de los que observaban el incidente. Difícil de creer, pero -¡en fin!- es su testimonio.


Texto agregado el 14-09-2008, y leído por 120 visitantes. (0 votos)


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