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PEPE CILICIO 5 y 6
sábado 16 de mayo de 2009
5

Creo haber mencionado ya a Valentín, el amigo de la Conejo. Yo no le traté más que lo necesario para mantenerme cerca de ella, y puede que alguna vez, sólo con ese propósito, me mostrara amable con él. Un día le encontré en el portal de mi casa y ocurrió lo que a continuación conocerá el lector. No pierda detalle y ensanche las tragaderas, porque, aún difícil de creer, el suceso es cierto, tanto como que usted está aquí ahora, leyendo esto.
- Salvador, necesito que me prestes cien euros.
- ¿Cien? –me escandalicé-, coño Valentín, si no llevó ni diez.
- Los necesito con urgencia.
Ya conocía yo a qué necesidad se refería Valentín, y también imaginaba el grado de su urgencia. Por primera vez vi aquel fantasmal brillo en sus ojos.
¡Qué pena de muchacho! Más por quitármelo de encima que por camaradería le prometí ver qué podía hacer por él. Naturalmente, pensaba despacharlo con cualquier pretexto, pero comenzando a subir las escaleras, el germen de un mal pensamiento brotó en mi cerebro y comenzó a rebotar como una pelota de ping-pong. Al poco experimenté el cosquilleo estomacal de quien acaba de concebir una idea genial, y a cada peldaño aquel monstruo tomaba cuerpo y consistencia, tanto, que al llegar a casa había parido yo un plan llamado a proporcionarme infinito placer.
¿Por qué no utilizar el encanto de Valentín en mi propio beneficio? Mi plan era genial, y el costé ridículo: una pequeña incursión al bolso de mi madre.
La tarde del jueves siguiente me encontraba yo bien agazapado en la fila seis del cine Capitolio. Procuré elegir una sesión de escasa concurrencia y acerté de pleno. Puede que fuera lo intempestivo del horario (las cuatro de la tarde) o quizá la calidad de la película (un coñazo de chinos karatecas), pero lo cierto es que en la sala únicamente había dos ancianos desocupados, el lamedor del semáforo, haciendo allí Dios sabe qué, y un servidor.
Apagaron las luces y tras algunos anuncios y un reportaje cutre sobre el peligro de extinción del somormujo, comenzó la peli. Pero ellos no aparecían. Sentí que la excitación me superaba y traté de distraer mi nerviosismo concentrándome en la película: Un tal Chum Pum, chino de aspecto campesino, sale de su cabaña para trabajar como cada mañana. En su ausencia una turbamulta de chinos, de como diez o doce, irrumpen en su casa destrozándolo todo a su paso. Pero lo que aquí interesa es que uno de ellos venía con el libidinoso propósito de dar cuenta de la hermana de Chum Pum, de muy buen pinta dicho sea de paso. El caso es que el agresor sexual resulta ser nada menos que el mismísimo Emperador, debidamente disfrazado de macarra chino, pero que es reconocido por la muchacha por cierto tatuaje de dragón imperial con que adornaba sus genitales. Cuando Chum Pum regresa, encuentra la casa destrozada y a su hermana humillada y desconsolada; ésta le revela lo ocurrido y Chum Pum jura vengarse, no sin antes dar un salto de como diecisiete metros de altura, seis volteretas laterales y un espantoso gruñido.
La linterna del aposentador me rescató de la película. Conducía a una pareja hacia sus asientos. Eran ellos. Hubiera reconocido la silueta de la Conejo a doscientos metros aún en la oscuridad. Valentín la rodeaba por el hombro. Consulté mi reloj; una hora de retraso, la película duraría otra más, no había tiempo que perder. Tomaron asiento en la fila dos y aún no se habían acomodado cuando Valentín inició su asedio sexual. Alargando el cuello casi un palmo pude ver como la obsequiaba con un largo beso de tornillo. La mano de Valentín se deslizó suave por debajo del suéter de la Conejo y acarició sus pechos. Ella se dejaba hacer, entornando los ojos de placer. Permanecieron así diez largos minutos, hasta que Valentín musitó una disculpa, se incorporó y enfiló el pasillo rumbo a los aseos. Allí esperaba impaciente yo.
- ¿Qué tal? –pregunté temblando de emoción.
- Está en su punto –contestó Valentín- ¿Traes la pasta?
Le largué los billetes que había chorizado a mi madre y voló.
Respiré profundamente hasta seis veces y regresé a la sala. Caminé despacio hacia la fila dos. La oscuridad era mucha, pero no suficiente. Esto había sido calculado; no en vano vestía yo ropa muy semejante a la de Valentín e incluso me había perfumado con su loción de masaje.
Abordé la fila de butacas cabizbajo, ocultando mi rostro con un pañuelo, cual si estuviera sonándome la nariz. Ocupé al fin el asiento que había abandonado Valentín, y sin más preámbulo me introduje entre los pechos de la Conejo. ¡Qué sensación de infinita dulzura! Me deleité allí unos segundos y ascendí, recorriendo su cuello con mis labios hasta encontrar los suyos y mojarlos de placer. Suerte que ella permanecía con los ojos cerrados y no pudo fijarse en mí. Aproveché para levantar su falta y extravié mi mano por sus muslos, escribiendo en ellos mi pasión. Palpé sus braguitas y ...
- Para, Valentín, para –suplicó sin autoridad.
Pero parar ya no era posible. Yo continué, y tanto que continué, y eso que ya andaba acogotado por la hinchazón de mis partes. Para colmo, la Conejo exploraba por entre mis piernas, excitando con suavidad lo que no precisaba, de sí, ser excitado. Traté de refrenarla, y recuperé mi mano empapada por el generoso flujo de la Conejo, pero ésta ya era dueña y señora de la situación. Rendido ya, con los ojos en blanco, sentí la combustión de un volcán, la fuerza de la naturaleza. Ya percibía, allá abajo, el borboteo previo a una erupción cuando reparé en la pantalla de cine. Chum Pum le atizaba las últimas hostias al emperador y los primeros títulos de crédito asomaban en la pantalla. De ahí a unos segundos, las luces, y de permanecer yo allí, de seguro que tras las luces, la cámara y la acción. Ya me veía abofeteado por la Conejo en pleno cine, así que enfundé mi falo, y como media hora antes hiciera Valentín, carrespeé un pretexto y me dispuse a hacer mutis por el foro. Pero la conejo me asió fuertemente y me obsequió con un largo y apasionado beso. Una inmensa claridad me cegó un segundo; habían encendido las luces de la sala. Tan pronto terminara aquel beso, la Conejo descubriría el pastel, y entonces ....
Sí, y entonces fue cuando desperté.
- Salvador, vamos, llegarás tarde a la facultad –insistía mi madre.
¡El puto sueño de siempre! El lector sabrá disculpar mi lenguaje, quizá un tanto soez, pero el subconsciente no atiende a razones y he querido describir el sueño tal y como se me representó noche tras noche durante cuatro años de mi vida.
No había habido cine, ni Chum-Pum, ni Valentín, ni, naturalmente, Conejo. La claridad que hirió el iris de mis ojos no había sido la luz de la sala, sólo el subidón de persiana con que mi madre me despertaba todas las mañanas; y desde luego, la erección de mi pene no era sino la típica tumescencia matutina previa a la primera meada.
- Levántate, ya tienes el desayuno.
Ni siquiera Napoleón Baldovinos fue capaz de interpretar el sueño, aunque después de referírselo diez veces modificó el tratamiento y decidió ensayar en mí una tímida terapia de exposición.
Pero este libro no es la historia de mi vida, de forma que quede para más tarde la relación de mis aventuras y concluyamos este capítulo inútil e impertinente

6
Martes por la tarde, último de mes y día de cobro. No pierdan detalle de lo cruel de nuestra tribulación:
- ¡ Pero qué coño significa esto! - exclamó Enrique Mezquita al abrir su sobre -. ¡Aquí no hay dinero! ¿Qué pasa aquí?
Efectivamente el sobre color sepia de mi amigo Enrique no contenía papel moneda sino papel común, concretamente una cuartilla con el membrete de la ferretería en la que se podía leer un escueto “vale por quinientos euros, importe de la comida, alojamiento y otros gastos correspondientes al mes de diciembre...”.
- ¡Será hijo de puta! –continuó-. ¡Pues no me cobra el tío la comida y el alojamiento! Además, lo de los quinientos euros será broma.
- Nada de bromas -repuso el encargado- Aquí está la hoja de salario, ¿ves? letra de tu padre. Salario mínimo interprofesional, sin incentivos, sin horas extras, sin complementos, sin gratificaciones, sin pluses ni etcéteras. - Sin nada de nada -continuó Enrique fuera de sí.
- Bueno, lo cierto es que lo del vale es una putada –concedió el encargado-, pero me temo que tendrás que hablarlo con él.
Y desde luego que lo habló, pero no sacó de la entrevista más que el principio de úlcera que le produjo.
- Si no quieres estudiar será mejor que te independices –le espetó su progenitor-. Mientras vivas en mi casa pagarás cama y comida, y el agua y la luz que consumas, y el detergente y el jabón, y la cera de los zapatos. Y todo con carácter retroactivo hasta una fecha que todavía no he decidido. Y si no te apaña, ya sabes, puerta.
Aquello representó para nosotros poco menos que el crack del 29; y sus consecuencias se hicieron sentir desde aquel mismo día, tan pronto como cruzamos el umbral del bar Frasquito.
- Ponga usted dos cervecitas, Paquito.
- Lo siento hijos, el banco está cerrado.
- ¿Cómo dice? –inquirió Mezquita.
- Pues eso, que hasta que no me liquidéis la cuenta no hay más birra
- Pero Paco, no me jodas –protestó Enrique.
- Que no, Mezquita, que si no hay pasta no hay cerveza. Que la cuenta ya va para los quinientos euros.
- ¿Tanto? –me atreví a preguntar yo-.
Paquito el Tonto se llegó hasta la caja registradora y extrajo de debajo de la bandeja la nota que contenía nuestra púa.
- Cuatrocientos ochenta y seis con noventa para ser exacto.
- Pero ya te dije que en cuanto mi padre...
- Sí, ya sé que me lo dijiste. Pero de eso hace ya más de un mes y no has liquidado nada. ¿Acaso cobras por trimestres?, porque, vamos, sería el primer caso que conozco.
El asunto era embarazoso. Como ya advertí al lector, yo andaba siempre en estado “insert coin” (disculparán la licencia; se lo escuché a un muchacho y me hizo mucha gracia); de forma que era Mezquita quien soportaba el importe de las consumiciones. Cuando su padre le suspendió la asignación y le puso a trabajar, comenzamos a beber a crédito confiando en el primer salario de Mezquita. Pero claro...
- Ponles las cervezas a los cachorros que ya les invitó yo.
Nuestro improvisado protector era don Justiniano, parroquiano que ya conocemos. No era persona de posibles, pero sin otro gasto que regalarse el gaznate su pensión no contributiva le permitía vivir en paz su soltería.
- No deberías invitar a alcohol a universitarios – reprendió precisamente Narciso Severo sin ocultar el tono de broma en sus palabras- Tal y como están las cosas lo mismo te detienen.
- Estos pollos son ya gallos – replicó Justiniano-, pero me quedo con el consejo. Viniendo del alcalde....
- Gracias don Justiniano –dijo Mezquita-, le aseguró que se lo reintegraré.
- Descuida muchacho, tiempo habrá. Pero qué pasa con la ferretería. ¿Acaso hay crisis en el sector del tornillo?
- Digamos que mi padre me ha castigado –se lamentó Mezquita-., una especie de reeducación. Pero en cuanto publiqué mi obra se va a quedar con un palmo de narices.
- ¿Tu obra?
- Sí, don Justiniano. He decidido convertirme en escritor. Ya tengo casi terminada mi primera novela y estoy seguro de romper.
- Vaya, un escritor –intervino Narciso divertido-. Y tú, Paquito, desairándole. Viene el muchacho a convertir tu tugurio en una cueva de las letras, y no eres capaz de fiarle una cervecita.
- No se ría usted del muchacho –intervino Justiniano-.
- Déjelo –señaló Mezquita-, mi padre piensa igual, pero en cuanto gane el certamen seré yo el que se ría. Mire.
Mezquita alargó a don Justiniano el folleto que contenía las bases del certamen literario: Elx dos Patrimonis de la Humanitat.
- Sí, ya sé de esta majadería –comentó Justiniano-. ¡Patrimonio de la Humanidad! Y lo dicen orgullosos. ¡Como si la humanidad tuviera de qué presumir! El humano es el ser más depravado de la creación.
- Coño Justiniano, –intervino Paquito- no seas exagerado que algo bueno sí habremos hecho.
- Sí, las leyes –concedió Justiniano-, evitan que nos comamos los unos a los otros.
- No estoy de acuerdo –replicó Narciso Severo, mesándose el cabello que todos creíamos auténtico-. Debe usted saber que lo del certamen ha sido idea mía; y sí, tiene por objeto rendir tributo al patrimonio de la Humanidad, nuestro patrimonio. Sólo el humano ha cultivado la música y la literatura. No me negará que en esto aventajamos a los demás seres de la creación.
- Es cierto, pero también les aventajamos en barcos negreros, torturas y aperreamientos.
- ¿Y qué me dice de la pintura y la escultura.?
- ¿Y usted de la cruz, la cámara de gas y la guillotina? ¿Acaso las inventaron los leones? Desengáñese señor alcalde, la humanidad no tiene más patrimonio que su propia perversidad.
- Se enrosca usted en el argumento. Le concedo que no todo ha sido bondad, y que hemos cometido algunos errores. Pero sólo el ser humano es capaz de alcanzar lo sublime, en lo racional y en lo espiritual; negar esto es instalarse en el sostenella y no enmendalla, no tiene más que repasar la historia y admirar el legado de la humanidad.
- No me haga usted reír –contestó Justiniano- Y sobre todo no quiera que repasemos la historia. ¿Ha olvidado que descendemos de cuatro monos? Sí, cuatro monos que vivían en paz, felices y en armonía con la naturaleza. ¿Y qué ocurrió entonces? Si quiere historia yo le daré historia. Un día, uno de los monos descubrió que era más fuerte que los demás. Al principio el mono fortachón se conformó con reservar para sí la mona más mona; los demás no debieron permitirlo, pero como todos se consolaban de un modo u otro el asunto se pudo sobrellevar. Pero otro día, aquel monaco decidió que le llamaran “majestad”, decretó que los árboles eran suyos y ordenó que le sirvieran los plátanos mientras él cohabitaba con su preciosa mona. ¿Más historia? Ahí va. Otros monos, envidiosos de los privilegios del monaco, trataron de disputarle la jefatura, y al no conseguirlo huyeron de la manada, formaron otras y se proclamaron a sí mismos majestades. Pero la cosa no quedó ahí. Apareció entonces el mono espiritual, predicando a diestra y siniestra la existencia de un supermono celestial, dueño y señor del destino de todos, cuya voluntad él mismo podía leer en las estrellas del firmamento. Y aquí es donde se montó el pollo. Sus majestades trazaron líneas y fronteras, y asesorados por el mono lector de estrellas, se abalanzaron los unos contra los otros, sembrando la muerte, la destrucción y el caos. Desde entonces y hasta ahora. Esa es la historia de su humanidad. Este es el patrimonio que usted pretende homenajear.
- Pura demagogia –señaló Narciso- Desprecia usted a la inteligencia, que nos distingue de los animales.
- Se equivoca amigo Severo, no es la inteligencia la que nos hace diferentes. Fíjese, hace siglos que la ciencia, esa niña insolente y lenguaraz, insiste en que no hay mayor diferencia entre un hombre y un ratón. Y sin embargo nosotros no podíamos pasar sin clasificar nuestros culos, graduándolos en magníficos, excelentísimos o ilustrísimos, siguiendo criterios que no entiende ni Dios; y cometemos grave irreverencia si al culo de usía le tratamos de señoría o al de vuecencia de reverendísimo. Hasta el garrote, artilugio para desnucar cuya invención sí nos distingue, lo hemos escalonado en noble, ordinario y vil.
- Pero por Dios, caballeros, –intercedió Mezquita- sólo se trata de un certamen literario.
- Dotado eso sí, con treinta mil euros –dije yo.
Narciso Severo se infló de orgullo.
- Este primer certamen es una experiencia piloto. La idea es convertir el certamen en un referente nacional; vamos, como el premio Torrevieja o el Planeta. Si responde a las expectativas yo mismo presentaré la iniciativa de elevar la dotación a sesenta mil euros para la próxima edición.
- Pues es una pena que no lo haya pensado antes –dijo Mezquita-, porque estoy convencido de ganar.
- Bien muchacho, me gusta ese espíritu.
- Yo desconfío de este tipo de eventos –apuntó Justiniano-. Suele ocurrir que el premio está decidido de antemano. Seguro que se presenta alguien a quien hay que cumplimentar.
- ¡Pero cómo se atreve usted a insinuar algo así! –el alcalde afectó dignidad- Yo mismo garantizo la transparencia del certamen. Fíjese que el jurado aún no ha sido designado; está pendiente de cierta sorpresita que tengo reservada.
- Venga hombre –dijo Justiniano- no venga ahora con secretitos.
- No puedo decirlo hasta que el pleno lo apruebe, pero le adelanto que se trata de una iniciativa que reportará buenos beneficios a la ciudad.
Dicho esto consultó su reloj, terminó su güisqui, y se contempló en el espejo que había tras la barra.
- Ya se me hace tarde –dijo sin apartar su mirada del espejo-, más que desanimar al muchacho sería mejor que le diera algún consejo. Aunque usted domina más la lengua que la pluma, sin duda es persona experimentada.
- Es cierto don Justiniano –confirmó Mezquita- Aconséjeme usted.
- Concéntrate en los tornillos –le espetó Justiniano.
- Por favor –suplicó Mezquita.
Justiniano apuró su copa y prosiguió.
- ¿La has escrito en Valenciano?
- No.
- Pues ahí va mi consejo: tradúcela. El valenciano está de moda. Ante la duda, el jurado se decantará por el valenciano. Queda elegante y autonómico. Hazme caso; si quieres tener alguna oportunidad tradúcela al valenciano.
Don Narciso Severo ya no pudo replicar porque se había marchado, y Mezquita no encontraba sino inconvenientes en el consejo.
- Pero si no tengo puta idea de valenciano.
- Pues la mandas traducir.
- Lo que faltaba. Para dispendios estoy.
- ¡Qué! ¿Andamos secos eh? –Justiniano hizo un gesto a Paquito para que nos sirviera otras dos cañas-.
- Para qué decirle. Tres meses sin cobrar un duro. Mi padre me somete a una disciplina que ni Pol Pot. Por no tener, no tengo ni para presentar la novela.
- ¿Tan caro resulta?
- No, si no es la novela, es que las bases del certamen exigen no tener deudas con el Ayuntamiento, y yo tengo una multa de 60 euros por aparcar la vespa en la Plaza Mayor.
- ¿Sesenta euros? –rió Justiniano- ¿No fue esa la multa que le pusieron a un diputado por llamar puta a una diputada?
- Pues ya ve usted; y ahora con recargo ya son setenta y cinco. El caso es que entre pagar la multa, la tinta de la impresora, las fotocopias y la encuadernación calculo que unos doscientos euros. ¿Qué cree usted que me puede constar el traductor?
- Puf,- bufó Justiniano- ¿Alguien con el mitjá?, no menos de trescientos del ala.
- Pues ya vamos por quinientos.
- Llégate hasta mil y liquidas la puita –intervino Paquito el Tonto dándole al trapo de secar.
- Pues sí –confirmó Mezquita- a bote pronto, como mil euros. Y yo más seco que un bacalao. Quizá usted don Justiniano podría descolgarse con una ayudita.
- Adelante muchacho, pide cuanto quieras; sé negarme con educación. Y cambia esa cara, no voy a sentir compasión; ya sabes que repugno cualquier sentimiento humano.
- Parece más bien filosofía de roñoso.
- Puede; pero así no tengo enemigos, que casi siempre nacen de dar y no devolver. ¿Por qué crees que tú que los matrimonios se van al garete? Pero bueno, qué pasa con tu sueldo. ¿Acaso no te pagan?
- Pagar lo que es pagar, pues no. Digamos que se hacen cargo de mi manutención. Eso sí, a precio de hotel.
- Siempre la mezquindad del ser humano – aseveró Justiniano.
Pareció entonces reflexionar y rebuscó por entre el bolsillo interior de su chaqueta, extrajo una tarjeta de visita y la alargó a Mezquita-. Escucha muchacho, tal vez aquí te puedan ayudar.
Mezquita la leyó.
- ¿Quién es?
- El Disciplinas, digamos que una especie de hombre de negocios. Presta dinero y no exige demasiadas garantías.
- Eso no es posible –advertí yo mosqueado-. Nadie presta así al tuntún.
- El Disciplinas sí; por eso tienen tanto éxito. En cuestión de garantías no hay banco, caja ni empresa de dinero rápido que iguale sus condiciones. Pero, ojo, no os engañéis, el Disciplinas siempre se asegura la devolución del capital con sus sabrosos intereses.
- Ya –adiviné- un prestamista mafioso. Dígame, ¿qué hace para cobrar? ¿rompe dedos y cosas así?
- ¿Y qué importan sus métodos? –subrayó don Justiniano-. La cantidad que necesitáis es pequeña, y si realmente la pensáis devolver no veo mayor problema. Además, el Disciplinas no rompe dedos.
Mezquita contempló largamente aquella tarjetita de cartón
- Iremos –dijo al fin.



Continuará…..

Texto agregado el 19-06-2009, y leído por 73 visitantes. (0 votos)


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