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Las dos lunas de venus se recortaron tras las mesetas, que eran el limite entre los Arcanos y los Elemitas. Cuenta la leyenda en su relato, conservado en las grutas bajo las mesetas, escrito con símbolos que solo algunos ancianos de uno y otro pueblo logran reconocer, el padecimiento sufrido por los Arcanos tras siete invasiones comandadas, por Kieps las tres primeras, por Treco otras tres y la más reciente y sangrienta por Gurtak, que anciano y enfermo aún tiene las fuerzas y la lucidez para dirigir a los Elemitas.
Después de tres generaciones de desgarradoras invasiones, los Arcanos habían aprendido a convivir con la miseria, habían fortalecido su espíritu de supervivencia siendo unidos, y congregando a todas las tribus de su pueblo en un proposito común: Lograr el respeto de sus vecinos subyugadores.
Quenan era el líder de la sociedad Arcana, con el paso del tiempo había logrado el convencimiento de los suyos de que podrían dejar de temer a Gurtak y a su general Petronius, dejando ver la intención de madurar una idea como era la de hacer sentir en carne propia a los guerreros Elemitas el sabor de la derrota aplastante. Desde pequeño había sido educado por su padre con mentalidad independiente y espíritu de lucha, Menart quería para su hijo la esperanza de un pueblo libre dejado llevar por su propia cultura, sin restricciones impuestas por ninguna mano opresora. Él había tenido que renunciar a la lucha física cuando fuera alcanzado por una esquirla enemiga en una pierna, a la temprana edad de veintiséis años.
Quenan había sido testigo de las dos ultimas cargas contra su pueblo y desde hacía cuatro años que la imagen de un oficial Elemita asesinando a su mujer no dejaba descansar su mente. El entrenamiento lo hizo duro y fuerte como un "silro", las tablas de conocimientos escondidas por los letrados cultivaron su cerebro y el trabajo diario de sacrificarse con sus subalternos en la obtención del "juril”, lo formaron constante y tenaz.
Los Arcanos habían sido parte de la nación de los Elemitas, cientos de años atrás, y mientras los últimos progresaban en sus ciencias y descubrimientos, los sufridos Arcanos preocupados por una vida diaria llena de necesidades no cubiertas utilizaban utensilios rudimentarios y elementales valiéndose para casi todos sus quehaceres de la fuerza bruta, alguna polea hecha de fibra vegetal o la ayuda de los silros, antes mencionados, animales de gran envergadura, capaces de mover grandes moles sin proferirles impulso posibilitando un trabajo ordenado y a la vez eficiente. Los silros eran animales de gran alzada, amplio lomo y una marcada diferencia entre los miembros anteriores y posteriores, siendo éstos de mayor alcance y grosor, que les confería una inclinación hacia atrás que les facilitaba la tarea de erguirse y tomar los frutos de los árboles de los que se alimentaban, que para otros animales salvo los "pteros" (capaces de volar), era imposible. La cabeza de estas bestias era proporcionalmente pequeña aunque de fuertes quijadas, capaces de torcer y quebrar árboles de gran tamaño, la cubierta de sus cuerpos peluda, de gruesos y largos vellos los protegían de las grandes amplitudes térmicas con las que era castigado el suelo de esta región; estos seres no abundaban en número, su gestación de catorce "teras", sumado al hecho de obtener un solo vástago por parición hacía que los Arcanos cuidaran de ellos con gran celo, pues eran casi sus únicas herramientas en la construcción de edificios de varios pisos, y grandes templos, con oteros, para divisar el nunca inesperado ataque de los enemigos.
Otro animal muy apreciado por los Arcanos eran los pteros, domesticados como vigías y cazadores, pues poseían gran apertura de alas, un pico fuerte y temibles garras, aunque sus cuidadores rara vez contaban con su completa atención, ya que eran poco susceptibles al dominio total de su voluntad. Hiras, era uno muy especial, criado y enseñado en las artes de la caza por Quenan, obedecía cada gesto y orden emitida por éste, se alojaba durante la noche en uno de los oteros más altos de la comarca y permanecía alerta a todo aquello que para él no fuera habitual ver en las cercanías.
Siete días atrás Quenan junto a un par de seguidores se había internado en terreno Elemita. Tres días bajo el abrasador sol y las más heladas noches, pasaron avistando los movimientos de sus ancestrales enemigos. Una revuelta al segundo día de vigilarlos, los puso al tanto de un enfrentamiento que se vislumbraba por tomar los hilos de la conducción del poder, parecía que a Gurtak lo abandonaban sus fuerzas. Uno de los compañeros de Quenan había logrado infiltrarse haciéndose pasar por un antiguo desterrado, que hacia más de veinte años, ellos sabían, había sido abandonado a su suerte en el desierto que separaba ambos territorios. Cavando un pozo de un metro de profundidad por dos de diámetro, habían permanecido Quenan y su otro compañero a la espera de Friel, que algo asustado y pálido, pero a la vez feliz por los resultados, contó sin pausa cada novedad de la que había sido testigo.
Vueltos a la comarca, algo delgados y llenos de polvo descansaron un día. Al siguiente, Quenan se dispuso a elucubrar un plan para comenzar con tan esperado golpe. Los Arcanos eran sensiblemente menores en número, la idea debería basarse en una fino sistema de ataques engranados entre sí, para debilitar las fuerzas Elemitas en forma progresiva y sorpresiva. Friel, quien había palpado el ambiente y las disposiciones tácticas de las fuerzas de Gurtak, debería estar presente en los primeros intentos. Su aspecto inofensivo y la pequeña talla de la que era poseedor ayudaría y mucho en su intervención, ya que los Elemitas fueran de la casta que fueran, acostumbraban desafiar y provocar a cuanto ser extraño de tamaño considerable se les cruzara en el camino.
Gurtak, postrado en su lecho casi permanentemente, salvo al caer el sol, cuando salía de su habitación para desentumecer las articulaciones, pasaba el tiempo dando ordenes a sus pajes, mientras fumaba de manera constante una mezcla de hierbas nauseabundas, dignas de su repugnante personalidad. Al amanecer, la primera orden era para sus lugartenientes, quienes debían darle cuenta de lo ocurrido durante sus horas de sueño, que a pesar de que no eran más de cuatro o cinco alcanzaban para saciar su ansiedad. El miedo y la incertidumbre se instalaban en sus caras en presencia del monarca A la menor vacilación de sus informes era capaz de pedir a los dos restantes de sus compañeros, la opinión sobre el castigo que debería imponérseles, obligándolos a ser parte activa del suplicio a ejecutar.
Los sospechosos de comenzar los disturbios a causa de su posible dimisión, fueron presos de su delirio de persecución ahora justificado, y por más que intentaron ocultarse, las fuerzas imperiales dieron con ellos. Expuestos en el centro de la feria principal, los cuerpos mutilados y decapitados de los traidores, eran mudas muestras de las represalias que tomaría Gurtak con quien osara combatir su poder o competir con él.
Del otro lado de las mesetas, ya entrada la estación más fría de tas dos que discriminaban los habitantes venusinos, Quenan y su gente se esmeraban en la construcción de aparatos y vestimenta necesarias en pos de la tan esperada represalia. Los Elemitas cultivaban una hierba de la que extraían un zumo, que procesado y debidamente estacionado era bebido, o su hoja seca triturada era consumida encendida y su humo aspirado. Las dos formas de aprovechamiento producían un efecto alucinógeno de potente fuerza. Su uso era
preferentemente en las celebraciones rituales militares, y esto era conocido por los Arcanos que además sabían, esto ocurría en la época más fría del ciclo venusino.
Despunta el sol. Pasaron ya veintidós días del espionaje a los Elemitas. Quenían hizo lo que pudo con un grupo de alfareros, labriegos y cinco selectos hombres que habían sido destinados a entrenamiento desde hacia ya un tiempo. Estos formarían un comando en cada ataque, mientras que los primeros serian la avanzada que buscaría despistar a los guardias de Petronius, el segundo en poder después de Gurtak, dejaba ver en sus actitudes una cierta calma y confianza propia de quienes se sienten dominadores. Nunca habían sido atacados por los Arcanos, menos aún por alguna otra cultura más lejana y esto lo había relajado un poco, aunque quienes lo conocían de cerca hablaban de él como un militar de temple y costumbres rutinarias de profunda disciplina. Cada detalle como este era tenido en cuenta por Quenan. Sabia que él y su gente no podrían darse el lujo de distraerse siquiera un instante, serian inferiores en número y cada uno parte esencial de lo que podría ser el fin de una pesadilla que los atormentó por generaciones.
Partieron dejando atrás un concierto de suplicas y llantos de amigos, hijos, esposas,…tanto tiempo esperando este momento no aceptaría ser oscurecido por la sombra de la improvisación: tres años y catorce días habían empleado en la intrincada construcción de un túnel subterráneo. Comenzaba a siete kilómetros de la última valla del poblado y se extendía como una serpiente infinita casi quince kilómetros, hasta ver la luz, distante unos quinientos metros de la fortaleza Elemita. Veintitrés hombres habían dejado su vida bajo el suelo cavando hasta quince horas seguidas por día. Avezados mineros entrenados en la búsqueda del juril, Los Arcanos en su mayoría eran poseedores de una infinita obstinación. Callosas sus manos y encorvadas sus espaldas, eran característica casi genéticas de su fisonomía. La visión distorsionada solía ser resultado de la gran parte del tiempo que pasaban en penumbras, apenas iluminado por una especie de lámpara que no consumía oxigeno, pero tampoco era de gran calidad dado su origen puramente mineral, sin tener sobre ella algún proceso que las mejorase.
Adentrados unos quinientos metros, hicieron un alto para intentar desentumecerse, puesto que en este lugar el techo del túnel era más elevado, producto de un derrumbe que había sufrido durante la excavación. La parte más pesada del equipo había sido asignada a los más tuertes de entre los alfareros, tratando en lo posible de mantener en forma el físico de los cinco integrantes del comando entrenado, Arkon, uno de ellos, era el más fuerte aunque no gozaba del privilegio de una mente cultivada ni sagaz. Pretor, elástico y de apariencia débil, era la contrapartida de Arkon, de pequeño su físico no lo había ayudado mucho en la intimidación de nadie, asi fue como aprendió el uso de cuanta herramienta y arma cayese en sus manos; Caltek era fuerte, de carácter hosco y ensimismado todo el tiempo, era difícil adivinar en su rostro siempre endurecido, algún sentimiento que lo pudiese afectar, Hario poseía varías virtudes de las que hacia permanente alusión, criado en un ambiente de continuo halago hacia su persona, no conocía la humildad ni la discreción, era soportado por sus compañeros gracias a la gran pericia que tenia para resolver problemas en el momento que lo necesitasen. Cinco eran los privilegiados entrenados de Quenan de los cuales falta nombrar uno: un servidor, quien relata la historia, si no aparecía aún en ella fue porque hasta ahora había sido irrelevante mi transitar por este mundo. Nacido de un padre tremendamente luchador y una madre obstinada como pocas, no había podido devolver hasta ahora algo de lo que me brindaron, Tal vez no poseía los atributos de mis cuatro compañeros y Quenan lo sabia, pero él necesitaba alguien a quien confiar sus más secretos pensamientos, y mi lealtad de años lo había persuadido de nombrarme entre el grupo de los cinco.
En el momento de partir, algo inesperado para nosotros ocurrió, los primeros en avanzar estaban cargando sus pertrechos, cuando de la parte superior de la construcción asomo una especie de broca que girando endemoniadamente penetro en el suelo. Se levantó y bajó varias veces sacudiéndose alrededor de nuestros pies, levantando jirones de cuero y chorros de sangre al rozar piernas y espaldas. Luego de segundos de desenfrenado remolino la maquina infernal se elevó sin dejar de girar, derrumbó parte del túnel y desapareció. La distancia que existía entre la superficie y el techo del túnel era de unos cinco metros, el diámetro de la broca de unos diez centímetros con lo que el hueco dejado no permitía ver a través de él, salvo un tenue hilo de luz. Quien supiese de nuestro ardid podría comprobar de su éxito en el ataque solamente si algún resto de vestimenta, cuero o sangre se hubiese adherido a la broca. Hubieron quejidos y lamentos en varios de nuestros hombres, pero Quenan los instó a callarse para no delatar nuestra presencia. Tuve que auxiliar a uno de los que encabezaban la expedición, con parte de la espalda despellejada y la pierna destruida en su parte inferior, era casi imposible evitar que gritara y dejara de moverse. Tres más habían sido alcanzadas aunque solo uno de ellos con alguna herida profunda. Era Hario, uno de los elegidos para el combate frontal, quien hasta ese momento había alardeado de su belleza física, estaba atravesado casi de lado a lado en su costado derecho, producto del primer puntazo de la broca al tomarlo recostado sobre la pared del túnel. De salvar la vida debería volver a la comarca, en ese estado, aunque se repusiese a medías hubiese sido inútil a la causa. Seguido por uno de los alfareros también maltrecho, regresó apesadumbrado y castigado por un punzante dolor.
Quien supiera de nuestro propósito en nuestro viaje por el túnel debió enterarse recientemente de ello, de otra manera gente de Gurtak hubiera impedido la excavación. Tarde era ya para volverse atrás con la avanzada, sería ahora o nunca, nuestro enemigo tomaría represalias en pocos días y sería el fin. Apuramos el paso y llegamos al final del hueco. Quinientos metros nos separaban ahora de las murallas de Gurtak. La vista hacia su reino solo nos mostraba el escollo de las mesetas. La patrulla que nos atacó o quien fuere no se hacia presente. Doscientos metros recorríamos los treinta y dos hombres que quedábamos, cuatro de los cinco originalmente elegidos, éramos celosamente protegidos por el resto. Deberíamos llegar a salvo para confinar el plan. Friel, quien había visto de cerca lo que sucedía en la fortaleza de Gurtak, estaba entre nosotros, cuidado casi de la misma manera. Cuando penetramos en el túnel era casi el ocaso, no nos habíamos tardado tanto en atravesarlo así es que las penumbras nos acompañaban.
Las dos lunas se hallaban ocultas tras una espesa cortina de vapor azufrado que era lo previo a una precipitación, en poco tiempo gotas ambarinas caerían sobre nuestras cabezas, deberíamos refugiarnos. Las mesetas estaban naturalmente perforadas, gruesas cavernas sinuosas se extendían a lo largo y ancho de ellas. Nos adentramos así en una gruta. Largas estalactitas pendían como agujas y por ellas descendía un liquido viscoso, que aunque no era nocivo resultaba molesto y pegajoso. Seguramente quien nos atacó confió en su puntería, pues no volvió a aparecer. Casi cien metros deberíamos recorrer a través de la cueva y luego unos setenta hasta la muralla.
Quenan lucia reconcentrado y ansioso, la oportunidad de su vida o el derrumbe estaba ahí. Los más viejos lo observaban con respeto, casi con admiración, a pesar de su corta edad era posible que los hiciera testigos de la represalia esperada.

Eran tiempos de celebraciones militares, los pocos vigías apostados permanecían borrachos. Ubicados de a uno en cada puesto, solo cuatro se hallaban en cada lugar estratégico de las murallas. En cuatro grupos de ocho, Quenan y nosotros, fuimos arrastrándonos hasta las paredes de la fortaleza. Éstas eran muy irregulares, había sido un problema a resolver, para escalarlas, nuestros herreros adaptaron bajo nuestros zapatos, unos armazones de metal con puntas afiladas, a modo de agarraderas. En una de las manos, hecha de cuero y metal llevábamos una manopla con un gancho para cada dedo. Con ellas podríamos asirnos a los pocos huecos de la empinada pared. Los cuatro elegidos encabezábamos cada columna, seguidos por siete nerviosos e improvisados guerreros, ascendimos muy lentamente, los más de veinte metros que seguro nos separaban de !a cima.
El séptimo hombre tras de mí era Quenan, que pretendía dar seguridad a los demás que sobre él trepaban. El clima no sería el mejor en poco tiempo, aunque no nos fuese difícil la ascensión el ritmo debería ser sostenido, Cualquiera que no fuese el último arrastraría al resto de tener un traspié. Pronto el sol asomaría tenuemente sobre la bruma ácida que amenazaba desprenderse sobre nuestras cabezas, el tiempo que pasaba, cada segundo era un latido de mi corazón, un golpe sobre las sienes que aumentaba su frecuencia con cada estirón de mi brazo para alcanzar un potencial peldaño. Las lámparas sostenidas sobre nuestras cabezas no daban un panorama más allá de una brazada, lo que provocaba un temblor constante de mi mano protegida buscando un hueco, que a menudo daba un avance sinuoso a la columna que encabezaba.
Mis dos manos tocaron lo que parecía el final de la muralla, un esfuerzo final llevo a mi cuerpo a recostarse sobre ella. Frente a mi aparecía una mancha oscura que aparentaba ser la abertura del otero donde estaría uno de los guardias. Reptando me introduje en el habitáculo, casi sin poder ver, me detuve para acostumbrar los ojos a la penumbra, cuando pude divisar la figura del Elemita, que dormía su borrachera torpemente sentado. El cansancio que me produjo el ascenso provocó una duda pasajera, acerca de enfrentar a semejante mole, cuando lo tuve al alcance de mi puño, uno de sus ojos entreabierto me sacudió, creyéndolo despierto le asesté un furibundo golpe ascendente desde mi posición agazapada. Su cara se contrajo involuntariamente y golpeando contra la pared, su cuerpo cayo de bruces hacia mí, que me aparté para no quedar aplastado bajo los doscientos kilos que seguro pesaba. Con una señal de mi linterna fueron trepando de a uno quienes me seguían. Cuando Quenan estuvo sobre la muralla nos dispusimos a esperar las tres columnas que deberían estar por llegar a la cima.
La penumbra era ahora nuestra aliada. Las tres señales se sucedieron con asombrosa celeridad. Friel, que estaba con nosotros, escuchó en su estadía dentro de la fortaleza algo que todavía no habíamos podido corroborar: Existían en la parte más alta, siete entradas falsas hacia el centro de esta inmensa construcción. Según decía, cada uno de estos pasadizos terminaban, en el vacío algunos, otros en una tapia, pero los dos más indeseables de conocer estarían custodiados hacia el final por la gran "bestia ciega", Condenados a las cadenas desde su nacimiento, los gemelos deformes y de desproporcionado tamaño, fueron alimentados con carne casi desde su primer día. Hijos de uno de los pajes, habían sido rechazados por Treco, el anterior monarca. Su visión habría desaparecido por la eterna oscuridad a la que los sometieron.
No sabríamos si la elección era la correcta. Quenan dispuso a ceda columna a tomar uno de los caminos. Tomé nuevamente el primer lugar y descendí muy lentamente.
Los escalones, profundos e irregulares hacían que tuviésemos sumo cuidado. El pasadizo era considerablemente angosto, curvas y contra curvas, los golpes sobre las paredes denotaban su grosor. Sospechamos que no estábamos sobre el camino correcto, cuando el número de escalones descendido superó los ochenta. Igualmente debíamos continuar. Cuando pisé el número cien, pude observar ante mí que el reflejo de la linterna se hacia más intenso: Una tapia frenaba nuestro intento. Algo nervioso, Quenan, el último de la fila se dispuso a volver sobre sus pasos. Cuando logramos llegar a la terraza la oscuridad no era tanta. Me introduje en una de las otras tres aberturas.
Llegamos a un llano de piedras coloreadas que parecía ser un santuario, imágenes pintadas en sus paredes recordaban antiguos combates con nuestro pueblo; rostros de reyes y héroes de batallas tapizaban los lados El techo poblados de frescos, formas extrañas de varias cabezas parecían ser espíritus, dioses u otros seres imaginarios producto de una cultura de miedo propio y pasión por provocarlo. Todo era oscuro, casi negro. Armas antiguas para ellos, pero para nosotros eran lo último en que habíamos pensado para un enfrentamiento. Uno a uno fuimos desfilando y tomando lo que nos era más cómodo de manejar. Deje de lado mi viejo tridente de mano y tome un aparato para disparar puntas, de las que había solo diez cargas. Quenan se maravillo con una especie de cañón lanza balas de juril, algo pesado pero acorde a su estatura y tamaño. Fríel observaba todo con raro nerviosismo, miraba las armas y luego a nosotros alternativamente, mientras una gota de sudor bajaba por su sien. Fue el último en asir un arma, no la eligió, solo la tomó al pasar como cumpliendo un compromiso.
Cuando estábamos por atravesar el gran santuario una serie de quejidos sobrehumanos mezclados con gritos nos heló la sangre ¿Tal vez nuestros compañeros se toparon con las bestias?, lo que fuera había producido una alarma imposible de ignorar. Frenéticamente salimos del recinto, los ocho nos pegamos a las paredes sin saber donde estábamos. Era un pasillo que parecía no tener fin, a lo alto apenas podía verse el techo. Por primera vez nos sentimos verdaderamente indefensos. Quenan y yo tomamos la delantera sobre las paredes laterales. Recorridos unos cincuenta pasos, Arkon, quien me seguía llamó la atención de todos mirando hacia arriba. Pendía como un gran monstruo dos veces mayor que un silro, una inmensa maquina plagada de engranajes y brazos, y en su centro algo conocido por nosotros, rodeada por siete iguales a ella, inclinadas a cuarenta y cinco grados, la broca que habíamos visto en el túnel . Con las luces incandescentes que se ubicaban en las paredes, podían verse sobre ellas los ganchos de las cadenas que la sostenían, Setro el más pequeño de todos, trepo sobre dos de nosotros y colgado de manos y piernas fue hacia la máquina. Cuando llego a ella y estaba tratando de encontrar los controles, el retumbar de unas corridas nos llevo a buscar refugio. Las paredes parecían no tener aberturas. Nos parapetamos cuerpo a tierra en contra de ellas, mirando hacia uno y otro lado, Los golpes sonaron cada vez más cerca, hasta que los vimos aparecer. Eran cinco pesados Elemitas, que a medio vestir y con algunas espadas surgieron desde el fondo, de algún agujero que no habíamos visto. Por su andar, entre apresurado y torpe, podía verse que no estaban lúcidos.
Dándose ordenes unos a otros se acercaron hacia donde estábamos por el centro de la galería, Seriamos visibles en segundos más, asi es que la voz de Quenan se hizo sentir. Corrimos hacia ellos, lo más rápido que pudimos hasta tenerlos a tiro y dispararles. Tres de nosotros llevamos armas de mediano alcance, dos de ellos cayeron. Los restantes desde Las paredes nos lanzaron una lluvia de proyectiles que no conocíamos. No teníamos contra para esas armas, como relámpagos amarillentos, esas cosas picaban a nuestro lado. Duraríamos un par de minutos con vida. De pronto, desde nuestras espaldas surgieron destellos semejantes a los que nos acosaban. Setro tenia el control de la máquina. Un cañón que emergió como los cuernos de un caracol desde su interior empezó a escupir barriendo el pasillo. Una cadena de orificios humeantes se dibujo en los Elemitas. Desde arriba con una mueca de satisfacción Setro movió un brazo con el puño cerrado. Movió una palanca como esperando que algo pasara, y de manera algo caótica bajaron desde el aparato seis patas hidráulicas, se desengancharon las cadenas y con un sonido agudo descendió, despaciosamente, hasta quedar a dos metros del suelo. En forma automática se posaron cuatro ejes con cuatro ruedas cada uno, en tanto las patas se escondían en el interior de la máquina
Quenan entró en el armatoste para investigar el funcionamiento. Para nosotros era casi todo nuevo. Friel era quien podría haber tenido un mínimo de contacto con un arma de esta naturaleza, No había tiempo para investigar demasiado, así es que éste fue subido a empujones para tratar de reconocer los mecanismos. Como pudo lo hizo mover lentamente, no era lo silencioso que hubiésemos preferido Avanzamos detrás de la mole con la intriga de lo que habría ocurrido con nuestros compañeros. Los gritos que oímos no parecían un buen presagio, mi cabeza retumbaba al ritmo del motor de nuestra nueva arma.
Divisamos el final de la galería, hacia la derecha un claro. Alguien se adelantó para informar, nos señaló que lo siguiéramos. Estábamos en el centro de la fortaleza.
Hacia arriba se podía ver un pequeño hilo de luz por entre las nubes ácidas.
Nos rodeaban siete pisos con balcones y en todos ellos Elemitas borrachos de quienes colgaban mujeres en el mismo estado, semidesnudas. Enmudecimos con el espectáculo. Nuestras cabezas viraron en todas las direcciones, estupefactos por creernos perdidos quedamos petrificados, hasta que uno de ellos se sacudió y al vernos con la máquina gritó algo que no comprendimos. Como movidos por un rayo sus compañeros se irguieron vociferando y señalándonos. En cuclillas disparamos barriendo de arriba hacia abajo con lo que teníamos, Quenan hizo girar el cañón. Volaron trozos de balcones, los cuerpos de los Elemitas rebotaron contra las paredes. Tres de los nuestros cayeron atravesados, enormes huecos se abrieron en sus pechos. Nos movimos hacia donde no nos disparaban, ocultos tras la máquina, mientras de ella emanaba una interminable andanada de proyectiles. Cuando nos creíamos a salvo, al girar sobre nuestros pies distinguimos, retrocediendo indefensos hacia nosotros, a parte de nuestros compañeros. Se acercaron escapando de las balas, algunos heridos y gritando.
Como pude llame la atención de Quenan, dentro de la cúpula en que se hallaba parecía no oír, la golpeé con fuerza hasta que se percató de la situación. Rotó la máquina y comenzó a disparar. Los que venían huyendo se zambulleron tras el aparato. Despejado el camino hacia adelante seguimos avanzando. Entramos en un recinto cerrado y alto, al cual entraba luz por unas aberturas a varios metros de nuestra altura. Quenan abrió la cúpula y salto en medio de nosotros. Friel quedó petrificado viendo hacia adelante, pálido, sin hablar.Me acerque a él y mientras corrían gotas de sangre por su barbilla se confesó; " Me prometieron una vida plena dentro de la fortaleza, tendría poder, les dije que los atacaríamos, perdónenme, jamás fui importante para nadie, ahora que mi vida se va haré algo por nuestro pueblo. Dos pisos hacia abajo, encerrado y sumido en la oscuridad se halla el heredero del primer rey que tuvieron nuestros pueblos. Dicen los viejos aquí adentro que conserva la lucidez y el espíritu de unidad y pacifismo que hubo en nuestro nacimiento. Si logran presentarlo al pueblo Elemita, quizás se salven del ataque que seguro llevará a cabo Gurtak”.

Cayo su cabeza de costado sobre mi brazo y pude ver la mancha roja que crecía en su abdomen- Cerré sus ojos. Todos nos silenciamos unos minutos. Quenan, visiblemente extenuado, paso revista a los que quedabamos. Éramos quince. Nada sabíamos de los integrantes de la cuarta columna que había ascendido la muralla. Diez de nosotros descenderíamos en busca del anciano, los demás cuidarían nuestra retaguardia. Buscamos por la galería la escalera por la que bajamos, quizás continuara hacia el subsuelo.
Cuando la hallamos, nos dirigimos lentamente apenas iluminados por una lámpara que había sobrevivido al ataque.
Una figura hirsuta y harapienta, cegados sus ojos por nuestra tenue Luz, el anciano de innumerables años de vida, tapó su rostro con unas manos esqueléticas y temblorosas. Quenan llamó a Druel, el mayor de nosotros y conocedor de algunos dialectos. Intento explicarle al viejo lo que pretendíamos, Tartamudeó unos minutos tratando de transmitirnos algo coherente, hasta que logró comunicarse en nuestro idioma: "Mi razón de sobrevivir.."-dijo-. Luchamos contra los grillos que sujetaban sus tobillos, Tomé su cuerpo en mis brazos, el hedor era insoportable, el peso de su cuerpo despreciable. El ascenso por la escalera fue más lento que lo normal. Cada movimiento producía en el anciano una agitación, que lo llevaba a respirar con dificultad. Llegamos al lugar donde habíamos comenzado el descenso. Una alfombra de cadáveres nos impidió avanzar sin dificultad.
La máquina era mudo testigo de una batalla que había sido librada hasta el último aliento. El cuerpo atravesado de un Elemita pendía de la broca que nos castigo en el túnel. Todos nuestros compañeros muertos. Un sobreviviente Elemita abrió los ojos, enloqueciendo al ver al viejo que cargaba.
Druel increpó al soldado, amenazándolo con acercarlo al anciano, y logró hacerle confesar la ubicación del recinto de Gurtak. Cuando llegamos a él, cuatro compañeros de la cuarta columna, que se había enfrentado a una de las bestias, había tomado por asalto a Gurtak y a sus guardias. Palideció el rostro del tirano.
En la feria del centro de la fortaleza, una muchedumbre se había hecho presente, Esposado y con el rostro desencajado, el monarca daba a conocer a su pueblo la existencia del anciano miembro de la realeza, que alguna vez fue gobernante de un pueblo pacífico.
EL viejo apretó sus labios, sus ojos se cerraron con fuerza y todo el llanto contenido en su celda, brotó como un manantial de bendición.
Sentí que su cuerpo se relajaba sobre mí, una mueca que debió ser una sonrisa se formó en su cara. Gotas amarillentas cayeron sobre todos, la muchedumbre comenzó a dispersarse. Quenan llamó nuevamente a todos, la lluvia ya no era ácida. Temerosos y asombrados, todos comprendimos, el viejo o quien sabe quien, desde el más allá, nos estaba diciendo a su manera, que el futuro en armonía era posible.



FIN

Texto agregado el 04-03-2009, y leído por 117 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
05-03-2009 Excelente cuento y mensaje. La ciencia ficción es de lo más difícil, pues debes recear ambientes que, a la vez que sean diferentes, sean creíbles. Y protagonistas con características humanas, pero no tanto. Me parece que lo has logrado. 5* ZEPOL
 
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