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LA MEJOR PRESA


Agazapados entre los matorrales, Caín y Abel empuñaban los rifles de siempre. Su padre, un hombre cuya astucia de zorro y experiencia de la vida se reflejaban en su plateada pero aún abundante cabellera, los observaba atentamente. Ya habían ido de cacería otras veces, pero esta sería especial.

Era una especie de competencia entre hermanos. Caín aguantaba la respiración y Abel no parpadeaba, pues un mínimo movimiento o un leve sonido podían alertar a la presa y darle la oportunidad de escapar.

Desde niños, su padre les enseñó el arte de la cacería. Antes de que el sol saliera llegaban al bosque y observaban detenidamente a su alrededor. Una suave brisa apenas movía las hojas de los arbustos, como en un arrullo, y el rocío perlaba los pétalos de las flores que aún no se abrían para recibir la luz del sol. Su padre les explicaba entonces que no debían apuntar a cualquier presa, sino a aquella que fuese digna de ser cazada. "No se trata de cualquier conejo o de cualquier codorniz o de cualquier animal", les decía. "Es aquella criatura que los desafía, que mira el rifle y los reta; que parece estar pensando que no son capaces de cazarla. Esa es la indicada". Caín y Abel escuchaban seriamente a su padre, a ese hombre lleno de sagacidad animal y con un brillo extraño en los ojos, casi salvaje, y se desbarataban por complacerlo hasta en el detalle más imperceptible.

Caín siempre obtenía más presas que su hermano, o las conseguía de mayor tamaño. Abel tenía que conformarse con uno o dos conejos pequeños, y la mayoría de las veces sólo lograba herirlos y un rato después morían desangrados. Caín era paciente; podía esperar el tiempo que fuera necesario para cazar la mejor presa ("aquella digna de ser cazada") con tal de ganar la admiración de su padre.

Abel sabía que el preferido era su hermano y se empeñaba en no prestar atención a esa situación, pero era prácticamente imposible. Todas las frases aprobatorias y de felicitación eran siempre para Caín, quien ya adornaba las paredes de su habitación con cuernos de venado o cabezas de algún animal con la mirada perdida en un punto fijo; esos eran trofeos obtenidos en excelentes días de cacería; días en los que Abel regresaba a casa arrastrando sólo su sombra, queriendo no escuchar las risas de su padre y hermano; días que se repetían una y otra vez, mientras que él acariciaba su rifle pensando que muy pronto cazaría la mejor presa y al fin podría cubrir una de las desnudas paredes de su habitación.

Abel cambió de posición y su rodilla rozó la punta de una de las hojas del matorral; su hermano le lanzó una mirada inquisidora, sin dejar de empuñar el rifle. Abel volvió a acomodarse y a esperar que la presa apareciera en ese claro del bosque. Escuchando el latido de su corazón recordó la vez en que un pequeño ciervo quedó capturado en una trampa, y cuando él se acercó a darle el tiro de gracia, se conmovió tanto ante esos grandes ojos suplicantes que lo dejó en libertad. Su padre lo regañó duramente, argumentando que "nadie que se diga 'cazador' comete semejante estupidez" y lo castigó por su indulgencia, aprovechando Caín la oportunidad de burlarse de él.

La sombra de una hoja al desprenderse de un árbol devolvió a Abel a la realidad, y provocó que Caín estuviera a punto de disparar pero se contuvo. Tenía la misma posición desde que habían llegado; no se había movido ni un milímetro y no despegaba el ojo de la mira de su rifle. Trataba de no pensar en aquella ocasión en que por culpa de su hermano perdió la mejor presa después de un duro día de cacería, recibiendo una llamada de atención de su padre quien le decía que "nadie que se diga 'cazador' deja de concentrarse en su objetivo", y lo castigó por haberse distraído sin motivo aparente. Una gota de sudor lo hizo parpadear y lo trajo de regreso al claro del bosque. Caín contuvo el aliento y esperó pacientemente a que llegara el momento de cazar a la presa.

Frente a los hermanos, oculto tras las espesas hojas de un arbusto se encontraba su padre, quien no dejaba de escrutar con la mirada la tensión esculpida en los rostros de sus hijos. Observaba la precisión al apuntar de Caín y el nerviosismo en los ojos de Abel. Se mesó la plateada cabellera y por un momento tuvo miedo, pues los rifles prácticamente apuntaban hacia él. Un ligero descuido por parte de sus hijos, y ... No quería ni pensarlo. Un escalofrío recorrió su cuerpo, y desvió la mirada hacia el cielo. Una densa nube gris se aproximaba, amenazando con desatar una aguacero en cualquier momento. Sus ojillos de zorro brillaron de nuevo. "Más vale que se den prisa y sean certeros", pensó. "Si llueve se perderá una buena cacería".

En ese instante Caín divisó no muy lejos un hermoso venado, que caminaba distraídamente y se detenía para comer la tierna hierba a su alrededor. Abel y su padre también lo vieron, y esperaron silenciosos a que entrara en el claro del bosque, donde lo aguardaban dos rifles empuñados sin vacilación. Caín relajó sus músculos y esperó; Abel sabía que ésta era la oportunidad que estaba esperando. Su corazón comenzó a acelerarse, presa de la excitación, y una breve sonrisa se esbozó en sus labios.

El animal avanzaba descuidadamente hacia ellos, sin advertir el peligro que lo acechaba. Caín tenía el dedo casi entumido en el gatillo, pero todo le indicaba que había valido la pena esperar. Su padre dio una ojeada sobre el arbusto para comprobar que la presa había entrado en el claro, y miró firmemente a sus hijos. Abel cerró los ojos y pensó: "es ahora o nunca", cuando de pronto se escuchó un disparo. Fue un ruido sordo, seco, que retumbó en los rincones del bosque. La lluvia comenzó a caer en forma de gotas gordas. El venado había huido asustado. Entonces Abel salió de su escondite, ante la mirada atónita de su hermano. Corrió hacia el claro y lo atravesó hasta llegar al arbusto para asegurarse de que había cazado la mejor presa: un zorro plateado.


Texto agregado el 17-08-2002, y leído por 658 visitantes. (0 votos)


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