Todo es estadísticamente alcanzable.




El hombre voló, conoció la luna, llegó al Everest, estalló en un Bing Bang y saboreó híbridos de frutas exquisitamente impensables.

En la escalera de la vida, que en tanto es sólida y frágil, cualquier nivel que se supera se celebra, como un reconocimiento al ego propio.

Si supera entonces varias rocas, colgado de un arnés, el hombre ha superado los obstáculos a medias, pendiendo su vida de una cuerda, que a distancia se dibuja como un hilo quebrantable.

El hombre, se atreve a escalar sueños convirtiéndose en un ser de transición emocional a partir de ilusiones. Crece permanentemente con los tropiezos. Se cae pero frecuentemente se levanta en un acto absolutamente masoquista y sigue subiendo, corriendo un riesgo permanente de caer violentamente y darse un tramacazo.

Es así como el hombre también se vuelve estadísticamente testarudo – pero irreprochablemente emprendedor-.




Es lo mismo que pasa con el amor. El corazón reemplaza a la roca, y en la meta sólo se descansa y se coge aliento para volver al suelo, siempre pensando en la roca que le sigue, y que por lo general es más alta y más difícil.