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¡Qué dolor de cabeza! ¡Qué gripe tengo! El invierno pareciera avecinarse sólo para crear malestar en la gente y, naturalmente, dejarla en reposo. Estoy prácticamente desvanecido en mi destartalada litera, mirando el húmedo cielorraso de mi pequeña y pintoresca habitación. 37,6ºC es lo que indica el mercurio del precario termómetro que mi abuelo me legó; la fiebre que gobierna mi diminuto ser, es indubitable. Hace frío realmente, y amén de eso percibo una severa corriente de estrepitoso seco aire, del cual desconozco su verdadero origen. Todas mis ventanas están cerradas sin embargo ese aire se cuela igual.

Miro hacia el reloj –o al menos eso estoy intentando– y se me hace muy complicado el sólo llevar la mirada al escabel –donde el despertador– que acompaña mi letargo. La pesadumbre en mí es tal, que me cuesta horrores mover mis globos oculares para llegar a observar lo que el reloj indica. La acción de la gravedad es –ahora– la más irrefutable de las leyes naturales. Pero... ¿Cómo hice para alcanzar y leer el termómetro? ¿Lo habré imaginado en tanto delirio? En fin... lo logré. Sus manecillas marcan las 10:30 –¿es de mañana o de noche?– pero desconozco si habremos o no pasado el meridiano, ya que la penumbra pareciera revestir las paredes de este espacio las veinticuatro horas en estos largos días.

El reloj no se presenta tan solitario como yo; agua con burbujas –burbujas que parecen creadas por calor– en un vaso que lleva reposando quien sabe cuantos días allí, y una gran cantidad de blisters conteniendo pastillas y cápsulas de variadas formas y colores; es lo que puedo distinguir a pesar de mi leso sopor. Claro está: ante tanta cantidad ingerida de antigripales y calmantes, es lógico suponer la abrumadora somnolencia que predomina en mi ser. Aunque... a decir una gran verdad sobre tal cóctel de drogas: ninguno de estos fármacos cumplen su específica función. Estos remedios no funcionan. Para nada... en absoluto... Se mantiene la vehemencia de la migraña. Sigue apabullándome tan intenso dolor.

El teléfono comienza a sonar. Quien sea que llame... ni soñando intentaría atenderlo. Quien sea, obviamente, desconoce mi deplorable estado. No puedo moverme. Me hallo incapaz de reacción alguna. Apenas puedo discernir el ruido generado por tal aparato: en un momento pensé que era el timbre de la puerta el generador de tan taladrante sonido. Es incesante. Incansable. Pero no pienso siquiera en descolgar la bocina, para averiguar quien llama. No pienso...

Abro los ojos. Veo el ventilador de techo... girar!? Estoy empapado en sudor y, a propósito totalmente confundido, descubro así el origen de la estrepitosa corriente de aire. Para nada inerte y de un sobresalto dirijo mi cabeza hacia el reloj –¡sí puedo moverme!–; no solo veo que marca la hora 10 sino que me percato que, el origen de tal insistente ruido, de él provenía. Me había quedado dormido y evidentemente, estaba divagando en un profundo sueño. El reloj sí está acompañado por un vaso de agua, pero con un blister de baratas aspirinas.

Hace calor... mucho calor. Ahora espabilado –y en total estado de conciencia– recuerdo que programé mi matutino despertar para concurrir con amigos, a la playa de una vecina ciudad: una clásica dominical. No tengo gripe, ni mucho menos fiebre. Apenas duele mi cabeza. Mi inquieto cerebro se encargó de recrear tal martirio –con un soberbio e indescriptible realismo–, plasmado en tan nefasta pesadilla. Los síntomas que creía, agobiaban mi ser, fueron resultado de una larga y lujuriosa noche. Disco. Bebidas. Todo... producto de simple resaca.-

FIN

http://www.flickr.com/photos/luseja

Texto agregado el 01-11-2008, y leído por 89 visitantes. (0 votos)


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