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El ojo de la ballena

1
Cada mediodía, cuando el puerto bullía de barcos que atracaban, mercancías apiladas y marineros ruidosos, el pequeño se acomodaba en un rincón, con la gran Biblia negra de su madre en el regazo. Ella lo había iniciado en el Cantar de los Cantares, pero rápidamente pasó al Levítico, y por esos tiempos lo habían capturado las advertencias de los profetas. Saltaba con fruición de Isaías a Jeremías, de Jeremías a Ezequiel, y de Ezequiel a Isaías. De tanto en tanto interrumpía la lectura y se dejaba arrastrar por extensas ensoñaciones, durante las que perdía la mirada en el mar.
Era un personaje más de ese micromundo de olores penetrantes, hombres curtidos por la sal y por la soledad, de gigantes de madera y de hierro que lo invitaban a cabalgar. Lo saludaban con una tosca caricia en la cabeza, con un guiño. Los pocos que sabían leer dejaban la bolsa a un costado, hincaban la rodilla y se llevaban un párrafo del Exodo o una aventura de Salomón. Habían aprendido a querer a ese niño de escasas palabras que nunca había conocido a su padre. Se lo había devorado una tormenta en el estrecho de Magallanes.
La ropa le quedaba holgada. Las mangas de la chaqueta le cubrían los dedos y el gorro le invadía la nariz. Era flaco, muy flaco, y calzaba enormes zapatos negros. No tenía hermanos, ni abuelos, apenas un par de tíos dispersos por los océanos y un perro que mucho tiempo atrás había dejado de serle fiel. Su amor era su madre; y su dolor, la tristeza que ella transmitía.
Lo apasionaban las historias de los arponeros, esas montañas de músculos capaces de domar a una bestia con un centelleante movimiento de su brazo. Los imaginaba como imponentes Goliats, feroces guerreros capaces de matar a un monstruo marino y de encabezar en cubierta ceremonias demenciales y paganas. Seguía con atención las hazañas de Ko, el hambriento tigre malayo que era leyenda entre los balleneros. El más valiente de todos.

2
Una mañana, aprovechando el nervioso traqueteo que precede a la suelta de amarras, mientras los marineros colmaban las bodegas para satisfacer una aventura de incontables meses, se escabulló y recorrió el puente sin llamar la atención. Acarició las sogas -más gruesas que sus tobillos-, comprobó la aspereza de la vela y disfrutó al recostarse, por un instante, al macizo cobijo del palo mayor. Amaba ese barco, todos los barcos; amaba el mar. Sabía, con apenas 10 años, que esa sería su vida y su tumba. Lo deseaba fervientemente.
Trepó ágilmente por una escalerilla, rumbo a la popa, y le faltó el aire cuando se encontró a centímetros del timón. Todo estaba acomodado en la sólida mesita: la brújula, el compás, las cartas, algunos instrumentos que no conocía y un deslumbrante relicario de oro.
- No toques eso.
La voz era grave, pero amigable.
- Es del capitán. Antes de zarpar realiza una ceremonia aquí y estudia durante largo rato esa imagen.
Descubrir quién era su interlocutor volvió a sacudirlo.
- Soy Ko, mucho gusto.
Levantó la cabeza y se le antojó que era el hombre más grande que había visto. Llevaba sólo unos gastados pantalones blancos. Era totalmente lampiño, apenas unas delicadas líneas se distinguían en el lugar de las cejas. Su piel cobriza hablaba de incontables hazañas, narradas por una colección de pictogramas con forma de cicatrices.
- ¿Qué tienes ahí?
Apretó la Biblia contra el pecho y miró al gigante sin temor.
- Ah, el libro... Ese libro... ¿Y qué opinas de lo que dice?
- Son historias muy hermosas. Y terribles.
- ¿Crees que son ciertas?
- Dios lo escribió.
- ¿Dios?
- Sí, me lo explicó mi madre.
- ¿Y dónde está Dios? ¿En este barco? ¿En el mar? ¿Sabe matar ballenas?
- Dios es nuestro Padre.
Ko se arrodilló, aparentemente muy interesado por la charla. Aún así era más alto que el chico.
- ¿Es un Dios bueno?
- Sí.
- ¿Es capaz de perdonar?
Los interrumpió un tumulto. Los gritos llegaban de estribor. Una gran caja con harina y azúcar había ido a parar al agua, y dos grumetes se habían enredado en una pelea. El aluvión de carcajadas que los animaba cesó bruscamente y el bullicio que instantes antes le daba vida a la nave mutó en absoluto silencio. El chico, desde su privilegiada posición, notó que la figura del capitán había restablecido el orden. No necesitó hablar, ni siquiera amonestó a los revoltosos. Le bastó con poner un pie en cubierta para transmitir la más formidable autoridad. Esa imagen acompañó al niño para siempre.

3
Cuando un barco toca puerto después de una extenuante travesía se pone en marcha un particular ritual. Desde las entrañas de la nave, los hombres se preparan para vivir la extraña transición que va de un viaje a otro. En tierra firme los esperan mujeres, hijos, hermanos, padres. Algunos disfrutan la dicha del reencuentro. Los más aguardan un derrame del dinero contante y sonante que cada marinero se lleva de la oficina de pagos.
Nadie recibió a Ko esa agobiante tarde de julio. Sólo el muchacho -más alto, más flaco, más curioso que nunca-. Una charla había quedado inconclusa casi un año atrás y él tenía la ilusión de continuarla. En realidad, lo que pretendía era escuchar al malayo. Lo que nunca había imaginado era que recibiría un regalo.
Ko lo había distinguido desde cubierta, y cuando aterrizó con un brinco prodigioso, extrajo del morral un envoltorio y se lo entregó al chico.
- Este es el dios en el que yo creo-, le dijo, y se perdió entre la multitud de abrazos, besos apasionados y lágrimas reprimidas de quienes se habían quedado solos.
Corrió a su casa con la Biblia en una mano y el paquetito en la otra. Su madre, ocupada en la taberna, le había dejado comida en una ollita. Se sentó en la cama y fue despegando los pliegues de tela hasta darse con la sorpresa. Era el ojo de un cachalote; un perfecto globo blanco surcado por frágiles y zigzagueantes venitas rojas. Del tamaño de un puño. El iris, negro en su homogénea perfección, lo taladraba hasta el corazón.
Perturbado, emocionado, se tumbó en el colchón y abrió el libro al azar. Y leyó: “morará el lobo con el cordero, y el tigre con el cabrito se acostará: el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán juntas; y el león como el buey comerá paja. Y el niño de teta se entretendrá sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la caverna del basilisco. No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como cubren la mar las aguas”.
Se durmió con la vista fija en ese ojo laboriosa y sabiamente disecado.

4
Su madre nunca aparecía por el puerto. Demasiado ocupada estaba en ganar el pan. Así que encontrarla allí esa mañana fue todo un gozo para el chico. Se sentaron juntos, los pies jugueteando con el agua, y él recostó la cabeza en su hombro.
- Háblame de Dios. ¿Es El capaz de perdonar?
- Por supuesto. El nos ama. ¿Por qué preguntas eso?
- ¿Por qué se llevó a papá?
- Sus designios escapan a nuestra comprensión. Tenemos que aceptarlos porque El así lo ha decidido. Somos sus hijos y le debemos obediencia.
- Es lo que dice la Biblia.
Ella lo abrazó y lo besó en la frente.
- Algún día lo comprenderás, Ahab.
El niño no quedó muy convencido.

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Texto agregado el 14-11-2008, y leído por 98 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
19-09-2009 ese ojo de cachalote me parece muy simbólico, es ese lado oculto e incomprensible de la vida que cada uno tiene, es un designio mayor e incomprensible para nosotros. Y para el niño Ahab, que leía con fervor la Biblia a la vez que admiraba a ese tigre malayo de cultos paganos. Y todo bien narrado... quilapan
 
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