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Lo más importante de ella es que sabe fingir normalidad. Sabe cómo posar en las fotos, cómo sonreír lo suficiente, cómo enervar ciertos ritos sociales que a fin de cuentas siempre son nada, para ver si, dentro de la posibilidad, logra meterse de nuevo en ese tranvía que la dejó. En todo caso su anormalidad no representa nada maravilloso. Su anormalidad es desapegar su propia vida, merodear como espía de sus deseos en las migajas de lo que alguna vez pensó para sí misma. No todos se atreven a vivir así.

Es mejor una migaja que el hambre, piensa. Es un argumento razonable. Entendible. No todos nacimos para la gloria, debe repetir algunas veces, luego de tener el Messenger abierto unas cuatro horas seguidas sin pescar nada interesante. Por no decir que no logró encontrar un hombre en esas cuatro horas. No pierde las esperanzas, pero cualquiera se desespera. Lo mostró todo y ellos olfatean la desesperación. Nadie acepta ese fracaso tan escuálido, tan ansioso, nervioso y divagante. Nadie espera que en ese total y patético suplicar pueda haber algo más; algo que te motive a conocerla.

Es el problema con los remates. Uno sabe que las tiendas cuando ofrecen ofertas increíbles no se debe al vértigo del éxito. Sucede o en las quiebras o en los recesos. Ella ni siquiera se oferta. En el regalo que hace de sí misma basta con que tú la observes más tiempo del necesario para que la súplica surja de lo más profundo de sí. Uno debe ser cauteloso y salvaguardar el ego. No se trata de ti, no eres tú, tú eres el fantasma que busca exorcizar el camino al infierno. Tú no importas, pero da lo mismo, porque nadie importa.

Nadie importa a menos que sucedan ciertos eventos extraordinarios (pero son ideas complejas, más cercanas al milagro que a la ciencia). Lo usual es que no pase. Lo usual es que cada uno busque su orgasmo lo más rápido posible. Como un vampiro, persiguiendo en la sangre y en los fluidos de un tercero, un placer íntimo y la victoria personal. Un vampiro negro y peludo, murciélago ciego reptando por la noche más oscura y el paraíso más tonto. Usar otro cuerpo para masturbarse de forma más abarcativa. Y es que el hambre, ¿quién puede soportar el hambre?

La soledad luego de acabar es insoportable. Se refugia aferrándose a su cuerpo, en los breves minutos en que todavía siguen juntos. Pronto debe partir. Escuchar sus pisadas en el cemento que debe recorrer. Llegar a su casa, tibia, acogedora, con una madre pendiente que le pregunte sobre su día, o sus hermanos con una tierna sonrisa recibiéndola desde su habitación. Qué mierda. Llega antes de la lluvia. Córrete rápido, y que sea intenso, para que en esos breves segundos todo se bloquee y parezca ser de otro mundo. Uno en donde la magia derrote a las certezas. Donde la ciencia no sea la dueña de los milagros. Donde sus besos calen en el corazón de los desgraciados que la desprecian, ¿algo así? Algo así pasa por su cabeza, de seguro.

Es más fácil ser una víctima. El otro papel es demasiado horroroso. Es mejor que todos seamos víctimas, y que la culpa esté en las tradiciones, en la política, en la religión; en todo lo que no pueda palparse; quizás en los extraterrestres, o mejor todavía, los demás. Es más fácil que todos seamos víctimas, pero víctimas individuales, donde los otros son los asesinos de nuestra felicidad. Los castradores que destruyen un camino que debiera ser fácil y luminoso. ¿Dónde están las promesas que me hiciste, oh mundo? ¿Por qué, Universo, eres tan indiferente con mis fatalidades?

Aturdida cierra la puerta de su habitación. También las cortinas de la ventana. Se sienta sobre la cama y no puede pensar en nada específico. Respira fuerte, como si todavía estuviese bajo él, en éxtasis. Es sólo que ahora ya no hay placer, sólo el gemir ambulante del vacío, el latir apasionado de la desesperación; como si su sangre fuese petróleo. Como si ella fuera el petróleo, aún dentro de su sangre, intentando respirar por última vez y sobrevivir al fango infinitamente oscuro, y esa pegajosa revelación: nada de lo que vive es un error. Y subyugarse, finalmente, al descubrimiento absoluto de que su vida es naturalmente fría e indiferente; de que el éxito depende de cuanta capacidad de engaño, de cuanta autoindulgencia puedas disponer.

Por eso va a volver a él. Necesita volver. Porque así al menos durante un momento, un puñado de minutos, logra perder el foco de esa certeza. Desconcentrarse, como la cocaína, el éxtasis o el alcohol; un programa de farándula de los sentidos, donde su sexo atribuye la liberación necesaria para cobijarse una vez más de la lluvia. La lluvia que la derrite cada vez que vuelve a su casa, congelando la tibieza de su orgasmo, mojándola más que el contacto tosco del cuerpo de su amante, que no ofrece mucho; o lo ofrece todo. Porque no hay más en la cueva de los murciélagos salvo una extraña complicidad miserable, un espesor nauseabundo y solitario en el aire atestado de seres; un consuelo parco y seco en la negrura áspera de la roca, en el eco de los gemidos, en la necesidad de sobrevivir el espasmo agónico del amor.

2.2.09
1.3.09

Texto agregado el 03-03-2009, y leído por 202 visitantes. (0 votos)


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