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Inicio / Cuenteros Locales / angelateo / Debra de los Infiernos. Capitulo V

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V
Día a día, Fausto se adentraba más y más en el bosque, tratando de encontrar algo que le aproximara al mundo, pero siempre terminaba inseguro y cansado de no llegar a ningún lado. Un día, luego de muchas horas de caminar, se detuvo un momento y sintió que la frustración recorría cada centímetro de su cuerpo. De súbito, una fuerza nueva recorrió su ser y le embargó. Era la ira de no haber encontrado lo que buscaba. Tomó una piedra cercana y la lanzó con todas sus fuerzas contra un árbol, el cual se removió y retorció ante la fuerza del impacto. La piedra se incrustó profundamente en el tronco y destrozó parte de su superficie.

Fausto sintió un extraño placer al descargar su rabia, algo que no podía explicar. La ira era nueva para él y sintió en seguida que no era buena, que le llevaría a sentir la necesidad de destruir las cosas y de lastimar a los otros, pero dejó que fluyera, sólo por conocerla. Quería sentir ira, cólera, una rabia sin precedentes. Golpeó con todas sus fuerzas la tierra con sus puños cerrados y abrió dos pequeños cráteres con sus fuerzas temibles y derribó árboles y lanzó animales indefensos y pacíficos al aire y contra la tierra y las piedras y los troncos. Cuando finalmente su ataque histérico hubo pasado, había abierto un claro en el bosque de destrucción y desolación. Ante tan terrible escena, se sentó un momento a contemplar lo que había hecho, preguntándose si debía ir ante Dios para pedir ayuda por estas cosas terribles que sentía y por el placer que le proporcionaba mentir, destruir y lastimar. Ese lento descubrimiento de su naturaleza humana lo asustaba, pero a la vez le fascinaba conocerse a sí mismo de una manera diferente. Por eso, mantuvo a su derredor el silencio, esperando encontrar una respuesta a su disyuntiva. Sin embargo, ese silencio le llevó a escuchar algo lejano, que no obedecía a su orden de permanecer cayado. “¿Qué es eso que osa a no hacer silencio ante mi necesidad?” Se decía. Y sintió que el sonido provenía de una periferia aún más alejada del paraíso. “¡El mundo!”, se dijo sorprendido, “lo que escucho es el mundo”. Caminó hacia la periferia velozmente al principio y después comenzó a correr. Todo en él era ansiedad por conocer más allá. Así, de un momento a otro, salió del bosque y vio frente a él una explanada de tierra, como una tundra y al final de la tundra una larga cordillera de cerros bajos era la línea del horizonte. Corrió hacia los cerros y escuchaba como el sonido del mundo era más claro con cada paso. Voy a llegar, decía, voy a llegar para conocer al mundo. Cuando finalmente se vio frente a los cerros, los escaló sin mucho problema, pues para él aquello no era cuestión de hacer fuerzas, sino de simple voluntad divina.

Al llegar a la cima del cerro, que no tenía más de cincuenta u ochenta metros de alto, se vio frente a un acantilado. La tierra bajaba violentamente y en vertical hacia un mar de nubes agitadas y relampagueantes. El ruido provenía de entre las nubes. Un resplandor rojizo parecía provenir debajo de ellas, como si hubiera una luz. “El mundo está debajo de estas nubes”, se dijo. Se acercó sin sentir temor al borde y observó por un momento las nubes. Luego de un rato allí, emocionado por finalmente haber descubierto el paradero del mundo, comenzó a descender rápidamente. Era grácil y refinado en sus sucesivas caídas, que velozmente lo llevaron al mundo. Al principio, no podía ver nada, pues estaba entre las nubes. Estas eran tan espesas, que lo cubrían casi todo hasta la superficie del suelo, por lo cual Fausto no pudo ver nada sino hasta que estuvo ya a menos de doscientos metros del suelo. Al descender a esa altura, vio que la las nubes no le impedían ver y volteó finalmente para contemplar por primera vez el mundo.

Aquello que vio era tan dantesco que el terror mismo invadió cada centímetro de su cuerpo. Aquello no era el mundo, era el infierno.

Texto agregado el 09-01-2009, y leído por 71 visitantes. (0 votos)


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