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Inicio / Cuenteros Locales / palujo14 / El Milagroso San Isidro Labrador, \"Taita Ishico\".

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El milagroso San Isidro Labrador

I
LA ESCAPADA

Eran las tres de la mañana y doña Bondad no podía dormir. Daba vueltas y más vueltas haciendo crujir su cama de estilo virreinal. Algo le impedía conciliar el sueño. Era como un llamado, una necesidad de alguien que esperaba por ella. ¿Quién podía necesitar de su bondad a esas horas? Su preocupación aumentaba. Ahora parecía como si la tomasen de la mano y le dijesen ¡Bondad ven, vamos, acompáñame! Entonces, envolviéndose con un pañolón negro, salió.

Doña Bondad, a falta de párroco, era la encargada de la iglesia del pueblo. Sus pasos la llevaron hasta el santuario. Abrió el portón de ingreso, dirigióse directamente al altar mayor; ¡estaba vacío! No lo podía creer. ¡Ella misma había cerrado con llave la iglesia y cambiado de traje al milagroso sembrador! ¿A quién se le ocurriría robar un santo? Buscó las cosas de valor que podían ser objeto de hurto y no faltaba aguja. Era imposible que fuesen ladrones sacrílegos o gente poseída por el demonio. Todo estaba en riguroso orden.

Luego de rezar, por un momento, continuó indagando. Se detuvo ante las huellas de unos zapatitos bastante conocidos y, ¡para aumentar más su sorpresa!, observó que las huellas bajaban del altar y llegaban hasta la puerta de la iglesia. No salía de su asombro. ¿Qué dirían el pueblo y el señor Alcalde si les contara lo sucedido? ¿Qué opinarían los vecinos si sólo denunciara la pérdida de San Isidro? ¿Cómo la calificarían si les dijera que el milagroso había bajado del altar y se había retirado de la iglesia? ¿Acaso no la tildarían de loca? ¿Acaso no se reiría el pueblo entero de ella?

Nuevamente se arrodilló y rezó resignada. ¿Qué podía hacer? ¿Es que el santo la necesitaba? ¿Cuánto tiempo podía durar la escapada de San Isidro? ¿Cuántos días podría ocultar su desaparición? Todas estas preguntas pasaron en cuestión de segundos por su cerebro. Se decidió ir a buscarlo por todo el pueblo. ¿Por dónde empezar? Pensó en algún enfermo grave o en la gente humilde. Quizás el santo, compadecido, haya bajado del altar para dedicarse a realizar milagros y curaciones. O simplemente quería salir de la iglesia en una fecha que no sea la del mes de mayo. ¿Qué le diría al vecino al tocar su puerta? ¿No está San Isidro en tu casa? ¿No has visto a nuestro patrón, no lo encuentro en la iglesia? Caminó por todas las calles del pueblo sin hallar rastro. Quizás, se dijo, ya fue descubierto y se haya armado un alboroto. ¡Pero nada! Cansada ya, por Minupampa, observó una lucecita en la capilla de San Antonio y allá se encaminó cautelosa, para no ser descubierta. Por suerte, no había un alma ni por las calles, ni por el campo. Bordeando una especie de acequia, se acercó de puntillas a la puerta principal. Casi se desmaya al ver lo que sus ojos se negaban a creer: San Isidro y San Antonio se hallaban sentados, uno frente al otro, dialogando como dos buenos amigos. Doña Bondad afinó los oídos.

– Tú debes solucionar eso, Isidro -recomendaba San Antonio -. Tienes muchos fieles y tu fiesta se llena en el mes de mayo. Te visitan y llegan desde muy lejos todos los años.

– No, hermano –contestaba San Isidro-, no juzgues por la cantidad de gente. De los muchos que llegan, pocos son los que ingresan a la iglesia y, de éstos, contados los que lo hacen con fe y desprendimiento. Tú no te imaginas amigo; hay personas que ni en el momento en que elevan sus oraciones dejan de ser mezquinos y me piden favores que me siento tentado de rechazarlos. Hasta los regalos que hacen, algunos, lo dan como si me estarían pagando, para que después les devuelva con algún milagro.

– Un momento, mi querido Isidro– intervino San Antonio –. No olvidemos que en el mundo terrenal más puede la vanidad, el placer y el egoísmo. Cuesta mucho vencer estas debilidades humanas. Son pocos los que logran hacerlo y sacrifican su vida por los demás. Quizás necesiten de algún escarmiento.

- Aunque mi función es la misma –explica San Antonio–, las personas acuden a mí, por lo general, para amancebarse y no creas Isidro, hay muchas pecadoras y todas me piden lo mismo: novios ricos. Hasta hay de las que tienen su novio rico y su novio pobre y cuando se acercan a mi capilla, no pueden decidirse con quien ir y se confunden en rezos y ruegos, que me hacen sentir como tu. Comprendo las ganas que tienes de decirles su verdad y a veces hasta su futuro.

II
EL JUICIO

Las autoridades, enteradas de la noticia, luego de que doña Bondad describiera el suceso con todos sus detalles, le retiraron su confianza. Después, el Juez de Paz, cursó un oficio al Comandante de Puesto y al término de la distancia la condujeron a su despacho.

El Juez y el señor Alcalde, habían intercambiado palabras al cruzarse por la plaza de armas. Luego, el primero bajó apurado a su despacho y como siempre, abrió su oficina silbando, para después tararear la misma canción; mientras con el plumero, limpiaba las dos apolilladas bancas que, con el polvo, daban trabajo al asearlas. El Juez esperaba este caso con mucho interés, ya que los denunciantes eran las propias autoridades y el cargo, “ATENTAR CONTRA LA FE DEL PUEBLO”, era contra la señora más querida y respetada del lugar.

El guardia, encargado de ejecutar la orden, aceptó las condiciones de doña Bondad y caminó detrás, como a cincuenta metros de ella, para que “nadie sospechara de qué iba detenida”. La señora no sabía que el pueblo entero cuchicheaba a sus espaldas y que, disimuladamente, se reunía por las inmediaciones, de aquella oficina en cuyas paredes de adobe colgaba un antiguo escudo patrio de latón pintado, en donde se podía leer claramente: “JUZGADO DE PAZ DE PRIMERA NOMINACIÓN – SUCRE”. Y allí ingresó la encargada de la iglesia, con la cabeza erguida.

- ¿Jura decir la verdad y nada más que la verdad? –preguntó el Juez con ceremonioso tono.

- ¡Sí juro! -respondió doña Bondad, sin comprender el porqué del juramento; ella jamás había mentido y, pensó, no necesitaba jurar para decir la verdad.

El juicio se había iniciado y la estrecha calle Simón Bolívar, bullía colmada de curiosos: niños, jóvenes y ancianos se habían dado cita y esperaban el resultado. La mayoría de ellos resentidos, porque doña Bondad, aseguraban, mentía al afirmar que había visto a San Isidro y a San Antonio dialogar a altas horas de la madrugada.

- ¡Nosotros sólo queremos la verdad, un santo no se puede desaparecer así por así, de la noche a la mañana.

- Estoy diciendo la verdad señor Juez, he recorrido toda la ciudad buscando a nuestro patrón y, como usted sabe, lo encontré conversando en la capilla de San Antonio.

- ¿Y cómo es posible que nadie la haya visto? –el Juez habló casi gritando-. ¿Usted recorrió todas las calles del pueblo y piensa que voy a creer que nadie se percató de ello?

- Así es señor Juez, parece raro, pero no había un alma, ni por las calles, ni por el campo.
-
- ¡Es imposible; tiene que haber algún testigo!

- No señor Juez, no lo hubo.

- Entonces, no hay más que decir. ¡Es usted una mentirosa y además cínica! –el Juez se puso de pie como impulsado por un resorte y agitando los brazos, señaló una y otra vez a la señora, acusándola directamente.

En la calle, se escuchaba el griterío de la gente y en el juzgado, el Juez, disponíase a dictar sentencia.De pronto, sin que nadie lo notara, se presentó un campesino, vestido de poncho largo y de un sombrero grande que cubría la mitad de su rostro.

- Señor Juez soy el testigo que anda buscando y puedo afirmar que la señora dice la verdad y por lo tanto no miente.

- ¿Y quién es usted? ¿Cómo se llama? –encaró el Juez arrugando la frente.

- Eso no importa señor Juez, soy una persona como todos ustedes; pero principalmente soy testigo de la señora Bondad.

- Pero… ¿de dónde salió usted? ¿Dónde vive? Y, ¿a qué se dedica?

- Señor Juez, como le repito, eso no importa, lo importante es que vi a la señora Bondad deambulando por las calles del pueblo y, como todos la conocen, me causó extrañeza verla caminar a esas horas; fue por ese motivo que a escondidas la comencé a seguir, llegando hasta la capilla de San Antonio, observando lo que todos ya conocen.

El Juez, incómodo, salió hasta la puerta de su despacho y trató de explicar a la multitud que aguardaba:

- Señores –les dijo–, se ha presentado un testigo que manifiesta haber visto todo lo descrito por la señora Bondad.

Las personas, inconformes, gritaron con los brazos en alto:

- ¡Es mentira!

- ¡Seguro que le ha pagado!

- ¡Es un farsante!

El campesino, al escuchar los insultos, se colocó al costado del Juez de Paz y descubrióse el poncho, junto con el sombrero grande.

La muchedumbre, enmudeció de repente.

Al descubrirse, el campesino, el sombrero y el poncho largo; se pudo apreciar la carita y el vestido de color guinda y terciopelo adornado del San Isidro, el Labrador milagroso. Fueron tan sólo dos o tres segundos y, explotando, desapareció la imagen, igual que una burbuja de aire, al ser rosada por cuerpo extraño.

- ¡Era el Santo, era el Santo!

- ¡Vamos a la iglesia! ¡Corramos a la iglesia!

Efectivamente, la multitud corrió con dirección a la iglesia y doña Bondad, a la cabeza, abrió apresuradamente la puerta.

Todos se apretujaron bajo el altar del anciano milagroso; que allí se encontraba, con sus pequeños ojitos, con sus bracitos extendidos y su vestido de terciopelo adornado, con bordes color amarillo como la espiga del trigo.

III
DOÑA BONDAD

El agua la sentía tibia; por lo que se lavó la cara con toda tranquilidad. A veces amanecía calurosa y se refrescaba o, mejor dicho, se enfriaba el rostro con el agua helada que corría por el caño. Pero esta vez, al levantarse, prefirió recoger, en su depósito de porcelana con bordes pintados de azul oscuro, un poco de agua, que la dejó calentar bajo los rayos que el astro rey ofrecía desde muy temprano.

De lunes a sábados no celebraban misas en el pueblo y la señora podía esperar tranquilamente y sumergir el rostro en el agua transparente y cristalina. En los días fríos, le ayudaban a entibiar el agua, el kerosén y su cocina de tres hornillas, de la cual nunca se había quejado. Al terminar de asearse, pensó, tenía que iniciar la tarea diaria: primero el desayuno; luego las compras para el almuerzo y después la iglesia con su sacristía, su pulpito y sus milagrosos; principalmente el santo patrón, el del altar mayor; el que, junto con el resto, permanecía impávido, aguardando el cambio en la conciencia de su gente. Porque no podía ser de otra manera, la gente tenía que cambiar tarde o temprano, con golpes o sin ellos; el santo lo sabía, pero esperaba tieso, inmóvil, como si no pensara, como si no se preocupara.

Doña Bondad peinaba su cabello negro y ondulado, y se inclinaba a la derecha e izquierda, dulcemente. Todo tenía que cambiar; para eso estaban ellos, a ella se lo habían dicho indirectament en sus sueños, las dos noches. El primero, la conversación los santos; el segundo, la aparición del santo patrono, en el juicio frente al pueblo: todo se lo habían dicho y estaba claro como el agua cristalina. ¿Será como en las sagradas escrituras? ¿Será como en la aparición del ángel a María? Es verdad y ahora lo comprendía: ¡el santo se presentaba en sus sueños y le pedía algo! ¡Sus sueños eran revelaciones! La señora se miró al espejo y al ver su carita blanca y sin arrugas, se sintió más joven de lo que era. Terminó de peinarse y se arregló la falda que apretaba su cintura; luego se dirigió a la cocina a prepararse el desayuno, que se le hacía tarde.

Su casa parecía inclinada y aferrada al cerro Huishquimuna. Sus puertas eran verdes como la grama que cubría la parte alta de la calle Piura, donde los chanchos hocicaban libres el cimiento del corralón de tapial que quedaba al frente. Doña Bondad cerró el portón y caminó respondiendo el saludo de todos los que encontraba en su trayecto a la iglesia. Eran las once de la mañana del día lunes; las campanas no repicaban y la señora ingresó solita, para rezar callada y pedir al patrón del pueblo ilumine la mente y el corazón de aquellos a quienes la vida sonríe. Al final de sus rezos, caminó al municipio observando a dos niños descalzos, que jugaban “bolitas” en la plaza de armas.

- Buenos días señora, ¿a qué milagro agradeceré su visita?

- Señor Alcalde, muy buenos días, mi visita, coincide, justamente, con un milagro.

- Usted dirá señora, estoy para servirla.

La señora, después de sentarse frente al escritorio del Alcalde, explicó que se encontraba muy preocupada porque se había enterado de que la fiesta de San Isidro, ese año, no contaría con el espectáculo que atraía multitudes: la corrida de toros.

- Me parece extraño señora que usted se preocupe por la corrida de toros –dijo el Alcalde.

- Eso es sólo lo que parece amigo Alcalde, yo conozco de su fe; los dos conocemos de la fe del pueblo y todos de lo milagroso que es nuestro santo patrón. Por eso es que me siento en la obligación de confiarle algo muy delicado que se relaciona con lo que estamos comentando.

- Me intriga usted señora, pero siga por favor.

- Señor, amigo alcalde, sucede que las dos últimas noches...

Doña Bondad, narró con lujo de detalles, todo lo que había soñado y las conclusiones a las que había llegado; luego, continuó diciendo:

- El Santo no es contrario a las fiestas, pero quiere que todos los que acudan a ellas lo hagan con fe y desprendimiento; además, desea que el producto de toda actividad a realizarse en mayo, deba, de alguna manera, llegar al pueblo, especialmente lo que se recaude en la corrida de toros.

- Ahora comprendo su preocupación señora, pero el concejo no tiene los fondos necesarios para organizar la fiesta brava; tampoco los paisanos se encuentran en posibilidades de financiarla, los toros cuestan un ojo de la cara y lo que es peor los pocos que trabajan ganan sueldos miserables.

- Señor Alcalde, usted es una persona optimista y emprendedora, llame a un cabildo abierto y que se forme una comisión para que recorra la comarca en busca de apoyo; en especial que molesten a don Alejandro, el hacendado que tiene los toros más hermosos y bravos del lugar.

- Parece que usted olvida que el pueblo le pagó muy mal a don Alejo en las últimas elecciones.

- El santo es muy poderoso señor Alcalde, ya lo hará entender a su manera.

La conversación fue más larga de lo que la señora había pensado, pero se retiró contenta. Esa noche el pueblo se reunió en cabildo abierto y nombraron al Juez de Paz, al Alcalde y al Gobernador para que recorrieran la comarca. Y fue así como, las tres autoridades, llegaron a tocar las puertas del hombre más rico de la zona.

IV
DON ALEJANDRO

Siéntase como en su casa señores; es un honor para mi atenderlos –dijo el hacendado señalando los cómodos sillones de su sala.

Las autoridades no se sintieron como en su casa; la diferencia era enorme y no podían compararla ni con la mejor casa del pueblo.

El viejo, así también llamaban a don Alejandro, era como el granito: duro e impenetrable. Pero el Alcalde, que se consideraba un hombre hábil, contó paso por paso, los sueños y revelaciones de la guardiana de la iglesia e indicó, además, de la coincidencia de todo con la pobreza del pueblo. Hizo lo imposible por ingresar en lo más profundo de su ser: su lado bueno.

- Amigos; yo soy un hombre de realidades y el paraíso lo construye uno mismo, con su esfuerzo. No me vengan con cuentos, ni con milagros y revelaciones. Sepan si, que respeto a la señora bondad, la conozco; pero ella vive rodeada de imágenes de madera y, seguramente, anda imaginando cosas y sus deseos son tan grandes e insatisfechos que termina soñando con ángeles que bajan del cielo. Yo creo en realidades y la realidad es que un bravo cuesta cuatro mil soles y no se hable más –terminó don Alejandro que, al parecer, no olvidaba que el pueblo le había dado la espalda a su candidatura como Diputado por la provincia.

Al atardecer del mismo día, resignados y tristes, llegaron al pueblo las tres autoridades. Mientras, en la hacienda, “El Viejo”, montado sobre un brioso corcel bayo, llegaba hasta donde los toros mugían y pastaban a sus anchas. El paisaje hacía brillar los ojos del orgulloso hacendado; pero, a los pocos minutos, don Alejo picó espuelas y se acercó más al ver que los bravos se apretaban unos contra otros; había allí algo que no cuadraba.

- ¡Oiga! ¿Qué hace metido entre los toros? ¡Son bravos y lo pueden matar!

Un anciano de corta barbita blanca, caminaba muy tranquilo, en el centro de los bichos.

- ¿Qué hace usted, acaso no me escucha? –gritó don Alejandro con el látigo en la mano.

- Señor, es que estoy separando los bravos de los mansos, para que vayan a la fiesta y diviertan a todo el pueblo –contestó con voz clara y serena el insignificante hombrecillo.

Don Alejandro, al oír estas palabras, quedó pasmado y, antes que saliera de su asombro, el anciano se esfumó como por encanto. ¡Era idéntico al patrón, el milagroso del pueblo!

V
LA FIESTA

Cohetes y bombardas sacaban de la monotonía al pueblo. Niños y adolescentes vivían experiencias mil; mientras, en recuerdos, navegaban jóvenes y hasta pícaros ancianos. La fiesta patronal se iniciaba en un ambiente de recogimiento y alegría.

En la iglesia, doña Bondad, oraba junto al pueblo, en la primera novena de mayo.

Los encuentros de paisanos y amigos no se hacían esperar; aunque no faltaban los incrédulos a quienes San Isidro ponía en su lugar.

- ¡Esta fiesta es puro despilfarro, castillos y más castillos convertidos en cenizas! –comentaban algunos descontentos.

No terminaba el comentario del disconforme y de repente un cohete explotaba, ya sea cerca de él, rompiéndole el sombrero, o, en todo caso, volándole un dedo. El pecador sufría y hasta con apodo quedaba marcado; había como ejemplo, por el pueblo bautizado, un tal "Pata de palo", a quien una gran piedra castigó su osadía.

Pero al fin, el jolgorio contagiaba y aunque sea dando vueltas en la plaza, todos daban testimonio de su fe y de su apoyo.

Vísperas y alba; procesión del santo. El pueblo agradecía y con broche de oro llegaba la corrida. Ese año, a precio regalado, seis hermosos toros bravos y como obsequio una vaca de la hacienda de un hombre que su vida convertía.

¡Oh glorioso San Isidro,
lleva mi alma contigo;
dale a este triste rico,
la alegría del mendigo!

Pasadas las festividades, un domingo después de la misa, doña Bondad agradecida, sonreía bajo un letrero municipal que decía:

PRIMERO DE JUNIO DEL PRESENTE AÑO

1°.- A las 07 A. M. trabajo comunal en la Pampa “El Común” y en el fundo “El Saúco”.
2°.- A las 05 P. M. inauguración del primer Comedor Municipal del distrito.

ASISTENCIA OBLIGATORIA.

Texto agregado el 12-05-2009, y leído por 1232 visitantes. (0 votos)


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