TU COMUNIDAD DE CUENTOS EN INTERNET
Noticias Foro Mesa Azul

Inicio / Cuenteros Locales / bibliofilo / Un mundo feliz

[C:413011]


UN MUNDO FELIZ




ALDOUS HUXLEY





Noticia del autor: Escritor inglés. (1894-1963). Combina la vena satírica y la crítica del progreso científico descontrolado. Otras obras: Los escándalos de Crome (1921), Ciego en Gaza (1936), Mono y esencia (1948). Un mundo feliz fue publicado por 1° vez en 1932.


PRÓLOGO

El remordimiento crónico, y en eso están de acuerdo todos los moralistas, es un sentimiento sumamente indeseable. Si has actuado mal, arrepentite, enmendá tus yerros en lo posible y encaminá tus esfuerzos a la tarea de portarte mejor la próxima vez. Pero de ninguna manera tenés que entregarte a una morosa meditación sobre tus faltas. Revolcarse en el fango no es la mejor manera de limpiarse.
También el arte tiene su moral, y muchas de las reglas de esta moral son las mismas que las de la ética corriente, o al menos análogas a ellas. El remordimiento, por ejemplo, es tan indeseable en relación con nuestra creación artística como en relación con las malas acciones. En el futuro, la maldad debe ser perseguida, reconocida, y, en lo posible, evitada. Llorar sobre los errores literarios de veinte años atrás, intentar enmendar una obra fallida para darle la perfección que no logró en su primera ejecución, perder los años de la madurez en el intento de corregir los pecados artísticos cometidos y legados por esta persona ajena que fue uno mismo en la juventud, todo eso, sin duda, es vano y fútil. De aquí que este nuevo UN MUNDO FELIZ sea exactamente igual al viejo. Sus defectos como obra de arte son considerables; mas para corregirlos debería haber vuelto a escribir el libro, y al hacerlo, como un hombre mayor, como otra persona que soy, probablemente hubiese soslayado no sólo algunas de las faltas de la obra, sino también algunos de los méritos que poseyera originalmente. Así, resistiéndome a la tentación de revolcarme en los remordimientos artísticos, prefiero dejar tal como está lo bueno y lo malo del libro y pensar en otra cosa.
Sin embargo, creo que sí merece la pena, al menos, citar el defecto más grave de la novela, que es el siguiente. Al Salvaje se le ofrecen sólo dos alternativas: una vida insensata en Utopía, o la vida de un primitivo en un poblado indio, una vida más humana en algunos aspectos, pero en otros casi igualmente extravagante y anormal. En la época en que este libro fue escrito, esta idea de que a los hombres se les ofrece el libre albedrío para elegir entre la locura de una parte y la insanía de otra, se me antojaba divertida y la consideraba como posiblemente cierta. Sin embargo, en atención a los efectos dramáticos, a menudo se permite al Salvaje hablar más racionalmente de lo que su educación entre los miembros practicantes de una religión, que es una mezcla del culto a la fertilidad y de la ferocidad de los Penitentes, le hubiese permitido hacerlo en realidad. Ni siquiera su conocimiento de Shakespeare basta para justificar sus expresiones. Y al final, naturalmente, se les hace abandonar la cordura, su Penitentismo nativo recobra la autoridad sobre él, y el Salvaje acaba en una autotortura de maniático y un suicidio de desesperación. Y así, después de todo, murieron miserablemente, con gran satisfacción por parte del divertido y pirrónico esteta que era el autor de la fábula.
Actualmente no siento deseos de demostrar que la cordura es imposible. Por el contrario, aunque sigo estando no menos tristemente seguro de que en el pasado la cordura es un fenómeno muy raro, estoy convencido de que cabe alcanzarla y me gustaría verla en acción más a menudo. Por haberlo dicho en varios libros míos recientes, y, sobre todo, por haber compilado una antología de lo que los cuerdos han dicho sobre la cordura y sobre los medios por los cuales puede lograrse, un eminente crítico académico ha dicho de mí que constituyo un triste síntoma del fracaso de una clase intelectual en tiempos de crisis. Supongo que eso implica que el profesor y sus colegas constituyen otros tantos alegres síntomas de éxito. Los bienhechores de la humanidad merecen ser honrados y recordados perpetuamente. Construyamos un Panteón para profesores. Podríamos levantarlo entre las ruinas de una de las ciudades destruidas de Europa o el Japón; sobre la entrada del osario yo colocaría una inscripción, en letras de dos metros de altura, con estas simples palabras: Consagrado a la memoria de los Educadores del Mundo. Su MONUMENTUM REQUIRIS CIRCUMSPICE.
Pero volviendo al futuro... Si ahora tuviera que volver a escribir este libro, ofrecería al Salvaje una tercera alternativa. Entre los cuernos utópico y primitivo de este dilema, yacería la posibilidad de la cordura, una posibilidad ya realizada, hasta cierto punto, en una comunidad de desterrados o refugiados del MUNDO FELIZ, que viviría en una especie de Reserva. En esta comunidad, la economía sería descentralizada y al estilo de Henry George, y la política kropotkiniana y cooperativista. La ciencia y la tecnología serían empleadas como si, lo mismo que el Sabbath, hubiesen sido creadas para el hombre, y no (como en la actualidad) el hombre debiera adaptarse y esclavizarse a ellas. La religión sería la búsqueda consciente e inteligente del Fin último del hombre, el conocimiento unitivo del Tao o Logos inmanente, la trascendente Divinidad de Brahma. Y la filosofía de la vida que prevalecería sería una especie de Alto Utilitarismo, en el cual el principio de la Máxima Felicidad sería supeditado al principio del Fin último, de modo que la primera pregunta a formular y contestar en toda contingencia de la vida sería: ¿hasta qué punto este pensamiento o esta acción contribuye o se interfiere con el logro, por mi parte y por parte del mayor número posible de otros Individuos, del Fin último del hombre?
Educado entre los primitivos, el Salvaje (en esta hipotética nueva versión del libro) no sería trasladado a Utopía hasta después de que hubiese tenido oportunidad de adquirir algún conocimiento de primera mano acerca de la naturaleza de una sociedad compuesta de individuos que cooperan libremente, consagrados al logro de la cordura. Con estos cambios, UN MUNDO FELIZ poseería una perfección artística y (si cabe emplear una palabra tan trascendente en relación con una obra de ficción) filosófica, de la cual, en su forma actual, evidentemente carece.
Pero UN MUNDO FELIZ es un libro acerca del futuro, y, aparte sus cualidades artísticas o filosóficas, un libro sobre el futuro puede interesarnos solamente si sus profecías parecen destinadas, verosímilmente, a realizarse. Desde nuestro punto de vista actual, quince años más abajo en el plano inclinado de la historia moderna, ¿hasta qué punto parecen plausibles sus pronósticos? ¿Qué ha pasado en este doloroso intervalo que confirme o invalide las previsiones de 1931?
Inmediatamente se nos revela un gran y obvio fallo de previsión. UN MUNDO FELIZ no contiene referencia alguna a la fisión nuclear. Y, realmente, es raro que no la contenga; porque las posibilidades de la energía atómica ya eran tema de conversaciones populares algunos años antes de que este libro fuese escrito. Incluso mi viejo amigo Robert Nichols había escrito una comedia de éxito sobre el tema, y me acuerdo que también yo lo había mencionado en una narración publicada antes de 1930. Así, entonces, como decía, es muy raro que los cohetes y helicópteros del siglo VII de Nuestro Ford no sean movidos por núcleos desintegrados. Este fallo no puede excusarse; pero sí cabe explicarlo fácilmente. El tema de UN MUNDO FELIZ no es el progreso de la ciencia en cuanto afecta a los individuos humanos. Los logros de la física, la química y la mecánica se dan, tácitamente, por sobrentendidos. Los únicos progresos científicos que se describen específicamente son los que entrañan la aplicación a los seres humanos de los resultados de la futura investigación en biología, psicología y fisiología. La liberación de la energía atómica constituye una gran revolución en la historia humana, pero no es (a menos que nos volemos a nosotros mismos en pedazos poniendo así punto final a la historia) la última revolución ni la más profunda.
Esta revolución realmente revolucionaria deberá lograrse, no en el mundo externo, sino en las almas y en la carne de los seres humanos. Viviendo como vivió en un período revolucionario, el marqués de Sade hizo uso con gran naturalidad de esta teoría de las revoluciones con el fin de racionalizar su forma peculiar de insanía. Robespierre había logrado la forma más superficial de revolución: la política. Yendo un poco más lejos, Babeuf había intentado la revolución económica. Sade se consideraba a sí mismo como el apóstol de la revolución auténticamente revolucionaria, más allá de la mera política y de la economía, la revolución de los hombres, las mujeres y los niños individuales, cuyos cuerpos debían en adelante pasar a ser propiedad sexual común de todos, y cuyas mentes debían ser lavadas de todo pudor natural, de todas las inhibiciones, laboriosamente adquiridas, de la civilización tradicional. Entre sadismo y revolución realmente revolucionaria no hay, naturalmente, una conexión necesaria o inevitable. Sade era un loco, y la meta más o menos consciente de su revolución eran el caos y la destrucción universales. Las personas que gobiernan el Mundo feliz pueden no ser cuerdas (en lo que podríamos llamar el sentido absoluto de la palabra), pero no son locos de atar, y su meta no es el caos, sino la estabilidad social. Para lograr esta estabilidad llevan a cabo, por medios científicos, la revolución final, personal, realmente revolucionaria.
En la actualidad nos encontramos en la primera fase de lo que posiblemente sea la penúltima revolución. Su próxima fase puede ser la guerra atómica, en cuyo caso no vale la pena de que nos preocupemos por las profecías sobre el futuro. Pero cabe en lo posible que tengamos la cordura suficiente, si no para dejar de luchar unos con otros, al menos para comportarnos tan racionalmente como lo hicieron nuestros antepasados del siglo XVIII. Los horrores inimaginables de la Guerra de los Treinta Años enseñaron realmente una lección a los hombres, y durante más de cien años los políticos y generales de Europa resistieron conscientemente la tentación de emplear sus recursos militares hasta los límites de la destrucción o (en la mayoría de los casos) para seguir luchando hasta la total aniquilación del enemigo. Hubo agresores, desde luego, ávidos de provecho y de gloria; pero también hubo conservadores, decididos a toda costa a conservar intacto su mundo. Durante los últimos treinta años no ha habido conservadores; sólo ha habido radicales nacionalistas de derecha y radicales nacionalistas de izquierda.
El último hombre de Estado conservador fue el quinto marqués de Lansdowne; y cuando escribió una carta a The Times sugiriendo que la Primera Guerra Mundial debía terminar con un compromiso, como habían terminado la mayoría de las guerras del siglo XVIII, el director de aquel diario, otrora conservador, se negó a publicarla. Los radicales nacionalistas no salieron con la suya, con las consecuencias que todos conocemos: bolchevismo, fascismo, inflación, depresión, Hitler, la Segunda Guerra Mundial, la ruina de Europa y todos los males imaginables menos el hambre universal.
Suponiendo entonces, que seamos capaces de aprender tanto de Hiroshima como nuestros antepasados de Magdeburgo, podemos esperar un período, no de paz, ciertamente, pero sí de guerra limitada y sólo parcialmente ruinosa. Durante este período cabe suponer que la energía nuclear estará sujeta al yugo de los usos industriales. El resultado de eso será, es muy evidente, una serie de cambios económicos y sociales sin precedentes en cuanto a su rapidez y radicalismo. Todas las formas de vida humana actuales estarán periclitadas y será preciso improvisar otras nuevas formas adecuadas al hecho -no humano- de la energía atómica. Procusto moderno, el científico nuclear preparará el lecho en el cual deberá yacer la Humanidad; y si la Humanidad no se adapta al mismo..., bueno, será una pena para la Humanidad. Habrá que forcejear un poco y practicar alguna amputación, la misma clase de forcejeos y de amputaciones que se están produciendo desde que la ciencia aplicada se lanzó a Ia carrera; sólo que esta vez, serán mucho más drásticos que en el pasado. Estas operaciones, muy lejos de ser indoloras, serán dirigidas por gobiernos totalitarios sumamente centralizados. Será inevitable; porque el futuro inmediato es probable que se parezca al pasado inmediato, y en el pasado inmediato los rápidos cambios tecnológicos, que se produjeron en una economía de producción masiva y entre una población predominantemente no propietaria, han tendido siempre a producir un confusionismo social y económico. Para luchar contra la confusión el poder ha sido centralizado y se han incrementado las prerrogativas del Gobierno. Es probable que todos los gobiernos del mundo sean más o menos enteramente totalitarios, aun antes de que se logre domesticar la energía atómica; y parece casi seguro que lo serán durante el progreso de domesticación de dicha energía y después del mismo.
Desde luego, no hay razón alguna para que el nuevo totalitarismo se parezca al antiguo. El Gobierno, por medio de palos y patrullas de ejecución, hambre artificialmente provocada, encarcelamientos en masa y deportación también en masa no es solamente inhumano (a nadie, hoy en día, le importa demasiado este hecho); se ha comprobado que es ineficaz, y en una época de tecnología avanzada la ineficacia es un pecado contra el Espíritu Santo. Un Estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar una población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna por cuanto amarían su servidumbre. Inducirles a amarla es la tarea asignada en los actuales estados totalitarios a los Ministerios de Propaganda, los directores de los diarios y los maestros de escuela. Pero sus métodos todavía son toscos y acientíficos. La antigua afirmación de los jesuitas, según los cuales si se encargaban de la educación del niño podían responder de las opiniones religiosas del hombre, fue dictada más por el deseo que por la realidad de los hechos. Y el pedagogo moderno probablemente es menos eficiente en cuanto a condicionar los reflejos de sus alumnos de lo que lo fueron los reverendos padres que educaron a Voltaire. Los mayores triunfos de la propaganda se han logrado, no haciendo algo, sino impidiendo que ese algo se haga. Grande es la verdad, pero más grande todavía, desde un punto de vista práctico, el silencio sobre la verdad. Por el simple procedimiento de no mencionar ciertos temas, de bajar lo que el Sr. Churchill llama un telón de acero entre las masas y los hechos o argumentos que los jefes políticos consideran indeseables, la propaganda totalitarista ha influido en la opinión de manera mucho más eficaz de lo que lo hubiese conseguido mediante las más elocuentes denuncias y las más convincentes refutaciones lógicas. Pero el silencio no basta. Si se quiere evitar la persecución, la liquidación y otros síntomas de fricción social, es preciso que los aspectos positivos de la propaganda sean tan eficaces como los negativos. Los más importantes Proyectos Manhattan del futuro serán vastas encuestas patrocinadas por los gobiernos sobre lo que los políticos y los científicos que intervendrán en ellas llamarán el problema de la felicidad; en otras palabras, el problema de lograr que la gente ame su servidumbre. Sin seguridad económica, el amor a la servidumbre no puede llegar a existir; en aras a la brevedad, doy por sentado resolver el problema de la seguridad permanente. Pero la seguridad tiende muy rápidamente a darse por sentada. Su logro es una revolución meramente superficial, externa. El amor a la servidumbre sólo puede lograrse como resultado de una revolución profunda, personal, en las mentes y los cuerpos humanos. Para llevar a cabo esta revolución necesitamos, entre otras cosas, los siguientes descubrimientos e inventos. En primer lugar, una técnica mucho más avanzada de la sugestión, mediante el condicionamiento de los niños y, más adelante, con la ayuda de drogas, tales como la escopolamina. En segundo lugar, una ciencia, plenamente desarrollada, de las diferencias humanas, que permita a los dirigentes gubernamentales destinar a cada individuo su lugar adecuado en la jerarquía social y económica. (Las clavijas redondas en agujeros cuadrados tienden a alimentar pensamientos peligrosos sobre el sistema social y a contagiar su descontento a los demás.) En tercer lugar (ya que la realidad, por utópica que sea, es algo de lo cual la gente siente la necesidad de tomarse frecuentes vacaciones), un sustitutivo para el alcohol y los demás narcóticos, algo que sea al mismo tiempo menos dañino y más placentero que la ginebra o la heroína. Y finalmente (aunque éste sería un proyecto a largo plazo, que exigiría generaciones de dominio totalitario para llegar a una conclusión satisfactoria), un sistema de eugenesia a prueba de tontos, destinado a estandardizar el producto humano y a facilitar así la tarea de los dirigentes. En UN MUNDO FELIZ esta uniformización del producto humano ha sido llevada a un extremo fantástico, aunque tal vez no imposible. Técnica e ideológicamente, todavía estamos muy lejos de los bebés embotellados y los grupos de Bokanovsky de adultos con inteligencia infantil. Pero por los alrededores del año 600 de la Era Fordiana, ¿quién sabe qué puede pasar? En cuanto a los restantes rasgos característicos de este mundo más feliz y más estable -los equivalentes del soma, la hipnopedia y el sistema científico de castas-, probablemente no estén más que a tres o cuatro generaciones de distancia. Ya hay algunas ciudades norteamericanas en las cuales el número de divorcios iguala al número de bodas. Dentro de pocos años, sin ninguna duda, las licencias de matrimonio se expenderán como las licencias para perros, con validez sólo para un período de doce meses, y sin ninguna ley que impida cambiar de perro o tener más de un animal a la vez. A medida que la libertad política y económica disminuye, la libertad sexual tiende, en compensación, a aumentar. Y el dictador (a menos que necesite carne de cañón o familias con las cuales colonizar territorios desiertos o conquistados) hará bien en favorecer esta libertad. En colaboración con la libertad de soñar despiertos bajo la influencia de los narcóticos, del cine y de la radio, la libertad sexual ayudará a reconciliar a sus súbditos con la servidumbre que es su destino.
Sopesándolo todo bien, parece como si la Utopía estuviera más cerca de nosotros de lo que nadie hubiese podido imaginar hace sólo quince años. Entonces, la situé para dentro de seiscientos años en el futuro. Hoy parece posible que tal horror se implante entre nosotros en el plazo de un solo siglo. Es decir, en el supuesto caso de que sepamos reprimir nuestros impulsos de destruirnos en pedazos mientras tanto. Ciertamente, a menos que nos decidamos a descentralizar y emplear la ciencia aplicada, no como un fin para el cual los seres humanos deben ser tenidos como medios, sino como el medio para producir una raza de individuos libres, sólo podremos elegir entre dos alternativas: o cierto número de totalitarismos nacionales, militarizados, que tendrán sus raíces en el terror que suscita la bomba atómica, y, en consecuencia, la destrucción de la civilización (o, si la guerra es limitada, la perpetuación del militarismo); o bien un solo totalitarismo supranacional cuya existencia sería provocada por el caos social que resultaría del rápido progreso tecnológico en general y la revolución atómica en particular, que se desarrollaría, a causa de la necesidad de eficiencia y estabilidad, hasta convertirse en la benéfica tiranía de la Utopía. Usted es quien paga con su dinero, y puede elegir a su gusto.

CAPITULO I
Un edificio gris, achaparrado, de sólo treinta y cuatro pisos. Encima de la entrada principal las palabras: Centro de Incubación y Condicionamiento de la Central de Londres, y, en un escudo, la divisa del Estado Mundial: Comunidad, Identidad, Estabilidad.
La enorme sala de la planta baja estaba orientada hacia el norte. Fría a pesar del verano que reinaba en el exterior y del calor tropical de la sala, una luz cruda y pálida brillaba a través de las ventanas buscando ávidamente alguna yacente figura amortajada, alguna pálida forma de académica carne de gallina, sin encontrar más que el cristal, el níquel y la brillante porcelana de un laboratorio. El invierno se ajustaba al invierno. Las batas de los trabajadores eran blancas, y éstos llevaban las manos embutidas en guantes de goma de un color pálido, como de cadáver. La luz era helada, muerta, fantasmal. Sólo de los amarillos tambores de los microscopios lograba arrancar cierta calidad de vida, deslizándose a lo largo de los tubos y formando una dilatada procesión de trazos luminosos que seguían la larga perspectiva de las mesas de trabajo.
-Y ésta -dijo el director, abriendo la puerta- es la Sala de Fecundación.
Cuando el director de Incubación y Condicionamiento entró en la sala, trescientos Fecundadores estaban metidos en su trabajo, inclinados sobre sus instrumentos, sumidos en un absoluto silencio, sólo interrumpido por el distraído tarareo o silbido solitario de quien se encuentra concentrado y abstraído en su labor. Un grupo de estudiantes recién ingresados, muy jóvenes, rubicundos e imberbes, seguía con excitación, casi abyectamente, al director, pisándole los talones. Cada uno de ellos llevaba un bloc de notas en el cual, cada vez que el gran hombre hablaba, garrapateaba desesperadamente. Directamente de labios de la ciencia personificada. Era un raro privilegio. El D.I.C. de la Central de Londres siempre tenía un gran interés en acompañar personalmente a los nuevos alumnos a visitar los diversos departamentos.
-Sólo para darles una idea general -les explicaba.
Porque, por supuesto, alguna especie de idea general tenían que tener si iban a llevar a cabo su tarea inteligentemente; pero no demasiado grande si iban a ser buenos y felices miembros de la sociedad, en lo posible. Porque los detalles, como todos sabemos, conducen a la virtud y la felicidad, en tanto que las generalidades son intelectualmente males necesarios. No son los filósofos, sino los que se dedican a la ebanistería y los coleccionistas de estampillas los que constituyen la columna vertebral de la sociedad.
-Mañana -agregó, sonriéndoles con campechanía un tanto amenazadora- van a empezar a trabajar en serio. Y entonces no van a tener tiempo para generalidades. Mientras tanto...
Mientras tanto, era un privilegio. Directamente de los labios de la ciencia personificada al bloc de notas. Los chicos garabateaban como locos.
Alto y más bien delgado, muy erguido, el director entró en la sala. Tenía el mentón largo y saliente, y dientes más bien prominentes, apenas cubiertos, cuando no hablaba, por gruesos labios de curvas floreadas. ¿Viejo? ¿Joven? ¿Treinta? ¿Cincuenta? ¿Cincuenta y cinco? Hubiera sido difícil decirlo. En cualquier caso la cuestión no llegaba ni siquiera a plantearse; en ese año de estabilidad, el 632 después de Ford, a nadie se le hubiera ocurrido preguntarlo.
-Voy a empezar por el principio -dijo el director.
Y los más celosos estudiantes anotaron la intención del director en sus blocs de notas: empieza por el principio.
-Esto -siguió el director, con un movimiento de la mano- son las incubadoras.
Y abriendo una puerta aislante les enseñó hileras y más hileras de tubos de ensayo numerados-. La provisión semanal de óvulos -explicó-. Conservados a la temperatura de la sangre; en tanto que los gametos masculinos -y al decir esto abrió otra puerta- deben ser conservados a treinta y cinco grados de temperatura en lugar de treinta y siete.
La temperatura de la sangre esteriliza.
Los carneros envueltos en termógeno no engendran corderos.
Sin dejar de apoyarse en las incubadoras, el director ofreció a los nuevos alumnos, mientras los lápices corrían ilegiblemente por las páginas, una breve descripción del moderno proceso de fecundación. Primero habló, naturalmente, de sus prolegómenos quirúrgicos, la operación voluntariamente sufrida para el bien de la Sociedad, aparte del hecho de que entraña una prima equivalente al salario de seis meses; siguió con unas notas sobre la técnica de conservación de los ovarios extirpados de forma que se conserven en vida y se desarrollen activamente; pasó a hacer algunas consideraciones sobre la temperatura, salinidad y viscosidad óptimas; prendidos y maduros; y, acompañando a sus alumnos a las mesas de trabajo, les enseñó en la práctica cómo se sacaba aquel licor de los tubos de ensayo; cómo se vertía, gota a gota, sobre placas de microscopio especialmente templadas; cómo los óvulos que contenía eran inspeccionados en busca de posibles anormalidades, contados y trasladados a un recipiente poroso; cómo (y para eso los llevó al lugar donde se realizaba la operación) este recipiente era sumergido en un caldo caliente que contenía espermatozoos en libertad, a una concentración mínima de cien mil por centímetro cúbico, como recalcó con insistencia; y cómo, al cabo de diez minutos, el recipiente era extraído del caldo y su contenido volvía a ser examinado; cómo, si algunos de los óvulos seguían sin fertilizar, era sumergido de nuevo, y, en caso necesario, una tercera vez; cómo los óvulos fecundados volvían a las incubadoras, donde los Alfas y los Betas permanecían hasta que eran definitivamente embotellados, en tanto que los Gammas, Deltas y Epsilones eran retirados al final de sólo treinta y seis horas, para ser sometidos al método de Bokanovsky.
-El método de Bokanovsky -repitió el director.
Y los estudiantes subrayaron estas palabras.
Un óvulo, un embrión, un adulto: la normalidad. Pero un óvulo bokanovskificado prolifera, se subdivide. De ocho a noventa y seis brotes, y cada brote llegará a formar un embrión perfectamente constituido y cada embrión se convertirá en un adulto normal. Una producción de noventa y seis seres humanos donde antes sólo se conseguía uno. Progreso.
-En esencia -concluyó el D. I. C.-, la bokanovskificación consiste en una serie de interrupciones del desarrollo. Controlamos el crecimiento normal, y paradójicamente, el óvulo reacciona echando brotes.
Reacciona echando brotes. Los lápices corrían.
El director señaló a un costado. En una ancha cinta que se movía con gran lentitud, un portatubos enteramente cargado se metía en una enorme caja de metal, de cuyo extremo emergía otro portatubos igualmente repleto. El mecanismo producía un débil zumbido. El director explicó que los tubos de ensayo tardaban ocho minutos en atravesar esa cámara metálica. Ocho minutos de rayos X era lo máximo que los óvulos podían soportar. Unos pocos morían; de los que quedaban, los menos aptos se dividían en dos; después a las incubadoras, donde los nuevos brotes empezaban a desarrollarse; después, al cabo de dos días, eran sometidos a un proceso de congelación y se detenía su crecimiento. Dos, cuatro, ocho, los brotes, a su vez, echaban nuevos brotes; después se les administraba una dosis casi letal de alcohol; como consecuencia de eso, volvían a subdividirse -brotes de brotes de brotes- y después se los dejaba desarrollar en paz, ya que una nueva detención en su crecimiento solía resultar fatal. Pero, a esa altura, el óvulo original se había convertido en un número de embriones que iba de ocho a noventa y seis, un prodigioso adelanto, hay que reconocerlo, con respecto a la Naturaleza. Mellizos idénticos, pero no en ridículas parejas, o de tres en tres, como en los viejos tiempos vivíparos, cuando un óvulo se escindía de vez en cuando, accidentalmente; mellizos por docenas, por veintenas a un mismo tiempo.
-Veintenas -repitió el director; y abrió los brazos como distribuyendo generosas dádivas-. Veintenas.
Pero uno de los estudiantes fue lo bastante estúpido para preguntar en qué consistía la ventaja.
-¡Pero, m’hijito! -exclamó el director, dándose vuelta bruscamente hacia él-. ¿De veras no lo comprende? ¿No puede comprenderlo? -Levantó una mano, con expresión solemne-. El Método Bokanovsky es uno de los mayores instrumentos de la estabilidad social.
Uno de los mayores instrumentos de la estabilidad social.
Hombres y mujeres estandarizados, en grupos uniformes. Todo el personal de una fábrica podía ser el producto de un solo óvulo bokanovskificado.
-¡Noventa y seis mellizos trabajando en noventa y seis máquinas idénticas! -La voz del director casi temblaba de entusiasmo-. Sabemos muy bien adónde vamos. Por primera vez en la historia. -Citó la divisa planetaria-: Comunidad, Identidad, Estabilidad. -Grandes palabras-. Si pudiéramos bokanovskificar indefinidamente, el problema estaría resuelto.
Resuelto por Gammas en serie, Deltas invariables, Epsilones uniformes. Millones de mellizos idénticos. El principio de la producción en masa aplicado, por fin, a la biología.
-Pero, desgraciadamente -agregó el director-, no podemos bokanovskificar indefinidamente.
Al parecer, noventa y seis era el límite, y setenta y dos un buen promedio. Lo más que podían hacer, a falta de poder realizar aquel ideal, era manufacturar tantos grupos de mellizos idénticos como fuese posible a partir del mismo ovario y con gametos del mismo macho. Y hasta esto era difícil.
-Porque, por vías naturales, se necesitan treinta años para que doscientos óvulos alcancen la madurez. Pero nuestra tarea consiste en estabilizar la población en este momento, aquí y ahora. ¿De qué nos serviría producir mellizos con cuentagotas a lo largo de un cuarto de siglo?
Evidentemente, de nada. Pero la técnica de Podsnap había acelerado inmensamente el proceso de la maduración. Ahora se podía tener la seguridad de conseguir como mínimo ciento cincuenta óvulos maduros en dos años. Fecundación y bokanovskificación -es decir, multiplicación por setenta y dos-, aseguraban una producción media de casi once mil hermanos y hermanas en ciento cincuenta grupos de mellizos idénticos; y todo eso en el plazo de dos años.
-Y, en casos excepcionales, podemos lograr que un solo ovario produzca más de quince mil individuos adultos.
Dándose vuelta hacia un joven rubio y colorado que en ese momento pasaba por ahí, lo llamó:
-Sr. Foster. ¿Puede decimos cuál es el récord de un solo ovario, Sr. Foster?
-Dieciséis mil doce en este Centro –contestó el Sr. Foster sin dudar. Hablaba con gran rapidez, tenía unos ojos azules muy vivos, y era evidente que le producía un intenso placer citar cifras-. Dieciséis mil doce, en ciento ochenta y nueve grupos de mellizos idénticos. Pero, por supuesto, se ha conseguido mucho más -continuó atropelladamente- en algunos centros tropicales. Singapur ha producido muy seguido más de dieciséis mil quinientos; y Mombasa ha alcanzado el número de diecisiete mil. Obvio que tienen muchas ventajas sobre nosotros. ¡Deberían ver cómo reacciona un ovario de negra a la pituitaria! Es increíble, cuando uno está acostumbrado a trabajar con material europeo. Sin embargo -agregó, riendo (aunque en sus ojos brillaba el fulgor del combate y avanzaba la barbilla retadoramente)-, sin embargo, nos hemos propuesto ganarles, si podemos. Actualmente estoy trabajando en un maravilloso ovario Delta-Menos. Sólo tiene dieciocho meses de antigüedad. Ya ha producido doce mil setecientos hijos, decantados o en embrión. Y sigue fuerte. Hasta les vamos a ganar.
-¡Ése es el espíritu que me gusta! -exclamó el director; y dio unas palmadas en el hombro del Sr. Foster-. Venga con nosotros y permita a estos muchachos gozar de los beneficios de sus conocimientos de experto.
El Sr. Foster sonrió modestamente.
-Con mucho gusto -dijo.
Y siguieron la visita. En la Sala de Envasado reinaba una animación armoniosa y una actividad ordenada. Pedazos de peritoneo de cerda, ya cortados a la medida adecuada, subían disparados en pequeños ascensores, procedentes del Almacén de órganos del sótano. Un zumbido, después un chasquido, y las puertas del ascensor se abrían de golpe; el Forrador de Envases sólo tenía que estirar la mano, tomar el pedazo, meterlo en el frasco, alisarlo, y antes de que el envase debidamente forrado por el interior estuviera fuera de su alcance transportado por la cinta sin fin, un zumbido, un chasquido, y otro pedazo de peritoneo era disparado desde las profundidades, a punto para ser deslizado en el interior de otro frasco, el siguiente de la lenta procesión que la cinta transportaba.
Después de los Forradores estaban los Matriculadores. La procesión avanzaba; uno por uno, los óvulos pasaban de los tubos de ensayo a unos recipientes más grandes; diestramente, el forro de peritoneo era cortado, la mórula colocada en su lugar, la solución salina vertida... y ya el frasco había pasado y les llegaba el turno a los etiquetadores. Herencia, fecha de fertilización, grupo de Bokanovsky al que pertenecía, todos estos detalles pasaban del tubo de ensayo al frasco. Ya sin anonimato, con sus nombres a través de una abertura de la pared, hacia la Sala de Predestinación Social.
-Ochenta y ocho metros cúbicos de fichas -dijo satisfecho el Sr. Foster al entrar.
-Que contienen toda la información de interés -agregó el director.
-Puestas al día todas las mañanas.
-Y coordinadas todas las tardes.
-En las que se basan los cálculos.
-Tantos individuos, de tal y tal calidad -dijo el Sr. Foster.
-Distribuidos en tales y tales cantidades. El óptimo porcentaje de Decantación en cualquier momento dado.
-Permitiendo compensar rápidamente las pérdidas imprevistas.
-Rápidamente -repitió el Sr. Foster-. ¡Si ustedes supieran la cantidad de horas extras que tuve que trabajar después del último terremoto en Japón!
Se rió con ganas y movió la cabeza.
-Los Predestinadores mandan sus datos a los Fecundadores.
-Los que les facilitan los embriones que piden.
-Y los frascos pasan aquí para ser predestinados con precisión.
-Después de lo cual vuelven a ser enviados al Almacén de Embriones.
-Adonde vamos a pasar ahora mismo.
Y, abriendo una puerta, el Sr. Foster se encaminó hacia una escalera que bajaba al sótano.
La temperatura seguía siendo tropical. El grupo ingresó en un ambiente iluminado con una luz crepuscular. Dos puertas y un pasadizo con un doble recodo aseguraban al sótano contra toda posible infiltración de la luz.
-Los embriones son como los rollos fotográficos -dijo el Sr. Foster, festivamente al mismo tiempo que empujaba la segunda puerta-. Sólo soportan la luz roja.
Y, en efecto, la bochornosa oscuridad en medio de la cual los estudiantes ahora lo seguían era visible y escarlata como la oscuridad que se divisa con los ojos cerrados en plena tarde veraniega. Los voluminosos estantes laterales, con sus hileras interminables de botellas, brillaban como cuajados de rubíes, y entre los rubíes se movían los espectros rojos de mujeres y hombres con los ojos violáceos y todos los síntomas del lupus. El zumbido de la maquinaria llenaba débilmente los aires.
-Deles unas cuantas cifras, Sr. Foster -dijo el director, que estaba cansado de hablar.
Al Sr. Foster le encantó darles unas cuantas cifras.
Doscientos veinte metros de largo, doscientos de ancho y diez de altura. Señaló hacia arriba. Como gallinas bebiendo agua, los estudiantes levantaron los ojos hacia el elevado techo.
Tres grupos de estantes: a nivel del suelo, primera galería y segunda galería.
La telaraña metálica de las galerías se perdía a lo lejos, en todas direcciones, en la oscuridad. Cerca de ellas, tres fantasmas rojos se encontraban muy ocupados descargando damajuanas de una escalera móvil.
La escalera que procedía de la Sala de Predestinación Social.
Cada frasco podía ser colocado en uno de los quince estantes, cada uno de los cuales, aunque a simple vista no se notara, era un tren que viajaba a razón de trescientos treinta y tres milímetros por hora. Doscientos sesenta y siete días, a ocho metros diarios. Dos mil ciento treinta y seis metros en total. Una vuelta al sótano a nivel del suelo, otra en la primera galería, media en la segunda, y, la mañana del día doscientos sesenta y siete, luz del día en la Sala de Decantación. La llamada existencia independiente.
-Pero en el intervalo -concluyó el Sr. Foster- nos las hemos arreglado para hacer un montón de cosas con ellos. Ya lo creo, un montón de cosas.
-Ése es el espíritu que me gusta -volvió a decir el director-. Demos una vueltita. Cuénteselo todo usted, Sr. Foster.
Y el Sr. Foster se lo contó todo.
Les habló del embrión que se desarrollaba en su lecho de peritoneo. Les dio a probar el rico sucedáneo de la sangre con que se alimentaba. Les explicó por qué había que estimularlo con placentina y tiroxina. Les habló del extracto de corpus luteum. Les enseñó las mangueras por medio de las cuales dicho extracto era inyectado automáticamente cada doce metros, desde cero hasta 2.040. Habló de las dosis gradualmente crecientes de pituitaria administradas durante los noventa y seis metros últimos del recorrido. Describió la circulación materna artificial instalada en cada frasco, en el metro ciento doce, les enseñó el depósito de sucedáneo de la sangre, la bomba centrífuga que mantenía al líquido en movimiento por toda la placenta y lo hacía pasar a través del pulmón sintético y el filtro de los desperdicios. Contó lo de la molesta tendencia del embrión a la anemia, a las dosis masivas de extracto de estómago de cerdo y de hígado de potro fetal que, en consecuencia, tenía que administrar.
Les enseñó el sencillo mecanismo por medio del que, durante los dos últimos metros de cada ocho, todos los embriones eran sacudidos simultáneamente para que se acostumbraran al movimiento. Aludió a la gravedad del llamado trauma de la decantación y enumeró las precauciones que se tomaban para reducir al mínimo, mediante el adecuado entrenamiento del embrión envasado, ese tan peligroso shock. Les habló de las pruebas de sexo practicadas alrededor del metro doscientos. Explicó el sistema de etiquetaje: una T para los varones, un círculo para las hembras, y un signo de interrogación negro sobre fondo blanco para los destinados a hermafroditas.
-Porque, claro -dijo el Sr. Foster-, en la gran mayoría de los casos la fecundidad no es más que un estorbo. Un solo ovario fértil de cada mil doscientos sería suficiente para nuestros propósitos. Pero queremos poder elegir con comodidad. Y, claro, lo que conviene siempre es dejar un buen margen de seguridad. Por eso permitimos que hasta un treinta por ciento de embriones hembra se desarrollen normalmente. A los demás les administramos una dosis de hormona sexual femenina cada veinticuatro metros durante lo que les queda de trayecto. Resultado: son decantados como hermafroditas, completamente normales en su estructura, excepto -tuvo que reconocer- que tienen una ligera tendencia a crecerles la barba, pero estériles. Con una esterilidad garantizada. Lo que nos lleva por fin -siguió el Sr. Foster- fuera del reino de la mera imitación servil de la Naturaleza para pasar al mundo mucho más interesante de la invención humana.
Se restregó las manos. Porque, por supuesto, ellos no se limitaban meramente a incubar embriones; cualquier vaca podría hacerlo.
-También predestinamos y condicionamos. Decantamos nuestras criaturas como seres humanos socializados, como Alfas o Epsilones, como futuros poceros o futuros... -iba a decir futuros Interventores Mundiales, pero rectificando a tiempo, dijo-... futuros Directores de Incubadoras.
El director agradeció el cumplido con una sonrisa.
En ese momento pasaban por el metro 320 del Estante nº 11. Un joven Beta-Menos, un mecánico, estaba ocupado con un destornillador y una llave inglesa, trabajando en la bomba de sucedáneo de la sangre de una botella que pasaba. Cuando dio vuelta a las tuercas, el zumbido del motor eléctrico se hizo un poco más grave. Bajó todavía más, y un poco más. , Otra vuelta a la llave inglesa, una mirada al contador de revoluciones, y terminó con su tarea. El hombre retrocedió dos pasos en la hilera y empezó el mismo proceso en la bomba del siguiente frasco.
-Está reduciendo el número de revoluciones por minuto -explicó el Sr. Foster-. El sucedáneo circula más despacio; por lo tanto, pasa por el pulmón a intervalos más largos; en consecuencia, aporta menos oxígeno al embrión. No hay nada como la escasez de oxígeno para mantener a un embrión por debajo de lo normal.
Y volvió a restregarse las manos.
-¿Y para qué quieren mantener a un embrión por debajo de lo normal? -preguntó un ingenuo estudiante.
-¡Estúpido! -exclamó el director, rompiendo un largo silencio-. ¿No se le ha ocurrido pensar que un embrión de Epsilon debe tener un ambiente Epsilon y también una herencia Epsilon?
Evidentemente, no se le había ocurrido. Quedó avergonzado.
-Cuanto más baja es la casta -dijo el Sr. Foster-, menos debe faltar el oxígeno. El primer órgano afectado es el cerebro. Después el esqueleto. Al setenta por ciento del oxígeno normal se consiguen enanos. A menos del setenta, engendros sin ojos. Que no sirven para nada -concluyó el Sr. Foster.
En cambio (y su voz tomó un tono confidencial y excitado), si lograran descubrir una técnica para acortar el período de maduración, ¡qué gran triunfo, qué gran beneficio para la sociedad!
-Piensen en el caballo -dijo.
Los alumnos pensaron en el caballo.
El caballo alcanza la madurez a los seis años; el elefante, a los diez. En tanto que el hombre, a los trece años todavía no está sexualmente maduro, y sólo a los veinte alcanza el pleno conocimiento. De ahí la inteligencia humana, fruto de este desarrollo retardado.
-Pero en los Epsilones -dijo el Sr. Foster, muy acertadamente- no necesitamos inteligencia humana.
No la necesitaban, y no la fabricaban. Pero, aunque la mente de un Epsilon alcanzaba la madurez a los diez años, el cuerpo del Epsilon no era apto para el trabajo hasta los dieciocho. Largos años de inmadurez superflua y perdida. Si el desarrollo físico pudiera acelerarse hasta que fuera tan rápido, digamos, como el de una vaca, ¡qué enorme ahorro para la comunidad!
-¡Enorme! -murmuraron los estudiantes.
El entusiasmo del Sr. Foster era contagioso.
Después se puso más técnico; habló de una coordinación endocrina anormal que era la causa de que los hombres crecieran tan lento, y sostuvo que esta anormalidad se debía a una mutación germinal. ¿Cabía destruir los efectos de esta mutación germinal? ¿Cabía devolver al individuo Epsilon, mediante una técnica adecuada, a la normalidad de los perros y de las vacas? Ese era el problema.
Pilkinton, en Mombasa, había producido individuos sexualmente maduros a los cuatro años y completamente crecidos a los seis y medio. Un triunfo científico. Pero socialmente inútil. Los hombres y las mujeres de seis años eran demasiado estúpidos, hasta para hacer el trabajo de un Epsilon.
Y el método era de los del tipo todo o nada; o no se lograba modificación alguna, o tal modificación era en todos los sentidos. Todavía estaban luchando por encontrar el compromiso ideal entre adultos de veinte años y adultos de seis. Y hasta el momento sin éxito.
Su ronda a través de la luz crepuscular escarlata los había llevado a las proximidades del metro 170 del Estante 9. A partir de ese punto, el Estante 9 estaba cerrado, y los frascos realizaban el resto de su viaje en el interior de una especie de túnel, interrumpido de vez en cuando por unas aberturas de dos o tres metros de ancho.
-Condicionamiento con respecto al calor -explicó el Sr. Foster.
Túneles calientes alternaban con túneles fríos. El frío se combinaba con la incomodidad en la forma de intensos rayos X. En el momento de su decantación, los embriones sentían terror por el frío. Estaban predestinados a emigrar a los trópicos, a ser mineros, tejedores de seda al acetato o metalúrgicos. Más adelante, enseñarían a sus mentes a apoyar la opción de su cuerpo.
-Nosotros los condicionamos de forma que tiendan hacia el calor -concluyó el Sr. Foster-. Y nuestros colegas de arriba les van a enseñar a amarlo.
-Y éste -intervino el director sentenciosamente-, éste es el secreto de la felicidad y la virtud: amar lo que uno tiene que hacer. Todo condicionamiento tiende a esto: a lograr que la gente ame su inevitable destino social.
En un agujero entre dos túneles, una enfermera introducía una larga y fina jeringa en el contenido gelatinoso de un frasco que pasaba. Los estudiantes y sus guías permanecieron observándola unos instantes.
-Muy bien, Lenina -dijo el Sr. Foster cuando, al fin la chica sacó la jeringa y se enderezó.
La chica se dio vuelta sobresaltada. A pesar del lapsus y de los ojos violeta, se notaba que era excepcionalmente hermosa.
Su sonrisa, roja también, voló hacia él, en una hilera de rojos dientes.
-Encantadora, encantadora -murmuró el director.
Y, dándole una o dos palmaditas, recibió en correspondencia una sonrisa deferente, destinada a él.
-¿Qué les da? -preguntó el Sr. Foster, tratando de adoptar un tono estrictamente profesional. -Lo de siempre: el tifus y la enfermedad del sueño.
-Los trabajadores del trópico empiezan a ser inoculados en el metro 150 -explicó el Sr. Foster a los estudiantes-. Los embriones todavía tienen branquias. Inmunizamos al pez contra las enfermedades del hombre futuro. -Después, mirando a Lenina, agregó-: A las cinco menos diez, en el techo, esta tarde, como de costumbre.
-Encantadora -dijo el director una vez más.
Y, con otra palmadita, se alejó siguiendo a los otros.
En el estante número 10, hileras de la próxima generación de obreros químicos eran sometidos a un tratamiento para acostumbrarlos a tolerar el plomo, la soda cáustica, el asfalto, la clorina... El primero de una hornada de doscientos cincuenta mecánicos de cohetes aéreos en embrión en ese momento pasaba por el metro mil cien del estante 3. Un mecanismo especial mantenía sus envases en constante rotación.
-Para mejorar su sentido del equilibrio -explicó el Sr. Foster-. Realizar reparaciones en el exterior de un cohete en el aire es una tarea complicada. Cuando están de pie, reducimos la circulación hasta casi matarlos, y doblamos el flujo del sucedáneo de la sangre cuando están cabeza para abajo. Así aprenden a asociar esta posición con el bienestar; en realidad, sólo son felices de verdad cuando están así. Y ahora -continuó el Sr. Foster-, me gustaría enseñarles algún condicionamiento interesante para intelectuales Alfa-Más. Tenemos un nutrido grupo de ellos en el estante número S. Es el nivel de la Primera Galería -gritó a dos chicos que habían empezado a bajar a la planta-. Están alrededor del metro 900 -explicó-. No se puede llevar a cabo ningún condicionamiento intelectual eficaz hasta que el feto ha perdido la cola.
Pero el director había mirado su reloj.
-Las tres menos diez -dijo-. Me temo que no va a haber tiempo para los embriones intelectuales. Tenemos que subir a las Guarderías antes de que los niños despierten de la siesta de la tarde.
El Sr. Foster pareció decepcionado.
-Al menos, una mirada a la Sala de Decantación -imploró.
-Bueno, está bien. -El director sonrió con indulgencia-. Pero sólo una ojeada.


CAPITULO Il
El Sr. Foster se quedó en la Sala de Decantación. El D.I.C. y sus alumnos entraron en el ascensor más cercano que los llevó hasta el quinto piso.
Guardería infantil. Sala de Condicionamiento Neo-Pavloviano, anunciaba el rótulo de la entrada.
El director abrió una puerta. Entraron en una enorme habitación vacía, muy brillante y soleada, porque toda la pared que daba al Sur era un cristal de arriba a abajo. Media docena de enfermeras, con pantalones y saco de uniforme de viscosa blanca, los cabellos asépticamente ocultos bajo cofias blancas, estaban ocupadas colocando jarrones con rosas en una larga hilera en el suelo. Grandes jarrones llenos de flores. Miles de pétalos, suaves y sedosos como las mejillas de innumerables querubines, literalmente, bajo aquella luz brillante, no sólo arios y rosados, sino también luminosamente chinos y también mejicanos y hasta apopléticos a fuerza de soplar en celestiales trompetas, o pálidos como la muerte, pálidos con la blancura póstuma del mármol.
Cuando el D.I.C. entró, las enfermeras se cuadraron rígidamente.
-Pongan los libros -ordenó el director.
En silencio, las enfermeras obedecieron la orden. Entre los jarrones de rosas, los libros fueron debidamente dispuestos: una hilera de libros infantiles se abrieron invitadoramente mostrando alguna imagen alegremente coloreada de animales, peces o pájaros.
-Y ahora traigan a los niños.
Las enfermeras se apuraron a salir de la sala y volvieron en uno o dos minutos; cada una de ellas empujaba una especie de carrito de té muy alto, con cuatro estantes de tela metálica, en cada uno de los cuales había una criatura de ocho meses. Todos eran exactamente iguales (evidentemente un grupo Bokanovsky) y todos estaban vestidos de color caqui, porque pertenecían a la casta Delta.
-Pónganlos en el suelo.
Los carritos fueron descargados.
-Y ahora pónganlos para que puedan ver las flores y los libros.
Los bebitos inmediatamente se quedaron callados, y empezaron a arrastrarse hacia aquellas masas de colores vivos, aquellas formas alegres y brillantes que aparecían en las páginas blancas. Cuando ya se acercaban, el sol palideció un momento, eclipsándose tras una nube. Las rosas llamearon, como a impulsos de una pasión interior; un nuevo y profundo significado pareció brotar de las brillantes páginas de los libros. De las filas de niños que gateaban llegaron pequeños chillidos de excitación, gorjeos y ronroneos de placer.
El director se restregó las manos.
-¡Genial! -exclamó-. Ni que lo hubiera hecho a propósito.
Los más rápidos ya habían alcanzado la meta. Sus manitos se tendían, inseguras, palpaban, agarraban, deshojaban las rosas transfiguradas, arrugaban las páginas iluminadas de los libros. El director esperó verlos a todos alegremente ocupados. Entonces dijo:
-Fíjense bien.
La enfermera jefe, que estaba parada junto a un cuadro de mandos, al otro lado de la sala, bajó una pequeña palanca. Se produjo una violenta explosión. Cada vez más aguda, empezó a sonar una sirena. Se dispararon timbres de alarma, locamente.
Los niñitos se sobresaltaron y empezaron a chillar; sus rostros aparecían convulsos de terror.
-Y ahora -gritó el director (porque el estruendo era ensordecedor)-, ahora pasamos a reforzar la lección con un pequeño shock eléctrico.
Volvió a hacer una señal con la mano, y la enfermera jefe pulsó otra palanca. Los chillidos de los pequeños cambiaron súbitamente de tono. Había algo desesperado, algo casi demencial, en los gritos agudos, espasmódicos, que brotaban de sus labios. Sus cuerpitos se retorcían y cobraban rigidez; sus miembros se agitaban bruscamente, como obedeciendo a los tirones de alambres invisibles.
-Podemos electrificar toda esta zona del suelo -gritó el director, como explicación-. Pero ya es suficiente.
E hizo otra señal a la enfermera.
Las explosiones terminaron, los timbres enmudecieron, y el chillido de la sirena fue bajando de tono hasta reducirse al silencio. Los cuerpitos rígidos y retorcidos se relajaron, y lo que había sido el lloriqueo y el aullido de unos niños desatinados volvió a convertirse en el llanto normal del terror ordinario.
-Vuelvan a ofrecerles las flores y los libros.
Las enfermeras obedecieron; pero ante la proximidad de las rosas, a la sola vista de las alegres y coloreadas imágenes de los gatitos, los gallos y las ovejas, los chicos se alejaron con terror, y el volumen de su llanto aumentó súbitamente.
-Observen -dijo el director, en tono triunfal-. Observen.
Los libros y ruidos fuertes, las flores y las descargas eléctricas; en la mente de los niños ambas cosas estaban ya fuertemente relacionadas entre sí; y al cabo de doscientas repeticiones de la misma o parecida lección formarían ya una unión indisoluble. Lo que el hombre ha unido, la Naturaleza no puede separarlo.
-Crecerán con lo que los psicólogos solían llamar un odio instintivo hacia los libros y las flores. Reflejos condicionados definitivamente. Estarán a salvo de los libros y de la botánica para toda su vida. -El director se dio vuelta hacia las enfermeras-. Llévenselos.
Todavía llorando, los niños vestidos de verde fueron cargados de nuevo en los carritos y sacados de la sala, dejando tras de sí un olor a leche agria y un agradable silencio.
Uno de los estudiantes levantó la mano; aunque se daba cuenta perfectamente que no podía permitirse que los miembros de una casta baja perdieran el tiempo de la comunidad en lectura, y que siempre existía el riesgo de que leyeran algo que pudiera, por desgracia, destruir uno de sus reflejos condicionados, sin embargo... bueno, no podía entender lo de las flores. ¿Por qué molestarse en hacer psicológicamente imposible para los Deltas el amor a las flores?
Pacientemente, el D.I.C. se explicó. Si se inducía a los niños a chillar cuando veían una rosa, eso obedecía a una alta política económica. No hacía mucho tiempo (más o menos un siglo), los Gammas, los Deltas y hasta los Epsilones habían sido condicionados para que les gustaran las flores; las flores en particular, y la naturaleza salvaje en general. El propósito, en ese momento, consistía en inducirlos a salir al campo en todo momento, con el fin de que consumieran transporte.
-¿Y no consumían transporte? -preguntó el estudiante.
-Mucho -contestó el D.I.C-. Pero sólo transporte.
Las prímulas y los paisajes, explicó, tienen un grave defecto: son gratuitos. El amor a la Naturaleza no da trabajo a las fábricas. Se decidió abolir el amor a la Naturaleza, al menos entre las castas más bajas; abolir el amor a la Naturaleza, pero no la tendencia a consumir transporte. Porque, por supuesto, era fundamental que siguieran queriendo ir al campo, aunque lo odiaran. El problema residía en encontrar una razón económica más poderosa para consumir transporte que la mera inclinación a las prímulas y los paisajes. Y lo encontraron.
-Condicionamos a las masas para que odien el campo -concluyó el director-. Pero a la vez las condicionamos para que adoren los deportes campestres. Al mismo tiempo, cuidamos para que todos los deportes al aire libre impliquen el uso de complicados aparatos. Así, además de transporte, consumen artículos manufacturados. De ahí las descargas eléctricas.
-Entiendo -dijo el estudiante.
Y lleno de admiración, se quedó en silencio.
El silencio se estiró; después, aclarándose la garganta, empezó el director:
-Hace tiempo, cuando Nuestro Ford todavía estaba en la Tierra, hubo un niño que se llamaba Reuben Rabinovich. Reuben era hijo de padres que hablaban polaco. Usted sabe lo que es el polaco, claro.
-Una lengua muerta.
-Como el francés y el alemán -agregó otro estudiante, exhibiendo oficiosamente sus conocimientos.
-¿Y padre? -preguntó el D.I.C.
Hubo un incómodo silencio. Algunos chicos se sonrojaron. Todavía no habían aprendido a identificar la significativa pero a menudo muy sutil distinción entre obscenidad y ciencia pura. Uno de ellos, al final, logró reunir valor suficiente para levantar la mano.
-Los seres humanos antes eran... -titubeó; la sangre se le subió a las mejillas-. Bueno, eran vivíparos.
-Muy bien -dijo el director, en tono de aprobación.
-Y cuando los niños eran decantados... -Cuando nacían –se corrigió. -Bueno, eh, entonces eran los padres... Quiero decir, no los niños, claro, sino los otros.
El pobre muchacho estaba avergonzado y confuso.
-En síntesis -resumió el director-, los padres eran el padre y la madre.
La obscenidad, que era auténtica ciencia, cayó como una bomba en el silencio de los chicos, que desviaban las miradas-. Madre -repitió el director en voz alta, para hacerles entrar la ciencia; y, acomodándose en su asiento, dijo gravemente-. Estos hechos son desagradables, ya lo sé. Pero la mayoría de los hechos históricos son desagradables.
Después volvió al pequeño Reuben, al pequeño Reuben, en cuya habitación una noche, por descuido, su padre y su madre (¡vade retro!) dejaron la radio encendida. (Porque se tienen que acordar que en esos tiempos de burda reproducción vivípara, los niños eran criados siempre con sus padres y no en los Centros de Condicionamiento del Estado.)
Mientras el niñito dormía, de golpe la radio empezó a emitir un programa desde Londres y a la mañana siguiente, con gran asombro de sus vade retro (los chicos más atrevidos se animaron a sonreírse mutuamente), el pequeño Reuben se despertó repitiendo palabra por palabra una larga conferencia pronunciada por aquel curioso escritor antiguo (uno de los poquísimos cuyas obras se ha permitido que lleguen hasta nosotros), George Bernard Shaw, el que hablaba, según la reconocida tradición de entonces, de su propio genio.
Para los... (guiñada y risita) del pequeño Reuben, esta conferencia era, por supuesto, perfectamente incomprensible, y sospechando que su hijo se había vuelto loco de repente, mandaron a buscar a un médico. Por suerte, el doctor entendía el inglés, reconoció el discurso que Shaw había emitido la víspera, comprendió el significado de lo ocurrido y mandó una comunicación a las publicaciones médicas acerca del hecho.
-El principio de la enseñanza durante el sueño, o hipnopedia, había sido descubierto.
El D.I.C. hizo una pausa de efecto.
Se había descubierto el principio; pero iban a pasar años, muchos años, antes de que tal principio fuese aplicado con utilidad.
-El caso del pequeño Reuben ocurrió sólo veintitrés años después de que Nuestro Ford lanzara al mercado su primer Modelo T.
Al decir estas palabras, el director hizo la señal de la T sobre su estómago, y todos los estudiantes lo imitaron reverentemente.
Furiosamente, los estudiantes garrapateaban: hipnopedia, empleada por primera vez oficialmente en 214 d. F. ¿Por qué no antes? Dos razones. (a) ...
-Estos primeros experimentos -les decía el D.I.C.- seguían una pista falsa. Los investigadores creían que la hipnopedia podía convertirse en un instrumento de educación intelectual.
Un niño duerme sobre su costado derecho, con el brazo derecho estirado, la mano derecha colgando fuera de la cama. A través de un orificio enrejado, redondo, efectuado en el lado de una caja, una voz habla suavemente:
El Nilo es el río más largo de África y el segundo en longitud de todos los ríos del Globo. Aunque es un poco menos largo que el Mississippi Missouri, el Nilo es el más importante de todos los ríos del mundo en cuanto al ancho de su cuenca, que se extiende a través de 35 grados de latitud ...
A la otra mañana, alguien dice:
-Tommy, ¿sabés cuál es el río más largo de África?
El chico niega con la cabeza.
-Pero, ¿no te acordás de algo que empieza: eI Nilo es el...?
-El-Nilo-es-el-río-más-largo-de-África-y-el-segundo-en-longitud-de-todos-los-ríos-del-Globo. .. -Las palabras brotan caudalosamente de sus labios-. Aunque-es-un-poco-menos-largo-que...
-Bueno, entonces, ¿cuál es el río más largo de África?
Los ojos aparecen vacíos de expresión. -No sé.
-El Nilo, Tommy.
-¿ Cuál es el río más largo del mundo, Tommy?
Tommy se larga a llorar. -No sé -solloza.
Este llanto, según explicó el director, desanimó a los primeros investigadores. Los experimentos fueron abandonados. No se volvió a intentar enseñar a los niños, durante el sueño, Ia longitud del Nilo. Muy acertado. No se puede aprender una ciencia a menos que uno sepa de qué trata.
-Todo lo contrario, deberían haber empezado por la educación moral -dijo el director, abriendo la marcha hacia la puerta. Los estudiantes lo siguieron, garabateando desesperadamente mientras caminaban hasta llegar al ascensor-. La educación moral, que nunca, en ninguno de los casos, tiene que ser racional.
-Silencio, silencio -susurró un altavoz cuando salieron del ascensor en el piso catorce. Y silencio, silencio repetían incansables los altavoces, puestos a intervalos en todos los pasillos. Los estudiantes y hasta el propio director empezaron a caminar automáticamente sobre las puntas de los pies. Sí, ellos eran Alfas, claro; pero los Alfas también han sido condicionados. Silencio, silencio. Todo el aire del piso catorce vibraba con aquel imperativo categórico.
Unos cincuenta metros recorridos de puntitas los llevaron ante una puerta que el director abrió con mucho cuidado. Cruzando el umbral, entraron en la penumbra de un dormitorio cerrado. Ochenta camastros se alineaban junto a la pared. Se oía una respiración regular y liviana, y un cuchicheo continuo, como de voces muy débiles que murmuraran a lo lejos.
Ahí nomás que entraron, una enfermera se levantó y se cuadró ante el director.
-¿Cuál es la lección de esta tarde? -preguntó.
-Durante los primeros cuarenta minutos tuvimos Sexo Elemental -contestó la enfermera-. Pero ahora pasamos a Conciencia de Clase Elemental.
El director paseó lentamente a lo largo de la larga hilera de camas. Sonrosados y relajados por el sueño, ochenta niños y niñas dormían, respirando suavemente. Debajo de cada almohada se oía un susurro. El D.I.C. se paró, y agachándose sobre una de las camitas, escuchó atentamente.
-¿Conciencia de Clase Elemental? -dijo el director-. Vamos a hacerlo repetir por el altavoz.
Al otro lado de la sala un altavoz sobresalía de la pared. El director se acercó y accionó un interruptor.
... todos están vestidos de color verde -dijo una voz suave pero muy clara, empezando en la mitad de una frase-, y los niños Delta se visten todos de caqui. ¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños Delta! Y los Epsilones todavía son peores. Son demasiado tontos para poder leer o escribir. Además, están vestidos de negro, que es un color asqueroso. Me alegro mucho de ser un Beta.
Hubo una pausa; después la voz continuó: Los niños Alfa se visten de color gris. Trabajan mucho más duro que nosotros, porque son terriblemente inteligentes. De verdad, me alegro muchísimo de ser Beta, porque no trabajo tanto. Y, además, nosotros somos mucho mejores que los Gammas y los Deltas. Los Gammas son tontos. Todos están vestidos de color verde, y los niños Delta se visten todos de caqui. ¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños Delta! Y los Epsilones todavía son peores. Son demasiado tontos para ...
El director volvió a pulsar el interruptor. La voz enmudeció. Sólo su desvaído fantasma siguió susurrando desde debajo de las ochenta almohadas.
-Todavía se lo van a repetir unas cuarenta o cincuenta veces antes de que se despierten, y lo mismo en la sesión del jueves, y otra vez el sábado. Ciento veinte veces, tres veces por semana, por treinta meses. Y después de eso pueden pasar a una lección más adelantada.
Rosas y descargas eléctricas, el caqui de los Deltas y una vaharada de asafétida, indisolublemente relacionados entre sí antes de que el niño aprenda a hablar. Pero el condicionamiento sin palabras es algo tosco y burdo; no puede hacer distinciones más sutiles, no puede inculcar las formas de comportamiento más complejas. Para esto son necesarias las palabras, pero palabras sin razonamiento. En síntesis, la hipnopedia.
-La mayor fuerza socializadora y moralizadora de todos los tiempos.
Los estudiantes lo anotaron en sus pequeños blocs. Directamente de labios de la ciencia personificada.
El director volvió a accionar el interruptor. ... terriblemente inteligentes -estaba diciendo la voz suave, insinuante e incansable-. De verdad, me alegro muchísimo de ser Beta, porque ... No justamente como gotas de agua, a pesar de que el agua, es verdad, puede agujerear el más duro granito; sino más bien como gotas de lacre fundido, gotas que se pegan, se incrustan, que se unen a lo que le caen encima, hasta que, al final, la roca se convierte en un solo bloque escarlata.
-Hasta que, al fin, la mente del niño se transforma en esas sugestiones, y la suma de estas sugestiones es la mente del niño. Y no sólo la mente del niño, sino también la del adulto, a lo largo de toda su vida. La mente que juzga, que desea, que decide... formada por estas sugestiones. ¡Y estas sugestiones son nuestras sugestiones! -casi gritó el director, exaltado-. ¡Sugestiones del Estado! -Golpeó un puño encima de una mesa-. De ahí se sigue que...
Un sonido lo indujo a darse vuelta.
-¡Oh, Ford! -soltó en otro tono-. Desperté a los niños.


CAPITULO III
Afuera, en el jardín, era la hora del recreo. Desnudos bajo el cálido sol de junio, seiscientos o setecientos niños y niñas corrían de aquí para allá lanzando agudos chillidos y jugando a la pelota, o permanecían sentados silenciosamente, entre las matas floridas, en parejas o en grupos de tres. Los rosales estaban en flor, dos ruiseñores entonaban un soliloquio en la espesura, y un cucú desafinaba un poco entre los tilos. El aire vibraba con el zumbido de las abejas y los helicópteros.
El director y los alumnos se quedaron unos momentos contemplando a un grupo de niños que jugaban a la Pelota Centrífuga. Veinte de ellos formaban un círculo alrededor de una torre de acero cromado. Había que tirar la pelota a una plataforma ubicada en lo alto de la torre; entonces la pelota caía por su interior hasta llegar a un disco que giraba velozmente, y salía disparada al exterior por una de las numerosas aberturas que tenía la armazón de la torre. Y los niños tenían que atraparla.
-Es curioso -farfulló el director cuando se alejaron del lugar-, es curioso pensar que hasta en los tiempos de Nuestro Ford la mayoría de los juegos se jugaban sin más aparatos que una o dos pelotas, unos pocos palos y a veces una red.
Imagínense la locura que representa permitir que la gente se entregue a juegos complicados que en nada aumentan el consumo. Pura locura. Actualmente los Interventores no aprueban ningún nuevo juego, a menos que pueda demostrarse que exige al menos tantos aparatos como el más complicado de los juegos que ya existen. -Se interrumpió espontáneamente-. Aquí hay un grupito divino -dijo, señalando con el dedo.
En una reducida extensión de césped, entre altos grupos de arbustos mediterráneos, dos pibitos, un nene de unos siete años y una nena que tal vez tuviera un año más, jugaban gravemente y con la atención concentrada de unos científicos empeñados en una labor de investigación, a un rudimentario juego sexual.
-¡Divino, divino! -repitió el D.I.C., sentimentalmente.
-Divino -coincidieron los chicos, cortésmente.
Pero su sonrisa tenía cierta expresión condescendiente: hacía muy poco tiempo que habían dejado esas diversiones infantiles, demasiado poco para poder observarlas sin cierto desprecio. ¿Divino? No eran más que un par de niños haciéndose los tontos; nada más. Niñerías.
-Siempre pienso... -empezó el director en el mismo tono sensiblero.
Pero lo interrumpió un llanto bastante agudo.
De unos matorrales cercanos salió una enfermera que llevaba tomado de la mano a un niño que lloraba. Una nena, con expresión ansiosa, trotaba pisándole los talones.
-¿Qué pasa? -preguntó el director.
La enfermera se encogió de hombros.
-No es importante -contestó-. Sólo que este nenito parece bastante reacio a unirse en el juego erótico de siempre. Ya lo había observado dos o tres veces. Y ahora vuelve a las andadas.
Empezó a llorar y...
-Honradamente -intervino la nena de aspecto ansioso-, yo no quise lastimarlo. Es la pura verdad.
-Claro que no, querida -dijo la enfermera, tranquilizándola-. Por esto -siguió, dirigiéndose de nuevo al director- lo llevo a ver al Superintendente Ayudante de Psicología. Para ver si hay en él algo anormal.
-Perfecto -dijo el director-. Llévelo para allá. Vos quedate acá, chiquita -agregó mientras la enfermera se alejaba con el niño, que seguía llorando-. ¿Cómo te llamás?
-Polly Trotsky.
-Un nombre muy bonito, como vos -dijo el director-. Andá, andá a ver si encontrás a otro chico con que jugar.
La niña se largó a correr hacia los matorrales y se perdió de vista.
-¡Exquisita criatura! -dijo el director, mirando en la dirección por donde había desaparecido; y dirigiéndose después hacia los estudiantes, continuó-: lo que ahora les voy a decir puede parecer increíble. Pero cuando no se está acostumbrado a la Historia, la mayoría de los hechos del pasado parecen increíbles.
Y les contó la asombrosa verdad. Por un largo tiempo, antes de la época de Nuestro Ford, y hasta durante algunas generaciones subsiguientes, los juegos eróticos entre niños habían sido considerados como algo anormal (estallaron ruidosas risas); y no sólo anormal, sino realmente inmoral (¡no!), y, en consecuencia, estaban rigurosamente prohibidos.
Una expresión de asombrosa incredulidad apareció en los rostros de sus oyentes. ¿Era posible que prohibieran a los pobres chicos divertirse? No podían creerlo.
-Hasta a los adolescentes se les prohibían -siguió el D.I.C.-; a los adolescentes como ustedes...
-¡No puede ser!
-Dejando aparte un poco de furtivo autoerotismo y la homosexualidad, nada estaba permitido.
-¿Nada?
-En la mayoría de los casos, hasta que tenían más de veinte años.
-¿Veinte años? -repitieron como un eco los estudiantes en un coro de incredulidad.
-Veinte -repitió a su turno el director-. Ya les dije que les iba a parecer increíble.
-Pero, ¿qué era lo que pasaba? -preguntaron los chicos-. ¿Cuáles eran los resultados?
-Los resultados eran terribles.
Una voz grave y resonante había intervenido inesperadamente en la conversación.
Todos se dieron vuelta. Al costado del grupito se encontraba un desconocido, un hombre de mediana estatura y cabellos negros, nariz como gancho, rojos y gruesos labios y ojos oscuros que parecían taladrar.
-Terribles -repitió.
En ese momento, el D.I.C. estaba sentado en uno de los bancos de acero y caucho convenientemente diseminados por todo el jardín; pero a la vista del desconocido saltó sobre sus talones y corrió a su encuentro, con las manos abiertas, sonriendo con todos sus dientes, efusivo.
-¡Interventor! ¡Qué placer inesperado! Chicos, ¿qué piensan? Les presento al interventor; es Su Fordería Mustafá Mond.

En las cuatro mil salas del Centro, los cuatro mil relojes eléctricos dieron simultáneamente las cuatro. Voces etéreas sonaban por los altavoces:
-Termina el primer turno del día... Empieza el segundo turno del día... Termina el primer turno del día...
En el ascensor, camino de los vestidores, Henry Foster y el Director Ayudante de Predestinación le daban la espalda a propósito a Bernard Marx, de la Oficina Psicológica, tratando de evitar toda relación con aquel hombre de mala fama.
En el Almacén de Embriones, el débil zumbido y chirrido de las máquinas todavía estremecía el aire escarlata. Los turnos podían ir uno detrás del otro; una cara roja, luposa, podía darle el lugar a otra; mayestáticamente y para siempre, los trenes seguían reptando con su carga de futuros hombres y mujeres.
Lenina Crowne fue hacia la puerta.

¡Su Fordería Mustafá Mond! A los estudiantes casi se les salían los ojos de las órbitas . ¡Mustafá Mond! ¡El Interventor Residente de la Europa Occidental! ¡Uno de los Diez Interventores Mundiales! Uno de los Diez... y se sentó en el banco, con el D.I.C., también iba a quedarse, sí, a quedarse, y hasta a dirigirles la palabra... ¡Directamente de labios del propio Ford!
Dos nenitos morenos surgieron de unos arbustos cercanos, los miraron un momento con ojos muy abiertos y llenos de asombro, y después volvieron a sus juegos entre las hojas.
-Todos ustedes se acuerdan -dijo el Interventor con su voz fuerte y grave-, todos ustedes se acuerdan, supongo, la hermosa e inspirada frase de Nuestro Ford: La Historia es una patraña -repitió lentamente-, una patraña.
Hizo un ademán con la mano, y fue como si con un visible plumero hubiese sacado un poco el polvo; y el polvo era Harappa, era Ur de Caldea; y algunas telarañas, y las telarañas eran Tebas y Babilonia, y Cnosos y Micenas. Otro movimiento del plumero y desaparecieron Ulises, Job, Júpiter, Gautana y Jesús. Otro plumerazo, y fueron aniquiladas aquellas viejas partículas de suciedad que se llamaron Atenas, Roma, Jerusalén y el Celeste Imperio. Otro, y el lugar donde había estado Italia quedó desierto. Otro, y desaparecieron las catedrales. Otro, otro, y afuera con el Rey Lear y los Pensamientos de Pascal. Otro, ¡y basta de Pasión ! Otro, ¡y basta de Réquiem ! Otro, ¡y basta de Sinfonía!; otro plumerazo y...

-¿Vas al sensorama esta noche, Henry? -preguntó el Predestinador Ayudante-. Me dijeron que la película del Alhambra es buenísima. Hay una escena de amor sobre una alfombra de piel de oso; dicen que es algo maravilloso. Aparecen reproducidos todos los pelos del oso. Unos efectos táctiles extraordinarios.
-Por esto no se les enseña Historia -decía el Interventor-. Pero ahora llegó el momento...
El D.I.C. lo miró con inquietud. Corrían extraños rumores acerca de viejos libros prohibidos ocultos en una caja de seguridad en la oficina del Interventor. Biblias, poesías... ¡Ford sabía tantas cosas!
Mustafá Mond captó su mirada ansiosa, y las comisuras de sus rojos labios se fruncieron irónicamente.
-Tranquilícese, director -dijo en leve tono de burla-. No voy a corromperlos.
El D.I.C. quedó abrumado de confusión.

Los que se sienten despreciados tratan de mostrarse despectivos. La sonrisa que apareció en el rostro de Bernard Marx era ciertamente despreciativa. ¡Todos los pelos del oso! ¡Bueno!
-Voy a hacer todo lo posible por ir -dijo Henry Foster.

Mustafá Mond se inclinó hacia delante y agitó el dedo índice hacia ellos.
-Es suficiente con que intenten entenderlo -dijo, y su voz provocó un extraño escalofrío en los diafragmas de sus oyentes-. Traten de entender el efecto que producía tener una madre vivípara.
De nuevo la palabra obscena. Pero esta vez a ninguno se le ocurrió ni siquiera la posibilidad de sonreír.
-Traten de imaginarse lo que significaba vivir con la propia familia.
Lo intentaron; pero, indudablemente, sin éxito. -¿Y saben ustedes lo que era un hogar? Todos movieron negativamente la cabeza.

Desde su oscuro y escarlata sótano, Lenina Crowne subió diecisiete pisos, dio vuelta a la derecha al salir del ascensor, avanzó por un largo pasillo y, abriendo la puerta de los Vestidores de Mujeres, se metió en un caos ensordecedor de brazos, senos y ropa interior. Torrentes de agua caliente caían en un centenar de bañeras o salían borboteando de ellas por los desagües. Zumbando y silbando, ochenta máquinas para masaje -que funcionaban a base de vacío y vibración- amasaban simultáneamente la carne firme y tostada por el sol de ochenta soberbios ejemplares femeninos que hablaban todos a voz en grito. Una máquina de Música Sintética susurraba un solo de supercorneta.
-Hola, Fanny -dijo Lenina a la chica que tenía el perchero y el armario al lado del de ella.
Fanny trabajaba en la Sala de Envasado y se llamaba también Crowne de apellido. Pero como entre los dos mil millones de habitantes del planeta tenían que repartirse sólo diez mil hombres, esta coincidencia no tenía nada de sorprendente.
Lenina se bajó los cierres -hacia abajo el del saco, hacia abajo, con las dos manos los dos del pantalón, y hacia abajo también para la ropa interior, y, sin otra cosa que las medias y los zapatos, fue hacia el baño.

Hogar, hogar... Unos pocos cuartitos, superpoblados por un hombre, una mujer periódicamente embarazada, y una horda de niños y niñas de todas las edades. Sin aire, sin espacio; una prisión no esterilizada; oscuridad, enfermedades y malos olores.
(La evocación que el Interventor hizo del hogar fue tan vívida que uno de los chicos, más sensible que los demás, palideció ante la mera descripción del mismo y estuvo a punto de marearse.)

Lenina salió del baño, se secó con la toalla, agarró un largo tubo flexible incrustado en la pared, apuntó con él a su pecho, como si fuera a suicidarse, y apretó el gatillo. Una oleada de aire caliente la cubrió de finísimos polvos de talco. Ocho diferentes perfumes y agua de colonia estaban a su disposición con sólo maniobrar los pequeños grifos ubicados en el borde del lavabo. Lenina abrió el tercero de la izquierda, se perfumó con esencia de Chipre, y, llevando en la mano los zapatos y las medias, salió a ver si estaba libre alguno de los aparatos de masaje.

Y el hogar era tan mezquino psíquicamente como físicamente. Psíquicamente, era una conejera, un chiquero, lleno de fricciones a causa de la vida en común, hediondo a fuerza de emociones. ¡Cuántas intimidades asfixiantes, qué peligrosas, insanas y obscenas relaciones entre los miembros del grupo familiar! Como una maniática, la madre se preocupaba constantemente por los hijos (sus hijos)..., se preocupaba por ellos como una gata por sus pequeños; pero como una gata que supiera hablar, una gata que supiera decir: mi nene, mi nene una y otra vez. Nene mío, y, ¡oh, en mi pecho, sus manitos, su hambre, y ese placer mortal e indecible! Hasta que al final mi niño se duerme, mi niño se ha dormido con una gota de blanca leche en la comisura de su boca. Mi hijito duerme ...
-Sí -dijo Mustafá Mond, moviendo la cabeza-, con razón se estremecen.

-¿Con quién vas a salir esta noche? -preguntó Lenina, volviendo de su masaje con un resplandor rosado, como una perla iluminada desde adentro.
-Con nadie.
Lenina arqueó las cejas, asombrada.
-Últimamente no he estado muy bien -explicó Fanny-. El doctor Wells me aconsejó tomar Sucedáneo de Embarazo.
-¡Pero si apenas tenés diecinueve años! El primer Sucedáneo de Embarazo no es obligatorio hasta los veintiuno.
-Ya lo sé, mujer. Pero hay personas a quienes les conviene empezar antes. El doctor Wells me dijo que las morochas de pelvis ancha, como yo, deberían tomar el primer Sucedáneo de Embarazo a los diecisiete.
Así es que en realidad llevo dos años de retraso y no de adelanto.
Abrió la puerta de su armario y señaló la fila de cajas y ampollas etiquetadas del primer estante.
Jarabe de Corpus Luteum. Lenina leyó los nombres en voz alta. Ovarina fresca, garantizada; fecha de vencimiento: 1 de agosto de 632 d. F. Extracto de glándulas mamarias: tómese tres veces al día, antes de las comidas, con un poco de agua. Placentina; inyectar 5 cc. cada tres días (intravenosa) ...
-¡Uy! –se estremeció Lenina-. ¡Con lo poco que me gustan las intravenosas! ¿Y a vos?
-Tampoco me gustan. Pero cuando son para nuestro bien...
Fanny era una chica particularmente juiciosa.

Nuestro Ford -o nuestro Freud, como, por alguna razón inescrutable, decidió llamarse él mismo cuando hablaba de temas psicológicos-. Nuestro Freud fue el primero en revelar los terribles peligros de la vida familiar. El mundo estaba lleno de padres, y, en consecuencia, estaba lleno de miseria; lleno de madres, y, en consecuencia, de todos las tipos de perversión, desde el sadismo hasta la castidad; lleno de hermanos, hermanas, tíos, tías, y, por eso, lleno de locura y de suicidios.
-Y sin embargo, entre los salvajes de Samoa, en ciertas islas de la costa de Nueva Guinea...
El sol tropical relucía como miel caliente sobre los cuerpos desnudos de los chiquitos que retozaban promiscuamente entre las flores de hibisco. El hogar estaba en cualquiera de las veinte casas con techo de hojas de palmera. En las Trobiands, la concepción era obra de los espíritus ancestrales; nunca nadie había oído hablar jamás de padre.
-Los extremos se tocan -dijo el Interventor-. Por la sencilla razón de que fueron creados para tocarse.

-El doctor Wells dice que una cura de tres meses a base de Sucedáneo de Embarazo va a mejorar mi salud durante los tres o cuatro próximos años.
-Espero que tenga razón -dijo Lenina-. Pero, Fanny, ¿de verdad querés decir que durante estos tres meses se supone que no vas a ... ?
-¡Oh, no, mujer! Sólo durante una o dos semanas, y nada más. Voy a pasar la noche en el club, jugando al Bridge Musical. Supongo que vos sí vas a salir, ¿no?
Lenina asintió con la cabeza.
-¿Con quién?
-Con Henry Foster.
-¿Otra vez? -El rostro afable, un tanto lunar de Fanny tomó una expresión de asombro dolido y reprobador-. ¡No me digás que todavía salís con Henry Foster!

Madres y padres, hermanos y hermanas. Pero también había maridos, mujeres, amantes. También había monogamia y romanticismo.
-Aunque probablemente ustedes ignoren lo que es todo eso -dijo Mustafá Mond.
Los estudiantes asintieron.
Familia, monogamia, romanticismo. Exclusivismo en todo, en todo una concentración del interés, una canalización del impulso y la energía.
-Cuando lo cierto es que todo el mundo pertenece a todo el mundo -concluyó el Interventor, citando el proverbio hipnopédico.
Los estudiantes volvieron a asentir, con énfasis, aprobando una afirmación que sesenta y dos mil repeticiones en la oscuridad les habían obligado a aceptar, no sólo como cierta sino como axiomático, evidente, absolutamente indiscutible.

-Bueno, al fin y al cabo -protestó Lenina- sólo hace unos cuatro meses que salgo con Henry.
-¡Sólo cuatro meses! ¡Eso está bueno! Y lo que es peor -siguió Fanny señalándola con un dedo acusador- es que en todo este tiempo no ha habido nadie en tu vida, excepto Henry, ¿nocierto?
Lenina se sonrojó violentamente; pero sus ojos y el tono de su voz siguieron desafiando a su amiga.
-No, nadie más –contestó, casi con truculencia-. Y no veo por qué debería haber habido alguien más.
-¡Bueno! ¡La señorita no ve por qué! -repitió Fanny como dirigiéndose a un invisible oyente situado detrás del hombro izquierdo de Lenina. Después, cambiando bruscamente de tono, agregó:- En serio. La verdad es que creo que tendrías que andar con cuidado. Está muy mal eso de seguir así con el mismo tipo. A los cuarenta o cuarenta y cinco años, todavía... Pero, ¡a tu edad, Lenina! No, no puede ser. Y sabés muy bien que el D.I.C. se opone firmemente a todo lo que sea demasiado intenso o prolongado...

-Imaginen un tubo que encierra agua a presión. -Los estudiantes se lo imaginaron-. Practico en el mismo un solo agujero -dijo el Interventor-. ¡Qué hermoso chorro!
Lo agujereó veinte veces. Brotaron veinte mezquinas fuentecitas.
Hijo mío. Hijo mío...
¡Madre!
La locura es contagiosa.
Mi amor, mi único amor, preciosa, preciosa...
Madre, monogamia, romanticismo... La fuente brota muy alta; el chorro surge con furia, espumante. La necesidad tiene una sola salida. MI amor, hijo mío. No es extraño que aquellos pobres premodernos estuviesen locos y fuesen desgraciados y miserables. Su mundo no les permitía tomar las cosas con calma, no les permitía ser juiciosos, virtuosos, felices. Con madres y amantes, con prohibiciones para cuya obediencia no habían sido condicionados, con las tentaciones y los remordimientos solitarios, con todas las enfermedades y el dolor eternamente aislante, no es de extrañar que sintieran intensamente las cosas y sintiéndolas así (y, todavía peor, en soledad, en un aislamiento individual sin esperanzas), ¿cómo podían ser estables?

-Claro que no tenés necesidad de dejarlo. Pero salí con algún otro de vez en cuando. Eso es suficiente. P-1 sale con otras chicas, ¿no es verdad?
Lenina lo admitió.
-Claro que sí. Henry Foster es un perfecto caballero, siempre correcto. Además, tenés que pensar en el director. Ya sabés que es muy quisquilloso.. ,
Afirmando con la cabeza, Lenina dijo:
-Esta tarde me dio una palmadita en la cola.
-¿Lo ves? -Fanny se mostraba triunfal-. Eso te demuestra qué es lo que importa por encima de todo. El convencionalismo más estricto.

-Estabilidad -dijo el Interventor-, estabilidad. No cabe civilización alguna sin estabilidad social. Y no hay estabilidad social sin estabilidad individual.
Su voz sonaba como una trompeta. Escuchándole, los estudiantes se sentían más grandes, más ardientes.
La máquina gira, gira, y debe seguir girando, siempre. Si se para, es la muerte. Un millar de millones se arrastraban por la corteza terrestre. Las ruedas empezaron a girar. En ciento cincuenta años llegaron a los dos mil millones. Que se paren todas las ruedas. Al final de ciento cincuenta semanas de nuevo hay sólo mil millones; miles y miles de hombres y mujeres han muerto de hambre.
Las ruedas tienen que girar continuamente, pero no al azar. Tiene que haber hombres que las vigilen, hombres tan seguros como las mismas ruedas en sus ejes, hombres cuerdos, obedientes, estables en su complacencia.
Si gritan: hijo mío, madre mía, mi único amor; si murmuran: mi pecado, mi terrible Dios; si chillan de dolor, deliran de fiebre, sufren a causa de la vejez y la pobreza... ¿cómo pueden cuidar de las ruedas? Y si no pueden cuidar de las ruedas... Sería muy difícil enterrar o quemar los cadáveres de miles y miles y miles de hombres y mujeres.

-Y al fin y al cabo -el tono de voz de Fanny era un arrullo-, no veo que haya nada doloroso o desagradable en el hecho de tener a uno o dos tipos además de Henry. Teniendo en cuenta todo eso, tendrías que ser un poco más promiscua ...

-Estabilidad -insistió el Interventor-, estabilidad. La necesidad primaria y última. Estabilidad. De ahí todo esto.
Con un movimiento de la mano señaló los jardines, el enorme edificio del Centro de Condicionamiento, los niños desnudos semiocultos en la espesura o corriendo por los prados.

Lenina movió negativamente la cabeza.
-No sé por qué -musitó- últimamente no me he sentido muy bien predispuesta a la promiscuidad. Hay momentos en que una no debe. ¿Nunca lo sentiste así, Fanny?
Fanny asintió con simpatía y comprensión.
-Pero es necesario hacer un esfuerzo -dijo sentenciosamente-, es necesario tomar parte en el juego. Al fin y al cabo, todo el mundo pertenece a todo el mundo.
-Sí, todo el mundo pertenece a todo el mundo -repitió Lenina lentamente; y, suspirando, se quedó callada un momento; después, tomando la mano de Fanny, se la apretó suavemente-. Tenés toda la razón, Fanny. Como siempre. Voy a hacer el esfuerzo.

Los impulsos coartados se derraman, y el derrame es sentimiento, el derrame es pasión, el derrame es hasta locura; eso depende de la fuerza de la corriente y de la altura y la resistencia del dique. La corriente que no es interrumpida por ningún obstáculo fluye mansamente, bajando por los canales predestinados hasta producir un bienestar tranquilo.
El embrión está hambriento; día tras día, la bomba de sucedáneo de la sangre gira a ochocientas revoluciones por minuto. El niño decantado llora; inmediatamente aparece una enfermera con un frasco de secreción externa. Los sentimientos proliferan en el intervalo de tiempo entre el deseo y su consumación. Reduzcan este intervalo, derriben esos viejos diques innecesarios.
-¡Chicos suertudos! -dijo el Interventor-. No se ahorraron esfuerzos para hacer que sus vidas fuesen emocionalmente fáciles, para preservarlos, en la medida de lo posible, de toda emoción.
-¡Ford está en su viejo carromato! -murmuró el D.I.C.-. Todo anda bien en el mundo.

-¿Lenina Crowne? -dijo Henry Foster, repitiendo la pregunta del Predestinador Ayudante mientras cerraba el cierre de su pantalón-. Es una chica fantástica. Maravillosamente neumática. Me sorprende que no la hayás tenido.
-La verdad es que no entiendo cómo pudo ser -dijo el Predestinador Ayudante-. Pero lo voy a hacer. En la primera oportunidad.
Desde su lugar, en el otro lado de la sala del vestidor, Bernard Marx oyó lo que decían y palideció.

-Si querés que te diga la verdad -dijo Lenina-, la verdad es que me empiezo a aburrir un poco a fuerza de no tener más que a Henry día tras día. -Se puso la media de la pierna izquierda-. ¿Conocés a Bernard Marx? -preguntó en un tono cuya excesiva indiferencia era evidentemente forzada.
Fanny pareció sobresaltada.
-No me digás que... -¿Por qué no? Bernard es un Alfa-Más.
Además, me pidió que fuera a una de las Reservas para Salvajes con él. Siempre he querido ver una Reserva para Salvajes.
-Pero ¿y su mala fama?
-¿Qué me importa su reputación? -Dicen que no le gusta el Golf de Obstáculos.
-Dicen, dicen... -se burló Lenina. -Además, se pasa casi todo el tiempo solo solo.
En la voz de Fanny había un dejo de horror. -Bueno, en todo caso no estará tan solo cuando esté conmigo. No sé por qué todo el mundo lo trata tan mal. Yo lo encuentro muy agradable.
Sonrió para sí; ¡qué absurdamente tímido se había mostrado Bernard! Casi como asustado, como si ella fuese un Interventor Mundial y él un mecánico Gamma-Menos.

-Consideren sus propios gustos -dijo Mustafá Mond-. ¿Alguno de ustedes se ha topado jamás con un obstáculo insalvable?
La pregunta fue contestada con un silencio negativo.
-¿Alguno de ustedes se ha visto jamás obligado a esperar largo tiempo entre la conciencia de un deseo y su satisfacción?
-Bueno... -empezó uno de los chicos; y titubeó.
-Hable -dijo el D.I.C.-. No haga esperar a Su Fordería.
-Una vez tuve que esperar casi cuatro semanas antes de que la chica que yo deseaba me permitiera estar con ella.
-¿Y sintió usted una fuerte emoción?
-¡Terrible!
-Terrible; exacto -dijo el Interventor-. Nuestros antepasados eran tan estúpidos y cortos de vista que cuando aparecieron los primeros reformadores y les ofrecieron librarlos de estas terribles emociones, no quisieron ni escucharlos.

-Hablan de ella como si fuera un pedazo de carne. -Bernard rechinó los dientes-. La probé, no la probé. Como un pollo. La rebajan a la categoría de pollo, ni más ni menos. Ella dijo que lo pensaría y que me contestaría esta semana. ¡Oh, Ford, Ford, Ford!
Sentía ganas de acercarse a ellos y pegarles en la cara, duro, fuerte, una y otra vez.
-De veras, te aconsejo que la probés -decía Henry Foster.

-Consideren la ectogénesis. Pfitzner y Kawaguchi habían elaborado toda la técnica. Pero ¿se molestó el gobierno en siquiera mirarla? No. Existía algo llamado Cristianismo. Las mujeres eran forzadas a continuar siendo vivíparas.

-¡Es tan feo! -dijo Fanny.
-Lo que es a mí me gusta como se ve.
-¡Y tan bajo !
Fanny hizo una mueca; la poca estatura era típica de las castas bajas.
-A mí me parece muy simpático -dijo Lenina-. Me hace sentir ganas de mimarlo. ¿Entendés? Como a un gato.
Fanny estaba sorprendida e irritada.
-Dicen que alguien se equivocó cuando todavía estaba envasado; creyó que era un Gamma y puso alcohol en su ración de sucedáneo de la sangre. Por eso es tan enfermizo.
-¡Qué estupidez!
Lenina estaba enojadísima.

-La enseñanza mediante el sueño estuvo prohibida en Inglaterra. Allá existía algo que se llamaba Liberalismo. El Parlamento, suponiendo que ustedes sepan lo que era, aprobó una ley que la prohibía. Los archivos se conservan. Hubo discursos sobre la libertad a propósito del tema. Libertad para ser infeliz y consciente. Libertad para ser una clavija redonda en un agujero cuadrado.

-Pero, mi querido amigo, con mucho gusto, te lo aseguro. Con mucho gusto. -Henry Foster dio unas palmadas en el hombro del Predestinador Ayudante-. Al fin y al cabo, todo el mundo pertenece a todo el mundo.
Cien repeticiones tres noches por semana, durante cuatro años -pensó Bernard Marx, que era especialista en hipnopedia-. Sesenta y dos mil cuatrocientas repeticiones crean una verdad. ¡Imbéciles!

-O el sistema de Castas. Constantemente propuesto, constantemente rechazado. Existía entonces la llamada democracia. Como si los hombres fuesen iguales no sólo fisicoquímicamente.

-Bueno, lo único que puedo decir es que voy a aceptar su invitación.

Bernard los odiaba, los odiaba. Pero eran dos, y eran altos y fuertes.

-La Guerra de los Nueve Años empezó en el año 141 d. F.

-Aunque fuese verdad lo de que le pusieron alcohol en el sucedáneo de la sangre.

-Fosgenio, cloropicrinio, iodoacetato etílico, defenilcianarsin, triclormetilo, cloroformato, dicloretilo sulfídico. Sin mencionar el ácido hidrociánico.

-Cosa que, simplemente, no puedo creer -concluyó Lenina.

-El estruendo de catorce mil aviones avanzando en formación abierta. Pero en la Kurfurstendamm y en el Huitiéme Arrondissement, la explosión de las bombas de ántrax apenas produce más ruido que el de una bolsa de papel al romperse.

-Porque quiero ver una Reserva de Salvajes.

-CH C H (NO)2 + Hg (CNO2) bueno, ¿y? Un enorme agujero en el suelo, un montón de ruinas, algunos pedazos de carne y de mucus, un pie, con la bota todavía puesta, que vuela por los aires y aterriza, ¡pum!, entre los geranios, los geranios rojos... ¡Qué espléndida floración, aquel verano!

-No tenés remedio, Lenina; te puedo con vos.

-La técnica rusa para infectar las aguas era particularmente ingeniosa.

De espaldas, Fanny y Lenina siguieron vistiéndose en silencio.

-La Guerra de los Nueve Años, el gran Colapso Económico. Había que elegir entre Dominio Mundial o destrucción. Entre estabilidad y ...

-Fanny Crowne también es una chica estupenda -dijo el Predestinador Ayudante.

En las Guarderías, la lección de Conciencia de Clase Elemental había terminado, y ahora las voces se encargaban de crear futura demanda para la futura producción industrial. Me gusta volar -murmuraban-, me gusta volar, me gusta tener vestidos nuevos, me gusta...

-El liberalismo, por supuesto, murió de ántrax, pero las cosas no pueden hacerse por la fuerza.

-No tan neumática como Lenina. Ni mucho menos.

-Pero los vestidos viejos son feísimos -seguía diciendo el incansable murmullo-. Nosotros siempre tiramos los vestidos viejos. Tirarlos es mejor que remendarlos, tirarlos es mejor que remendarlos, tirarlos es mejor...

-Gobernar es legislar, no golpear. Se gobierna con el cerebro y las nalgas, nunca con los puños. Por ejemplo, existía la obligación de consumir, el consumo obligatorio...

-Bueno, ya estoy -dijo Lenina; pero Fanny seguía muda y dándole la espalda-. Hagamos las paces-, amiga Fanny.

-Todos los hombres, las mujeres y los niños estaban obligados a consumir una cierta cantidad por año. En beneficio de la industria. El único resultado...

-Tirarlos es mejor que remendarlos. Contra más remiendos, menos dinero; contra más remiendos, menos dinero; contra más remiendos ...

-Cualquier día -dijo Fanny, con énfasis dolorido- vas a meterte en un lío.

-La oposición consciente en gran escala. Cualquier cosa con tal de no consumir. Retorno a la Naturaleza.

-Me gusta volar, me gusta volar.

-La vuelta a la cultura. Sí, a la cultura realmente. No se puede consumir mucho si uno se queda sentado quieto leyendo libros.

-¿Estoy bien? -preguntó Lenina.
Llevaba un saco de tela de acetato verde botella, con puños y cuello de viscosa verde.

-Ochocientos partidarios de la Vida Sencilla fueron liquidados por las ametralladoras en Golders Green.

-Tirarlos es mejor que remendarlos, tirarlos es mejor que remendarlos.

Pantalones cortos de corderoy y medias blancas de viscosa lanuda dobladas por debajo de la rodilla.

-Después se produjo la matanza del Museo Británico. Dos mil fanáticos de la cultura gaseados con sulfuro de dicloretil.

Una gorrita de jockey verde y blanco daba sombra los ojos de Lenina; sus zapatos eran de un brillante color verde, y muy lustrosos.

-Al fin -dijo Mustafá Mond-, los Interventores percibieron que el uso de la fuerza era inútil. Los métodos más lentos, pero infinitamente más seguros, de la Ectogenesia, el condicionamiento neo-Pavloviano y la hipnopedia ...

Y alrededor de la cintura Lenina llevaba una cartuchera de sucedáneos de cuero verde, ensamblada en plata, completamente llena (ya que Lenina no era hermafrodita) de productos anticonceptivos reglamentarios.

-Al último se utilizaron los descubrimientos de Pfitzner y Kawaguchi. Una propaganda intensiva contra la reproducción vivípara ...

-¡Perfecta... ! -gritó Fanny entusiasmada. Nunca podía resistirse por mucho tiempo al hechizo de Lenina-. ¡Qué cinturón Maltusiano tan bonito!

-Coordinaba con una campaña contra el Pasado; con el cierre de los museos, la voladura de los monumentos históricos (afortunadamente la mayoría de ellos ya habían sido destruidos durante la Guerra de los Nueve años); con la supresión de todos los libros publicados antes del año 150 d. F....

-No voy a parar hasta conseguir uno igual -dijo Fanny.

-Había una cosa que llamaban pirámides, por ejemplo.

-Mi vieja bandolera de charol...

-Y un tipo llamado Shakespeare. Claro que ustedes jamás han oído hablar de estas cosas.

-Es una verdadera pena, mi bandolera.

-Éstas son las ventajas de una educación realmente científica.

-Contra más remiendos, menos dinero; contra más remiendos, menos ...

-La introducción del primer modelo T de Nuestro Ford ...

-Hace ya como tres meses que lo llevo...

-...fue elegida como fecha de iniciación de la nueva Era.

-Tirarlos es mejor que remendarlos; tirarlos es mejor ...

-Había una cosa, como dije antes, llamada Cristianismo.

-Tirarlos es mejor que remendarlos.

-La moral y la filosofía del subconsumo...

-Me gustan los vestidos nuevos, me gustan los vestidos nuevos, me gustan ...

-Tan esenciales cuando había subproducción; pero en una época de máquinas y de la fijación del nitrógeno, eran un auténtico crimen contra la sociedad.

-Me lo regaló Henry Foster.

-Se cortó una punta a todas las cruces y quedaron convertidas en T. También existía una cosa llamada Díos.

-Es imitación auténtica de tafilete.

-Ahora tenemos el Estado Mundial. Y las fiestas del Día de Ford, y los Cantos de la Comunidad, y los Servicios de Solidaridad.

¡Ford, cómo los odio!, pensaba Bernard Marx.

-Había otra cosa llamada Cielo; sin embargo, solían tomar grandes cantidades de alcohol.

Como carne; exactamente lo mismo que si fuera carne.

-Existía una cosa llamada alma y otra llamada inmortalidad.

-Preguntale a Henry dónde lo consiguió.

-Pero solían tomar morfina y cocaína.

-Y lo peor del caso es que ella es la primera en considerarse como simple carne.

-En el año 178 d.F., se subvencionó a dos mil farmacólogos y bioquímicos ...

-Parece malhumorado -dijo el Predestinador Ayudante, señalando a Bernard Marx.

-Seis años después ya se fabricaba comercialmente la droga perfecta.

-Vamos a tirarle la lengua.

-Eufórica, narcótica, agradablemente alucinante.

-Estás melancólico, Marx. -La palmada en la espalda lo sobresaltó. Levantó los ojos. Era el bestia de Henry Foster-. Necesitás un gramo de soma.

-Todas las ventajas del cristianismo y del alcohol; y ninguno de sus inconvenientes.

¡Ford, me gustaría matarlo! Pero no hizo más que decir: no, gracias, al mismo tiempo que rechazaba el tubo de tabletas que le ofrecía.

-Uno puede tomarse unas vacaciones de la realidad siempre que se le dé la gana, y volver de ellas sin ni siquiera un dolor de cabeza o una mitología.

-Tomalo -insistió Henry Foster-, tomalo.

-La estabilidad quedó prácticamente asegurada.
-Un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos -dijo el Presidente Ayudante, citando una frase de sabiduría hipnopédica.

-Sólo faltaba conquistar la vejez.

-¡A la mierda! -gritó Bernard Marx. -¡Qué susceptible!

-Hormonas gonadales, transfusión de sangre joven, sales de magnesio ...

-Y acordate que un gramo es mejor que una puteada.

Y los dos salieron, riéndose.

-Todos los estigmas fisiológicos de la vejez han sido abolidos. Y con ellos, naturalmente ...

-No se te olvide preguntarle lo del cinturón Maltusiano -dijo Fanny.

-... Y con ellos, naturalmente, todas las peculiaridades mentales del anciano. Los caracteres permanecen constantes a través de toda la vida.

-...dos vueltas de Golf de Obstáculos que terminar antes de que oscurezca. Tengo que apurarme.

-Trabajo, juegos... A los sesenta años nuestras fuerzas son exactamente las mismas que a los diecisiete. En la Antigüedad, los viejos solían renunciar, retirarse, entregarse a la religión, pasarse el tiempo leyendo, pensando... ¡Pensando!

¡Idiotas, roñosos!, se decía Bernard Marx, mientras avanzaba por el pasillo en dirección al ascensor.

-En la actualidad el progreso es tal que los ancianos trabajan, los ancianos cooperan, los ancianos no tienen tiempo ni ocios que no puedan llenar con el placer, ni un solo momento para sentarse y pensar; y si por desgracia se abriera alguna rendija de tiempo en la sólida sustancia de sus distracciones, siempre queda el soma, el delicioso soma, medio gramo para una tarde de asueto, un gramo para un fin de semana, dos gramos para un viaje al bello Oriente, tres para una oscura eternidad en la luna; y vuelven cuando se sienten ya al otro lado de la abismo, a salvo en la tierra firme del trabajo y la distracción cotidianos, pasando de sensorama en sensorama, de chica neumática en chica neumática, de Campo de Golf Electromagnético a...

-¡Afuera, niña! -gritó el D.I.C., enojado-. ¡Afuera, nene! ¿No ven que el Interventor está ocupado? ¡Vayan a hacer sus juegos eróticos a otra parte!
-¡Pobres chiquitos! -dijo el Interventor.

Lenta, majestuosamente, con un débil zumbido de maquinaria, los trenes seguían avanzando, a razón de trescientos treinta y tres milímetros por hora. En la rojiza oscuridad centelleaban innumerables rubíes.


CAPITULO IV
1
El ascensor estaba lleno de hombres procedentes de los Vestidores Alfa, y la entrada de Lenina provocó muchas sonrisas y cabezadas amistosas. Lenina era una chica muy popular, y, en una u otra ocasión, había pasado alguna noche con casi todos ellos.
Buenos chicos -pensaba Lenina Crowne, al mismo tiempo que devolvía sus saludos-. ¡Divinos! Sin embargo, hubiese preferido que George Edzel no tuviera las orejas tan grandes. Tal vez le habían administrado una gota de más de paratiroides en el metro 328. Y mirando a Benito Hoover no podía menos que acordarse que era demasiado peludo cuando se sacó la ropa.
Al darse vuelta, con los ojos un tanto entristecidos por el recuerdo de la rizada negrura de Benito, vio en un rincón el cuerpito escuálido y el rostro melancólico de Bernard Marx.
-¡Bernard! -exclamó, acercándose a él-. Te buscaba.
Su voz sonó muy clara por encima del zumbido del ascensor. Los demás se dieron vuelta con curiosidad.
-Quería hablarte de nuestro plan de Nuevo Méjico.
Por el rabo del ojo vio que Benito Hoover se quedaba boquiabierto de asombro. ¡No me sorprendería que esperara que le pidiera ir con él otra vez! , se dijo Lenina. Después, en voz alta, y con más valor todavía, continuó:
-Me encantaría ir con vos toda una semana, en julio. -En todo caso, estaba demostrando públicamente su infidelidad para con Henry. Fanny debería aprobarlo, aunque se tratara de Bernard-. Es decir, si todavía seguís deseándome -remató Lenina, dirigiéndole la más deliciosamente reveladora de sus sonrisas.
Bernard se sonrojó intensamente. ¿Por qué?, se preguntó Lenina asombrada pero al mismo tiempo conmovida por aquel tributo a su poder.
-¿No sería mejor hablar de eso en cualquier otro lugar? -tartamudeó Bernard, mostrándose terriblemente turbado.
Como si le hubiese dicho alguna inconveniencia -pensó Lenina-. No se mostraría más confundido si le hubiese hecho una broma pesada, si le hubiese preguntado quién es su madre, o algo por el estilo.
-Me refiero a que..., con toda esta gente aquí...
La carcajada de Lenina fue franca y totalmente ingenua.
-¡Qué divertido que sos! -dijo; y de veras lo encontraba divertido-. Espero que al menos me avisés con una semana de anticipación -siguió en otro tono-. Supongo que vamos a tomar el Cohete Azul del Pacífico. ¿Despega de la Torre de Charing-T? ¿O de Hampstead?
Antes de que Bernard pudiera contestar, el ascensor paró.
-¡Terraza! -gritó una voz estridente.
El ascensorista era una criatura simiesca, que lucía la túnica negra de un semienano Epsilon-Menos.
-¡Terraza!
El ascensorista abrió las puertas de par en par. La cálida gloria de la luz de la tarde lo sobresaltó y lo obligó a parpadear.
-¡Ah, terraza! -repitió, como en éxtasis. Era como si, súbita y alegremente, hubiese despertado de un sombrío y anonadante sopor-. ¡Terraza!
Con una especie de perruna y expectante adoración, levantó la cara para sonreír a sus pasajeros.
Entonces sonó un timbre, y desde el techo del ascensor un altavoz empezó, muy suave, pero imperiosamente a la vez, a dictar órdenes.
-Abajo -dijo-. Abajo. Piso dieciocho. Abajo, abajo.. Piso dieciocho. Abajo, aba...
El ascensorista cerró de golpe las puertas, apretó un botón e inmediatamente se sumergió de nuevo en la luz crepuscular del ascensor; la luz crepuscular de su habitual estupor.
En la terraza reinaban la luz y el calor. La tarde veraniega vibraba al paso de los helicópteros que cruzaban el aires; y el ronroneo más grave de los cohetes aéreos que pasaban veloces, invisibles, a través del cielo brillante, era como una caricia en el suave aire.
Bernard Marx hizo una aspiración profunda. Levantó los ojos al cielo, miró luego hacia el horizonte azul y por último al rostro de Lenina.
-¡Qué hermoso!
Su voz temblaba ligeramente.
-Un tiempo perfecto para el Golf de Obstáculos -contestó Lenina-. Y ahora, tengo que irme corriendo, Bernard. Henry se enoja si lo hago esperar. Avisame la fecha con tiempo.
Y, agitando la mano, Lenina cruzó corriendo la espaciosa terraza en dirección a los cobertizos. Bernard se quedó mirando el guiño fugitivo de las medias blancas, las bronceadas rodillas que se doblaban en la carrera con vivacidad, una y otra vez, y la suave ondulación de los ajustados pantalones cortos de pana por debajo del saco verde botella. En su rostro aparecía una expresión dolorida.
-¡Estupenda chica! -dijo una voz fuerte y alegre detrás de él.
Bernard se sobresaltó y se dio la media vuelta. El rostro rojo y gordinflón de Benito Hoover lo miraba sonriendo, desde arriba, sonriendo con manifiesta cordialidad. Todo el mundo sabía que Benito tenía muy buen carácter. La gente decía de él que hubiese podido pasar toda la vida sin tocar para nada el soma. La malicia y el mal humor de los que los demás tenían que tomarse vacaciones nunca lo afligieron. Para Benito, la realidad era siempre alegre y sonriente.
-¡Y neumática, además! ¡Y cómo! -En seguida, en otro tono, prosiguió-: pero yo diría que estás un poco melancólico. Lo que necesitás es un gramo de soma. -Hurgando en el bolsillo derecho de sus pantalones, Benito sacó un frasquito-. Un solo centímetro cúbico cura diez pensam... Pero, ¡eh!
Bernard, súbitamente, había dado media vuelta y se había ido corriendo.
Benito se quedó mirándolo. ¿Qué carajo le pasa a ese tipo?, se preguntó, y, moviendo la cabeza, decidió que lo que contaban que alguien había introducido alcohol en el sucedáneo de la sangre del hombre tenía que ser cierto. Le afectó el cerebro, supongo.
Volvió a guardarse el frasco de soma, y sacando un paquete de goma de mascar a base de hormona sexual, se llevó una pastilla a la boca y, masticando, se dirigió hacia los cobertizos.
Henry Foster ya había sacado su aparato del cobertizo, y, cuando Lenina llegó, estaba sentado en la cabina de piloto, esperando.
-Cuatro minutos de retraso -fue todo lo que dijo.
Arrancó los motores y accionó los mandos del helicóptero. El aparato ascendió verticalmente en el aire. Henry aceleró; el zumbido de la hélice se agudizó, pasando del moscardón a la avispa, y de la avispa al mosquito; el velocímetro indicaba que ascendían a una velocidad de casi dos kilómetros por minuto. Londres se empequeñecía a sus pies. En pocos segundos, los enormes edificios de tejados planos se convirtieron en un plantío de hongos geométricos entre el verde de parques y jardines. En medio de ellos, un hongo de tallo alto, más esbelto, la Torre de Charing-T, que levantaba hacia el cielo un disco de reluciente cemento armado.
Como vagos torsos de fabulosos atletas, enormes nubes carnosas flotaban en el cielo azul, por encima de sus cabezas. De una de ellas salió de golpe un pequeño insecto escarlata, que caía zumbando.
-Ahí está el Cohete Rojo que llega de Nueva York -dijo Henry-. Lleva siete minutos de retraso -agregó-.
-Es escandalosa la falta de puntualidad de esos servicios atlánticos.
Retiró el pie del acelerador. El zumbido de las palas situadas encima de sus cabezas descendió una octava y media, volviendo a pasar de la abeja al moscardón, y sucesivamente al abejorro, al escarabajo volador y al ciervo volante. El movimiento de ascenso del aparato se redujo; un momento después estaban inmóviles, suspendidos en el aire. Henry movió una palanca y sonó un chasquido. Lentamente al principio, después cada vez más rápido hasta que se formó una niebla circular ante sus ojos, la hélice situada delante de ellos empezó a girar. El viento producido por la velocidad horizontal silbaba cada vez más agudamente en los estays. Henry no separaba los ojos del contador de revoluciones; cuando la aguja alcanzó la señal de los mil doscientos, detuvo la hélice del helicóptero. El aparato tenía el suficiente impulso hacia delante para poder volar sostenido solamente por sus alas.
Lenina miró hacia abajo a través de la ventanilla ubicada en el suelo entre sus pies. Volaban por encima de la zona de seis kilómetros de parque que separaba Londres central de su primer anillo de suburbios satélites. El verdor aparecía hormigueante de vida, de una vida que la visión desde lo alto hacía aparecer achatada.
Bosques de torres de Pelota Centrífuga brillaban entre los árboles.
-¡Qué horrible es el color caqui! -comentó Lenina expresando en voz alta los prejuicios hipnopédicos de su propia casta.
Los edificios de los Estudios de Sensorama de Houslow cubrían siete hectáreas y media. Cerca de ellos, un ejército negro y caqui de obreros se esforzaba revitrificando la superficie de la Gran Carretera del Oeste. Cuando pasaron volando por encima de ellos, estaban vaciando un gigantesco crisol portátil. La piedra fundida se esparcía en una corriente de incandescencias cegadoras por la superficie de la carretera; las apisonadoras de amianto iban y venían; por detrás de un camión de riego debidamente aislado, el vapor se levantaba en nubes blancas.
En Brentford, la factoría de la Corporación de Televisión parecía una pequeña ciudad.
-Deben de relevarse los turnos -dijo Lenina.
Como áfidos y hormigas, las chicas Gammas, color verde hoja, y los negros Semienanos pululaban alrededor de las entradas, o formaban cola para ocupar sus asientos en los tranvías de un solo riel. Betas-Menos de color de morado iban y venían entre la multitud.
Diez minutos después estaban en Stoke Poges y habían empezado su primera partida de Golf de Obstáculos.

2
Bernard cruzó la terraza con los ojos bajos casi todo el tiempo, o desviándolos inmediatamente si por casualidad se topaban con alguna criatura humana. Era como un hombre perseguido, pero perseguido por enemigos que no deseaba ver, porque sabía que los vería todavía más hostiles de lo que había supuesto, lo que lo haría sentirse más culpable y más irremediablemente solo.
¡Ese antipático de Benito Hoover! Y, sin embargo, el tipo no había tenido mala intención. Lo que, en cierta manera, empeoraba todavía más las cosas. Los que lo querían bien se comportaban lo mismo que los que lo querían mal. Hasta Lenina lo hacía sufrir. Bernard recordaba aquellas semanas de tímida indecisión, durante las cuales había esperado, deseado o desesperado de tener jamás el valor suficiente para declarársele. ¿Se atrevería a correr el riesgo de ser humillado por una despectiva negativa? Pero si Lenina le decía que sí, ¡qué éxtasis el suyo! Bueno, ahora Lenina ya le había dado el sí, y, sin embargo, Bernard seguía sintiéndose infeliz, infeliz porque Lenina había juzgado que aquella tarde era estupenda para jugar al Golf de Obstáculos, porque se había alejado corriendo para reunirse con Henry Foster, porque lo había considerado a él divertido por el hecho de no querer discutir sus asuntos más íntimos en público. En suma, infeliz porque Lenina se había portado como cualquier chica inglesa sana y virtuosa tenía que portarse, y no de otra forma anormal.
Bernard abrió la puerta de su cobertizo y llamó a una pareja de ociosos ayudantes Delta-Menos para que sacaran su aparato de la terraza. El personal de los cobertizos pertenecía a un mismo Grupo Bokanovski, y los hombres eran mellizos, igualmente bajos, morochos y feos. Bernard les dio las órdenes pertinentes en el tono áspero, arrogante y hasta ofensivo de quien no se siente demasiado seguro de su superioridad. Para Bernard, tener tratos con miembros de castas inferiores, resultaba siempre una experiencia sumamente dolorosa. Por la causa que fuera (y las murmuraciones acerca de la mezcla de alcohol en su dosis de sucedáneo de sangre probablemente eran ciertas, porque un accidente siempre es posible), el físico de Bernard apenas era un poco mejor que el del promedio de Gammas. Era ocho centímetros más bajo que el patrón Alfa, y proporcionalmente menos corpulento. El contacto con los miembros de las castas inferiores le recordaba siempre dolorosamente su insuficiencia física. Yo soy yo, y desearía no serlo. La conciencia que tenía de sí mismo era muy aguda y dolorosa. Cada vez que se descubría a sí mismo mirando horizontalmente y no de arriba para abajo a la cara de un Delta, se sentía humillado. ¿Lo trataría aquel ser con el respeto debido a su casta? La incógnita lo atormentaba. No sin razón. Porque los Gammas, los Deltas y los Epsilones habían sido condicionados de forma que asociaran la masa corporal con la superioridad social. De hecho, un débil prejuicio hipnopédico en favor de las personas voluminosas era universal. De ahí las risas de las mujeres a las cuales hacía proposiciones, y las bromas de sus iguales entre los hombres. Las burlas lo hacían sentir como un forastero; y, sintiéndose como un forastero, se comportaba como tal, cosa que aumentaba el desprecio y la hostilidad que suscitaban sus defectos físicos. Lo que, a su vez, aumentaba su sensación de soledad y extranjería. Un temor crónico a ser desairado lo inducía a eludir la compañía de sus iguales, y a mostrarse excesivamente consciente de su dignidad en cuanto se refería a sus inferiores.
¡Cuán amargamente envidiaba a hombres como Henry Foster y Benito Hoover!
Perezosamente, o así le pareció a él, y a regañadientes, los mellizos sacaron su avión a la terraza.
-¡Rápido! -dijo Bernard irritado.
Uno de los dos hombres lo miró. ¿Era una especie de bestial irrisión lo que Bernard captó en aquellos inexpresivos ojos grises?
-¡Rápido! -gritó más fuerte.
Y en su voz sonó una desagradable ronquera.
Subió al avión y un minuto después, volaba en dirección Sur, hacia el río.
Las diversas Oficinas de Propaganda y la Escuela de Ingeniería Emocional se encontraban en un mismo edificio de sesenta pisos, en Fleet Street. En los sótanos y en los pisos bajos estaban las prensas y las redacciones de los tres grandes diarios londinenses: El Radio Horario, el periódico de las clases altas, la Gazeta Gamma, verde pálido, y El Espejo Delta, impreso en papel caqui y exclusivamente con palabras de una sola sílaba. Después venían las Oficinas de Propaganda por Televisión, por Sensorama, y por Voz y Música Sintéticas, respectivamente: veintidós pisos de oficinas. Encima de éstos estaban los laboratorios de investigación y las salas almohadilladas en las que los Escritores de Pistas Sonoras y los Compositores Sintéticos realizaban su delicada labor. Los dieciocho pisos superiores estaban ocupados por la Escuela de Ingeniería Emocional.
Bernard aterrizó en la terraza de la Casa de la Propaganda y se bajó de su aparato.
-Llamá al Sr. Helmholtz Watson -ordenó al portero Gamma-Más- y decile que el Sr. Bernard Marx lo espera en la terraza.
Se sentó y encendió un cigarrillo.
Helmholtz Watson estaba escribiendo cuando le llegó el mensaje.
-Decile que voy inmediatamente -contestó. Y colgó el auricular. Después, dirigiéndose hacia su secretaria, continuó en el mismo tono oficial e impersonal-: usted se ocupará de retirar mis cosas.
Y haciendo caso omiso de la luminosa sonrisa de la chica, se levantó y se dirigió vivamente hacia la puerta.
Era un hombre corpulento, de pecho abombado, espaldas anchas, macizo, y, sin embargo, rápido en sus movimientos, ágil, flexible. La fuerte y bien redondeada columna de su cuello sostenía una cabeza muy bien formada. Tenía los cabellos negros y rizados, y los rasgos faciales muy marcados. Su apostura era agresiva, enfática; era lindo y, como su secretaria nunca se cansaba de repetir, era, centímetro a centímetro, el prototipo de Alfa-Más. Profesor en la Escuela de Ingeniería Emocional (Departamento de Escritura), en los intervalos de sus actividades como profesor ejercía como Ingeniero de Emociones. Escribía regularmente para El Radio Horario, componía guiones para el Sensorama, y tenía un certero instinto para los slogans y las aleluyas hipnopédicas. Competente, era la opinión de sus superiores. Y, moviendo la cabeza y bajando significativamente la voz, añadían: tal vez demasiado competente.
Sí, un poco demasiado; tenían razón. Un exceso mental había producido en Helmholtz Watson efectos muy similares a los que en Bernard Marx eran el resultado de un defecto físico. Su inferioridad ósea y muscular había aislado a Bernard de sus semejantes, y la sensación de separación, que era, en relación con los standards normales, un exceso mental, se convirtió a su vez en causa de una separación más acusada.
Lo que hacía a Helmholtz tan incómodamente consciente de su propio yo y de su soledad era su desmedida capacidad. Lo que los dos hombres tenían en común era el conocimiento de que eran individuos. Pero mientras que la deficiencia física de Bernard había producido en él, durante toda su vida, la conciencia de ser diferente, Helmholtz Watson no se había dado cuenta hasta hacía muy poco tiempo de su superioridad mental y de su consiguiente diferenciación con respecto a la gente que lo rodeaba. El campeón de pelota sobre pista móvil, el amante infatigable (se decía que había tenido seiscientas cuarenta amantes diferentes en menos de cuatro años), el admirable miembro de comité, que se llevaba bien con todo el mundo, había entendido súbitamente que el deporte, las mujeres y las actividades comunales estaban, en lo que a él se refería, únicamente en segundo plano. En el fondo le interesaba otra cosa. Pero ¿qué? Ése era el problema que Bernard había ido a discutir con él, o, mejor, ya que Helmholtz llevaba siempre todo el peso de la conversación, a escuchar cómo, una vez más, lo discutía su amigo.
Tres atractivas chicas de la Oficina de Propaganda le cortaron el paso cuando salió del ascensor mediante la Voz Sintética.
-Querido Helmholtz, vení con nosotras a una cena campestre en Exmoor.
Lo rodeaban, implorándole. Pero Helmholtz movió la cabeza y se abrió paso.
-No, no.
-No invitamos a ningún otro hombre.
Pero Helmholtz no se dejó convencer ni siquiera por esta deliciosa perspectiva.
-No -repitió-. Tengo cosas que hacer.
Y siguió avanzando muy decidido. Las chicas lo siguieron. Y hasta que subió al avión de Bernard no dejaron de perseguirlo. Y no sin reproches.
-¡Estas mujeres! -soltó mientras que el aparato ascendía por el aire-. ¡Estas mujeres! -Movió la cabeza y frunció el ceño-. ¡Son terribles!
Bernard, hipócritamente, se mostró de acuerdo, aunque en el fondo no hubiese deseado otra cosa que poder tener tantas amigas como Helmholtz y con idéntica facilidad. De pronto, se sintió impulsado a vanagloriarse.
-Me voy a llevar a Lenina Crowne a Nuevo Méjico conmigo -dijo en un tono que quería aparecer indiferente.
-¿Sí? -dijo Helmholtz, sin el menor interés. Y, tras una breve pausa, prosiguió-: desde hace una o dos semanas he dejado los comités y las chicas. No te podés imaginar el revuelo que se ha hecho en la Escuela. Pero, a pesar de eso, creo que valió la pena. Las consecuencias... -Dudó-. Bueno, son raras, muy raras.
Una deficiencia física puede producir una especie de exceso mental. Al parecer, el proceso era reversible.
Un exceso mental podía producir, en bien de sus propios fines, la voluntaria ceguera y sordera de la soledad deliberada, la impotencia artificial del ascetismo.
El resto del corto vuelo transcurrió en silencio. Cuando llegaron y se acomodaron en los divanes neumáticos de la habitación de Bernard, Helmholtz reanudó su disquisición.
Hablando muy lentamente, preguntó:
-¿No has tenido nunca la sensación de que dentro tuyo existía algo que sólo esperaba que le dieras una oportunidad para salir afuera? ¿Una especie de energía adicional que no usás, como el agua que cae por una cascada en lugar de caer a través de las turbinas?
Y miró a Bernard de forma interrogadora.
-¿Vos hablás de todas las emociones que uno podría sentir si las cosas fuesen de otro manera?
Helmholtz movió la cabeza.
-No es eso exactamente. Quiero decir, un sentimiento extraño que experimento de vez en cuando, el sentimiento de que tengo algo importante que decir y de que estoy capacitado para decirlo; sólo que no sé de qué se trata y no puedo usar esa capacidad. Si hubiese alguna otra manera de escribir... O alguna otra cosa sobre la que escribir... –Se quedó en silencio unos segundos, y, al fin, continuó-: soy muy experto en la creación de frases; encuentro esa clase de palabras que lo hacen saltar a uno como si se hubiese sentado en un alfiler, que parecen nuevas y excitantes aun cuando se refieran a algo que es hipnopédicamente obvio. Pero eso no me basta. No es suficiente que las frases sean buenas; también debe ser bueno lo que se hace con ellas.
-Pero lo que vos escribís es útil, Helmholtz.
-Para lo que está destinado, sí. -Se encogió de hombros-. Pero su destino, ¡es tan poco trascendente! No son cosas importantes. Y yo tengo la sensación de que podría hacer algo mucho más importante. Sí, y más intenso, más violento. Pero, ¿qué? ¿Qué se puede decir, que sea más importante? ¿Y cómo se puede ser violento tratándose de las cosas que esperan que uno escriba? Las palabras pueden ser como los rayos X, si se usan bien atraviesan todo. Las leés y te traspasan. Esa es una de las cosas que trato de enseñar a mis alumnos: a escribir de manera penetrante. Pero, ¿de qué sirve que te penetre un artículo sobre un Canto de Comunidad, o la última mejora en los órganos de perfumes? Además, ¿es posible hacer que las palabras sean penetrantes como los rayos X, más potentes cuando se escribe sobre cosas como éstas? ¿Sirve decir algo sobre nada? Al final de cuentas, ése es el problema.
-¡Silencio! -dijo Bernard-. Creo que hay alguien en la puerta -susurró.
Helmholtz se puso de pie, cruzó la habitación de puntitas, y con un movimiento rápido y brusco abrió la puerta de par en par. Naturalmente, no había nadie.
-Disculpá -dijo Bernard, sintiéndose en ridículo-. Creo que estoy un poco nervioso. Cuando la gente empieza a sospechar de uno, terminás por sospechar también de todos.
Se pasó una mano por los ojos, suspiró y su voz se hizo quejumbrosa. Se justificaba.
-Si supieras todo lo que he tenido que aguantar últimamente... -dijo, casi llorando; y la marea ascendente de su autocompasión era como si la presa de un embalse se hubiese derrumbado -. ¡Si lo supieras!
Helmholtz lo escuchaba con cierta sensación de incomodidad. ¡Pobre Bernard!, se dijo. Pero al mismo tiempo se sentía avergonzado por su amigo. Bernard tenía que dar muestras de tener un poco más de orgullo.

CAPITULO V
1
Hacia las ocho de la noche la luz empezó a disminuir. Los altavoces de la torre del Edificio del Club de Stoke Poges anunciaron con voz de tenor, más aguda que lo normal para un hombre, la hora de cierre de los campos de golf. Lenina y Henry abandonaron su partida y se fueron para el Club. De las instalaciones del Trust de Secreciones Internas y Externas llegaban los mugidos de los miles de animales que proporcionaban, con sus hormonas y su leche, la materia prima necesaria para la gran factoría de Farnham Royal.
Un incesante zumbido de helicópteros llenaba el aire teñido de luz crepuscular. Cada dos minutos y medio, un timbre y unos silbidos anunciaban la partida de uno de los trenes monorraíles ligeros que llevaban a los jugadores de golf de casta inferior de vuelta a la metrópoli.
Lenina y Henry subieron a su aparato y despegaron. A doscientos cincuenta metros de altura, Henry redujo las revoluciones de la hélice y permanecieron suspendidos durante uno o dos minutos sobre el paisaje que iba disipándose. El bosque de Burham Beeches se extendía como una gran laguna de oscuridad hacia la brillante ribera del firmamento occidental. Escarlatas en el horizonte, los restos de la puesta de sol palidecían, pasando por el color anaranjado, amarillo más arriba, y finalmente verde pálido, acuoso. Hacia el Norte, más allá y por encima de los árboles, la fábrica de Secreciones Internas y Externas resplandecía con un orgulloso brillo eléctrico que procedía de todas las ventanas de sus veinte pisos. Saliendo de la bóveda de cristal, un tren iluminado se lanzó al exterior. Siguiendo su rumbo Sudeste a través de la oscura llanura, sus miradas fueron atraídas por los majestuosos edificios del Crematorio de Slough. Con vistas a la seguridad de los aviones que circulaban de noche, sus cuatro altas chimeneas aparecían totalmente iluminadas y coronadas con señales de peligro pintadas en color rojo. Eran un excelente indicador.
-¿Por qué las chimeneas tienen esa especie de balcones alrededor? -preguntó Lenina.
-Recuperación del fósforo -explicó Henry telegráficamente-. En su camino ascendente por la chimenea, los gases pasan por cuatro tratamientos distintos. El P2 O5 antes se perdía cada vez que había una cremación. Actualmente se recupera más del noventa y ocho por ciento. Más de un kilo y medio por cada cadáver de adulto. En total, casi cuatrocientas toneladas de fósforo anuales, sólo en Inglaterra. -Henry hablaba con orgullo, gozando de aquel triunfo como si fuera el suyo-. Es bárbaro pensar que podemos seguir siendo socialmente útiles hasta después de muertos. Que ayudamos al crecimiento de las plantas.
Mientras tanto, Lenina había apartado la mirada y ahora la dirigía perpendicularmente a la estación del monorriel.
-Sí, es bárbaro -reconoció-. Pero es raro que los Alfas y Betas no hagan crecer más las plantas que esos asquerosos Gammas, Deltas y Epsilones de aquí.
-Todos los hombres son fisicoquímicamente iguales -dijo Henry sentenciosamente-. Además, hasta los Epsilones ejecutan servicios indispensables.
-Hasta los Epsilones...
Lenina se acordó súbitamente de una vez en que, todavía siendo una niña, en la escuela, se había despertado en plena noche y se había dado cuenta, por primera vez, del susurro que acosaba todos sus sueños. Volvió a ver el rayo de luz de luna, la hilera de camitas blancas; oyó de nuevo la voz suave, suave, que decía (las palabras seguían presentes, no olvidadas, inolvidables después de tantas repeticiones nocturnas): Todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie. Hasta los Epsilones son útiles. No nos la podemos pasar sin los Epsilones. Todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie ... Lenina recordaba su primera impresión de temor y de sorpresa; sus reflexiones durante media hora de desvelo; y después, bajo la influencia de aquellas repeticiones interminables, la gradual sedación de la mente, la suave aproximación del sueño...
-Supongo que a los Epsilones no les importa ser Epsilones -dijo en voz alta.
-Claro que no. Es imposible. Ellos no saben qué es ser otra cosa. A nosotros sí nos importaría, por supuesto. Pero nosotros fuimos condicionados de otra forma. Además, partimos de una herencia diferente.
-Me alegro de no ser una Epsilon -dijo Lenina, con acento de gran convicción.
-Y si fueses una Epsilon -dijo Henry- tu condicionamiento te induciría a alegrarte igualmente de no ser una Beta o una Alfa.
Arrancó la hélice delantera y dirigió el aparato hacia Londres. Detrás de ellos, a poniente, los tonos escarlata y anaranjado casi estaban totalmente marchitos; una oscura franja de nubes había ascendido por el cielo. Cuando volaban por encima del Crematorio, el aparato saltó hacia arriba, impulsado por la columna de aire caliente que surgía de las chimeneas, para volver a bajar bruscamente cuando penetró en la corriente inmediata de aire frío.
-¡Qué buena montaña rusa! -exclamó Lenina riendo complacida.
Pero el tono de Henry, por un momento, fue casi melancólico.
-¿Sabés en qué consiste esta montaña rusa? -dijo-. Es un ser humano que desaparece definitivamente. Eso era ese chorro de aire caliente. Sería curioso saber quién había sido, si hombre o mujer, Alfa o Epsilon...
-Suspiró, y después, con voz decididamente alegre, concluyó-: En todo caso, de una cosa podemos estar seguros, fuese quien fuese, en vida fue feliz. Todo el mundo es feliz, actualmente.
-Sí, ahora todo el mundo es feliz -repitió Lenina como un eco.
Habían oído repetir estas mismas palabras ciento cincuenta veces cada noche durante doce años.
Después de aterrizar en la terraza del edificio de departamentos de cuarenta pisos de Henry, en Westminster, pasaron directamente al comedor. En él, en alegre y ruidosa compañía, disfrutaron una cena excelente. Con el café sirvieron soma. Lenina tomó dos tabletas de medio gramo, y Henry, tres. A las nueve y veinte cruzaron la calle en dirección al recién inaugurado Cabaret de la Abadía de Westminster. Era una noche casi sin nubes, sin luna y estrellas; pero, por suerte, Lenina y Henry no se dieron cuenta de este hecho más bien deprimente. Los anuncios luminosos, en efecto, impedían la visión de las tinieblas exteriores. Calvin Stopes y sus Dieciséis Saxofonistas. En la fachada de la nueva Abadía, las gigantescas letras destellaban acogedoramente. El mejor órgano de colores y perfumes. Toda la Música Sintética más reciente.
Entraron. El aire parecía cálido y casi irrespirable a fuerza de olor de ámbar gris y madera de sándalo. En el techo abovedado del vestíbulo, el órgano del color había pintado momentáneamente una puesta de sol tropical. Los Dieciséis Saxofonistas tocaban un viejo éxito: No hay en el mundo un Frasco como mi querido Frasquito. Cuatrocientas parejas bailaban un fivestep sobre el piso brillante, pulido. Lenina y Henry se sumaron pronto a los que bailaban. Los saxos maullaban como gatos melódicos bajo la luna, gemían en tonos agudos, como tenores, como en plena agonía. Con gran riqueza de tonos armónicos, su trémulo coro ascendía hacia un clímax, cada vez más alto, más fuerte, hasta que al final, con un gesto de la mano, el director daba rienda suelta a la última estruendosa nota de música etérea y borraba del mapa a los dieciséis músicos, meramente humanos. Un trueno en la bemol mayor. Después seguía una caída gradual del sonido y de la luz, un diminuendo que se fluía poco a poco, en cuartos de tono, bajando, bajando, hasta llegar a un acorde dominante susurrado débilmente, que persistía (mientras los ritmos de cinco por cuatro seguían sosteniendo el ritmo como fondo), cargando los segundos ensombrecidos por una intensa expectación. Y, al fin, la expectación llegó a su término. Se produjo un amanecer explosivo, y, al mismo tiempo, los dieciséis rompieron a cantar:
¡Frasco mío, siempre te he deseado!
Frasco mío, ¿por qué fui decantado?
El cielo es azul dentro tuyo,
y reina siempre el buen tiempo; porque
no hay en el mundo ningún Frasco
que a mi querido Frasco se pueda comparar.
Pero mientras seguían el ritmo junto con las otras cuatrocientas parejas alrededor de la pista de la Abadía de Westminster, Lenina y Henry bailaban ya en otro mundo, el cálido mundo abigarrado, infinitamente agradable, de las vacaciones del soma. ¡Qué amables, lindos y divertidos eran todos! ¡Frasco mío, siempre te he deseado! Pero Lenina y Henry ya tenían lo que querían... En ese preciso momento, estaban dentro del frasco, a salvo, en su interior, gozando del buen tiempo y del cielo por siempre azul. Y cuando, extenuados, los dieciséis dejaron los saxos y el aparato de Música Sintética empezó a reproducir las últimas creaciones en Blues Malthusianos lentos, Lenina y Henry hubieran podido ser dos embriones mellizos que girasen juntos entre las olas de un océano embotellado de sucedáneo de la sangre.
-Buenas noches, queridos amigos. Buenas noches, queridos amigos... -Los altavoces ocultaban sus órdenes bajo una cortesía campechana y musical-. Buenas noches, queridos amigos...
Obedientemente, con todos los demás, Lenina y Henry salieron del edificio. Las deprimentes estrellas habían avanzado un buen trecho en su ruta celeste. Pero aunque el muro aislante de los anuncios luminosos ya se había desintegrado en gran parte, los dos conservaron su feliz ignorancia de la noche.
Ingerida media hora antes del cierre, la segunda dosis de soma había levantado un muro impenetrable entre el mundo real y sus mentes. Metidos en su frasco ideal, cruzaron la calle; igual de enfrascados subieron en el ascensor al cuarto de Henry en el piso veintiocho. Y, a pesar de seguir enfrascada y de el segundo gramo de soma, Lenina no se olvidó de tomar las precauciones anticoncepcionales reglamentarias. Años de hipnopedia intensiva y, de los doce años a los dieciséis, ejercicios malthusianos tres veces por semana, habían llegado a hacer tales precauciones casi automáticas e inevitables como el parpadeo.
-Esto me hace acordar -dijo al salir del baño- que Fanny Crowne quiere saber dónde encontraste esa cartuchera de sucedáneo de cuero verde que me regalaste.
2

Jueves por medio Bernard tenía su día de Servicio y Solidaridad. Después de cenar temprano en el Aphroditaeum (del que Helmholtz había sido elegido miembro según la Regla 2ª), se despidió de su amigo y llamando un taxi en la terraza, ordenó al conductor que volara hacia la Cantoría Comunal de Fordson. El aparato ascendió unos doscientos metros, luego tomó rumbo hacia el Este, y al dar la vuelta, apareció ante los ojos de Bernard, gigantesca y hermosa, la Cantoría.
¡Qué lo parió, llego tarde!, exclamó Bernard para sí cuando echó una ojeada al Big Henry, el reloj de la Cantoría. Y, en efecto, mientras pagaba el importe de el viaje, el Big Henry dio la hora. Ford cantó una inmensa voz de bajo a través de las trompetas de oro. Ford, Ford, Ford ...nueve veces. Bernard se dirigió corriendo hacia el ascensor.
El gran auditorium para las celebraciones del Día de Ford y otros Cantos Comunitarios masivos estaban en la parte más baja del edificio. Encima de esta enorme sala había, cien por piso, las siete mil salas utilizadas por los Grupos de Solidaridad para sus servicios bisemanales. Bernard bajó al piso treinta y tres, avanzó apresuradamente por el pasillo y se detuvo, vacilando un instante, ante la puerta de la sala número 3.210; después, tomando una decisión, abrió la puerta y entró.
Gracias a Ford, no era el último. Tres sillas de las doce dispuestas en torno a una mesa circular permanecían desocupadas. Bernard se deslizó hasta la más cercana, tratando de llamar la atención lo menos posible, y disponiéndose a mostrar un ceño fruncido a los que llegarían después.
Girándose hacia él, la chica sentada a su izquierda le preguntó:
-¿A qué jugaste esta tarde? ¿A Obstáculos o a Electro-magnético?
Bernard la miró (¡Ford!, era Morgana Rotschild), y, sonrojándose, tuvo que reconocer que no había jugado ni a una cosa ni a la otra. Morgana lo miró asombrada. Y siguió un penoso silencio.
Después, intencionadamente, le dio la espalda y se dirigió al hombre sentado a su derecha, de aspecto más deportivo.
Buen principio para un Servicio de Solidaridad, pensó Bernard, compungido, y previó que volvería a fracasar en sus intentos de comunión con sus compañeros. ¡Si al menos se hubiese tomado el tiempo para echar una ojeada a los presentes, en vez de deslizarse hasta la silla más próxima! Hubiera podido sentarse entre Fifi Bradlaugh y Joanna Diesel. Y en lugar de hacerlo así había tenido que sentarse precisamente al lado de Morgana ¡Morgana! ¡Ford! ¡Las cejas negras que tenía! ¡O la ceja, mejor dicho, porque las dos se unían encima de la nariz! ¡Ford! Y a su derecha estaba Clara Deterding. Es verdad que las cejas de Clara no se unían en una sola. Pero, realmente, era demasiado neumática. Por otro lado Fifi y Joanna estaban muy bien. Rellenitas, rubias, no demasiado altas... ¡Y aquel patán de Tom Kawaguchi había tenido la suerte de poder sentarse entre ellas!
La última en llegar fue Sarojini Engels.
-Llega tarde -dijo el presidente del Grupo con severidad-. Que no vuelva a pasar.
El presidente se levantó, hizo la señal de la T y, poniendo en marcha la música sintética, dio rienda suelta al suave e incansable redoblar de los tambores y al coro de instrumentos, casiviento y supercuerda, que repetía con estridencia una y otra vez, la breve e inevitablemente pegadiza melodía del Primer Himno de Solidaridad.
Una y otra vez, y no era ya el oído el que captaba el ritmo, sino el diafragma; el quejido y estridor de aquellas armonías repetidas obsesionaba, no ya la mente, sino las suspirantes entrañas de compasión.
El presidente hizo otra vez la señal de la T y se sentó. El servicio había empezado. Las tabletas de soma consagradas fueron colocadas en el centro de la mesa. La copa del amor llena de soma en forma de helado de frutilla pasó de mano en mano, con la fórmula: bebo por mi aniquilación; con el acompañamiento de la orquesta sintética, se cantó el Primer Himno de Solidaridad:
Ford, somos doce; haz de nosotros uno solo,
como gotas en el Río Social;
haz que corramos juntos, rápidos
como tu brillante cascada.
Doce estrofas suspirantes. Después la copa del amor pasó de mano en mano por segunda vez. Ahora la fórmula era: bebo por el Ser Más Grande. Todos tomaron. La música sonaba, incansable. Los tambores redoblaron. El clamor y el estridor de las armonías se convertían en una obsesión en las fundidas entrañas. Cantaron el Segundo Himno de Solidaridad:
¡Ven, oh Ser Más Grande, Amigo Social,
a aniquilar a los Doce-en-Uno!
Deseamos morir, porque cuando morimos nuestra
vida más grande apenas ha empezado.
Otras doce estrofas. Entonces el soma ya empezaba a producir efectos. Los ojos brillaban, las mejillas ardían, la luz interior de la benevolencia universal asomaba en todos los rostros en forma de sonrisas felices, amistosas. Hasta Bernard se sentía un poco conmovido. Cuando Morgana Rotschild se dio vuelta y le dirigió una sonrisa radiante, él hizo lo posible por corresponderle. Pero la ceja, aquella ceja negra, única, ¡ay!, seguía existiendo. Bernard no podía ignorarla; no podía, por mucho que se esforzara. Su emoción, su fusión con los demás no había llegado lo bastante lejos. Tal vez si hubiese estado sentado entre Fifi y Joanna... Por tercera vez la copa del amor hizo la ronda. Bebo por la inminencia de su Advenimiento, dijo Morgana Rotschild, a quien, casualmente, había correspondido iniciar el rito circular. Su voz sonó fuerte, llena de exultación. Bebió y pasó la copa a Bernard. Bebo por la inminencia de su Advenimiento, repitió él en un sincero intento de sentir que el Advenimiento era inminente; pero la ceja única seguía obsesionándolo, y el Advenimiento, en lo que a él se refería, estaba tremendamente lejos. Bebió y pasó la copa a Clara Deterding. Voy a fracasar de nuevo -se dijo-. Estoy seguro. Pero siguió haciendo todo lo posible por mostrar una sonrisa radiante.
La copa del amor ya había dado la vuelta.
Levantando la mano, el presidente dio una señal; el coro rompió a cantar el Tercer Himno de Solidaridad:
¿No sientes como llega el Ser Más Grande?
¡Alégrate, y, al alegrarte, muere!
¡Fúndete en la música de los tambores!
Porque yo soy tú y tú eres yo.
A cada nuevo verso aumentaba en intensidad la excitación de las voces. El presidente alargó la mano, y de pronto una Voz, una Voz fuerte y grave, más musical que cualquier otra voz meramente humana, más rica, más cálida, más vibrante de amor, de deseo, y de compasión, una voz maravillosa, misteriosa, sobrenatural, habló desde un punto ubicado por encima de sus cabezas. Lentamente, muy lentamente, dijo: ¡Oh, Ford, Ford, Ford!, en una escala que descendía y disminuía gradualmente. Una sensación de calor irradió, estremecedora, desde el plexo solar a todos los miembros de cada uno de los cuerpos de los oyentes; las lágrimas asomaron en sus ojos; sus corazones, sus entrañas, parecían moverse en su interior, como dotados de vida propia... ¡Ford!, se fundían... ¡Ford!, se disolvían... Después, en otro tono, súbitamente, provocando un sobresalto, la Voz trompeteó: ¡Escuchen! ¡Escuchen! Todos escucharon. Tras una pausa, la voz bajó hasta convertirse en un susurro, pero un susurro en cierto modo más penetrante que el grito más estentóreo. Los pies del Ser Más Grande, prosiguió la Voz. El susurro casi expiró. Los pies del Ser Más Grande están en la escalera. Y volvió a hacerse el silencio; y la expectación, momentáneamente relajada, volvió a hacerse tensa, cada vez más tensa, casi hasta el punto del desgarramiento. Los pies del Ser Más Grande... ¡Oh, sí, los oían, oían sus pisadas, bajando suavemente la escalera, acercándose progresivamente por la invisible escalera! Los pies del Ser Más Grande. Y, de repente, se alcanzó el punto de desgarramiento. Con los ojos y los labios abiertos, Morgana Rotschild saltó sobre sus pies.
-¡Lo oigo! -gritó-. ¡Lo oigo! -¡Viene! -chilló Sarojini Engels. -¡Sí, viene, lo oigo!
Fifi Bradlaugh y Tom Kawaguchi se levantaron.
-¡Oh, oh, oh! -exclamó Joanna.
-¡Viene! -exlamó Jim Bokanovsky.
El presidente se inclinó hacia delante, y, pulsando un botón, soltó un delirio de platillos e instrumentos de metal, una fiebre de campanas.
-¡Oh, ya viene! -chilló Clara Deterding-. ¡Ay!
Y fue como si la degollaran.
Comprendiendo que le tocaba el turno de hacer algo, Bernard también se levantó de un salto y gritó:
-¡Lo oigo; ya viene!
Pero no era verdad. No había oído nada, y no creía que llegara nadie. Nadie, a pesar de la música, a pesar de la exaltación creciente. Pero agitó los brazos y chilló como el mejor; y cuando los demás empezaron a sacudirse, a herir el suelo con los pies y arrastrarlos, los imitó debidamente.
Empezaron a bailar en círculo, formando una procesión, cada uno con las manos en las caderas del bailarín que iba adelante; vueltas y más vueltas, gritando al unísono, llevando el ritmo de la música con los pies y dando palmadas en la cola del que estaba adelante de ellos. Doce pares de manos palmeando, como una sola; doce colas resonando como una sola. Doce como uno solo, doce como uno solo. Lo oigo; lo oigo venir. La música aceleró su ritmo; los pies golpeaban más rápido, y las rítmicas palmadas se sucedían con más velocidad. Y, de golpe, una voz de bajo sintético soltó como un trueno las palabras que anunciaban la próxima unión y la consumación final de la solidaridad, el advenimiento del Doce-en-Uno, la encarnación del Ser Más Grande. Orgía-Porfía cantaba, mientras las campanas seguían con su febril golpeteo.
Orgía-Porfía, Ford y diversión,
besen a las chicas y háganlas Uno.
Los chicos a la una con las chicas en paz;
la Orgía-Porfía libertad les da.
Orgía-Porfía ... Los bailarines recogieron el estribillo litúrgico. Orgía-Porfía, Ford y diversión, besen a las chicas y háganlas Uno ... Y mientras cantaban, las luces empezaron a oscurecerse lentamente, y al tiempo que cedía su intensidad, se hacían más cálidas, más ricas, más rojas, hasta que al fin bailaban a la escarlata luz crepuscular de un Almacén de Embriones. Orgía-Porfía ... En las tinieblas fetales, color de sangre, los bailarines siguieron circulando un rato, llevando el ritmo infatigable con los pies y las manos. Orgía-Porfía...
Después el círculo osciló y se rompió, y cayó desintegrado parcialmente en el anillo de divanes que rodeaban con círculos concéntricos- la mesa y sus sillas planetarias. Orgía-Porfía... Tiernamente, la grave Voz arrullaba y engatusaba; y en el rojo crepúsculo era como si una enorme paloma negra se cerniese, benévola, por encima de los bailarines, a veces en posición horizontal o ladeada.
Estaban parados en la terraza; el Big Henry acababa de dar las once. La noche era apacible y cálida.
-Fue buenísimo, ¿nocierto? -dijo Fifi Bradlaugh-. ¿Verdad que fue buenísimo?
Miró a Bernard con expresión de éxtasis, pero de un éxtasis en el que no había restos de agitación o excitación. Porque estar excitado es estar todavía insatisfecho.
-¿No te pareció genial? -insistió, mirando fijamente a la cara de Bernard con aquellos ojos que lucían con un brillo sobrenatural.
-¡Oh, sí, me pareció buenísimo! -mintió Bernard.
Y desvió la mirada; la visión de aquel rostro transfigurado era a la vez una acusación y un irónico recordatorio de su propio aislamiento. Bernard se sentía ahora tan infelizmente aislado como cuando había empezado el Servicio; más aislado a causa de su vaciedad no llenada, de su saciedad mortal. Separado y fuera de la armonía, mientras que los demás se fundían en el Ser Más Grande.
-De verdad genial-repitió.
Pero no podía dejar de pensar en la ceja de Morgana.


CAPITULO VI
1

Raro, raro, raro. Ese era el veredicto de Lenina sobre Bernard Marx. Tan raro, que en el transcurso de las siguientes semanas se había preguntado más de una vez si no sería preferible cambiar de parecer en cuanto a lo de las vacaciones en Nuevo Méjico, e irse al Polo Norte con Benito Hoover. Lo malo era que Lenina ya conocía el Polo Norte; había estado allá con George Edzel el verano pasado, y, lo que era peor, le había parecido sumamente triste. Nada que hacer y el hotel terriblemente anticuado: sin televisión en los dormitorios, sin órgano de perfumes, sólo con un poco de infecta música sintética, y nada más que veinticinco pistas móviles para los doscientos huéspedes. No, decididamente no podría soportar otra visita al Polo Norte. Además, en Norteamérica había estado sólo una vez. Y en muy malas condiciones. Un simple fin de semana en Nueva York, en plan de ahorros. ¿Había ido con Jean-Jacques Habibullah o con Bokanovsky Jones? Ya ni se acordaba. En todo caso, no tenía la menor importancia. La perspectiva de volar de nuevo hacia el Oeste, y por toda una semana, era muy atractiva. Además, pasarían al menos tres días en una Reserva para Salvajes. En todo el Centro sólo media docena de personas habían estado en el interior de una reserva para Salvajes. En su calidad de psicólogo Alfa-Beta, Bernard era uno de los pocos hombres que ella conocía que podía obtener el permiso para eso. Para Lenina, esa era una oportunidad única. Y, sin embargo, tan única era también la rareza de Bernard, que la chica había dudado en aprovecharla, y hasta había pensado correr el riesgo de volver al Polo Norte con el simpático Benito. Por lo menos, Benito era normal. Mientras que Bernard...
Le pusieron alcohol en el sucedáneo. Esa era la explicación de Fanny para toda excentricidad. Pero Henry, con quien, una noche, mientras estaban juntos en la cama, Lenina había discutido apasionadamente sobre su nuevo amante, Henry había comparado al pobre Bernard con un rinoceronte.
-Es imposible domesticar a un rinoceronte -había dicho Henry en su estilo breve y vigoroso-. Hay hombres que son casi como los rinocerontes; no responden adecuadamente al condicionamiento. ¡Pobres diablos! Bernard es uno de ellos. Por suerte para él en su profesión es excelente. Si hubiera sido de otra forma, el director lo hubiese expulsado. Sin embargo -agregó, consolándola-, lo considero completamente inofensivo.
Completamente inofensivo; sí, a lo mejor. Pero también muy inquietante. En primer lugar, su manía de hacerlo todo en privado. Lo que en la práctica, significaba no hacer nada en absoluto. Porque, ¿qué podía hacerse en privado? (Aparte, por supuesto, de acostarse; pero no se podía pasar todo el tiempo así.) Sí, ¿qué se podía hacer? Muy poca cosa. La primera tarde que salieron juntos hacía un tiempo espléndido. Lenina había sugerido un baño en el Club Rural Torquay, seguido de una cena en el Oxford Union. Pero Bernard dijo que habría demasiada gente. ¿Y un partido de Golf Electromagnético en Saint Andrews? Nueva negativa.
Bernard consideraba que el Golf Electromagnético era una pérdida de tiempo.
-Entonces, ¿para qué es el tiempo, si no? -preguntó Lenina, un poco asombrada.
Por lo visto, para pasear por el Distrito de Los Lagos; porque esto fue lo que Bernard propuso. Aterrizar en la cumbre de Skiddaw y pasear un par de horas por los matorrales.
-Solo con vos, Lenina.
-Pero, Bernard, vamos a estar solos toda la noche.
Bernard se puso colorado y desvió la mirada. -Quiero decir solos para poder hablar -murmuró.
-¿Hablar? Pero ¿de qué?
¡Andar y hablar! ¡Vaya extraña manera de pasar una tarde!
Al fin Lenina lo convenció, muy a regañadientes, y volaron a Amsterdan para ver los cuartos de final del Campeonato Femenino de Lucha de pesos pesados.
-Con una muchedumbre –se quejó Bernard-. Como de costumbre.
Permaneció obstinadamente sombrío toda la tarde; no quiso hablar con los amigos de Lenina (de los que se encontraron por docenas en el bar de helados de soma, en los descansos); y a pesar de su mal humor se negó rotundamente a aceptar el medio gramo de helado de frutilla que Lenina le ofrecía con insistencia.
-Prefiero ser yo mismo -dijo Bernard-. Yo y desdichado, antes que cualquier otro y jocoso. -Un gramo a tiempo ahorra nueve -dijo Lenina, exhibiendo su sabiduría hipnopédica.
Bernard apartó con impaciencia la copa que le ofrecía.
-Vamos, no perdás los estribos -dijo Lenina-. Acordate que un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos.
-¡Callate por Ford, de una vez! -gritó Bernard.
Lenina se encogió de hombros.
-Siempre es mejor un gramo que una puteada -concluyó con dignidad.
Y se tomó el helado.
Cruzando el Canal en el camino de vuelta, Bernard insistió en detener la hélice y en quedarse suspendidos sobre el mar, a unos treinta metros de las olas. El tiempo había empeorado; se había levantado viento del Sudoeste y el cielo aparecía nubloso.
-Mirá -le ordenó Bernard.
-Me parece horrible -dijo Lenina, alejándose de la ventanilla. La horrorizó el huidizo vacío de la noche, el oleaje negro, espumoso del mar a sus pies, y la pálida faz de la luna, macilenta y triste entre las nubes en fuga. Pongamos la radio en seguida.
Lenina alargó la mano hacia el botón de mando situado en el tablero del aparato y lo conectó al azar.
-...el cielo es azul en tu interior -cantaban dieciséis voces trémulas-, el tiempo es siempre...
Después un hipo, y el silencio. Bernard había cortado la corriente.
-Quiero poder mirar el mar en paz -dijo-. Con este ruido espantoso ni siquiera se puede mirar.
-Pero ¡si es precioso! Yo no quiero mirar.
-Pero yo sí -insistió Bernard-. Me hace sentir como si... -dudó, buscando palabras para expresarse-, como si fuese más yo, ¿me entendés? Más yo mismo, y menos como una parte de algo más. No sólo como una célula del cuerpo social. ¿Vos no lo sentís así, Lenina?
Pero Lenina estaba llorando.
-Es horrible, es horrible -repetía una y otra vez-. ¿Cómo podés hablar así? ¿Cómo podés decir que no querés ser una parte del cuerpo social? Al fin y al cabo, todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie.
Hasta los Epsilones...
-Sí, ya lo sé -dijo Bernard, burlonamente-. Hasta los Epsilones son útiles. Y yo también.
¡Ojalá no fuera así!
Lenina se escandalizó ante aquella blasfema exclamación.
-¡Bernard! -protestó, dolida y asombrada-.¿Cómo podés decir eso?
-¿Cómo puedo decirlo? -repitió Bernard en otro tono, meditabundo-. No, el verdadero problema es: ¿Por qué no puedo decirlo? O, todavía mejor, ya que, en realidad, sé perfectamente por qué, ¿qué sensación experimentaría si pudiera, si fuese libre, si no estuviera esclavizado por mi condicionamiento?
-Pero, Bernard, decís unas cosas horribles.
-¿Es que vos no querés ser libre, Lenina?
-No sé qué querés decir. Yo soy libre. Libre de divertirme cuanto quiera. Hoy en día todo el mundo es feliz.
Bernard rió.
-Sí, hoy en día todo el mundo es feliz. Eso es lo que ya les decimos a los niños a los cinco años. Pero ¿no te gustaría tener la libertad de ser feliz... de otra forma? A tu manera, por ejemplo; no a la manera de todos.
-No entiendo lo que querés decir -repitió Lenina. Después, tornándose hacia él, imploró-: ¡Oh!, volvamos ya, Bernard. No me gusta nada todo esto.
-¿No te gusta estar conmigo?
-Claro que sí, Bernard. Pero este lugar es horrible.
-Pensé que aquí estaríamos más... juntos, sólo con el mar y la luna como compañía. Más juntos que entre la muchedumbre y hasta que en mi habitación. ¿No lo entendés?
-No entiendo nada -dijo Lenina con decisión, determinada a conservar intacta su incomprensión-. Nada.
-Y continuó en otro tono-: y lo que menos entiendo es por qué no tomás soma cuando se te ocurren esa clase de ideas. Si lo tomaras te olvidarías de todo eso. Y en lugar de sentirte triste serías feliz. Muy feliz -repitió.
Y sonrió, a pesar de la confusa ansiedad que había en sus ojos, con una expresión que pretendía ser picarona y voluptuosa.
Bernard la miró en silencio, gravemente, sin responder a aquella invitación implícita. A los pocos segundos, Lenina apartó la vista, soltó una risita nerviosa, se esforzó por encontrar algo que decir y no lo encontró. El silencio se prolongó.
Cuando, por fin, Bernard habló, lo hizo con voz débil y fatigada.
-Está bien -dijo-; volvamos.
Y pisando con fuerza el acelerador, lanzó el aparato a toda velocidad, ganando altura, y al alcanzar los mil doscientos metros puso en marcha la hélice que los propulsaba. Volaron en silencio uno o dos minutos. Después, de golpe, Bernard empezó a reírse. De una manera extraña, en opinión de Lenina; pero, aun así, no podía negarse que era una carcajada.
-¿Te sentís mejor? -se aventuró a preguntar.
Por toda respuesta, Bernard retiró una mano de los mandos, y, rodeándola con un brazo, empezó a acariciarle los senos.
Gracias a Ford -se dijo Lenina- ya está repuesto.
Media hora más tarde estaba de vuelta en las habitaciones de Bernard. Éste tragó de golpe cuatro tabletas de soma, prendió la radio y la televisión y empezó a desnudarse.
-Bueno -dijo Lenina, con intencionada picardía cuando se encontraron de nuevo en la terraza, al día siguiente por la tarde-. ¿Te divertiste ayer?
Bernard asintió con la cabeza. Subieron al avión. Una breve sacudida, y partieron.
-Todos dicen que soy muy neumática -dijo Lenina, meditativamente dándose unas palmaditas en los muslos.
-Muchísimo.
Pero en los ojos de Bernard había una expresión dolida. Como carne, pensaba.
Lenina lo miró con cierta ansiedad.
-Pero no te parezco demasiado llenita, ¿verdad?
Bernard negó con la cabeza. Exactamente igual que carne.
-¿Te parezco a punto?
Otra afirmación muda de Bernard.
-¿En todos los aspectos?
-Perfecta -dijo Bernard en voz alta.
Y para sus adentros: ésa es la opinión que tiene de sí misma. No le importaba ser como la carne.
Lenina sonrió triunfalmente. Pero su satisfacción había sido prematura.
-Pero -prosiguió Bernard tras una breve pausa-, hubiese preferido que todo terminara de otra forma.
-¿De otra forma? ¿Podía terminarse de otra?
-Yo no quería que acabáramos acostándonos -especificó Bernard.
Lenina se mostró asombrada.
-Quiero decir, no ahí nomás, no el primer día.
-Pero, entonces, ¿qué ... ?
Bernard empezó a soltar una serie de tonterías incomprensibles y peligrosas. Lenina hizo todo lo posible por cerrar los oídos de su mente; pero de vez en cuando una que otra frase se empeñaba en hacerse oír: ... probar el efecto que produce detener los propios impulsos, lo escuchó decir. Fue como si esas palabras tocaran un resorte de su mente.
-No dejés para mañana la diversión que podés tener hoy -dijo Lenina gravemente.
-Doscientas repeticiones, dos veces por semana, desde los catorce años hasta los dieciséis y medio -se limitó a comentar Bernard. Su alocada charla prosiguió-. Quiero saber lo que es la pasión -oyó Lenina de sus labios-. Quiero sentir algo con fuerza.
-Cuando el individuo siente, la comunidad se resiente -citó Lenina.
-Bueno, ¿y por qué no puedo resentirme un poco?
-¡Bernard!
Pero Bernard no parecía avergonzado.
-Adultos intelectualmente y durante las horas de trabajo -siguió-, y niños en lo que se refiere a los sentimientos y los deseos.
-Nuestro Ford amaba a los niños.
Sin hacer caso de la interrupción, Bernard continuó:
-El otro día, de pronto, se me ocurrió que era posible ser un adulto en todo momento.
-Entiendo.
El tono de Lenina era firme.
-Ya lo sé. Y por eso nos acostamos juntos ayer, como niños, en lugar de actuar como adultos, y esperar.
-Pero fue divertido -insistió Lenina-. ¿Nocierto?
-¡Ah, sí, divertidísimo! -contestó Bernard.
Pero había en su voz un tono tan doloroso, tan amargo, que Lenina sintió de pronto que se esfumaba toda la sensación de triunfo. Tal vez, a fin de cuentas, a Bernard le parecía demasiado gorda.
-Ya te lo dije -comentó Fanny por toda respuesta cuando Lenina se lo confió-. Eso es el alcohol que le pusieron en el sucedáneo.
-De todas formas -insistió Lenina-, me gusta. Tiene unas manos preciosas. Y mueve los hombros de una manera muy atractiva. -Suspiró-. Pero preferiría que no fuese tan raro.

2

Parándose un momento ante la puerta de la oficina del director, Bernard respiró hondo y se cuadró, preparándose para enfrentarse con el disgusto y la desaprobación que estaba seguro que iba a encontrar en el interior. Después llamó y entró.
-Vengo a pedirle su firma para un permiso, director -dijo con tanta naturalidad como le fue posible...
Y dejó el papel encima de la mesa.
El director le lanzó una mirada agria. Pero en la cabecera del documento aparecía el sello del Despacho del Interventor Mundial, y al pie la firma vigorosa, de gruesos trazos de Mustafá Mond. Por lo tanto, todo estaba en orden. El director no podía negarse. Escribió sus iniciales -dos pálidas letras al pie de la firma de Mustafá Mond- y se disponía, sin comentarios a devolver el papel a Bernard, cuando casualmente sus ojos captaron algo que aparecía escrito en el texto del permiso.
-¿Se va a la Reserva de Nuevo Méjico? -dijo. Y el tono de su voz, tanto como la manera en que lo miró, expresaban una especie de asombro lleno de agitación.
Sorprendido ante la sorpresa de su superior, Bernard asintió. Sobrevino un silencio.
El director, frunciendo el ceño, se arrellanó en su asiento.
-¿Cuánto hará de eso- dijo más para sí mismo que para Bernard-. Veinte años, creo. Casi veinticinco. Tendría su edad, más o menos...
Suspiró y movió la cabeza.
Bernard se sentía sumamente violento. ¡Un hombre tan convencional, tan escrupulosamente correcto como el director, incurrir en una incongruencia! Eso le hizo sentir deseos de taparse el rostro, de salir corriendo del cuarto. No porque encontrara nada intrínsecamente censurable en que la gente hablara del pasado remoto; ése era uno de los tantos prejuicios hipnopédicos de los que Bernard (al menos eso creía él) se había librado por completo. Lo que le violentaba era el hecho de saber que el director lo desaprobaba... lo desaprobaba, y, sin embargo, había incurrido en el pecado de hacer lo que estaba prohibido. ¿A qué compulsión interior habría obedecido? A pesar de la incomodidad que experimentaba, Bernard escuchaba atentamente.
-Tenía la misma idea que usted -decía el director-. Quise echar una ojeada a los salvajes. Conseguí un permiso para Nuevo Méjico y fui a pasar allá mis vacaciones de verano. Con la chica con la que iba en aquel momento, era una Beta-Menos, y me parece -cerró un momento los ojos-, me parece que era rubia. De todas formas, era neumática, particularmente neumática; eso sí que me acuerdo. Bueno, fuimos para allá, vimos a los salvajes, paseamos a caballo, etc. Y después, casi el último día de mi permiso.... después.... bueno, la chica se perdió. Habíamos ido a caballo a una de aquellas asquerosas montañas, con un calor horrible y opresivo, y después de comer fuimos a dormir una siesta. Al menos yo lo hice. Ella debió de salir de paseo sola. En todo caso, cuando me desperté la chica no estaba. Y en ese momento se largó una tormenta encima de nosotros, la más fuerte que he visto en mi vida. Llovía a cántaros, tronaba y relampagueaba; los caballos se soltaron y huyeron al galope; al intentar atraparlos, caí y me herí en la rodilla, así es que apenas podía andar. Sin embargo, empecé a buscarla, llamándola a gritos una y otra vez. Ni rastro de ella. Después pensé que seguro se había ido sola al refugio. Así, entonces, me arrastré como pude por el valle, siguiendo el mismo camino por donde habíamos venido. La rodilla me dolía terriblemente, y había perdido mis raciones de soma. Tuve que andar por horas. No llegué al refugio hasta pasada la medianoche. Y la chica no estaba; no estaba -repitió el director. Siguió un silencio-. Bueno -continuó, al fin-, al otro día se organizó una búsqueda. Pero no la encontramos. Se debe haber caído por algún precipicio; o posiblemente la devoraría algún león de las montañas. Lo sabe Ford. Fue algo horrible. En ese entonces me trastornó profundamente. Más de lo normal, lo confieso. Porque, al fin y al cabo, aquel accidente le hubiese podido pasar a cualquiera; y, naturalmente, el cuerpo social persiste aunque sus células cambien. -Pero aquel consuelo hipnopédico no parecía muy eficaz.
Y el director se sumió en un silencio evocador.
-Debe haber sido un golpe terrible para usted -dijo Bernard, casi con envidia.
Al oír su voz, el director se sobresaltó con una sensación de culpabilidad, y recordó dónde estaba; lanzó una mirada a Bernard, y, rehuyendo la de sus ojos, se sonrojó violentamente; volvió a mirarlo con súbita desconfianza, herido en su dignidad.
-No vaya a pensar -dijo- que sostuviera ninguna relación indecorosa con esa chica. Nada emocional, nada excesivamente prolongado. Todo fue perfectamente sano y normal. -Alcanzó el permiso a Bernard-. No sé por qué le habré dado la lata con esta anécdota trivial-. Enfurecido consigo mismo por haberle revelado un secreto tan vergonzoso, descargó su furia en Bernard. hora la expresión de sus ojos era francamente maligna-. Quiero aprovechar la oportunidad, Sr. Marx -prosiguió- para decirle que no estoy para nada satisfecho de los informes que recibo acerca de su comportamiento en las horas de descanso. Usted dirá que esto no me incumbe. Pero sí me incumbe. Tengo que pensar en el buen nombre de este Centro. Mis trabajadores tienen que estar por encima de toda sospecha, especialmente los de las castas altas. Los Alfas son condicionados de modo que no tengan forzosamente que ser infantiles en su comportamiento emocional. Razón de más para que realicen un esfuerzo especial para adaptarse. Su deber estriba en ser infantiles, aun en contra de sus propias inclinaciones. Por eso, Sr. Marx, tengo que advertirle una cosa -la voz del director vibraba con una indignación que ahora ya era justiciera e impersonal, viva expresión de la desaprobación de la propia infracción de las normas del decoro infantil-, si siguen llegando quejas sobre su comportamiento, voy a solicitar su transferencia a algún Sub-Centro, a ser posible en Islandia. Buenos días.
Y, dándose vuelta bruscamente en su silla, tomó la pluma y empezó a escribir.
Esto le va a enseñar, se dijo. Pero estaba equivocado. Porque Bernard salió de su oficina cerrando de golpe la puerta detrás suyo, crecido, exultante ante el pensamiento de que estaba solo, sumergido en una lucha heroica contra el orden de las cosas; animado por la embriagadora conciencia de su significación e importancia individual. Ni siquiera la amenaza de un castigo lo desanimaba; más bien era para él un estimulante. Se sentía lo bastante fuerte como para resistir y soportar el castigo, lo bastante fuerte hasta para enfrentarse con Islandia. Y esta confianza era mayor ya que, en realidad, estaba íntimamente convencido de que no iba a tener que enfrentarse con nada de todo eso. A la gente no se la traslada por cosas como ésas. Islandia no era más que una amenaza. Una amenaza sumamente estimulante. Caminando por el pasillo, Bernard no pudo contener su deseo de silbar una canción.
Por la noche, en su entrevista con Watson, su versión de la charla con el director cobró visos de heroicidad.
-Después de eso -remató-, sólo le dije que podía irse al Pasado sin Fin, y salí de la oficina. Y eso fue todo.
Miró a Helmholtz Watson con expectación, esperando su simpatía, su admiración. Pero Helmholtz no dijo palabra, y se quedó sentado con los ojos pegados al suelo.
Apreciaba a Bernard; le agradecía el hecho de ser el único de sus conocidos con quien podía hablar de cosas que presentía que eran importantes. Sin embargo, había cosas en Bernard que le parecían odiosas. Por ejemplo, la fanfarronería. Y los estallidos de autocompasión con que la alternaba. Y su deplorable costumbre de mostrarse muy osado después de los hechos, y de exhibir una gran presencia de ánimo... en ausencia. Odiaba todo eso, justamente porque lo apreciaba. Los segundos pasaban. Helmholtz seguía mirando el suelo. Y, de una, Bernard, sonrojándose, se fue.

3

El viaje pasó sin el menor incidente. El Cohete Azul del Pacífico llegó a Nueva Orleáns con dos minutos y medio de adelanto, perdió cuatro minutos a causa de un tornado en Tejas, pero al llegar a los 9511 de longitud Oeste penetró en una corriente de aire favorable y pudo aterrizar en Santa Fe con menos de cuarenta segundos de retraso con respecto a la hora prevista.
-Cuarenta segundos en un vuelo de seis horas y media. No está mal -reconoció Lenina.
Esa noche durmieron en Santa Fe. El hotel era excelente, incomparablemente mejor, por ejemplo, que el horrible Palacio de la Aurora Boreal en el que Lenina había sufrido tanto el verano anterior. En todas las habitaciones había aire líquido, televisión, masaje por vibración, radio, solución de cafeína hirviente, anticoncepcionales calientes y ocho clases diferentes de perfumes. Cuando entraron en el vestíbulo, el aparato de música sintética estaba funcionando y no dejaba nada que desear. Un letrero en el ascensor informaba que en el hotel había sesenta pistas móviles de juego de pelota y que en el parque se podía jugar al Golf de Obstáculos y al Electromagnético.
-¡Es sinceramente bárbaro! -exclamó Lenina-. Casi me entran ganas de quedarme aquí. ¡Sesenta pistas móviles..!
-En la Reserva no va a haber ni una sola -le advirtió Bernard-. Ni perfumes, ni televisión, ni siquiera agua caliente. Si creés que no vas a poder resistirlo quedate aquí hasta que yo vuelva.
Lenina se ofendió.
-Claro que lo puedo resistir. Sólo dije que esto es bárbaro porque..., bueno, porque el progreso es bárbaro, ¿no?
-Quinientas repeticiones una vez por semana desde los trece años a los dieciséis -dijo Bernard aburrido, como para sí mismo. -¿Qué decías?
-Dije que el progreso es bárbaro.
-Entonces no tenés que ir conmigo a la Reserva, a menos que de veras lo querás.
-Sí quiero.
-Bueno, entonces -dijo Bernard casi en tono de amenaza.
Su permiso requería la firma del Guardián de la Reserva, a cuya oficina fueron debidamente a la mañana siguiente. Un portero negro Epsilon-Menos pasó la tarjeta de Bernard, y casi en unos segundos los hicieron pasar.
El Guardián era un Alfa-Menos, rubio y braquicéfalo, bajo, rubicundo, de cara redonda y hombros anchos, con una voz fuerte y sonora, muy adecuada para enunciar ciencia hipnopédica. Era una auténtica mina de informaciones innecesarias y de consejos que nadie le pedía. En cuanto empezaba, no terminaba más, con su voz de trueno, resonante...
-...quinientos sesenta mil kilómetros cuadrados divididos en cuatro Sub-Reservas, cada una de ellas rodeada por una cerco de cables de alta tensión.
En ese momento, sin ninguna razón, Bernard se acordó de pronto que había dejado abierta la canilla del agua de Colonia de su baño, en Londres.
-...alimentada con corriente procedente de la central hidroeléctrica del Gran Cañón...
Me va a costar una fortuna cuando vuelva. Mentalmente, Bernard veía el indicador de su contador de perfume girando sin parar. Tengo que llamar ya a Helmholtz Watson. -...más de cinco mil kilómetros de valla a sesenta mil voltios.
-No me diga -dijo Lenina cortésmente, sin tener la menor idea de lo que el Guardián decía, pero aprovechando la pausa teatral que el hombre acababa de hacer.
Cuando el Guardián había empezado con su ruidosa perorata, Lenina disimuladamente, se había tragado medio gramo de soma, y gracias a eso podía estar sentada, serena, pero sin escuchar ni pensar en nada, fijos sus ojos azules en el rostro del Guardián, con una expresión de atención casi extática.
-Tocar la valla equivale a morir instantáneamente -decía el Guardián solemnemente-. No hay ninguna posibilidad de fugarse de la Reserva para Salvajes.
La palabra fugarse era sugestiva.
-¿Y si fuéramos allá? -sugirió, iniciando el ademán de levantarse.
La manecilla negra del contador seguía moviéndose, perforando el tiempo, devorando su dinero.
-No hay fuga posible -repitió el Guardián, indicándole que se volviera a sentar; y, como el permiso todavía no estaba firmado, Bernard no tuvo más remedio que obedecer-. Los que han nacido en la Reserva... Porque, recuerde mi querida señora -agregó, sonriendo obscenamente a Lenina y hablando en un murmullo indecente-, recuerde que en la Reserva los niños todavía nacen, sí, tal cual se lo digo, nacen, por nauseabundo que pueda parecernos...
El hombre esperaba que su referencia a aquel vergonzoso tema obligara a Lenina a ponerse colorada; pero, estimulada por el soma, se limitó a sonreír con inteligencia y a decir:
-No me diga.
Decepcionado, el Guardián retomó la perorata.
-Los que nacen en la Reserva, repito, están destinados a morir en ella.
Destinados a morir... Un decilitro de agua de Colonia por minuto. Seis litros por hora.
-Tal vez -intervino de nuevo Bernard-, tal vez tendríamos que...
Inclinándose hacia delante, el Guardián tamborileó en la mesa con el dedo índice.
-Si ustedes me preguntan cuánta gente vive en la Reserva, les digo que no lo sabemos. Sólo podemos suponerlo.
-No me diga.
-Sí se lo digo, mi querida señora.
Seis por veinticuatro... no, ya seguro era seis por treinta y seis... Bernard estaba pálido y tembloroso de impaciencia. Pero, sin escapatoria, la disertación seguía.
-... Unos sesenta mil indios y mestizos..., totalmente salvajes... Nuestros inspectores los visitan de vez en cuando... aparte de eso, ninguna comunicación con el mundo civilizado... todavía conservan sus repugnantes hábitos y costumbres... matrimonio, suponiendo que ustedes sepan a qué me refiero; familias... nada de condicionamiento... monstruosas supersticiones... Cristianismo, totemismos y adoración de los antepasados... lenguas muertas, como el zuñí, el español y el atabascano... pumas, puerco-espines y otros animales feroces... enfermedades infecciosas... sacerdotes... lagartos venenosos...
-No me diga.
Por fin los soltó. Bernard se lanzó corriendo a un teléfono. Rápido, rápido; pero le llevó tres minutos encontrar a Helmholtz Watson.
-A esta hora ya podríamos estar entre los salvajes -se lamentó-. ¡Maldita incompetencia!
-Tomá un gramo -sugirió Lenina.
Bernard se negó, prefería su ira. Y, por fin, gracias a Ford, lo logró; sí, allá estaba Helmholtz; Helmholtz, a quien le explicó lo que pasaba, y quien prometió ir allá inmediatamente y cerrar la canilla; sí, inmediatamente, pero al mismo tiempo aprovechó la oportunidad para repetirle lo que el D.I.C. había dicho en público la noche anterior. -¿Cómo? ¿Que busca un sustituto para mí? -La voz de Bernard era agónica-. ¿Así que está decidido? ¿Habló de Islandia? ¿Sí? ¡Ford! ¡Islandia...!
Colgó el teléfono y miró a Lenina. Su rostro se veía muy pálido, con una expresión abatida.
-¿Qué pasa? -preguntó la chica.
-¿Qué pasa? -Bernard se dejó caer pesadamente en una silla-. Van a mandarme a Islandia.
En el pasado, a menudo se había preguntado qué efecto produciría ser objeto (privado de soma y sin otros recursos que los interiores) de algún gran proceso, de algún castigo, de alguna persecución; y hasta había deseado el sufrimiento. Hacía apenas una semana, en la oficina del director, se había imaginado a sí mismo resistiendo valerosamente, aceptando estoicamente el sufrimiento sin una sola queja. En realidad, las amenazas del director lo habían exaltado, lo habían inducido a sentirse grande, importante. Pero eso -ahora se daba perfecta cuenta- obedecía a que no las había tomado en serio; no había creído ni por un segundo que, en el momento de la verdad, el D.I.C. tomara ninguna decisión. Pero ahora que, al parecer, las amenazas se iban a cumplir, Bernard estaba aterrado. No quedaba ni rastro de su imaginario estoicismo, de su valor puramente teórico.
Lenina movió la cabeza.
-Él fue y él será me dan igual -citó-. Un gramo vas a tomar y sólo el es verás.
Al fin lo convenció para que se tomara cuatro tabletas de soma. A los cinco minutos, raíces y frutos habían sido abolidos; sólo se abría la flor del presente, lozana. Un mensaje del portero les avisó que, siguiendo órdenes del Guardián, un vigilante de la Reserva había venido en avión y los esperaba en la terraza. Bernard y Lenina subieron inmediatamente. Un ochavón de uniforme verde de Gamma los saludó y procedió a recitar el programa matinal.
Vista panorámica de diez o doce de los principales pueblos y aterrizaje para almorzar en el Valle de Malpaís. El parador era cómodo y en el pueblo los salvajes probablemente celebrarían su festival de verano. Sería el lugar más adecuado para pasar la noche.
Ocuparon sus asientos en el avión y despegaron. Diez minutos más tarde cruzaban la frontera que separaba la civilización del salvajismo. Subiendo y bajando por las colinas, cruzando los desiertos de sal o de arena, a través de los bosques y de las profundidades violeta de los cañones, por encima de despeñaderos, picos y llanas mesetas, el cerco seguía ininterrumpidamente la línea recta, el símbolo geométrico del propósito humano triunfante. Y al pie de la misma, por aquí y por allá, un mosaico de huesos blanqueados o una carroña oscura, todavía no corrompida en el atezado suelo, señalaba el lugar donde un ciervo o un voraz zopilote atraído por el tufo de la carroña y fulminado como por un tipo de justicia poética, se habían acercado demasiado a los aniquiladores cables.
-Nunca escarmientan -dijo el piloto del uniforme verde señalando los esqueletos que, debajo de ellos, cubrían el suelo-. Y nunca van a escarmentar-agregó riendo.
Bernard también se rió; gracias a los dos gramos de soma, el chiste, por alguna razón, le pareció gracioso.
Se rió y después, casi inmediatamente, quedó sumido en el sueño, y durmiendo, fue llevado por encima de Taos y Tesuco; de Namba, Picores y Pojoaque, de Sía y Cochiti, de Laguna, Acoma y la Mesa Encantada, de Cibola y Ojo Caliente, y al final se despertó para encontrar el aparato ya parado en el suelo, Lenina llevando las maletas a una casita cuadrada, y el ochavón Gamma verde hablando incomprensiblemente con un joven indio.
-Malpaís -anunció el piloto cuando Bernard se apeó-. Éste es el hospedaje. Y por la tarde va a haber baile en el pueblo. Este hombre los va a acompañar. -Y señaló al joven salvaje de aspecto adusto-. Espero que se diviertan -sonrió-. Todo lo que hacen es divertido. -Con estas palabras subió de nuevo al aparato y puso en marcha los motores-. Mañana vuelvo. Y acuérdese -agregó tranquilizadoramente dirigiéndose a Lenina- que son completamente mansos; los salvajes no les van a hacer ningún daño. Tienen la suficiente experiencia de las bombas de gas como para saber que no deben hacerles ninguna jugarreta.
Todavía riendo, puso en marcha la hélice del helicóptero, aceleró y se fue.


CAPITULO VII
La altiplanicie era como un barco anclado en un estrecho de polvo leonado. El canal zigzagueaba entre orillas escarpadas, y de una pared a la otra corría a través del valle una franja de verdor: el río y sus campos contiguos. En la proa de aquel barco de piedra, en el centro del estrecho, y como formando parte de él, se levantaba como una excrescencia geométrica de la roca desnuda, el pueblo del Malpaís. Bloque sobre bloque, cada piso más pequeño que el inmediato inferior, las altas casas se levantaban como pirámides escalonadas y truncadas en el cielo azul. A sus pies yacía un juntadero de edificios bajos y una maraña de muros; en tres de sus lados se abrían sobre el llano sendos Precipicios Verticales. Unas pocas columnas de humo ascendían verticalmente en el aire inmóvil y se desvanecían en lo alto.
-¡Qué raro es todo esto! -dijo Lenina-. Muy raro. -Era su expresión condenatoria favorita-. No me gusta. Y tampoco me gusta este sujeto.
Señaló al guía indio que iba a llevarlos al pueblo. Tales sentimientos, evidentemente, eran recíprocos; el hombre iba adelante y por lo tanto, sólo le veían la espalda, pero incluso ésta tenía algo de hostil.
-Además -agregó Lenina, bajando la voz-, apesta.
Bernard no trató de negarlo. Siguieron andando.
De pronto fue como si el aire todo hubiese cobrado ritmo, y latiera, latiera, con el movimiento incansable de la sangre. Allá arriba, en Malpaís, los tambores sonaban: involuntariamente, sus pies se adaptaron al ritmo de aquel misterioso corazón, y aceleraron el paso. El sendero que seguían los llevó al pie del precipicio. Los lados o costados de la gran altiplanicie parecían como torres por encima de ellos, casi a cien pies de altura.
-Ojalá hubiésemos traído el helicóptero -dijo Lenina, levantando la mirada con enojo ante el muro de roca-. Me jode andar. ¡Y, en el suelo, uno se siente tan pequeño a los pies de un cerro!
Cuando estaban en la mitad de la ascensión, un águila pasó volando tan cerca de ellos que sintieron en el rostro la ráfaga de aire frío provocada por sus alas. En una grieta de la roca se veía un montón de huesos. El conjunto resultaba opresivamente extravagante, y el indio despedía un olor cada vez más intenso. Salieron por fin del fondo del barranco a plena luz del sol, la parte superior de la altiplanicie era un llano liso, rocoso.
-Como la Torre de Charing-T -comentó Lenina.
Pero no tuvo ocasión de gozar mucho tiempo del descubrimiento de aquel tranquilizador parecido. El rumor aterciopelado de unos pasos los obligó a darse vuelta. Desnudos desde el cuello hasta el ombligo, con sus cuerpos morenos pintados con líneas blancas (como canchas de tenis de asfalto, diría Lenina más tarde) y sus inhumanos rostros cubiertos de arabescos escarlata, negro y ocre, dos indios se acercaban corriendo por el sendero.
Llevaban los negros cabellos trenzados con pieles de zorro y franela roja. Pendían de sus hombros sendos mantos de plumas de pavo, y enormes diademas de pluma formaban alegres halos alrededor de sus cabezas. A cada paso que daban, sus brazaletes de plata y sus pesados collares de hueso y de cuentas de turquesa entrechocaban y sonaban alegremente. Se acercaron sin decir una palabra, corriendo en silencio con sus pies descalzos con mocasines de piel de ciervo. Uno de ellos empuñaba un cepillo de plumas, el otro llevaba en cada mano lo que a distancia parecían tres o cuatro pedazos de cuerda gruesa. Una de las cuerdas se retorcía inquieta, y de golpe Lenina advirtió que eran serpientes.
-No me gusta -exclamó Lenina-. No me gusta.
Todavía le gustó menos lo que le esperaba a la entrada del pueblo, en donde su guía los dejó solos para entrar a pedir instrucciones. Suciedad, montones de basura, polvo, perros, moscas... Con el rostro distorsionado en una mueca de asco, Lenina se llevó un pañuelo a la nariz.
-Pero, ¿cómo pueden vivir así? -estalló.
En su voz sonaba un dejo de indignada incredulidad. Eso no era posible.
Bernard se encogió filosóficamente de hombros.
-Pensá que llevan cinco o seis mil años viviendo así -dijo-. Supongo que a esta altura ya están acostumbrados.
-Pero la limpieza nos acerca a la fordeza -insistió Lenina.
-Sí, y civilización es esterilización -remató Bernard, completando así en tono irónico, la segunda lección hipnopédica de higiene elemental-. Pero esta gente nunca ha oído hablar de Nuestro Ford y no está civilizada. Por lo tanto, es inútil que...
-¡Ah, mirá! -exclamó Lenina, agarrándose de su brazo.
Un indio casi desnudo bajaba muy lento por la escalera de mano de una casa vecina, peldaño tras peldaño, con la temblorosa cautela de la extrema vejez. Su rostro era negro y se veía muy arrugado, como una máscara de obsidiana. Su boca desdentada se hundía entre sus mejillas. En las comisuras de los labios y a los dos lados del mentón pendían, sobre la piel oscura, unos pocos pelos largos y casi blancos. Los cabellos largos y sueltos colgaban en mechones grises a ambos lados de su rostro. Su cuerpo se veía encorvado y flaco hasta los huesos, casi descarnado. Bajaba lentamente, deteniéndose en cada peldaño antes de aventurarse a dar otro paso.
-Pero, ¿qué le pasa? -susurró Lenina.
En sus ojos se leía el horror y el asombro.
-Nada; simplemente, es viejo -contestó Bernard, aparentando indiferencia, aunque no la sentía.
-¿Viejo? -repitió Lenina-. Pero... también el director es viejo; muchas personas son viejas; pero no son así.
-Porque no les permitimos ser así. Las preservamos de las enfermedades. Mantenemos sus secreciones internas equilibradas artificialmente para que conserven la juventud. No permitimos que su equilibrio de magnesio-calcio descienda por debajo de lo que era cuando tenían treinta años. Les damos transfusiones de sangre joven. Estimulamos permanentemente su metabolismo. Por eso no tienen ese aspecto. En parte -agregó- porque la mayoría mueren antes de alcanzar la edad de este viejo. Juventud casi perfecta hasta los sesenta años, y después, ¡pum!, el final.
Pero Lenina no lo escuchaba. Miraba al viejo que seguía bajando lentamente. Por fin, sus pies tocaron el suelo. Y se giró hacia ellos. Al fondo de las profundas órbitas los ojos se veían extraordinariamente brillantes, y la miraron un largo rato sin ninguna expresión, sin sorpresa, como si Lenina no estuviera presente. Después, lentamente, con la espalda toda encorvada, el viejo pasó al lado de ellos y se fue.
-Pero, -¡es terrible! -susurró Lenina-. ¡Horrible! No deberíamos haber venido.
Buscó su ración de soma en el bolsillo, sólo para descubrir que por un olvido sin precedentes, se había dejado el frasco en el hospedaje. También los bolsillos de Bernard estaban vacíos.
Lenina tuvo que enfrentarse con los horrores de Malpaís sin ninguna ayuda. Y los horrores se sucedieron a sus ojos rápidamente, sin descanso. El espectáculo de dos jóvenes mujeres que amamantaban a sus hijos con su pecho la sonrojó y la obligó a apartar el rostro. En toda su vida no había visto jamás una indecencia como ésa. Lo peor era que, en lugar de ignorarlo delicadamente, Bernard no paraba de hacer comentarios sobre aquella repugnante escena vivípara.
-¡Qué relación tan maravillosamente íntima! -dijo, en un tono deliberadamente ofensivo-. ¡Qué intensidad de sentimientos debe generar! Muy seguido pienso que es posible que nos hayamos perdido algo muy importante por el hecho de no tener madre. Y a lo mejor vos te hayás perdido algo al no ser madre, Lenina. Imaginate a vos misma sentada aquí, con un hijo tuyo...
-¡Bernard! ¿Cómo podés...?
El paso de una anciana que sufría de oftalmia y de una enfermedad de la piel la distrajo de su indignación.
-Vámonos -imploró-. No me gusta nada. Pero en ese momento su guía volvió e, invitándolos a que lo siguieran, abrió la marcha por una callejuela entre dos hileras de casas. Doblaron una esquina. Un perro muerto yacía en un montón de basura; una mujer con bocio despiojaba a una nenita. El guía se detuvo al pie de una escalera de mano, levantó un brazo perpendicularmente, y después lo bajó señalando hacia adelante. Lenina y Bernard hicieron lo que el hombre les había ordenado por señas; subieron por la escalera y cruzaron un umbral que daba acceso a un cuarto largo y estrecho, muy oscuro, y que hedía a humo, a grasa frita y a ropa usada y sucia. Al otro lado de la habitación se abría otra puerta a través de la que les llegaba la luz del sol y el redoble, fuerte y cercano, de los tambores.
Salieron por esa puerta y se encontraron en una espaciosa terraza. A sus pies, encerrada entre casas altas, estaba la plaza del pueblo, atestada de indios. Mantas de vivos colores y plumas en las negras cabelleras, y brillo de turquesas, y de pieles negras que relucían por el sudor. Lenina volvió a llevarse el pañuelo a la nariz. En el espacio abierto ubicado en el centro de la plaza había dos plataformas circulares de ladrillo y arcilla apisonada que, evidentemente, eran los techados de dos cámaras subterráneas, porque en el centro de cada plataforma había una escotilla abierta, a cuya negra boca asomaba una escalera de mano. Por las dos escotillas salía un débil son de flautas casi ahogado por el redoble incesante de los tambores.
Se produjo de pronto una explosión de cantos: cientos de voces masculinas gritando enérgicamente al unísono, en un estallido metálico, áspero. Unas pocas notas muy prolongadas, y un silencio, el silencio tonante de los tambores; después, aguda, en un chillido desafinado, la respuesta de las mujeres. Después, de nuevo los tambores; y una vez más la salvaje afirmación de virilidad de los hombres.
Raro, sí. El lugar era raro, y también la música, y ni qué decir de los vestidos, y los bocios y las enfermedades de la piel, y los viejos. Pero, con respecto al espectáculo en sí, no era especialmente raro.
-Me hace acordar a un Canto de Comunidad de casta inferior -dijo a Bernard.
Pero poco después le recordó mucho menos esas inocentes funciones. Porque, de pronto, de los sótanos circulares había aparecido un ejército fantasmal de monstruos. Cubiertos con horribles máscaras o pintados hasta perder todo aspecto humano, habían empezado a bailar una extraña danza alrededor de la plaza; vueltas y más vueltas, siempre cantando; vueltas y más vueltas, cada vez un poco más rápido; los tambores habían cambiado y acelerado el ritmo, así que ahora recordaban el latir de la fiebre en los oídos; y la multitud había empezado a cantar con los bailarines, cada vez más fuerte; primero una mujer había chillado, y después otra, y otra, como si las mataran; de golpe, el que lideraba a los bailarines se abrió de la hilera, corrió hacia una caja de madera que estaba en una punta de la plaza, levantó la tapa y sacó de ella un par de serpientes negras. Un fuerte alarido salió de la multitud, y todos los otros bailarines corrieron hacia él extendiendo las manos. El hombre tiró las serpientes a los que llegaron primero y volvió hacia la caja para recoger más. Más y más, serpientes negras, oscuras y manchadas, que iba tirando a los bailarines. Después la danza se reanudó, con otro ritmo. Los bailarines seguían dando vueltas, con sus serpientes en la mano y serpenteando a su vez, con un movimiento ligeramente ondulatorio de rodillas y caderas. Vueltas y más vueltas. Después el jefe dio una señal y, una detrás de la otra, todas las serpientes fueron tiradas al centro de la plaza; un viejo salió del subterráneo y les echó harina de maíz; por la otra escotilla apareció una mujer y les echó agua de un jarro negro. Después el viejo levantó una mano y se hizo un terrorífico silencio absoluto. Los tambores dejaron de sonar; pareció como si la vida hubiese tocado a su fin. El viejo señaló hacia las dos escotillas que daban entrada al mundo inferior. Y muy despacio, levantadas por manos invisibles desde abajo, surgieron de una, la imagen pintada de una águila, y de la otra de un hombre desnudo y clavado en una cruz. Salieron y se quedaron aparentemente colgadas en el aire, como si contemplaran el espectáculo. El anciano dio un aplauso. Totalmente desnudo –excepto por una pequeña toalla de algodón blanca-, un chico de unos dieciocho años salió de la multitud y se quedó de pie ante él, con las manos cruzadas sobre el pecho y la cabeza gacha. El anciano trazó la señal de la cruz sobre él y se retiró. Lentamente, el chico empezó a dar vueltas alrededor del montón de serpientes que se retorcían. Ya había terminado la primera vuelta y estaba en mitad de la segunda cuando, de entre los bailarines, un hombre alto que llevaba una máscara de coyote y en la mano un látigo de cuero trenzado, avanzó hacia él. El chico siguió caminando como si no se hubiera dado cuenta de la presencia del otro. El hombre coyote levantó el látigo; hubo un largo momento de expectación; después, un rápido movimiento, el silbido del látigo y su impacto en la carne. El cuerpo del chico se estremeció, pero no despegó los labios y continuó caminando al mismo paso lento y regular. El coyote volvió a golpear, una y otra vez; cada latigazo provocaba primero una pausa y después un profundo gemido de la muchedumbre. El chico seguía andando. Dio dos vueltas, tres, cuatro. La sangre corría. Cinco vueltas, seis.
De repente, Lenina se tapó la cara con las manos y empezó a lloriquear.
-¡Ay, basta, basta! -imploró.
Pero el látigo seguía cayendo, inexorable. Siete vueltas. De pronto el chico se tambaleó y, sin exhalar gemido alguno, cayó de cara al piso. Inclinándose sobre él, el anciano le tocó la espalda con una larga pluma blanca, la levantó en alto un momento, roja de sangre, para que el pueblo la viera y la sacudió tres veces sobre las serpientes. Cayeron unas pocas gotas y súbitamente los tambores estallaron en una loca carrera de notas; y se oyó un grito unánime de la multitud. Los bailarines saltaron hacia delante, recogieron las serpientes y huyeron de la plaza. Hombres, mujeres y niños todos corrieron tras ellos. Un minuto después la plaza estaba desierta; sólo quedaba el chico, de cara al suelo, en el mismo lugar donde se había desplomado, inmóvil. Tres ancianas salieron de una de las casas y, no sin dificultad, lo levantaron y lo entraron en ella. El águila y el hombre crucificado siguieron montando guardia un rato ante la plaza desierta; después, como si ya hubiesen visto lo suficiente, se hundieron por las escotillas y desaparecieron en el seno de su mundo subterráneo.
Lenina todavía sollozaba.
-¡Qué horrible! -repetía una y otra vez, ante los inútiles consuelos de Bernard-. ¡Qué horrible! ¡Esa sangre!
-Se estremeció. ¡Y no tener ni un gramo de soma!
En la habitación interna se oyeron unos pasos.
El atuendo del joven que salió a la terraza era indio; pero sus cabellos trenzados eran de color amarillento, sus ojos azules y su piel blanca, aunque bronceada por el sol.
-Hola. Buenos días -dijo el desconocido en un correcto inglés pero algo peculiar-. Ustedes son civilizados, ¿verdad? ¿Vienen del Otro Lugar, de afuera de la Reserva?
-Pero, ¿quién carajo...? -empezó Bernard, asombrado.
El joven suspiró y meneó la cabeza.
-El más desafortunado de los caballeros -dijo. Y, señalando las manchas de sangre en el centro de la plaza, agregó-: ¿Ven ustedes esa maldita mancha?
Y en su voz temblaba la emoción.
-Un gramo es mejor que una puteada -dijo Lenina maquinalmente, sin sacar las manos de su rostro-. ¡Ojalá tuviera un poco de soma! -Yo debería estar allá -continuó el joven-. ¿Por qué no me dejan ser la víctima? Yo hubiese dado diez vueltas, doce, posiblemente quince. Palowhtiwa sólo dio siete. Hubiesen podido sacarme el doble de sangre. Teñir de púrpura los mares multitudinarios. -Abrió los brazos en un amplio ademán y después los dejó caer con desesperación-. Pero, no me lo permiten. No les gusto, debido al color de mi piel. Siempre ha sido así. Siempre.
Las lágrimas asomaron a los ojos del joven; avergonzado, apartó el rostro.
El asombro hizo olvidar a Lenina su privación de soma. Se destapó el rostro y, por primera vez, miró al desconocido.
-¿Quiere decir que quería que lo azotaran con ese látigo?
Todavía con el rostro apartado, el joven asintió con la cabeza.
-Por el bien del pueblo; para que llueva y crezca el maíz. Y para agradar a Pukong y a Jesús. Y también para demostrar que puedo soportar el dolor sin gritar. Sí -y su voz, en un segundo, tomó una nueva resonancia, y se volvió, cuadrando los hombros y levantando el mentón en actitud de orgullo y de desafío-, para demostrarles que soy hombre... ¡Oh!
Se le cortó el aliento y se quedó en silencio, boqueando. Por primera vez en su vida había visto la cara de una chica cuyas mejillas no eran de color de chocolate o de piel de perro, cuyos cabellos eran castaños y ondulados, y cuya expresión (¡asombrosa novedad!) era de benévolo interés.
Lenina le sonreía: ¡Qué chico tan lindo! -pensaba-. Tiene un cuerpo realmente hermoso. La sangre se agolpó en la cara del chico; bajó los ojos, volvió a levantarlos un momento sólo para volver a verla sonriéndole, y se sintió tan trastornado que tuvo que dar vuelta la cara y fingir que miraba con gran interés algo en el otro lado de la plaza.
Las preguntas de Bernard aportaron una distracción.
¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿De dónde? Con los ojos fijos en la cara de Bernard (porque deseaba tan apasionadamente ver la sonrisa de Lenina que no se atrevía a mirarla), el chico intentó explicarse. Linda y él -Linda era su madre (la palabra puso muy violenta a Lenina) eran extranjeros en la Reserva. Linda había llegado del Otro Lugar hacía mucho tiempo, antes de que él naciera, con un hombre que era su padre. (Bernard paró el oído.) Linda había ido a dar un paseo, sola por las montañas del Norte, y al caer por un barranco se había herido en la cabeza.
-Siga, siga -dijo Bernard, lleno de excitación.
Unos cazadores de Malpaís la habían encontrado y traído al pueblo. Con respecto al hombre que era su padre, Linda no lo había vuelto a ver. Se llamaba Tomakin. (Sí, Thomas era el nombre de pila del D.I.C.. Seguro se fue de nuevo al Otro Lugar, sin ella. Sin duda era un hombre malo, infiel, depravado.
-Y así nací en Malpaís -terminó.
En Malpaís.
Y movió la cabeza.
¡Qué inmundicia en aquella casita de las afueras del pueblo!
Un trecho cubierto de polvo y de basura la separaba de la aldea. A su puerta, dos perros hambrientos hurgaban de un modo repugnante en la basura. Adentro, cuando ellos entraron, la penumbra hedía y se veía llena de moscas.
-¡Linda! -llamó el chico.
Desde el interior, una voz áspera de mujer dijo:
-¡Voy!
Esperaron. En el suelo se veían unos platos que contenían los restos de un festín, o tal vez de varios.
La puerta se abrió. Una india rubia y muy corpulenta cruzó el umbral y se quedó mirando a los forasteros, incrédulamente, boquiabierta. Lenina observó con desagrado que le faltaban dos dientes. Y el color de los que quedaban... Se impresionó. Era peor que el viejo. ¡Y tan gorda! Una cara abotagada, llena de arrugas. ¡Y las mejillas flácidas, con manchas rojizas! ¡Y las venas rojas en la nariz! ¡Y los ojos inyectados en sangre! ¡Y el cuello...! ¡Aquel cuello! ¡Y la manta que llevaba en la cabeza, vieja y sucia! Y bajo la áspera túnica, de color oscuro, los pechos enormes, la redondez del estómago, las caderas... ¡Ay, mucho peor que el viejo, muchísimo peor! Y, de pronto, aquel ser estalló en un torrente de palabras, corrió hacia Lenina y... (¡Ford! ¡Ford! Era algo asqueroso; en otro momento hubiera podido marearse)... y la abrazó contra su vientre, contra su pecho, y empezó a besarla. ¡Ford!, a besarla, babeándola toda.
Ante ella vio un rostro hinchado y distorsionado; aquella criatura lloraba.
-¡Ay, querida! -El torrente de palabras fluía entre sollozos-. ¡Si supieras qué feliz que soy! ¡Después de tantos años! ¡Una cara civilizada! ¡Sí, y ropas civilizadas! Creí que nunca más volvería a ver una vestimenta de auténtica seda al acetato. -Tocó la manga de la blusa de Lenina. Sus uñas se veían negras-. ¡Y ese precioso pantalón corto de pana de viscosa! ¿Sabés? Todavía tengo mis vestidos viejos, los que llevaba cuando vine aquí, guardados en una caja. Después te los enseño. Aunque, claro, el acetato se ha agujereado todo. Pero todavía tengo una cartuchera blanca muy buena; aunque la verdad es que la tuya, de cuero verde, es mucho más bonita. ¡Para lo que me sirvió, mi cartuchera! -Y de nuevo se echó a llorar-. Supongo que John ya les contó. ¡Lo que tuve que sufrir! ¡Y sin un gramo de soma! Sólo un trago de mescal de vez en cuando, cuando Popé me lo traía. Popé es un chico que era amigo mío. Pero el mescal deja una resaca tremenda, y el peyotl marca; además, al otro día me sentía más avergonzada todavía. Y estaba muy mucho. Pensalo por un segundo: yo, una Beta, tener un hijo; ponete en mi lugar.
-La sugerencia hizo estremecer a Lenina-. Aunque no fue mía la culpa, lo juro; todavía no sé cómo pudo pasar, teniendo en cuenta que hice todos los ejercicios malthusianos, ya sabés, por tiempos: uno, dos, tres, cuatro. Lo juro; pero la cosa es que pasó; y, por supuesto, aquí no había ni un solo Centro Abortivo.
Grandes lagrimones escapaban por entre sus párpados cerrados.
-Y el viaje de vuelta de Stoke Poges, en avión, por la noche... Y después un baño caliente y el masaje mecánico... Aquí, en cambio...
Aspiró una profunda bocanada de aire, movió la cabeza, volvió a abrir los ojos, se sorbió los mocos un par de veces, después se sonó con los dedos y se los secó con la falda.
-¡Ay, perdón! -dijo en respuesta a la involuntaria mueca de asco de Lenina-. No debería haberlo hecho. Perdón. Pero, ¿qué se puede hacer cuando no hay pañuelos? Me acuerdo cómo me alteraba toda esta suciedad, la falta de asepsia. Cuando me trajeron aquí tenía una herida horrible en la cabeza. No te podés imaginar lo que me ponían ahí. Porquerías, sólo porquerías. Civilización es Esterilización, yo solía decirles. Y Arre, estreptococos, a Banbury-T, a ver cuartos de baño e inodoros espléndidos, como si fueran niños. Pero, claro, no me entendían. Imposible. Y, al fin, supongo que me acostumbré. Por otro lado, ¿cómo se puede tener higiene si no hay una instalación de agua caliente? Mirá esa ropa. La lana animal no es como el acetato. Dura una eternidad. Y si se rompe se supone que una la remienda. Pero yo soy una Beta; yo trabajaba en la Sala de Fecundación; nadie me enseñó nunca a hacer estas cosas. No era asunto de mi incumbencia. Además, no era bien visto. Cuando los vestidos se arruinaban había que tirarlos y comprar otros nuevos. A más remiendos, menos dinero. ¿No es verdad? Los remiendos eran antisociales. Pero aquí todo es diferente. Es como vivir entre locos. Todo lo que hacen es pura locura.
Linda miró a su alrededor; vio que John y Bernard las habían dejado solas y paseaban entre la mugre y la basura del exterior; aun así, bajó confidencialmente la voz y acercó tanto los labios a la oreja de Lenina que el hálito de veneno embrional agitó la pelusilla de su mejilla.
-Por ejemplo -susurró-, la forma en que la gente de aquí se empareja. Una locura, te lo aseguro, una auténtica locura. Todo el mundo pertenece a todo el mundo, ¿no es cierto? ¿No es cierto? -insistió, tirando a Lenina de la manga. Lenina, apartando la cabeza, asintió, soltó el aire que hasta entonces había contenido y aspiró una nueva bocanada relativamente libre de malos olores-. Bueno -prosiguió Linda-, aquí se supone que una sólo puede pertenecer a otra persona. Y si aceptás tratos con otros hombres te consideran mala y antisocial. Te odian y te desprecian. Una vez vino un grupo de mujeres y armaron un escándalo porque sus hombres venían a verme. Bueno, ¿y por qué no? Y me dieron la gran paliza... Fue horrible. No, no te lo puedo contar. -Linda se tapó la cara con las manos y se estremeció-. Son odiosas, las mujeres de aquí. Locas, locas y crueles. Y, obvio, no saben nada de ejercicios malthusianos, ni de frascos, ni de decantación, ni de nada. Por eso continuamente tienen hijos... como perras. Es asqueroso. Y pensar que yo... ¡Oh, Ford, Ford, Ford! Y, sin embargo, John fue un gran consuelo para mí. No sé qué hubiera hecho sin él. A pesar de que se ponía como loco cada vez que un hombre... Ya cuando era chico, no te creás. Una vez, cuando ya era mayorcito, quiso matar al pobre Waihusiwa, o a Popé, no me acuerdo bien, sólo porque alguna que otra vez venían a verme. Nunca logré que entendiera que así es como tenían que actuar las personas civilizadas. Yo creo que la locura es contagiosa. En todo caso, John parece habérsela contagiado de los indios. Porque, naturalmente, convivió mucho con ellos. A pesar de que se portaban muy mal con él y no le dejaban hacer lo que los demás hacían. Lo que, en cierta forma, fue una suerte, porque así me fue más fácil condicionarlo un poco. Aunque no tenés idea de qué difícil es. ¡Hay tantas cosas que una no sabe! No tenía por qué saberlas, claro. Quiero decir que, cuando un niño te pregunta cómo funciona un helicóptero o quién hizo el mundo... bueno, ¿qué podés contestar si sos una Beta y siempre has trabajado en la Sala de Fecundación? ¿Que podés decir?


CAPITULO VIII
Afuera, entre el polvo y la basura (para entonces ya había cuatro perros), Bernard y John paseaban tranquilamente.
-Para mí es muy difícil entenderlo -decía Bernard-, reconstruir... Es como si viviéramos en diferentes planetas, en siglos diferentes. Una madre, y toda esta porquería, y dioses, y la vejez, y la enfermedad... -
Meneó la cabeza-. Es casi inconcebible. Nunca lo voy a entender, a menos que me lo expliqués.
-¿Que te explique qué?
-Esto. -Y Bernard señaló el pueblo-. Y esto. -Y ahora señaló la casita en las afueras-. Todo. Toda tu vida.
-Pero, ¿qué te puedo decir yo?
-Todo, desde el principio. Desde lo que podás acordarte.
-Desde tan atrás como pueda acordarme... -John frunció el ceño.
Siguió un largo silencio.
John recordaba una habitación enorme, muy oscura; había unos armatostes de madera con unas cuerdas atadas a ellos, y muchas mujeres de pie alrededor de los armatostes, tejiendo mantas, según dijo Linda. Linda le ordenó que se sentara en un rincón, con los otros niños. De pronto la gente empezó a hablar en voz muy alta y unas mujeres empujaban a Linda hacia fuera, y Linda lloraba. Linda corrió hacia la puerta y John detrás de ella. Le preguntó por qué estaban enojadas.
-Porque rompí una cosa -dijo Linda. Y entonces ella también se enojó -. ¿Por qué tengo que saber yo nada de sus estúpidos trabajos? -dijo-. ¡Salvajes!
John le preguntó qué quería decir salvajes. Cuando volvieron a casa, Popé esperaba en la puerta y entró con ellos. Llevaba una gran calabaza llena de un líquido que parecía agua; pero no era agua, sino algo que olía mal, quemaba en la boca y hacía toser. Linda bebió un poco y Popé también, y después Linda se rió mucho y habló con voz muy fuerte y al final ella y Popé pasaron al otro cuarto. Cuando Popé se fue, John entró en la habitación. Linda estaba acostada y dormía profundamente.
Popé solía ir por la casa. Decía que el líquido de la calabaza se llamaba mescal; pero Linda decía que debía llamarse soma; sólo que después uno se mareaba. John odiaba a Popé. Los odiaba a todos, a todos los hombres que iban a ver a Linda. Una tarde, después de jugar con otros chicos –se acordaba que hacía frío, y había nieve en las montañas-, John volvió a casa y oyó voces iracundas en el dormitorio. Eran de mujer, y decían palabras que él no entendía; pero sabía que eran palabras horribles. Después, de golpe, ¡pum!, algo cayó al suelo; oyó movimiento de gente y otro ruido, como cuando azotan a una mula, pero una mula carnosa; después Linda chilló: ¡ay, no, no, no!
John entró corriendo. Había tres mujeres con mantos negros. Linda estaba acostada. Una de las mujeres la agarraba por las muñecas. La otra se había sentado encima de sus piernas para que no pudiera patalear. La tercera la golpeaba con un látigo. Una, dos, tres veces; y todas las veces Linda chillaba. Llorando, John se agarró al borde del manto de la mujer. Por favor, por favor. Con la mano que tenía libre, la mujer lo separó. El látigo volvió a caer, y de nuevo Linda chilló. John agarró la mano fuerte y morena de la mujer entre las suyas y le pegó un mordisco con todas sus fuerzas. La mujer gritó, se soltó la mano que le había agarrado y le pegó tal empujón que lo tiró al suelo. Cuando todavía estaba caído, la mujer lo azotó tres veces con el látigo. Le dolió como nunca le había dolido nada: como fuego. El látigo volvió a silbar y cayó. Pero esta vez fue Linda la que aulló.
-Pero, ¿por qué querían lastimarte, Linda? -le preguntó a la noche.
John lloraba, porque las señales rojas del látigo en la espalda le dolían terriblemente. Pero también lloraba porque la gente era tan bruta y mala, y porque él sólo era un niño y no podía hacer nada contra ella.
-¿Por qué querían lastimarte, Linda?
-No sé. ¿Cómo puedo saber?
Era difícil entender lo que decía, porque Linda estaba boca abajo y tenía la cara sepultada en la almohada.
-Dicen que estos hombres son sus hombres -siguió.
Y era como si no le hablara a él, como si se lo dijera a alguien que estuviera dentro de ella misma. Una larga charla que John no entendía; y, al final, Linda volvió a gritar, más fuerte que nunca.
-iOh, no, no llorés, Linda! ¡No llorés!
John la abrazó con fuerza. Le pasó un brazo por el cuello.
Linda gritó:
-¡Con cuidado! ¡Mi hombro! ¡Ay!
Y lo alejó con fuerza. John fue a dar de cabeza contra la pared.
-¡Imbécil! -le gritó su madre.
Y, de repente, empezó a darle cachetadas.
Una, y otra, y otra más...
-¡Linda! -gritó John-. ¡Oh, madre, no, no!
-Yo no soy tu madre. Yo no quiero ser tu madre.
-Pero, Linda... ¡Oh!
Otro cachetazo en la mejilla.
-Me he vuelto como una salvaje -gritaba Linda-. Tengo hijos como un animal... De no haber sido por vos hubiese podido presentarme al Inspector, hubiese podido irme de aquí. Pero no con un hijo. Hubiese sido una vergüenza demasiado grande.
John adivinó que iba a pegarle de nuevo y levantó un brazo para cubrirse la cara -¡Oh, no, Linda, no, por favor! -¡Bestia!
Linda lo obligó a bajar el brazo, dejándole la cara al descubierto.
-¡Linda, no!
John cerró los ojos, esperando el golpe.
Pero Linda no le pegó. Al cabo de un momento, John volvió a abrir los ojos y vio que su madre lo miraba. John intentó sonreírle. De pronto, Linda lo abrazó y empezó a besarlo, una y otra vez.
Los momentos más felices eran cuando Linda le hablaba del Otro Lugar.
-¿Y de veras podés volar cuando se te da la gana?
-De veras.
Y Linda le contaba lo de la hermosa música que salía de una caja, y los juegos buenísimos a los que se podía jugar, y las cosas ricas de comer y de tomar que había, y la luz que surgía con sólo pulsar un aparatito en la pared, y las películas que se podían oír, y tocar y ver, y otra caja que producía olores agradables, y las casas rosadas, verdes, azules y plateadas; altas como montañas, y todo el mundo feliz, y nadie triste ni enojado, y todo el mundo era de todo el mundo, y las cajas que permitían ver y oír todo lo que pasaba en el otro lado del mundo, y los niños en frascos limpios y hermosos... todo limpísimo, sin feos olores, sin suciedad... Y nadie solo, sino viviendo todos juntos, alegres y felices, algo así como en los bailes veraniegos de Malpaís, pero mucho más felices, porque su felicidad era de todos los días, de siempre... John la escuchaba embelesado.
Muchos hombres iban a ver a Linda. Los niñitos empezaron a señalarla con el dedo. En su lengua extranjera decían que Linda era mala; la llamaban con nombres que John no entendía, pero que sabía eran nombres malos. Un día empezaron a cantar una canción sobre Linda, una y otra vez. John les tiró piedras. Ellos respondieron, y una piedra afilada lo hirió en la mejilla. La sangre no cesaba de manar y pronto quedó cubierto de ella.
Linda le enseñó a leer. Con un pedazo de carbón dibujaba figuras en la pared -un animal echado, un niño dentro de una botella-, y después escribía detrás: EL GATO DUERME, EL NENE ESTÁ EN EL POTE. John aprendió rápido y con facilidad. Cuando ya sabía leer todas las palabras que su madre escribía en la pared, Linda abrió su gran caja de madera y sacó de abajo de los graciosos pantalones rojos que nunca se ponía un libro muy finito. John ya lo había visto muchas veces.
-Cuando seas mayor - siempre le decía su madre- te voy a dejar leerlo.
Bueno, ahora ya era lo bastante mayor. John se sentía muy orgulloso.
-No sé si te va a parecer muy apasionante -dijo Linda-, pero es el único que tengo. -Y suspiró-. ¡Si pudieras ver las asombrosas máquinas de leer que tenemos en Londres!
John empezó a leer. El Condicionamiento químico y bacteriológico del embrión. Instrucciones prácticas para los trabajadores Beta del Almacén de Embriones. Sólo leer el título le llevó quince minutos. John tiró el libro al suelo.
-¡Libro feo, libro feo! -exclamó.
Y se largó a llorar.
Los chicos seguían cantando esa horrible canción sobre Linda. Y a veces se burlaban de él porque iba tan harapiento. Cuando se le rompía la ropa, Linda no sabía remendarla. En el Otro Lugar, le dijo su madre, la gente tiraba la ropa vieja y se compraba otra nueva. -¡Harapiento, harapiento! -le gritaban los chicos.
Pero yo sé leer -se decía John-, y ellos no. Ni siquiera saben lo que es leer. No era difícil, si se esforzaba en pensar así, fingir que no le importaba que se burlaran de él. Pidió a Linda que volviera a prestarle el libro.
Cuanto más cantaban los pibes y más lo señalaban con el dedo, con más ganas leía. Pronto pudo leer todas las palabras. Hasta las más largas. Pero, ¿qué significaban? Se lo preguntó a Linda. Pero ni siquiera cuando le podía contestar lo entendía con claridad. Y generalmente ni siquiera podía contestarle.
-¿Qué son productos químicos? -preguntaba John.
-¡Eh! Cosas como sales de magnesio y alcohol para mantener a los Deltas y los Epsilones pequeños y retrasados, y carbonato de calcio para los huesos, y cosas por el estilo.
-Pero, ¿cómo se hacen los productos químicos, Linda? ¿De dónde salen?
-No lo sé. Se sacan de frascos. Y cuando los frascos quedan vacíos, se manda a buscar más al Almacén Químico. Supongo que la gente del Almacén Químico los fabrica. O tal vez van a buscarlos a la fábrica. No sé. Yo no trabajaba en eso. Yo estaba ocupada en los embriones.
Y lo mismo pasaba con cualquier cosa que preguntara. Por lo visto, Linda no sabía casi nada. Los viejos del pueblo daban respuestas mucho más concretas.
La semilla de los hombres y de todas las criaturas, la semilla del sol y la semilla de la tierra y la semilla del cielo, todo eso lo hizo Awonawilona de la Niebla Desarrolladora. El mundo tiene cuatro vientres; y Awonaxvilona enterró las semillas en el más bajo de los cuatro vientres. Y gradualmente las semillas empezaron a germinar...
Un día (John calculó más tarde que eso debió de pasar poco después de haber cumplido los doce años), llegó a su casa y encontró en el suelo del dormitorio un libro que no había visto nunca hasta entonces. Era un libro muy grueso y parecía muy viejo. Los ratones habían roído sus tapas; y algunas de sus páginas estaban sueltas o arrugadas. John lo levantó y miró la tapa. El libro se titulaba Obras Completas de William Shakespeare.
Linda estaba recostada en la cama, bebiendo en una taza el hediondo mescal.
-Popé lo trajo -dijo. Su voz sonaba estropajosa y áspera, como si no fuese la suya-. Estaba en uno de los baúles de la Kiva de los Antílopes. Seguramente estaba allá desde hace cientos de años. Supongo que así es, porque le eché una ojeada y sólo dice tonterías. Un autor que estaba por civilizar. Aun así, te puede servir para practicar lectura.
Echó otro trago, apuró la taza, la dejó en el suelo, al lado de la cama, se dio vuelta para el otro lado, hipó una o dos veces y se durmió.
John abrió el libro al azar.
Nada, sólo vivir
en el rancio sudor de un lecho inmundo, cociéndose en la corrupción, arrullándose y haciendo el amor sobre el maculado camastro...
Las extrañas palabras penetraron rumorosas en su mente como la voz del trueno; como los tambores de las danzas de verano si los tambores supieran hablar; como los hombres que cantan el Canto del Maíz, tan hermoso que hacía llorar; como las palabras mágicas del viejo Mitsima sobre sus plumas, sus palos tallados y sus trozos de hueso y de piedra: kiathla tsilu siloklve silokwe silokwe. Kiai silu silu, tsithl. Pero mejor que las fórmulas mágicas de Mitsima, porque eso significaba algo más, porque le hablaba a él; le hablaba maravillosamente, de una manera sólo a medias comprensible, con un poder mágico terriblemente bello, de Linda; de Linda que tirada, roncando, con la taza vacía junto a su cama; le hablaba de Linda y Popé, de Linda y Popé.
John odiaba a Popé cada vez más. Un hombre puede sonreír y sonreír y ser un villano. Un villano incapaz de remordimientos, traidor, cobarde, inhumano. ¿Qué significaban exactamente estas palabras? John sólo lo sabía a medias. Pero su magia era poderosa, y las palabras seguían resonando en su cerebro, y en cierta manera era como si hasta entonces no hubiese odiado realmente a Popé; como si no le hubiese odiado realmente porque nunca había sido capaz de expresar cuánto lo odiaba. Pero ahora John tenía esas palabras, las palabras que eran como tambores, como cantos, como fórmulas mágicas.
Un día, cuando John volvió a casa después de sus juegos, encontró abierta la puerta del cuarto interno y los vio acostados a los dos en la cama, dormidos: la blanca Linda, y Popé, casi negro a su lado, con un brazo bajo los hombros de ella y el otro encima de su pecho, con una de sus trenzas negras sobre la blanca garganta de Linda, como una serpiente que quisiera estrangularla. En el suelo, junto a la cama, estaba la calabaza de Popé y una taza. Linda roncaba.
John tuvo la sensación de que su corazón había desaparecido dejando un hueco en su lugar. Sí, se sentía vacío. Vacío, y frío, y un poco mareado, y como deslumbrado. Se apoyó en la pared para reanimarse un poco. Villano sin remordimientos, traidor, cobarde... Como tambores, como los hombres cuando cantan al maíz, como fórmulas mágicas, las palabras se repetían una y otra vez en su mente. John pasó del frío inicial a un súbito calor. Las mejillas, inyectadas en sangre, le ardían, la habitación se balanceaba y se ensombrecía ante sus ojos. Rechinó los dientes. Lo voy a matar, lo voy a matar, lo voy a matar..., empezó a decir. Y, de pronto, surgieron otras palabras:
Cuando duerma, borracho, o esté enfurecido,
o goce del placer incestuoso de la cama...
La magia estaba de su parte, la magia lo explicaba todo y daba órdenes. John volvió al cuarto de afuera. Cuando duerma, borracho... El cuchillo de cortar la carne estaba en el suelo, junto a la chimenea. John lo agarró y, de puntitas, se acercó de nuevo al umbral. Cuando duerma, borracho; cuando duerma, borracho... Cruzó corriendo la habitación y clavó el cuchillo -¡ah, la sangre! dos veces, mientras Popé despertaba de su sueño; levantó la mano para volver a clavar el cuchillo, pero alguien lo agarró de la muñeca y -¡ah, ah!- se la retorció. John no podía moverse, lo habían atrapado, y veía los ojitos negros de Popé, muy cerca de él, mirándolo fijamente. John desvió la mirada. En el hombro izquierdo de Popé había dos cortes. ¡Ay, mirá, sangre! -gritaba Linda-. ¡Sangre! Nunca había podido soportar la vista de la sangre. Popé levantó la otra mano... para pegarme, pensó John. Se puso rígido para aguantar el golpe. Pero la mano lo tomó por debajo del mentón y lo obligó a levantar la cabeza y a mirar a Popé a los ojos. Por un largo rato, horas y más horas. Y de pronto -no lo pudo evitar- John empezó a llorar. Y Popé se echó a reír. Andate -dijo, en su lengua india-. Andá, mi valiente Thaiyuta. Y John corrió al otro cuarto, a esconder sus lágrimas.
-Ya tenés quince años -dijo el viejo Mitsima en su lengua india-. Te voy a enseñar a modelar la arcilla.
En cuclillas, junto al río, trabajaron juntos. -Antes de nada -dijo Mitsima, tomando un terrón de arcilla húmeda entre sus manos-, vamos a hacer una luna pequeña.
El anciano aplastó el terrón dándole forma de disco, y después levantó sus bordes; la luna se convirtió en un bol.
Lenta, torpemente, John imitó los delicados gestos del anciano.
-Una luna, una taza, y ahora una serpiente.
Mitsima tomó otro terrón de arcilla Y formó con él un largo cilindro flexible, lo dobló hasta darle la forma de un círculo perfecto y lo colocó encima del borde del bol.
-Después otra serpiente, y otra, y otra.
Circulo tras círculo, Mitsima levantó los costados de la jarra; era estrecha en la parte inferior, se hinchaba hacia el centro y volvía a estrecharse en la parte del cuello. Mitsima modelaba, daba golpecitos, acariciaba y rascaba la arcilla; y al fin salió de sus manos el típico jarro de agua de Malpaís, si bien era de color blanco cremoso en lugar de negro, y blando todavía. La contrahecha imitación del jarro de Mitsima, obra de John, estaba a su lado. Mirando los dos jarros, John no pudo reprimir una carcajada.
-Pero el próximo va a ser mejor -dijo.
Y empezó a humedecer otro terrón de arcilla.
Modelar, dar forma, sentir cómo sus dedos adquirían habilidad y fuerza le proporcionaba un placer extraordinario.
-Vitamina A, Vitamina B, Vitamina C -canturreaba, mientras trabajaba-. La grasa está en el hígado, y el bacalao en el mar...
Y también Mitsima cantaba: una canción sobre la matanza de un oso.
Trabajaron todo el día; y el día entero estuvo lleno de una felicidad intensa, absorbente.
-El invierno que viene -dijo el viejo Mitsima -te voy a enseñar a construir un arco.
John esperó largo rato delante de la casa; y al fin terminaron las ceremonias que se celebraban en el interior. La puerta se abrió y ellos salieron. Primero Kothlu, con la mano derecha extendida, el puño fuertemente cerrado, como si guardara una joya preciosa. Le seguía Kiakimé, también con la mano derecha extendida, pero cerrado el puño. Caminaban en silencio, y en silencio, detrás de ellos seguían los hermanos, las hermanas, los primos y la gente mayor.
Salieron del pueblo, cruzando la altiplanicie. Al llegar al borde del acantilado pararon, de cara al sol matutino. Kothlu abrió el puño. En la palma de su mano se vio una pizca de blanca harina de maíz; Kothlu le echó un poco de su aliento, pronunció unas palabras misteriosas y tiró la harina, un puñado de polvo blanco, en dirección al sol. Kiakimé hizo lo mismo. Después el padre de Kiakimé avanzó un paso, y levantando un bastón litúrgico adornado con plumas, pronunció una larga oración y terminó arrojando el bastón en la misma dirección que harina de maíz.
-Listo -dijo el viejo Mitsima en voz alta-. Están casados.
-Bueno -dijo Linda cuando volvieron-; yo sólo digo que no veo la necesidad de armar tanto escándalo por una insignificancia como ésta. En los países civilizados, cuando un chico desea a una chica, se limita a... Pero, ¿adónde vas, John?
John no le hizo caso y se largó a correr, lejos, muy lejos, donde pudiera estar solo.
Listo. Las palabras del viejo Mitsima seguían resonando en su mente. Listo, listo... En silencio, y desde lejos, pero violenta, desesperadamente, sin esperanza alguna John había amado a Kiakimé. Y ahora, todo había acabado. John tenía dieciséis años.
Cuando la luna fuese llena, en la Kiva de los Antílopes se revelarían muchos secretos, se ejecutarían muchos ritos ocultos. Los chicos bajarían a la Kiva y saldrían de ella convertidos en hombres. Todos estaban un poco asustados y al mismo tiempo impacientes.
Al fin llegó el día. El sol fue al ocaso y apareció la luna. John fue con los demás. Ante la entrada de la Kiva esperaban unos hombres morenos; la escalera de mano descendía hacia las profundidades iluminadas con una luz rojiza. Ya los primeros habían empezado a bajar. De pronto, uno de los hombres avanzó, lo agarró por un brazo y lo sacó de la fila. John logró escapar de sus manos y volver a ocupar su lugar entre los otros. Esta vez el hombre lo agarró de los pelos y lo golpeó.
-¡Vos no, albino!
-¡El hijo de puta, no! -gritó otro hombre. Los chicos se rieron.
-¡Afuera!
John todavía no se decidía a separarse del grupo.
-¡Afuera! -volvieron a gritar los hombres.
Uno de ellos se agachó, agarró una piedra y se la tiró.
-¡Afuera, afuera, afuera!
Cayó sobre él un lluvia de piedras. Sangrando, John huyó hacia las tinieblas. De la Kiva iluminada de rojo llegaba hasta él el rumor de unos cantos. El último chico ya había bajado la escalera. John se había quedado solo.
Solo, afuera del pueblo, en la desierta llanura de la altiplanicie. A la luz de la luna, las rocas eran como huesos blanqueados. Abajo, en el valle, los coyotes aullaban a la luna. Los arañazos le picaban y los cortes todavía le sangraban; pero no sollozaba por el dolor, sino porque estaba solo, porque lo habían echado, solo, a aquel mundo esquelético de rocas y luz de luna.
-Solo, siempre solo -decía el joven.
Las palabras despertaron un eco quejumbroso en la mente de Bernard. Solo, solo...
- Yo también estoy solo -dijo, cediendo a un impulso de confianza-. Terriblemente solo.
-¿Vos? -John parecía sorprendido-. Yo creía que en el Otro Lugar... Linda siempre dice que allá nadie está solo.
Bernard se sonrojó, turbado.
-Verás -dijo, tartamudeando y sin mirarlo-, yo soy bastante diferente de los demás, supongo. Si por casualidad uno es decantado diferente...
-Sí, eso es -asintió el joven-. Si uno es diferente, se ve condenado a la soledad. Los demás lo tratan brutalmente. ¿Sabés que a mí me han mantenido alejado de todo? Cuando los otros chicos fueron enviados a pasar la noche en las montañas, donde tienen que soñar cuál es su respectivo animal sagrado, a mí no me dejaron ir con los otros; ni me revelaron ninguno de sus secretos. Pero yo lo hice todo por mí mismo -agregó-. Pasé cinco días sin comer absolutamente nada y una noche me fui solo a las montañas.
Bernard sonrió con condescendencia. -¿Y soñaste algo? -preguntó.
El otro afirmó con la cabeza.
-Pero no te tengo que decir lo que soñé. –Se quedó en silencio un momento, y después, en voz baja, siguió-: una vez hice algo que ninguno de los demás ha hecho: un mediodía de verano, me quedé apoyado en una roca, con los brazos abiertos, como Jesús en la cruz.
-Pero ¿por qué lo hiciste?
-Quería saber qué se sentía ser crucificado. Colgar allá, al sol...
-Pero ¿por qué?
-¿Por qué? Bueno... -titubeó-. Porque sentía que tenía que hacerlo. Si Jesús lo pudo aguantar... Además, si uno ha hecho algo malo... Por otro lado, yo no era feliz; y ésa era otra razón.
-A primera vista me parece una forma muy curiosa de darle remedio a la infelicidad -dijo Bernard.
Pero, pensándolo mejor, llegó a la conclusión de que, a fin de cuentas, algo había en eso. A lo mejor fuese mejor que tomar soma...
-Después de un rato me desmayé -dijo-. Me caí de boca. ¿No ves la marca del corte que me hice?
Se levantó el mechón de pelo rubio que le cubría la frente, dejando al descubierto una pálida cicatriz que se veía en su sien derecha.
Bernard miró y se apuró a cambiar de tema.
-¿Te gustaría ir a Londres con nosotros? -preguntó, iniciando así el primer paso de un plan cuya estrategia había empezado a elaborar en secreto desde el momento en que, en el interior de la casucha, se había dado cuenta de quién debía ser el padre de ese salvaje. ¿Te gustaría?
La cara del pibe se iluminó. -¿Lo decís en serio?
-Claro; es decir, suponiendo que consiguiera el permiso.
-¿Y Linda también?
-Bueno...
Bernard dudó. ¡Aquella odiosa criatura! No, era imposible. A menos que... De golpe a Bernard se le ocurrió que la misma repulsión que Linda inspiraba podía constituir un buen triunfo. -Bueno, ¡claro que sí! -exclamó, esforzándose por compensar su vacilación con un exceso de cordialidad.
-¡Pensar que pudiera realizarse el sueño de toda mi vida! ¿Te acordás de lo que dice Miranda?
-¿Quién es Miranda?
Pero, evidentemente, el joven no había oído la pregunta.
-¡Ah, fenómeno! -decía.
Sus ojos brillaban y su rostro ardía.
-¡Cuántas y qué divinas criaturas hay aquí! ¡Que bella humanidad!
Su rubor se intensificó súbitamente; John pensaba en Lenina, en aquel ángel vestido de viscosa color verde botella, reluciente de juventud y de crema cutánea, rellenita y sonriente. Su voz titubeó:
-¡Ah, fenomenal nuevo mundo! -empezó; pero de pronto se interrumpió; la sangre había dejado sus mejillas; estaba blanco como el papel-. ¿Estás casado con ella? -preguntó.
-¿Si estoy qué?
-Casado. ¿Entendés? Para siempre. Los indios, en su lengua lo dicen así: para siempre. Un lazo que no se puede romper.
-¡Ay, no, por Ford!
Bernard no pudo menos que reírse.
John también se rió, pero por otra razón. Rió de pura alegría.
-¡ Ah, fenomenal nuevo mundo! -repitió-. ¡Qué fenomenal nuevo mundo que alberga tales criaturas! ¡Vayamos allá!
-A veces hablás de una manera muy rara -dijo Bernard mirándolo con asombro y perplejidad-. Por otra parte, ¿no sería más prudente que esperaras a ver ese nuevo mundo?


CAPITULO IX
Después de aquel día de absurdo y horror, Lenina consideró que se había ganado el derecho a unas vacaciones completas y absolutas. En cuanto volvieron al hospedaje, se administró seis tabletas de medio gramo de soma, se tiró en la cama, y a los diez minutos se había embarcado hacia la eternidad lunar. Por lo menos tardaría dieciocho horas en volver a la realidad.
Entretanto, Bernard yacía meditabundo y con los ojos abiertos en la oscuridad. No se durmió hasta mucho después de la medianoche. Pero su insomnio no había sido estéril. Tenía un plan.
Puntualmente, a la mañana siguiente a las diez, el ochavón del uniforme verde se bajó del helicóptero. Bernard lo esperaba entre las pitas.
-La señorita Crowne está de vacaciones de soma -explicó-. No va a estar de vuelta antes de las cinco. Así es que tenemos siete horas para nosotros.
Podían volar a Santa Fe, realizar su proyecto y estar de vuelta en Malpaís mucho antes de que Lenina despertara.
-¿Va a estar segura aquí? -preguntó.
-Segura como un helicóptero -lo tranquilizó el ochavón.
Subieron al aparato y despegaron inmediatamente. A las diez y treinta y cuatro aterrizaron en la terraza del Correo de Santa Fe; a las diez y treinta y siete Bernard había podido comunicarse con el Despacho del Interventor Mundial en Whitehall; a las diez y treinta y nueve hablaba con el cuarto secretario privado; a las diez y cuarenta y cuatro repetía su historia al primer secretario, y a las diez y cuarenta y siete y medio, la voz grave, resonante, del propio Mustafá Mond sonó en sus oídos.
-Me atreví a pensar -tartamudeó Bemard- que su Fordería podía juzgar el asunto de suficiente interés científico...
-En efecto, juzgo el asunto de suficiente interés científico -dijo la voz profunda-. Tráigase a esos dos individuos a Londres con usted.
-Su Fordería no ignora que necesitaré un permiso especial...
-En este momento -dijo Mustafá Mond- se están dando las órdenes necesarias al Guardián de la Reserva.
Vaya inmediatamente al Despacho del Guardián. Buenos días, Sr. Marx.
Siguió un silencio. Bernard colgó el receptor y subió corriendo a la terraza.
El chico estaba delante del hospedaje. -¡Bernard! -llamó-. ¡Bernard! No hubo respuesta.
Caminando silenciosamente sobre sus mocasines de piel de ciervo, subió corriendo la escalera y trató de abrir la puerta. Pero estaba cerrada.
¡Se había ido! Eso era lo más terrible que le había pasado en su vida. La chica lo había invitado a ir a verlos, y ahora se habían ido. John se sentó en un peldaño y lloró.
Media hora después se le ocurrió echar una ojeada por la ventana. Lo primero que vio fue una maleta verde con las iniciales L. C. pintadas en la tapa. La alegría se levantó en su interior como una hoguera. Agarró una piedra. El cristal roto cayó estrepitosamente al suelo. Un momento después, John estaba adentro del cuarto. Abrió la maleta verde; y al instante se encontró respirando el perfume de Lenina, llenándose los pulmones con su ser esencial. El corazón le latía desbocadamente; por un momento, estuvo a punto de desmayarse. Después, agachándose sobre la preciosa caja, la tocó, la levantó a la luz, la examinó. Los cierres del otro pantalón corto de Lenina, de pana de viscosa, de momento le plantearon un problema que, una vez resuelto, le resultó una delicia. ¡Zip!, y después ¡zap!, ¡zip!, y después ¡zap! Estaba entusiasmado. Sus zapatillas verdes eran lo más hermoso que había visto en toda su vida. Desplegó un pantaloncito íntimo, se ruborizó y volvió a guardarlo inmediatamente; pero besó un pañuelo de acetato perfumado y se puso una bufanda al cuello. Abriendo una caja, levantó una nube de polvos perfumados. Las manos le quedaron enharinadas. Se las limpió en el pecho, en los hombros, en los brazos desnudos. ¡Delicioso perfume! Cerró los ojos y restregó la mejilla contra su brazo empolvado. Tacto de fina piel contra su rostro, perfume en su nariz de polvos delicados... su presencia real.
-¡Lenina! -susurró-. ¡Lenina!
Un ruido lo sobresaltó; se dio vuelta con expresión culpable. Guardó apresuradamente en la maleta todo lo que había sacado y cerró la tapa; volvió a escuchar, mirando con los ojos muy abiertos. Ni una sola señal de vida; ni un sonido. Y, sin embargo, estaba seguro de haber oído algo, algo así como un suspiro, o como el crujir de una madera. Se acercó de puntitas a la puerta, y, abriéndola con cuidado, se encontró ante un amplio rellano. Al otro lado había otra puerta, entornada. Se acercó, la empujó, y asomó la cabeza.
Allá, en una cama baja, con la colcha bajada, vestida con un diminuto pijama de una sola pieza, estaba recostada Lenina profundamente dormida y tan hermosa entre sus rulo, tan conmovedoramente infantil con sus rosados dedos de los pies y su grave cara sumida en el sueño, tan confiada en la indefensión de sus manos suaves y sus miembros relajados, que las lágrimas se le vinieron a los ojos.
Con una infinidad de precauciones completamente innecesarias –ya que sólo un disparo de pistola hubiera podido obligar a Lenina a volver de sus vacaciones de soma antes de la hora fijada-, John entró en el cuarto, se arrodilló en el suelo al lado de la cama, miró, juntó las manos, y sus labios se movieron.
-Sus ojos -murmuró.
Sus ojos, sus cabellos, su mejilla, su caminar, su voz;
los manejas en tu discurso;
¡ah, esa mano a cuyo lado son los blancos tinta
cuyos propios reproches escribe; ante cuyo suave tacto
parece áspero el plumón de los cisnes...!
Una mosca revoloteaba cerca de ella; John la ahuyentó.
-Moscas –se acordó.
En el milagro blanco de la mano de mi querida Julieta
pueden detenerse y robar gracia inmortal de sus labios,
que, en su pura modestia de vestal,
se sonrojan creyendo pecaminosos sus propios besos.
Muy lentamente, con el gesto vacilante de quien se dispone a acariciar un ave asustadiza y posiblemente peligrosa, John acercó una mano.
Ésta se quedó suspendida, temblorosa, a dos centímetros de aquellos dedos inmóviles, al mismo borde del contacto. ¿Se animaría? ¿Se animaría a profanar con su indignísima mano aquella...? No, no se atrevió. El ave era demasiado peligrosa. La mano retrocedió, y cayó, lacia. ¡Qué hermosa era Lenina! ¡Qué bella!
Después, de pronto, John se encontró pensando que sería suficiente agarrar el broche del cierre, a la altura del cuello, y tirar de él hacia abajo, de un solo golpe... Cerró los ojos y movió con fuerza la cabeza, como un perro que se sacude las orejas al salir del agua. ¡Qué pensamiento más repugnante! John se sintió avergonzado de sí mismo. Pura modestia de vestal...
Se oyó un zumbido en el aire. ¿Otra mosca que pretendía robar gracias inmortales? ¿Una avispa tal vez? John miró a su alrededor y no vio nada. El zumbido fue en aumento, y pronto resultó evidente que se oía en el exterior. ¡El helicóptero! Presa del pánico, John saltó sobre sus pies y corrió al otro cuarto, saltó por la ventana abierta y corriendo por el sendero que discurría entre las altas pitas llegó a tiempo para recibir a Bernard Marx en el momento en que bajaba del helicóptero.


CAPITULO X
Las manecillas de los cuatro mil relojes eléctricos de las cuatro mil salas del Centro de Blomsbury señalaban las dos y veintisiete minutos. La industriosa colmena, como el director se complacía en llamarlo, estaba en plena fiebre de trabajo. Todo el mundo estaba ocupado, todo se movía ordenadamente. Bajo los microscopios, agitando furiosamente sus largas colas, los espermatozoos penetraban de cabeza dentro de los óvulos, y fertilizados, los óvulos crecían, se dividían, o bien, bokanovskificados, echaban brotes y formaban poblaciones enteras de embriones. Desde la Sala de Predestinación Social las cintas sin fin bajaban al sótano, y allá, en la penumbra escarlata, calientes, cociéndose sobre su almohadón de peritoneo y repletos de sucedáneo de la sangre y de hormonas, los fetos crecían, o bien, envenenados, languidecían hasta convertirse en futuros Epsilones. Con un débil zumbido los estantes móviles reptaban imperceptiblemente, semana tras semana, hacia donde en la Sala de Decantación, los niños recién desenfrascados exhalaban su primer gemido de horror y sorpresa.
Las dínamos jadeaban en el subsótano, y los ascensores subían y bajaban. En los once pisos de las Guarderías era la hora de comer. Mil ochocientos niños, cuidadosamente etiquetados, extraían, simultáneamente, de mil ochocientos biberones, su medio litro de secreción externa pasteurizada.
Más arriba, en los siguientes diez pisos destinados a dormitorios, los niños y niñas que todavía eran lo bastante pequeños para necesitar una siesta estaban tan ocupados como todo el mundo, aunque ellos no lo sabían, escuchando inconscientemente las lecciones hipnopédicas de higiene y sociabilidad, de conciencia de clase y de vida erótica. Y todavía más arriba, las salas de juego, donde, por ser un día lluvioso, novecientos niños un poco mayores se divertían jugando con ladrillos, modelando con ladrillos, modelando con arcilla, o dedicándose a jugar a la escondida o a los juegos eróticos de siempre.
¡Zummm...! La colmena zumbaba, ocupada, alegremente. ¡Alegres eran las canciones que tarareaban las chicas inclinadas sobre los tubos de ensayo! Los predestinadores silbaban mientras trabajaban, y en la Sala de Decantación se contaban muy buenos chistes por encima de los frascos vacíos. Pero la cara del director cuando entró en la Sala de Fecundación con Henry Foster se veía seria, severa, petrificada.
-Un escarmiento público -decía-. Y en esta sala, porque en ésta hay más trabajadores de casta alta que en ninguna otra de las del Centro. Le dije que me viniera a ver aquí a las dos y media.
-Cumple su tarea admirablemente -dijo Henry con hipócrita generosidad.
-Lo sé. Razón de más para mostrarme severo con él. Su eminencia intelectual entraña las correspondientes responsabilidades morales. Cuanto mayores son los talentos de un hombre más grande es su poder de corromper a los demás. Y es mejor que sufra uno solo a que se corrompan muchos. Considere el caso desapasionadamente Sr. Foster, y verá que no existe ofensa tan odiosa como la heterodoxia en el comportamiento. El asesino sólo mata al individuo y, al fin y al cabo, ¿qué es un individuo? -Con un amplio ademán señaló las hileras de microscopios, los tubos de ensayo, las incubadoras-. Podemos fabricar otro nuevo con la mayor facilidad; tantos como queramos. La heterodoxia amenaza algo mucho más importante que la vida de un individuo; amenaza a la propia Sociedad. Sí, a la propia Sociedad -repitió-. Pero, aquí viene.
Bernard había entrado en la sala y se acercaba a ellos pasando por entre las hileras de fecundadores. Su expresión fanfarrona, de confianza en sí mismo, apenas lograba disimular su nerviosismo. La voz con que dijo: buenos días director sonó demasiado fuerte, absurdamente alta; y cuando, para corregir su error, dijo: usted me pidió que viniera aquí para hablarme, lo hizo con voz ridículamente débil.
-Sí, Sr. Marx -dijo el director enfáticamente-. Le pedí que viniera a verme aquí. Tengo entendido que volvió de sus vacaciones anoche.
-Sí -contestó Bernard.
-Ssssí -repitió el director, acentuando la s, en un silbido como de serpiente. Después, levantando súbitamente la voz, trompeteó-: señoras y señores, señoras y señores.
El canturreo de las chicas sobre sus tubos de ensayo y el abstraído silbido de los microscopistas pararon de golpe. Se hizo un silencio profundo; todos volvieron las miradas hacia el grupo central.
-Señoras y señores -repitió el director-, discúlpenme si interrumpo sus tareas. Un doloroso deber me obliga a ello. La seguridad y la estabilidad de la Sociedad están en peligro. Sí, en peligro, señoras y señores. Este hombre -y señaló acusadoramente a Bernard-, este hombre que se encuentra ante ustedes, este Alfa-Más a quien tanto le fue dado, y de quien, en consecuencia, tanto cabía esperar, este colega de ustedes, o mejor, acaso este que fue colega de ustedes, ha traicionado burdamente la confianza que pusimos en él. Con sus opiniones heréticas sobre el deporte y el soma, con la escandalosa heterodoxia de su vida sexual, con su negativa a obedecer las enseñanzas de Nuestro Ford y a comportarse fuera de las horas de trabajo como un bebé en su frasco -y al llegar a este punto el director hizo la señal de la T- se ha revelado como un enemigo de la Sociedad, un elemento subversivo, señoras y señores. Contra el Orden y la Estabilidad, un conspirador contra la misma Civilización. Por esta razón me propongo despedirlo, despedirlo con ignominia del cargo que hasta ahora ha venido ejerciendo en este Centro; y me propongo asimismo solicitar su transferencia a un Subcentro del orden más bajo, y, para que su castigo sirva a los mejores intereses de la sociedad, tan alejado como sea posible de cualquier centro importante de población. En Islandia va a tener pocas oportunidades de corromper a otros con su ejemplo antifordiano -el director hizo una pausa; después, cruzando los brazos, se tornó solemnemente hacia Bernard-. Marx -dijo-, ¿puede usted alegar alguna razón por la cual yo no deba ejecutar el castigo que le he impuesto?
-Sí, puedo -contestó Bernard, en voz alta.
-Diga cuál es, entonces -dijo el director, un poco asombrado, pero sin perder la dignidad majestuosa de su actitud.
-No sólo la voy a decir, sino que la voy a mostrar. Pero está en el pasillo. Un minuto. -Bernard se acercó rápidamente a la puerta y la abrió con brusquedad-. Entre -ordenó.
Y la razón alegada entró y se hizo visible.
Se produjo un sobresalto, una suspensión del aliento de todos los presentes y, después, un murmullo de asombro y de horror; una chica chilló; estaba de pie encima de una silla para ver mejor, y, al tambalearse, derramó dos tubos de ensayo llenos de espermatozoos. Abotagado, hinchado, entre aquellos cuerpos juveniles y firmes y aquellos correctos rostros, un monstruo de mediana edad, extraño y terrorífico, Linda, entró en la sala, sonriendo picaronamente con su sonrisa rota y descolorida y moviendo sus enormes caderas en lo que pretendía ser una ondulación voluptuosa. Bernard iba a su lado.
-Aquí está -dijo Bernard señalando al director.
-¿Cree que no lo habría reconocido? -preguntó Linda, irritada; después, dirigiéndose al el director, agregó-: claro que te reconocí, Tomakín; te hubiese reconocido en cualquier lugar, entre miles de personas. Pero tal vez vos me olvidaste. ¿No te acordás? ¿No, Tomakín? Soy tu Linda. -Linda lo miraba con la cabeza ladeada, sonriendo todavía, pero con una sonrisa que progresivamente, ante la expresión de disgusto petrificado del director, fue perdiendo confianza hasta desaparecer del todo-. ¿No te acordás de mí, Tomakín? -repitió Linda, con voz temblorosa. Sus ojos se veían ansiosos, agónicos. El rostro abotagado se deformó en una mueca de intenso dolor-. ¡Tomakín!
Linda le tendió los brazos. Algunos empezaron a reírse por lo bajo.
-¿Qué significa -empezó el director- esta monstruosa...?
-¡Tomakín!
Linda corrió hacia delante, arrastrando detrás de ella la manta, tiró los brazos al cuello del director y ocultó el rostro en su pecho.
Se levantó una incontenible oleada de carcajadas.
-¿... esta monstruosa broma de mal gusto? -gritó el director.
Con el rostro encendido trató de zafarse del abrazo de la mujer, que se aferraba a él desesperadamente.
-¡Pero si soy Linda, soy Linda! -las risas ahogaron su voz-. ¡Me hiciste un hijo! -gritó Linda por encima del rugir de las carcajadas.
Hubo un siseo súbito, de asombro; los ojos vagaban incómodamente, sin saber adónde mirar. El director palideció inmediatamente, dejó de luchar, y, todavía con las manos en las muñecas de Linda, se quedó mirándola a la cara, horrorizado.
-Sí, un hijo... y yo fui su madre.
Linda lanzó aquella obscenidad como un reto en el silencio ultrajado; después, separándose bruscamente de él, avergonzada, se tapó la cara con las manos, llorando.
-No fue mi culpa, Tomakín. Porque yo siempre hice mis ejercicios, ¿no es verdad? ¿No es verdad?
Siempre... No entiende cómo... ¡Si supieras qué horrible fue, Tomakín...! A pesar de todo, el niño fue un consuelo para mí. -Y, girándose hacia la puerta, llamó-: ¡John!
John entró de inmediato, hizo una breve pausa en el umbral, miró a su alrededor, y después, corriendo silenciosamente sobre sus mocasines de piel de ciervo, cayó de rodillas a los pies del director y dijo en voz muy clara:
-¡Padre!
Esta palabra (porque la voz padre, que no implicaba relación directa con el desvío moral que entrañaba el hecho de alumbrar un hijo, no era tan obscena como grosera; era una incorrección más escatológica que pornográfica), la cómica suciedad de esta palabra alivió la tensión, que había llegado a hacerse insoportable.
Las carcajadas estallaron, estruendosas, casi histéricas, encadenadas, como si no tuvieran que parar nunca. ¡Padre! ¡Y era el director! ¡Padre! ¡Oh, Ford! Era algo estupendo. Las risas se sucedían, los rostros parecían a punto de desintegrarse, y hasta los ojos se cubrían de lágrimas. Otros seis tubos de ensayo llenos de espermatozoos fueron derribados. ¡Padre!
Pálido, con los ojos fuera de sus órbitas, el director miraba a su alrededor en una agonía de humillación enloquecedora.
¡Padre! Las carcajadas, que habían dado muestras de declinar, estallaron más fuertes que nunca. El director se tapó los oídos con las dos manos y abandonó corriendo la sala.


CAPITULO XI
Después de la escena que había tenido lugar en la Sala de Fecundación, todos los londinenses de castas superiores se morían por aquella deliciosa criatura que había caído de rodillas ante el director de Incubación y Condicionamiento- o, mejor dicho, ante el ex-director, porque el pobre hombre había renunciado inmediatamente y no había vuelto a poner los pies en el Centro- y lo había llamado (¡el chiste era casi demasiado bueno para ser cierto!) padre.
Linda, por el contrario, no tenía el menor éxito; nadie tenía el menor deseo de verla. Decir que una era madre era algo peor que un chiste: era una obscenidad. Además, Linda no era una auténtica salvaje; había sido incubada en un frasco y condicionada como todo el mundo, así es que no podía tener ideas completamente extravagantes. Por último -y ésta era la razón más poderosa por la cual la gente no quería ver a la pobre Linda-, estaba el tema de su aspecto. Era gorda; había perdido su juventud; tenía los dientes arruinados y el rostro todo embotado. ¡Ese rostro! ¡Oh, Ford! No se la podía mirar sin sentir mareos, auténticos mareos. Por eso las personas distinguidas estaban completamente decididas a no ver a Linda. Y Linda, por su parte, no tenía el menor deseo de verlas. El retorno a la civilización fue para ella, el retorno al soma, la posibilidad de tirarse en la cama y tomarse vacaciones tras vacaciones, sin tener que volver de ellas con dolores de cabeza o vómitos, sin tener que sentirse como se sentía siempre después de tomar peyotl, como si hubiese hecho algo tan vergonzosamente antisocial que ya nunca más iba a poder llevar la cabeza alta.
El soma no gastaba tales jugarretas. Las vacaciones que proporcionaba eran perfectas, y si la mañana siguiente resultaba desagradable, sólo era por comparación con el gozo de la víspera. La solución era fácil: perpetuar las vacaciones. Glotonamente, Linda exigía cada vez dosis más elevadas y más frecuentes.
Al principio, el doctor Shaw ponía objeciones; después le dio todo el soma que quisiera. Linda llegaba a tomar hasta veinte gramos diarios.
-Lo que va a acabarla en uno o dos meses -confió el doctor a Bernard-. El día menos pensado el centro respiratorio se va a paralizar. Va a dejar de respirar. Se va a morir. Y no me parece mal. Si pudiéramos rejuvenecerla, la cosa sería distinta. Pero no podemos.
Cosa sorprendente, en opinión de todos (porque cuando estaba bajo la influencia del soma, Linda dejaba de ser un estorbo), John puso objeciones.
-Pero ¿no le acorta la vida dándole tanto soma?
-En cierto sentido, sí -reconoció el doctor Shaw-. Pero, según como lo mire, se la alargamos.
El joven lo miró sin entender.
-El soma puede hacernos perder algunos años de vida temporal -explicó el doctor-. Pero piense en la duración inmensa, enorme, de la vida que nos concede fuera del tiempo. Cada una de sus vacaciones de soma es un poco lo que nuestros antepasados llamaban eternidad.
John empezaba a entender.
-La eternidad estaba en nuestros labios y nuestros ojos -murmuró.
-¿Cómo?
-Nada.
-Claro que -prosiguió el doctor Shaw-, no podemos permitir que la gente se pegue una vueltita por la eternidad a cada minuto si tiene algún trabajo serio que hacer. Pero como Linda no tiene ningún trabajo serio...
-Sin embargo -insistió John-, no me parece justo.
El doctor se encogió de hombros.
-Bueno, si usted prefiere que esté chillando como una loca todo el tiempo...
Al fin, John se vio obligado a ceder. Linda consiguió el soma que quería. A partir de entonces se quedó en su cuartito del piso treinta y siete del edificio de departamentos de Bernard, en cama, con la radio y la televisión constantemente prendidos, la canilla de pachulí goteando, y las tabletas de soma al alcance de la mano; allá se quedó, y, sin embargo, no estaba allá, para nada; estaba siempre fuera, infinitamente lejos, de vacaciones; de vacaciones en algún otro mundo, donde la música de la radio era un laberinto de colores sonoros, un laberinto deslizante, palpitante, que conducía (a través de unos recodos inevitables, hermosos) a un centro brillante de convicción absoluta; un mundo en el cual las imágenes danzantes de la televisión eran los actores de un sensorama cantado, indescriptiblemente delicioso; donde el pachulí que goteaba era algo más que un perfume: era el sol, era un millón de saxofones, era Popé haciendo el amor, y mucho más todavía, incomparablemente más, y sin fin...
-No, no podemos rejuvenecer. Pero me alegro mucho de haber tenido esta oportunidad de ver un caso de senilidad del ser humano -concluyó el doctor Shaw-. Gracias por haberme llamado.
Y estrechó calurosamente la mano de Bernard.
En consecuencia, era John a quien todos buscaban. Y como a John sólo se lo podía ver a través de Bernard, su guardián oficial, Bernard se vio tratado por primera vez en su vida no sólo normalmente, sino como una persona de importancia sobresaliente.
Ya no se hablaba de alcohol en su sucedáneo de la sangre, ni se lo tomaban a la chacota lo de su aspecto físico.
-Bernard me invitó a ir a ver al Salvaje el miércoles que viene -anunció Fanny triunfalmente.
-Me alegro -dijo Lenina-. Y ahora, reconocé que estabas equivocada en cuanto a Bernard. ¿No te parece simpatiquísimo?
Fanny afirmó con la cabeza.
-Y tengo que confesar -agregó- que me llevé una sorpresa muy agradable.
El Envasador Jefe, el director de Predestinación, tres Delegados Auxiliares de Fecundación, el Profesor de Sensoramas del Colegio de Ingeniería Emocional, el Deán de la Cantoría Comunal de Westminster, el Supervisor de Bokanovskificación... La lista de personajes que frecuentaba a Bernard era interminable.
-Y la semana pasada fui con seis chicas -confió Bernard a Helmholtz Watson-. Una el lunes, dos el martes, otras dos el viernes y una el sábado. Y si hubiese tenido tiempo o ganas, había al menos una docena más que sólo estaban deseando...
Helmholtz escuchaba sus fanfarronerías en un silencio tan sombrío y desaprobador, que Bernard se sintió ofendido.
-Me envidiás -dijo.
Helmholtz negó con la cabeza.
-No, pero estoy muy triste; eso es todo -contestó.
Bernard se fue irritado, y se dijo que no volvería a dirigirle la palabra a Helmholtz.
Pasaron los días. El éxito se le subió a Bernard a la cabeza y lo reconcilió casi completamente (como lo hubiese conseguido cualquier otro intoxicante) con un mundo que, hasta entonces, había juzgado poco satisfactorio. Desde el momento en que lo reconocía como un ser importante, el orden de cosas era bueno. Pero, aun reconciliado con él por el éxito, Bernard se negaba a renunciar al privilegio de criticar este orden. Porque el hecho de ejercer la crítica aumentaba la sensación de su propia importancia, le hacía sentirse más grande. Además, creía de verdad que había cosas criticables. (Al mismo tiempo, gozaba de veras de su éxito y del hecho de poder conseguir todas las chicas que quería.) En presencia de quienes, con vistas al Salvaje, le chupaban las medias, Bernard hacía una asquerosa exhibición de heterodoxia. Todos lo escuchaban cortésmente. Pero, a sus espaldas, la gente movía la cabeza. Este va a acabar mal, decían, y formulaban esta profecía confiadamente porque se proponían poner todo de su parte para que se cumpliera. La próxima vez no va a encontrar otro Salvaje que lo salve por los pelos, decían. Pero, por el momento, estaba el primer Salvaje; valía la pena mostrarse corteses con Bernard.
-Más liviano que el aire -dijo Bernard señalando hacia arriba.
Como una perla en el cielo, alto, muy alto por encima de ellos, el globo cautivo del Departamento Meteorológico brillaba, rosado, a la luz del sol.
... es necesario mostrar a dicho Salvaje la vida civilizada en todos sus aspectos, decían las instrucciones de Bernard.
En aquel momento le estaba enseñando una vista panorámica de la misma, desde la plataforma de la Torre de Charing-T. El Jefe de la Estación y el Meteorólogo Residente actuaban en calidad de guías. Pero Bernard llevaba casi todo el peso de la conversación. Embriagado, se portaba exactamente igual que si hubiese sido, como mínimo, un Interventor Mundial de visita. Más liviano que el aire.
El Cohete Verde de Bombay cayó del cielo. Los pasajeros se bajaron. Ocho mellizos dravídicos idénticos, vestidos de color caqui, aparecieron por las ocho portezuelas de la cabina: los empleados.
-Mil doscientos cincuenta kilómetros por hora -dijo solemnemente el Jefe de la Estación-. ¿Qué le parece, Sr. Salvaje?
A John le pareció genial.
-Sin embargo -dijo- Ariel podía poner un cinturón a la tierra en cuarenta minutos.
El Salvaje -escribió Bernard en su informe a Mustafá Mond- muestra sorprendentemente, escaso asombro o terror ante los inventos de la civilización. Eso se debe en parte, sin duda, al hecho de que había oído hablar de ellos a esa mujer llamada Linda, su m...
Mustafá frunció el ceño. ¿Creerá el imbécil que soy demasiado ñoño para no poder ver escrita la palabra entera?
En parte porque su interés está concentrado en lo que él llama "el alma", que insiste en considerar como algo enteramente independiente del ambiente físico; por lo tanto, cuando traté de señalarle que...
El Interventor se saltó las siguientes frases, y cuando iba a dar vuelta la hoja en busca de algo más interesante y concreto, su mirada fue atraída por una serie de frases completamente extraordinarias.
... aunque tengo que reconocer -leyó- que estoy de acuerdo con el Salvaje en juzgar el infantilismo civilizado demasiado fácil o, como dice él, no lo bastante costoso; y quisiera aprovechar esta oportunidad para llamar la atención de Su Fordería hacia...
La ira de Mustafá Mond cedió el paso casi inmediatamente al buen humor. La idea de que aquel individuo pretendiera solemnemente darle lecciones a él -a él- sobre el orden social, era realmente demasiado grotesca. El pobre tipo debía de haberse vuelto loco. Tengo que darle una buena lección, se dijo; después echó la cabeza hacia atrás y soltó una fuerte risotada. Por el momento, en todo caso, la lección podía esperar.
Se trataba de una pequeña fábrica de alumbrado para helicópteros, filial de la Sociedad de Equipos Eléctricos. Los recibieron en la misma terraza (porque los efectos de la circular de recomendación del Interventor eran mágicos) el Jefe Técnico y el Director de Elementos Humanos bajaron a la fábrica.
-Cada proceso de fabricación -explicó el director de Elementos Humanos- es confiado, dentro de lo posible, a miembros de un mismo Grupo de Bokanovsky.
Y, así era, ochenta y tres Deltas braquicéfalos, negros y casi sin nariz, estaban trabajando en el estampado en frío. Los cincuenta y seis tornos y mandriles de cuatro brocas eran manejados por cincuenta y seis Gammas aguileños, color jengibre. En la fundición trabajaban ciento siete Epsilones senegaleses especialmente condicionados para soportar el calor. Treinta y tres Deltas hembras, de cabeza alargada, rubias, de pelvis estrecha, y todas ellas de un metro sesenta y nueve centímetros de estatura, con diferencias máximas de veinte milímetros, cortaban tornillos. En la sala de montaje las dínamos eran acopladas por dos grupos de enanos Gamma-Más. Los dos bancos de trabajo, alargados, estaban puestos uno frente al otro; entre ambos reptaba la cinta sin fin con su carga de piezas sueltas; cuarenta y siete cabezas rubias se alineaban frente a cuarenta y siete cabezas morenas. Cuarenta y siete machos frente a cuarenta y siete narigones; cuarenta y siete mentones escurridos frente a cuarenta y siete mentones salientes. Los aparatos, una vez acoplados, eran inspeccionados por dieciocho chicas que eran idénticas, de cabello castaño rizado, vestidas del color verde de los Gammas, embalados en canastas por cuarenta y cuatro Delta-Menos zurdos y de piernas cortas, y cargados en los carros y camiones por sesenta y tres Epsilones semienanos, de ojos azules, pelirrojos y pecosos.
-¡ Ah, fenomenal nuevo mundo...!
Por una especie de jugarreta de su memoria, el Salvaje se encontró repitiendo las palabras de Miranda:
-¡Qué fenomenal nuevo mundo que alberga tales criaturas!
-Y le aseguro -concluyó el director de Elementos Humanos cuando salían de los talleres, que apenas sí tenemos algún problema con nuestros obreros. Siempre encontramos...
Pero el Salvaje, súbitamente, se había separado de sus acompañantes y, oculto tras un macizo de laureles, estaba sufriendo violentas arcadas, como si la tierra firme hubiese sido un helicóptero con una bolsa de aire.
En Eton aterrizaron en la terraza de la Escuela Superior. Al otro lado del Patio de la Escuela, los cincuenta y dos pisos de la Torre de Lupton destellaban al sol. La Universidad a la izquierda y la Cantoría Comunal de la Escuela a la derecha levantaban su venerable cúmulo de cemento armado y vita-cristal. En el centro del espacio cuadrangular se erguía la antigua estatua de acero cromado de Nuestro Ford.
El doctor Gaffney, el Preboste, y la señorita Keate, la Maestra Jefe, los recibieron al bajar del aparato.
-¿Tienen aquí muchos mellizos? -preguntó el Salvaje con aprensión, en cuanto empezaron la vuelta de inspección.
-¡Oh, no! -contestó el Preboste-. Eton está reservado exclusivamente para los chicos y chicas de las clases más altas. Un óvulo, un adulto. Claro que, eso hace más difícil la instrucción. Pero como los alumnos están destinados a tomar sobre sí graves responsabilidades y a enfrentarse con contingencias inesperadas, no hay más remedio.
Y suspiró.
Bernard entretanto, iniciaba la conquista de la señorita Keate.
-Si está libre algún lunes, miércoles -a viernes por la noche -le decía-, puede venir a mi casa. -Y, señalando con el pulgar al Salvaje, agregó-: es un tipo curioso, ¿sabe? Estrafalario.
La señorita Keate sonrió (y su sonrisa le pareció a Bernard realmente encantadora.
-Gracias -dijo-. Me encantará ir a una de sus fiestas.
El Preboste abrió la puerta.
Cinco minutos en el aula de los Alfa-Doble Más dejaron a John un tanto confuso.
-¿Qué es la relatividad elemental? -susurró a Bernard.
Bernard intentó explicárselo, pero, cambiando de opinión, sugirió que pasaran a otra aula.
Tras de una puerta del pasillo que conducía al aula de Geografía de los Beta-Menos, una voz de soprano, muy sonora, decía:
-Uno, dos, tres, cuatro. -Y después, con irritación fatigada-: como antes.
-Ejercicios malthusianos -explicó la Maestra Jefe-. La mayoría de nuestras chicas son hermafroditas, por supuesto. Yo también lo soy. -Sonrió a Bernard-. Pero tenemos a unas ochocientas alumnas no esterilizadas que necesitan ejercicios constantes.
En el aula de Geografía de los Beta-Menos, John se enteró de que una Reserva para Salvajes es un lugar que, debido a sus condiciones climáticas o geológicas desfavorables, o por su pobreza en recursos naturales, no ha valido la pena civilizar. Un corto chasquido, y de pronto el aula quedó a oscuras; en la pantalla situada encima de la cabeza del profesor aparecieron los Penitentes de Acoma postrándose ante Nuestra Señora, gimiendo como John los había oído gemir, confesando sus pecados ante Jesús crucificado o ante la imagen del águila de Pukong. Los jóvenes etonianos se reían a todo lo que daba. Sin dejar de gemir, los Penitentes se levantaron, se desnudaron hasta la cintura, y con látigos de nudos, empezaron a azotarse. Las risotadas, todavía más sonoras, llegaron a ahogar los gemidos de los Penitentes.
-Pero ¿por qué se ríen? -preguntó el Salvaje dolido y asombrado al mismo tiempo.
-¿Por qué? -El Preboste giró hacia él el rostro, en el que todavía retozaba una ancha sonrisa-. ¿Por qué? Bueno... porque resulta enormemente gracioso.
En la penumbra cinematográfica, Bernard se animó a un gesto que en el pasado, ni siquiera en las más absolutas tinieblas hubiese osado intentar. Fortalecido por su nueva sensación de importancia, pasó un brazo por la cintura de la Maestra Jefe. La cintura cedió a su abrazo, doblándose como un papel. Bernard se disponía a esbozar un beso o dos, o a lo mejor un pellizcón, cuando la luz se prendió de nuevo.
-Tal vez va a ser mejor que sigamos -dijo la señorita Keatte.
Y fue hacia la puerta.
Un momento más tarde, el Preboste dijo:
-Ésta es la sala de Control Hipnopédico.
Cientos de aparatos de música sintética, uno para cada dormitorio, se veían alineados en estantes colocados en tres de los lados de la sala; en la cuarta pared estaban los agujeros donde tenían que ponerse las cintas de pista sonora en los que se imprimían las diversas lecciones hipnopédicas.
-Es suficiente con poner la cinta aquí -explicó Bernard interrumpiendo al doctor Gaffney-, apretar este botón...
-No, este otro -corrigió el Preboste, irritado.
-O este otro, da lo mismo. La cinta se va desenrollando. Las células de selenio transforman los impulsos luminosos en ondas sonoras, y...
-Y ya está -terminó el doctor Gaffney.
-¿Leen a Shakespeare? -preguntó el Salvaje mientras iban hacia los laboratorios Bioquímicos, al pasar por delante de la Biblioteca de la Escuela
-Claro que no -dijo la Maestra Jefe, poniéndose colorada.
-Nuestra Biblioteca -explicó el doctor Gaffney- sólo tiene libros de referencia. Si nuestros jóvenes necesitan distracción pueden ir al sensorama. Por principio, no los alentamos a dedicarse a diversiones solitarias.
Cinco ómnibus llenos de chicos y chicas que cantaban o se quedaban silenciosamente abrazados pasaron a su lado, por la pista vitrificada.
-Vuelven del Crematorio de Slough -explicó el doctor Gaffney mientras Bernard, en cuchicheos, se citaba con la Maestra Jefe para esa misma noche-. El condicionamiento ante la muerte empieza a los dieciocho meses. Todo niño pasa dos mañanas todas las semanas en un Hospital de Moribundos. En estos hospitales se encuentran con los mejores juguetes, y se los gratifica con helado de chocolate los días que hay defunción. Así aprenden a aceptar la muerte como algo completamente común.
-Como cualquier otro proceso fisiológico -exclamó la Maestra Jefe, profesionalmente.
Ya estaba decidido: a las ocho en el Savoy.
De vuelta a Londres, pararon en la fábrica de la Sociedad de Televisión de Brentford.
-¿Te importa esperarme aquí mientras voy a llamar por teléfono? -preguntó Bernard.
El Salvaje esperó, sin dejar de mirar a su alrededor. En ese momento terminaba el trabajo del Turno Diurno Principal. Una muchedumbre de obreros de casta inferior formaban cola ante la estación del monorriel: setecientos u ochocientos Gammas, Deltas y Epsilones, hombres y mujeres, entre los que sólo había una docena de rostros y de estaturas diferentes. A cada uno de ellos, junto con el boleto, el cobrador le entregaba una cajita de píldoras. El largo ciempiés humano avanzaba con lentitud.
Acordándose de El mercader de Venecia, el Salvaje le preguntó a Bernard cuando volvió:
-¿Qué hay en las cajitas?
-La ración diaria de soma- contestó Bernard, un tanto confusamente, porque en ese momento masticaba una pastilla de chiclé de las que le había regalado Benito Hoover-. Se las dan cuando han terminado su trabajo cotidiano. Cuatro tabletas de medio gramo. Y seis los sábados.
Agarró afectuosamente del brazo a John, y así, juntos, fueron hacia el helicóptero.
Lenina entró canturreando en el Vestuario.
-Parecés chocha de la vida -dijo Fanny.
-Lo estoy -contestó Lenina. ¡Zas!-. Bernard me llamó hace media hora-. ¡Zas! ¡Zas! Se sacó el pantalón corto-. Tiene un compromiso inesperado. -¡Zas!-. Me preguntó si esta noche quiero llevar al Salvaje al sensorama. Tengo que apurarme.
Y fue corriendo hacia el baño.
Es una chica con suerte se dijo Fanny viéndola alejarse.
El Segundo Secretario del Interventor Mundial Residente la había invitado a cenar y a desayunar. Lenina había pasado un fin de semana con el Ford Juez Supremo, y otro con el Archiduque Comunal de Canterbury. El Presidente de la Sociedad de Secreciones Internas y Externas la llamaba constantemente por teléfono, y Lenina había ido a Deauville con el Gobernador-Diputado del Banco de Europa.
-Es buenísimo, seguro. Y, a pesar de eso, de alguna forma -había confesado Lenina a Fanny- tengo la sensación de conseguir todo esto haciendo trampa. Porque, naturalmente, lo primero que quieren saber todos es qué tal es hacer el amor con un Salvaje. Y tengo que decirles que no lo sé. -Lenina movió la cabeza-. La mayoría no me cree, claro. Pero es la pura verdad. Ojalá no lo fuera -agregó tristemente y suspiró-. Es lindísimo, ¿no te parece?
-Pero ¿es que no le gustás? -preguntó Fanny.
-A veces creo que sí, y otras creo que no. Siempre me anda evitando; sale de su habitación cuando yo entro; no quiere tocarme; ni siquiera mirarme. Pero a veces de golpe me doy vuelta, y lo encuentro mirándome; y entonces..., bueno, ya sabés cómo te miran los hombres cuando les gustás.
Sí, Fanny lo sabía.
-No llego a entenderlo -dijo Lenina.
No lo entendía, y eso no sólo la turbaba, sino que la trastornaba profundamente.
-Porque, ¿sabés qué, Fanny?, me gusta mucho.
Le gustaba cada vez más. Bueno, hoy tengo una muy buena oportunidad, pensaba mientras se perfumaba después del baño. Unas gotas más de perfume; un poco más. Una oportunidad muy buena. Su buen humor se tradujo en una canción:
Abrazame hasta embriagarme de amor,
besame hasta dejarme en coma;
abrazame, amor, acercate a mí;
el amor es tan bueno como el soma.
Arrellanados en sus butacas neumáticas, Lenina y el Salvaje olían y escuchaban. Hasta que llegó el momento de ver y tocar también.
Las luces se apagaron y en las tinieblas aparecieron unas letras en llameantes, sólidas, que parecían flotar en el aire. Tres semanas en helicóptero. Una película sensible, supercantada, hablada sintéticamente, en color y estereoscópica, con acompañamiento sincronizado de órgano de perfumes.
-Agarrá esos puños metálicos de los brazos de la butaca -susurró Lenina-. Si no, no vas a notar los efectos táctiles.
El salvaje obedeció sus instrucciones.
Entretanto, las letras llameantes habían desaparecido; siguieron diez segundos de oscuridad total; después, súbitamente, cegadoras e incomparablemente más reales de lo que hubiesen podido parecer de haber sido de carne y hueso, más reales que la misma realidad, aparecieron las imágenes estereoscópicas de un gigantesco negro y una hembra Beta-Más rubia y braquicéfala abrazados.
El Salvaje se sobresaltó. ¡Aquella sensación en sus propios labios! Se llevó una mano a la boca; las cosquillas pararon; volvió a poner la mano izquierda en el puño metálico y volvió a sentirlas. Mientras tanto, el órgano de perfumes exhalaba almizcle puro. Agónica, una superpaloma arrullaba en la banda de sonido: ¡Oh..., oooh...! Y, vibrando a sólo treinta y dos veces por segundo, una voz más grave que el bajo africano contestaba: ¡Ah..., aaah! ¡Oh, oooh! ¡Ah..., aaah!, los labios estereoscópicos se unieron nuevamente, y una vez más las zonas erógenas faciales de los seis mil espectadores del Alhambra se estremecieron con un placer galvánico casi intolerable. ¡Ohhh...!
El argumento de la tira era sumamente sencillo. Pocos minutos después de los primeros Ooooh y Aaaah (tras el canto de un dúo y una escena de amor en la famosa piel de oso, cada uno de cuyos pelos -el Predestinador Ayudante tenía toda la razón- podía palparse separadamente), el negro sufría un accidente de helicóptero y caía de cabeza. ¡Pum! ¡Qué golpe en la frente! Un coro de ayes se levantó del público.
El golpe hizo pedazos todo el condicionamiento del negro, quien sentía a partir de ese momento una pasión exclusiva y alocada por la Beta rubia. La chica se quejaba. Él insistía. Había luchas, persecuciones, un ataque a un rival y, al final, un rapto sensacional. La Beta rubia era arrebatada por los aires y tenía que pasar tres semanas suspendida en el cielo, en un tête-à-tête completamente antisocial con el negro loco. Finalmente, tras un sinnúmero de aventuras y de acrobacias aéreas, tres lindos jóvenes Alfas lograban rescatarla. El negro era mandado a un Centro de Recondicionamiento de Adultos, y la cinta terminaba feliz y decentemente cuando la Beta rubia se convertía en la amante de sus tres salvadores. Después la alfombra de piel de oso hacía su aparición final y, entre el estridencia de los saxos, el último beso estereoscópico se desvanecía en la oscuridad y la última titilación eléctrica moría en los labios como una mosca moribunda que se estremece una y otra vez, cada vez más débilmente, hasta que al fin se inmoviliza definitivamente.
Pero, en Lenina, la mosca no murió del todo. Aun después de encendidas las luces, mientras se iban con la multitud arrastrando los pies hacia los ascensores, su fantasma seguía cosquilleándole en los labios, seguía trazando surcos estremecidos de ansiedad y placer en su piel. Sus mejillas estaban arreboladas, sus ojos brillaban, y respiraba afanosamente. Lenina sujetó el brazo del Salvaje y lo apretó contra su costado. El Salvaje la miró un momento, pálido, dolorido, lleno de deseo y al mismo tiempo avergonzado de su propio deseo. Él no era digno, no...
Los ojos de Lenina y los del Salvaje coincidieron un segundo. ¡Qué tesoros prometían los de ella! El Salvaje se apuró a desviar los suyos y soltó el brazo que ella le sujetaba.
-Creo que no tendrías que ver cosas como éstas -dijo al fin el chico, apresurándose a atribuir a las circunstancias ambientales todo reproche por cualquier pasado o futuro defecto en la perfección de Lenina.
-¿Cosas como qué, John?
-Como esa horrible película.
-¿Horrible? -Lenina estaba sinceramente asombrada-. A mí me pareció de lo mejor.
-Era abyecto -dijo el Salvaje, indignado-, innoble...
-No te entiendo -contestó Lenina.
¿Por qué era tan raro? ¿Por qué se las ingeniaba para arruinarlo todo?
En el taxicóptero, el Salvaje apenas la miró. Atado por unos poderosos votos que jamás habían sido pronunciados, obedeciendo a leyes que habían prescrito desde hacía muchísimo tiempo, permanecía sentado, en silencio, con el rostro dado vuelta hacia otra parte. De vez en cuando, como si un dedo pulsara una cuerda tensa a punto de romperse, todo su cuerpo se estremecía en un súbito sobresalto nervioso.
El taxicóptero aterrizó en la azotea de la casa de Lenina. Por fin, pensó ésta, llena de exultación al bajarse-. Por fin. A pesar de que hasta ese momento el Salvaje se había portado de una manera muy rara. De pie bajo un farol, Lenina se miró en el espejo de mano. Por fin. Sí, la nariz le brillaba un poco. Sacudió el polvo de su borla. Mientras el Salvaje pagaba el taxi tendría tiempo de arreglarse. Lenina se empolvó la nariz pensando: es lindísimo. No tiene por qué ser tímido como Bemard... Y a pesar de eso... Cualquier otro ya lo hubiese hecho hace tiempo. Pero ahora, por fin... La fracción de su rostro que se reflejaba en el espejito redondo le sonrió.
-Buenas noches -dijo una voz ahogada detrás de ella.
Lenina se dio vuelta en redondo. El Salvaje estaba de pie en la puerta del taxi, mirándola fijo; era evidente que no había parado de mirarla todo el rato mientras ella se empolvaba, esperando -pero, ¿a qué?-, o vacilando, esforzándose por decidirse, y pensando todo el rato, pensando... Lenina no se podía imaginar qué clase de extraños pensamientos.
-Buenas noches, Lenina -repitió el Salvaje.
-Pero, John... Creí que ibas a... Quiero decir que, ¿no vas a...?
El Salvaje cerró la puerta y se inclinó para decir algo al piloto. El taxicóptero despegó.
Mirando hacia abajo por la ventanilla que había en el suelo del aparato, el Salvaje vio la cara de Lenina, levantada hacia arriba, pálida a la luz azulada de los faroles. Con la boca abierta, lo llamaba. Su figura, achatada por la perspectiva, se perdió en la distancia; el cuadro de la azotea, cada vez más pequeño, parecía hundirse en un océano de tinieblas.
Cinco minutos después el Salvaje estaba en su habitación. Sacó de su escondite el libro roído por los ratones, dio vuelta con religioso cuidado sus manchadas y arrugadas páginas, y empezó a leer Otelo. Se acordaba que Otelo, como el protagonista de Tres semanas en helicóptero, era un negro.


CAPITULO XII
Bernard tuvo que gritar a través de la puerta cerrada; el Salvaje se negaba a abrirle.
-¡Pero si están todos aquí, esperándote! -Que esperen -dijo la voz, ahogada por la puerta.
-Sabés de sobra, John -¡qué difícil es ser persuasivo cuando hay que chillar a todo lo que da!-, que los invité, que los invité justamente para que te conocieran.
-Antes debías haberme preguntado a mí si quería conocerlos a ellos.
-Hasta ahora siempre viniste, John.
-Justamente por eso no quiero volver.
-Hacelo sólo por complacerme -imploró Bernard.
-No.
-¿Lo decís en serio?
-Sí.
Desesperado, Bernard berreó:
-Pero, ¿qué voy a hacer?
-¡Andate a cagar! -gruñó la voz exasperada desde dentro de la habitación.
-Pero, ¡si esta noche vino el Archichantre Comunal de Canterbury!
Bernard casi lloraba.
-Ai yaa tákwa! -Sólo en lengua zuñí el Salvaje podía expresar adecuadamente lo que pensaba del Archichantre de Canterbury-. Háni! -agregó, como pensándolo mejor; y después, con ferocidad burlona, agregó-: Sons éso tse-ná.
Y escupió en el suelo como hubiese podido hacerlo el mismo Popé.
Al fin Bernard tuvo que irse abrumado a su habitación y comunicar a la impaciente asamblea que el Salvaje no iba a aparecerse esa noche. La noticia fue recibida con indignación. Los hombres estaban furiosos por el hecho de haber sido inducidos a tratar con cortesía a ese insignificante sujeto, de mala fama y opiniones heréticas. Cuanto más elevada era su posición, más profundo era su resentimiento.
-¡Jugarme a mí esta mala pasada! -repetía el Archichantre una y otra vez-. ¡A mí!
En cuanto a las mujeres, tenían la sensación de haber sido seducidas con engaños por el hombrecito raquítico, en cuyo frasco alguien había echado alcohol por error, por aquel ser cuyo físico era el mismo que de un Gama-Menos. Era un ultraje, y lo decían además, y cada vez con voz más fuerte.
Sólo Lenina no dijo nada. Pálida, con sus ojos azules nublados por una insólita melancolía, permanecía sentada en un rincón, aislada de cuantos la rodeaban por una emoción que ellos no compartían.
Había ido a la fiesta llena de un extraño sentimiento de ansiosa exultación. Dentro de pocos minutos -se había dicho, al entrar en la habitación -lo voy a ver, voy a hablar con él, le voy a decir (porque estaba completamente decidida) que me gusta, más que nadie en el mundo. Y entonces tal vez él va a decir...
¿Qué diría el Salvaje? La sangre se había agolpado en las mejillas de Lenina.
¿Por qué se portó de una forma tan extraña la otra noche, después del sensorama? ¡Qué raro que estuvo! Y, a pesar de eso, estoy completamente segura de que le gusto. Estoy segura...
En ese momento Bernard había largado la noticia: el Salvaje no iba a venir a la fiesta.
Lenina experimentó súbitamente todas las sensaciones que se observan al principio de un tratamiento con sucedáneo de Pasión Violenta: un sentimiento de horrible vaciedad, de aprensión, casi de náuseas. Le pareció que el corazón dejaba de latirle.
-Realmente es un poco fuerte -decía la Maestra Jefe de Eton al director de Crematorios y Recuperación del Fósforo-. Cuando pienso que he llegado a...
-Sí -decía la voz de Fanny Crowne-, lo del alcohol es absolutamente cierto. Conozco a un tipo que conocía a uno que en esa época trabajaba en el Almacén de Embriones. Él se lo dijo a mi amigo, y mi amigo me lo dijo a mí...
-Una pena, una pena -decía Henry Foster, compadeciendo al Archichantre Comunal-. Puede que le interese saber que nuestro ex director estaba a punto de trasladarlo a Islandia.
Traspasado por todo lo que se decía en su presencia, el hinchado globo de la autoestima de Bernard hacía agua por mil heridas. Pálido, rendido, abyecto y desolado, Bernard se agitaba entre sus invitados, tartamudeando excusas incoherentes, asegurándoles que la próxima vez el Salvaje iría, invitándolos a sentarse y a comer un bocadillo de carotina, una rodaja de pâtè de vitamina A, o una copa de sucedáneo de champaña. Los invitados comían, sí, pero lo ignoraban; bebían y lo trataban bruscamente o hablaban de él entre ellos, en voz alta y ofensivamente, como si no estuviera presente.
-Y ahora, amigos -dijo el Archichantre de Canterbury con su hermosa y sonora voz, la voz en que conducía los oficios de las celebraciones del Día de Ford-, ahora, amigos, creo que ha llegado el momento...
Se levantó, dejó la copa, se sacudió del chaleco de viscosa púrpura las migajas de un refrigerio considerable, y fue hacia la puerta.
Bernard se lanzó hacia delante para detenerlo. -¿En serio tiene que irse, Archichantre... ? Todavía es muy temprano. Yo esperaba que...
¡Ah, sí, cuántas cosas había esperado desde el momento que Lenina le había dicho en secreto que el Archichantre Comunal aceptaría una invitación si se la mandaba! ¡Es simpatiquísimo! Y había enseñado a Bernard el pequeño cierre de oro, con el tirador en forma de T, que el Archichantre le había regalado en recuerdo del fin de semana que Lenina había pasado en la Cantoría Diocesana. Van a venir el Archichantre Comunal de Canterbury y el Sr. Salvaje. Bernard había proclamado su triunfo en todas las invitaciones que había mandado. Pero el Salvaje había elegido esa noche, justamente esa noche, para encerrarse en su cuarto y gritar: hání!, y hasta (menos mal que Bernard no entendía el zuñí) Sons éso tse-ná! Lo que tenía que ser el momento cumbre de toda la carrera de Bernard se había convertido en el momento de su máxima humillación.
-Había confiado tanto en que... -repetía Bernard, tartamudeando y alzando los ojos hacia el gran dignatario con expresión implorante y dolorida.
-Mi joven amigo -dijo el Archichantre Comunal en un tono de alta y solemne severidad; se hizo un silencio general-. Antes de que sea demasiado tarde. Un buen consejo. -Su voz se hizo sepulcral-. Enmiéndese, mi joven amigo, enmiéndese.
Hizo la señal de la T sobre su cabeza y se volteó.
-Lenina, querida -dijo en otro tono-. Vení conmigo.
Arriba, en su cuarto, el Salvaje leía Romeo y Julieta.
Lenina y el Archichantre Comunal se bajaron en la terraza de la Cantoría.
-Apurate, mi joven amiga..., quiero decir, Lenina -la llamó el Archichantre impaciente desde la puerta del ascensor.
Lenina, que se había demorado un momento para mirar la luna, bajó los ojos y cruzó rápido la terraza para reunirse con él.
Una nueva Teoría de Biología. Ése era el título del estudio que Mustafá Mond acababa de leer. Se quedó sentado algún tiempo, meditando, con el ceño fruncido, y después agarró la pluma y escribió en la portada: el tratamiento matemático que hace el autor del concepto de finalidad es nuevo y altamente ingenioso, pero herético y, con respecto al presente orden social, peligroso y potencialmente subversivo. Prohibida su publicación. Subrayó estas últimas palabras. Debe someterse a vigilancia al autor. Es posible que se imponga su traslado a la Estación Biológica Marítima de Santa Elena. Una verdadera lástima, pensó mientras firmaba. Era un trabajo excelente. Pero en cuanto se empezaba a admitir explicaciones finalistas... bueno, nadie sabía hasta dónde podía llegar.
Con los ojos cerrados y la expresión extasiada, John recitaba suavemente al vacío:
¡Ella enseña a las antorchas a arder con fulgor!
Y parece pender sobre la mejilla de la noche
como una rica joya en la oreja de un etíope;
belleza excesiva para ser usada;
demasiada para la tierra.
La T de oro pendía, refulgente, sobre el pecho de Lenina. El Archichantre Comunal, juguetonamente la tomó y tiró de ella lentamente.
Rompiendo un largo silencio, Lenina dijo de pronto:
-Creo que va a ser mejor que tome un par de gramos de soma.
A esas horas, Bernard dormía profundamente, sonriendo al paraíso particular de su sueños. Sonriendo, sonriendo. Pero, inexorablemente, cada treinta segundos, la manecilla del reloj eléctrico situado encima de su cama saltaba hacia delante, con un chasquido casi imperceptible. Clic, clic, clic, clic... Y llegó la mañana, Bernard estaba de vuelta entre las miserias del espacio y del tiempo. Cuando se iba en taxi a su trabajo en el Centro de Condicionamiento, estaba de muy mal humor. La embriaguez del éxito se había evaporado; volvía a ser él mismo, el de antes; y por contraste con el hinchado globo de las últimas semanas, su antiguo yo parecía muchísimo más pesado que la atmósfera que lo rodeaba.
El Salvaje, inesperadamente, se mostró muy comprensivo con aquel Bernard deshinchado.
-Te parecés más al Bernard que conocí en Malpaís -dijo cuando Bernard, en tono lastimero, le confió su fracaso-. ¿Te acordás de la primera vez que hablamos? Afuera de la casucha. Ahora como entonces.
-Porque vuelvo a ser miserable; esa es la razón.
-Bueno, yo preferiría ser un miserable antes que gozar de esa felicidad falsa, trucha, que ahora tenés.
-¡Qué bueno eso! -dijo Bernard con amargura-. ¡Cuando vos tienes la culpa de todo! Al no querer ir a mi fiesta lograste que todos se pusieran en mi contra.
Bernard sabía que lo que decía era absurdo e injusto; admitía en su interior, y hasta en voz alta, la verdad de todo lo que el Salvaje le decía acerca del poco valor de unos amigos que, ante tan leve provocación, podían convertirse en feroces enemigos. Pero, a pesar de saber todo eso y de reconocerlo, a pesar del hecho de que el consuelo y el apoyo de su amigo eran ahora su único sostén, Bernard siguió alimentando, al mismo tiempo de su sincero pesar, una secreta vena contra el Salvaje, y no paró de rumiar un plan de pequeñas venganzas para llevarlas a cabo contra él. Alimentar una vena contra el Archichantre comunal hubiese sido a la macana; y no había ninguna posibilidad de vengarse del Envasador Jefe o del Presidente Ayudante. Como víctima, el Salvaje tenía, para Bernard, una gran cualidad por encima de los demás: era vulnerable, era accesible. Una de las principales funciones de nuestros amigos estriba en sufrir (en formas más suaves y simbólicas) los castigos que quisiéramos infligir, y no podemos, a nuestros enemigos.
El otro amigo-víctima de Bernard era Helmholtz. Cuando, derrotado, Bernard fue a él y le imploró de nuevo su amistad, que en sus días de prosperidad había juzgado inútil conservar, Helmholtz se la concedió.
En su primera entrevista después de la reconciliación, Bernard le soltó todo el rollo de sus desgracias y aceptó sus consuelos. Pocos días después se enteró, con sorpresa y no sin cierto bochorno, de que él no era el único que estaba en apuros. También Helmholtz había entrado en conflicto con la Autoridad.
-Fue por unos versos -le explicó Helmholtz-. Yo daba mi curso habitual de Ingeniería Emocional Superior para alumnos de tercer año. Doce lecciones, de las que la séptima trata de los versos. Sobre el uso de versos rimados en Propaganda Moral, para ser exactos. Siempre ilustro mis clases con varios ejemplos técnicos. Esta vez se me ocurrió darles como ejemplo algo que acababa de escribir. La pifié, claro; pero no pude resistir la tentación. -Se largó a reír-. Sentía curiosidad por ver cuáles serían las reacciones. Además -agregó, con más gravedad-, quería hacer un poco de propaganda; trataba de inducirlos a sentir lo mismo que yo sentí al escribir esos versos. ¡Ford! -Volvió a reírse-. ¡El escándalo que se armó! El Principal me llamó y me amenazó con expulsarme inmediatamente. Soy un hombre marcado.
-Pero, ¿qué decían tus versos? -preguntó Bernard.
-Eran sobre la soledad. Bernard arqueó las cejas. -Si querés, te los recito. Y Helmholtz empezó:
El comité de ayer,
bastones, pero un tambor roto,
medianoche en la City,
flautas en el vacío
labios cerrados, caras dormidas,
todas las máquinas paradas,
mudos los lugares
donde se apiñaba la gente...
Todos los silencios se regocijan,
lloran (en voz alta o baja)
hablan, pero ignoro
con la voz de quién.
La ausencia de los brazos.
los senos y los labios
y las asentaderas de Susan
y de Egeria forman lentamente
una presencia. ¿Cuál? Y, pregunto,
¿de qué esencia tan absurda
que algo que no es
puebla, sin embargo,
la noche desierta más sólidamente
que esotra con la cual copulamos
y que tan escuálida nos parece?
-Bueno -siguió Helmholtz-, les puse estos versos como ejemplo, y ellos me denunciaron al Principal.
-No me sorprende -dijo Bernard-. Van en contra de todas las enseñanzas hipnopédicas. Acordate que han recibido por lo menos doscientas cincuenta mil advertencias contra la soledad.
-Ya lo sé. Pero pensé que me gustaría ver qué efecto producía.
-Bueno, ya lo has visto.
Bernard pensó que, a pesar de todos sus problemas, Helmoltz parecía intensamente feliz.
Helmholtz y el Salvaje hicieron buenas migas inmediatamente. Y con tal cordialidad que Bernard sintió el mordisco de los celos. En todas aquellas semanas no había logrado intimar con el Salvaje tanto como lo logró Helmholtz inmediatamente. Mirándolos, escuchándolos hablar, más de una vez deseó no haberlos presentado. Sus celos lo avergonzaban y hacía esfuerzos y tomaba soma para librarse de ellos. Pero sus esfuerzos resultaban inútiles; y las vacaciones de soma tenían sus intervalos inevitables. El odioso sentimiento volvía a él una y otra vez.
En su tercera entrevista con el Salvaje, Helmholtz le recitó sus versos sobre la soledad.
-¿Qué te parecen? -le preguntó después.
El Salvaje movió la cabeza.
-Escuchá esto -dijo por toda respuesta.
Y abriendo el cajón cerrado con llave donde guardaba su roído libraco, lo abrió y leyó:
Que el pájaro de voz más sonora
pasado en el solitario árbol de Arabia
sea el triste heraldo y trompeta ...
Helmholtz lo escuchaba con creciente excitación. Al oír lo del solitario árbol de Arabia se sobresaltó; tras lo de “estridente heraldo” sonrió con súbito placer; ante el verso “toda ave de ala tiránica” sus mejillas se arrebolaron; pero al oír lo de “música mortuoria” palideció y tembló con una emoción que jamás había sentido hasta entonces. El Salvaje siguió leyendo.
La propiedad se asustó
al ver que el yo no era ya el mismo;
dos nombres para una sola naturaleza,
que ni dos ni una podía llamarse.
La razón, en sí misma confundida,
veía unirse la división ...
-¡Orgía-Porfía! -gritó Bernard, interrumpiendo la lectura con una risa estruendosa, desagradable-. Parece exactamente un himno del Servicio de Solidaridad.
Así se vengaba de sus dos amigos por el hecho de apreciarse más entre sí de lo que lo apreciaban a él.
Sin embargo, por extraño que pueda parecer, la siguiente interrupción, la más desafortunada de todas, procedió del propio Helmholtz.
El Salvaje leía Romeo y Julieta en voz alta, con pasión intensa y estremecida (porque no paraba de verse a sí mismo como Romeo y a Lenina en el lugar de Julieta). Helmholtz había escuchado con interés y asombro la escena del primer encuentro de los dos amantes. La escena del huerto lo había hechizado con su poesía; pero los sentimientos expresados habían provocado su sonrisa. Le parecía sumamente ridículo ponerse de esa manera por el solo hecho de desear a una chica. Pero, en conjunto, ¡qué soberbia pieza de ingeniería emocional!
-Ese viejo escritor -dijo- hace que nuestros mejores técnicos en propaganda se vean como unos solemnes paparulos.
El Salvaje sonrió con expresión triunfal y reanudó la lectura. Todo iba medianamente bien hasta que, en la última escena del tercer acto, los padres Capuleto empezaban a aconsejar a Julieta que se casara con Paris. Helmholtz se había mostrado inquieto durante toda la escena; pero cuando, patéticamente interpretada por el Salvaje, Julieta exclamaba:
¿Es que no hay compasión en lo alto de las nubes
que lea en el fondo de mi dolor?
¡Oh, dulce madre mía, no me rechaces!
Aplaza esta boda por un mes, por una semana,
o, si no quieres, prepara el lecho de bodas
en el triste mausoleo donde yace Tibaldo...
cuando Julieta dijo esto, Helmoltz soltó una explosión de risa irreprimible.
¡Una madre y un padre (grotesca obscenidad) obligando a su hija a unirse con quien ella no quería! ¿Y por qué la imbécil esa no les decía que ya estaba unida con otro a quien, por el momento al menos prefería? En su indecente absurdo, la situación resultaba irresistiblemente cómica. Helmholtz, con un esfuerzo heroico, había logrado hasta entonces dominar la presión ascendente de su hilaridad; pero la expresión dulce madre (pronunciada en el tembloroso tono de angustia del Salvaje) y la referencia al Tibaldo muerto, pero evidentemente no incinerado y desperdiciando su fósforo en un triste mausoleo, fueron demasiado para él. Se rió y se siguió riendo hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas, se rió interminablemente mientras el Salvaje, pálido y ultrajado, lo miraba por encima del libro hasta que, viendo que las carcajadas seguían y seguían, lo cerró indignado, se levantó, y con el gesto de quien aparta una perla de la presencia de un cerdo, lo encerró con llave en su cajón.
-Y a pesar de todo -dijo Helmholtz cuando habiendo recobrado el aliento suficiente para excusarse, logró que el Salvaje escuchara sus explicaciones-, sé perfectamente que uno necesita situaciones ridículas y locas como ésta; no se puede escribir realmente bien acerca de nada más. ¿Por qué ese viejo escritor resulta un técnico en propaganda tan fantástico? Porque tenía santísimas cosas locas, extremas, acerca de las cuales excitarse. Uno debe poder sentirse herido y trastornado; de lo contrario, no puede pensar frases realmente buenas, penetrantes como los rayos X. Pero..., ¡padres y madres! -Movió la cabeza-. No podías esperar que pusiera cara seria ante los padres y las madres. ¿Y quién se va a emocionar por el hecho de que un chico consiga a una chica o no la consiga?
El Salvaje dio un respingo, pero Helmholtz, que miraba pensativamente el suelo, no se dio cuenta.
-No -concluyó-, no me sirve. Necesitamos otra clase de locura y de violencia. Pero, ¿qué? ¿Qué? ¿Dónde puedo encontrarla? –se quedó silencioso un momento y después, moviendo la cabeza, al fin dijo-: no sé; no sé.


CAPITULO XIII
Henry Foster apareció a través de la luz crepuscular del Almacén de Embriones.
-¿Querés ir al sensorama esta noche? Lenina negó con la cabeza, sin decir nada.
-¿Salís con otro?
A Henry le interesaba siempre saber cómo se emparejaban sus amigos.
-¿Con Benito, a lo mejor? -preguntó.
Lenina volvió a negar con la cabeza.
Henry observó la expresión fatigada de aquellos ojos purpúreos, la palidez de la piel bajo el brillo de lupus, y la tristeza que se revelaba en las comisuras de los labios escarlata, que se esforzaban por sonreír.
-¿No estarás enferma? -preguntó, un poco preocupado, temiendo que Lenina sufriera alguna de las escasas enfermedades infecciosas que aún subsistían.
Por tercera vez Lenina negó con la cabeza.
-De todas formas, deberías ir a ver al médico -dijo Henry-. Una visita al doctor libra de todo dolor -agregó, cordialmente, acompañando el dicho hipnopédico con una palmada en el hombro-. Tal vez andás necesitando un Sucedáneo de Embarazo -sugirió-. O un fuerte tratamiento extra de S. P. V. Ya sabés que a veces la potencia del sucedáneo de Pasión Violenta no está a la altura de...
-¡Aah, por el amor de Ford! -dijo Lenina, rompiendo su testarudo silencio-. ¡Callate de una vez!
Y dándole la espalda se volvió a ocupar en sus embriones.
¿Conque un tratamiento de S.V.P.? Lenina se hubiese largado a reír de no haber sido porque estaba a punto de llorar. ¡Como si no tuviera bastante con su propia P.V.! Mientras llenaba una jeringa suspiró prohibidamente. John... -murmuró para sí-, John ... Después se preguntó: ¡Ford! ¿Le habré dado a éste la inyección contra la enfermedad del sueño? ¿O todavía no se la he dado? No se podía acordar. Al final decidió no correr el riesgo de administrar una segunda dosis y pasó al siguiente frasco de la hilera.
Veintidós años, ocho meses y cuatro días más tarde, un joven y prometedor administrador Alfa-Menos, en Muanza-Muanza, moriría de tripanosomiasis, el primer caso en más de medio siglo. Suspirando, Lenina siguió con su tarea.
Una hora después, en el Vestuario, Fanny protestaba enérgicamente:
-Es absurdo que te dejés estar así. Simplemente absurdo -repitió-. Y todo, ¿por qué? ¡Por un hombre, por un solo hombre!
-Pero es el único que quiero.
-Como si no hubiese millones de otros hombres en el mundo.
-Pero yo no los quiero.
-¿Cómo lo sabés si no lo has intentado?
-Lo intenté.
-Pero, ¿con cuántos? -preguntó Fanny, encogiéndose despectivamente de hombros-. ¿Con uno? ¿Con dos?
-Con docenas. Y fue a la macana -dijo Lenina, moviendo la cabeza.
-Entonces tenés que ser perseverante -le aconsejó Fanny sentenciosamente. Pero era evidente que su confianza en sus propias prescripciones había sido un tanto socavada-. Sin perseverancia no se consigue nada.
-Pero por el momento...
-No pensés en él.
-No lo puedo evitar.
-Entonces tomá un poco de soma.
-Ya lo tomo.
-Seguí haciéndolo.
-Pero en los intervalos sigo queriéndolo. Siempre lo voy a querer.
-Bueno, si es que es así -dijo Fanny con decisión-, ¿por qué no vas y te lo dejás para vos? Tanto si quiere como si no.
-¡Si supieras qué espantosamente raro estuvo!
-Razón de más para adoptar una línea firme de conducta.
-Es muy fácil decirlo.
-No te quedés pensando tonterías. Actuá. -La voz de Fanny sonaba como una trompeta; parecía una conferenciante de la A. M. F. dando una charla nocturna a un grupo adolescente de Beta-Menos -. Sí, actuá, ya. Hacelo ahora mismo.
-Me daría vergüenza -dijo Lenina.
-Es suficiente con que tomés medio gramo de soma antes de hacerlo. Y ahora me voy a bañar.
Sonó el timbre, y el Salvaje, que esperaba con impaciencia que Helmholtz fuese a verlo esa tarde (porque, habiendo decidido por fin hablarle a Helmholtz de Lenina, no podía aplazar ni un momento más sus confidencias), saltó sobre sus pies y corrió hacia la puerta.
-Presentía que eras vos, Helmholtz -gritó al tiempo que abría.
En el umbral, con un vestido de marinero blanco de satén al acetato y un gorrito redondo, también blanco, ladeado picaronamente hacia la izquierda, estaba Lenina.
-¡Oh! -exclamó el Salvaje, como si alguien acabara de darle un fuerte porrazo.
Medio gramo había sido suficiente para que Lenina olvidara sus temores y su turbación.
-Hola, John -dijo, sonriendo.
Y entró en el cuarto. Maquinalmente, John cerró la puerta y la siguió. Lenina se sentó. Sobrevino un largo silencio.
-Tengo la impresión de que no te alegrás mucho de verme, John -dijo Lenina al fin.
-¿Que no me alegro?
El Salvaje la miró con expresión de reproche; después, súbitamente, cayó de rodillas ante ella y, tomando su mano la besó reverentemente.
-¿Que no me alegro? ¡Ah, si supieras! -susurró; y arriesgándose a levantar los ojos hasta su rostro, siguió-: admirada Lenina, ciertamente la cumbre de lo admirable, digna de lo mejor que hay en el mundo.
Lenina le sonrió con almibarada ternura.
-¡Oh, tan perfecta -Lenina se inclinaba hacia él con los labios entreabiertos-, tan perfecta y sin par fuiste creada -Lenina se acercaba más y más a él- con lo mejor de cada una de las criaturas! -Más cerca todavía.
Pero el Salvaje se levantó bruscamente-. Por eso -dijo, hablando sin mirarla-, quisiera hacer algo primero...
-Quiero decir, demostrarte que soy digno de vos. Ya sé que no puedo serlo, en realidad. Pero, al menos, demostrarte que no soy completamente indigno. Quisiera hacer algo.
-Pero, ¿por qué creés necesarios ... ? -empezó Lenina.
Pero no terminó la frase. En su voz había sonado cierto aire de irritación. Cuando una mujer se ha inclinado hacia delante, acercándose más y más, con los labios entreabiertos, para verse de golpe -porque un boludo se pone de pie- inclinada sobre la nada.... bueno, tiene todos los motivos para sentirse molesta, aunque sea con medio gramo de soma en la sangre.
-En Malpaís -murmuraba incoherentemente el Salvaje-, había que llevar a la novia la piel de un león de las montañas... Quiero decir cuando uno quiere casarse. O de un lobo.
-En Inglaterra no hay leones -dijo Lenina en tono casi ofensivo.
-Y aunque los hubiera -agregó el Salvaje con súbito resentimiento y despecho-, supongo que los matarían desde los helicópteros o con gas venenoso. Y eso no es lo que yo quiero, Lenina. -Se cuadró, se animó a mirarla y descubrió en su rostro una expresión de irritada incomprensión. Turbado siguió, cada vez con menos coherencia-. Voy a hacer algo. Lo que vos querás. Hay deportes que son duros, ya lo sabés.
Pero el placer que dan compensa sobradamente. Eso es lo que me pasa. Barrería el suelo por vos, si lo quisieras.
-¡Pero, si aquí tenemos aspiradoras! -dijo Lenina asombrada-. No es necesario.
-Ya, ya sé que no es necesario. Pero se pueden hacer ciertas bajezas con nobleza. Me gustaría soportar algo con nobleza. ¿Me entendés?
-Pero si hay aspiradoras...
-No, no es eso.
-... y semienanos Epsilones que las manejan -siguió Lenina-, ¿por qué ... ?
-¿Por qué? Bueno... ¡por vos! ¡Por vos! Sólo para demostrarte que yo...
-¿Y qué tienen que ver las aspiradoras con los leones ... ?
-Para demostrarte cuánto...
-... o con el hecho de que los leones se alegren de verme?
Lenina se exasperaba progresivamente.
-...para demostrarte cuánto te quiero, Lenina -estalló John, casi desesperadamente.
Como símbolo de la marea ascendente de exaltación interior, la sangre subió a las mejillas de Lenina.
-¿Lo decís de veras, John?
-Pero no quería decirlo -exclamó el Salvaje, uniendo con fuerza las manos en una especie de agonía-. No quería decirlo hasta que... Escuchame, Lenina; en Malpaís la gente se casa.
-¿Se qué?
De nuevo la irritación se había deslizado en el tono de su voz. ¿Con qué le salía ahora?
-Se unen para siempre. Prometen vivir juntos para siempre.
-¡Qué idea tan espantosa!
Lenina se sentía sinceramente molesta.
-Sobreviviendo a la belleza exterior, con un alma que se renueva más rápido de lo que la sangre decae...
-¿Cómo?
-Así también lo dice Shakespeare. Si rompés su nudo virginal antes de que todas las ceremonias santificadoras puedan con pleno y solemne rito ...
-¡Por el amor de Ford, John, no digás esas cosas raras! No entiendo una palabra de lo que decís. Primero me hablás de aspiradoras; ahora de nudos. Me vas a volver loca. -Lenina saltó sobre sus pies, y, como temiendo que John huyera de ella físicamente, como le huía mentalmente, lo agarró de la muñeca-. Contestame a esta pregunta: ¿me querés realmente? ¿Sí o no?
Se hizo un breve silencio; después, en voz muy baja, John dijo:
-Te quiero más que a nada en el mundo.
-Entonces, ¿por qué mierda no me lo decías -exclamó Lenina; y, su exasperación era tan intensa que clavó las uñas en la muñeca de John- en lugar de divagar sobre nudos, aspiradoras y leones y de hacerme infeliz durante semanas enteras?
Le soltó la mano y lo alejó de sí violentamente.
-Si no te quisiera tanto -dijo-, estaría rabiosa con vos.
Y, de pronto, le rodeó el cuello con los brazos; John sintió sus suaves labios contra los suyos. Tan deliciosamente suaves, cálidos y eléctricos que inevitablemente recordó los besos de Tres semanas en helicóptero. ¡Oooh! ¡Oooh!, la estereoscópica rubia, y ¡Aaah!, iaaah!, el negro super-real. Horror, horror, horror... John trató de zafarse del abrazo, pero Lenina lo apretó con más fuerza.
-¿Por qué no me lo decías? -susurró, apartando la cara para poder verlo.
Sus ojos se veían llenos de tiernos reproches.
Ni el calabozo más lóbrego, ni el lugar más adecuado -tronaba poéticamente la voz de la conciencia-, ni la más poderosa sugestión de nuestro deseo. ¡Jamás, jamás!, decidió John.
-¡Tontito! -decía Lenina-. ¡Con las ganas que te tenía! Y si vos también me tenías ganas, ¿por qué no ... ?
-Pero, Lenina... -empezó a protestar John.
Y como ahí nomás Lenina deshizo su abrazo y se alejó de él, John pensó por un momento que había entendido su muda alusión.
Pero cuando Lenina se desabrochó la cartuchera de charol blanco y la colgó cuidadosamente del respaldo de una silla, John empezó a sospechar que se había equivocado.
-¡Lenina! -repitió, con aprensión.
Lenina se llevó una mano al cuello y dio un fuerte tirón hacia abajo. La blanca blusa marinera se abrió por la costura; la sospecha se transformó en certidumbre.
-Lenina, ¿qué hacés?
¡Zas, zas! La respuesta de Lenina fue muda. Emergió de sus pantalones acampanados. Su ropa interior, de una sola pieza, era como una leve cáscara rosada. La T de oro del Archichantre Comunal brillaba en su pecho.
Por esos senos que a través de las rejas de la ventana penetran en los ojos de los hombres ... Las palabras cantarinas, tonantes, mágicas, la hacían aparecer doblemente peligrosa, doblemente seductora. ¡Suaves, suaves, pero qué penetrantes! Horadando la razón, abriendo túneles en las más firmes decisiones... Los juramentos más poderosos son como paja ante el fuego de la sangre. Abstente, o de lo contrario ...
¡Zas! La rosada redondez se abrió en dos, como una manzana limpiamente partida. Unos brazos que se agitaban, el pie derecho que se levanta; después el izquierdo, y la sutil prenda queda en el suelo, sin vida y como deshinchada.
Con los zapatos y las medias puestas y el gorrito ladeado en la cabeza, Lenina se acercó a él:
-¡Mi amor, si lo hubieses dicho antes!
Lenina abrió los brazos.
Pero en lugar de decir también: ¡Mi amor! y de abrir los brazos, el Salvaje retrocedió horrorizado, rechazándola con las manos abiertas, agitándolas como para ahuyentar a un animal intruso y peligroso.
Cuatro pasos hacia atrás, y se encontró acorralado contra la pared.
-¡Cariño! -dijo Lenina; y, apoyando las manos en sus hombros, se arrimó a él-. Rodeame con tus brazos -le ordenó-. Abrazame hasta drogarme, mi amor. - Ella también tenía poesía a su disposición, conocía palabras que cantaban, que eran como fórmulas mágicas y batir de tambores-. Besame. -Lenina cerró los ojos, y dejó que su voz se convirtiera en un murmullo soñoliento-. Besame hasta que caiga en coma. Abrazame, mi amor...
El Salvaje la agarró de las muñecas, le arrancó las manos de sus hombros y la alejó de sí a la distancia de un brazo.
-¡Uy, me lastimás, me... ah!
Lenina se calló súbitamente. El terror le había hecho olvidar el dolor. Al abrir los ojos había visto el rostro de John; no, no el suyo, sino el de un feroz desconocido, pálido, contraído, retorcido por un furor demente.
-Pero, ¿qué te pasa, John? -susurró Lenina.
El Salvaje no contestó. Se limitó a seguir mirándola a la cara con sus ojos de loco. Las manos que sujetaban las muñecas de Lenina temblaban. John respiraba trabajosamente, de manera irregular. Débil, casi imperceptiblemente, pero aterrador, Lenina escuchó de pronto su crujir de dientes.
-¿Qué te pasa? -dijo casi en un chillido.
Y, como si su grito lo hubiese despertado, John la agarró por los hombros y la empezó a sacudir.
-¡Puta! -gritó-. ¡Puta! ¡Impúdica prostituta!
-¡Ah, no, no ... ! -protestó Lenina, con voz grotescamente entrecortada por las sacudidas.
-¡Puta!
-¡Por favooor!
-¡Maldita puta!
-Un graamo es meejor... -empezó Lenina.
El Salvaje la tiró lejos de sí con tal fuerza que Lenina se tambaleó y cayó.
-Andate -gritó John amenazadoramente, de pie al lado suyo-. Afuera de aquí, si no querés que te mate.
Y cerró los puños. Lenina levantó un brazo para protegerse la cara.
-No, por favor, no, John...
-¡Apurate! ¡Rápido!
Con un brazo levantado todavía y siguiendo todos los movimientos de John con ojos de terror, Lenina se puso de pie, y semiagachada y protegiéndose la cabeza se largó a correr hasta el baño.
El ruido de la prodigiosa palmada con que John aceleró su marcha sonó como un disparo de pistola.
-¡Oh! -exclamó Lenina, pegando un salto hacia delante.
Encerrada con llave en el baño, y a salvo, Lenina pudo hacer inventario de sus contusiones. De pie, y de espaldas al espejo, giró la cabeza. Mirando por encima del hombro pudo ver la huella de una mano abierta que destacaba muy clara, en tono escarlata, sobre su nacarada piel. Se frotó cuidadosamente la parte dolorida.
Afuera, en el otro cuarto, el Salvaje medía la habitación a grandes pasos, de un lado para otro, al compás de los tambores y la música de las palabras mágicas. El principito se lanza hacia ella, y la dorada mosquita se porta impúdicamente ante mis ojos. Enloquecedoramente, las palabras resonaban en sus oídos. Ni el vaso ni el sucio caballo se lanzan a eso con apetito más desordenado. De cintura para abajo son centauros, aunque sean mujeres de cintura para arriba. Hasta el cinturón, son herederas de los dioses. Más abajo, todo es del diablo. Todo: infierno, tinieblas, abismo sulfuroso, ardiente, hirviente, corrompido, consumido; ¡uf! Dame una medida de algalia, buen farmacéutico, para endulzar mi imaginación.
-¡John! –se arriesgó a decir una vocecita que quería congraciarse al Salvaje desde el baño-. ¡John! ¡Oh, cizaña, que sos tan hermosa y olés tan bien que los sentidos perecen por vos! ¿Para escribir en él "puta" fue hecho tan bello libro?
El cielo se tapa la nariz ante ella ...
Pero el perfume de Lenina todavía flotaba a su alrededor, y el saco de John se veía blanco de los polvos que habían perfumado su aterciopelado cuerpo.
Tillera asquerosa, tillera asquerosa, tillera asquerosa. El ritmo inexorable seguía martilleando por su cuenta. Tillera ...
-John, ¿no me podrías alcanzar mi ropa?
El Salvaje recogió del suelo los pantalones acampanados, la blusa y la ropa interior.
-¡Abrí! -ordenó, pegando un puntapié a la puerta.
-No, no quiero.
La voz sonaba asustada y desconfiada.
-Bueno, entonces, ¿cómo puedo darte la ropa?
-Pasala por el ventilador que está arriba de la puerta.
John lo hizo así, y después retomó su impaciente paseo por la habitación. Tillera asquerosa, tillera asquerosa ... El demonio de la Lujuria, con su redondo culo y su dedo de papa ...
-John.
El Salvaje no contestaba. Redondo culo y dedo de papa.
-John...
-¿Qué pasa? -preguntó John, ceñudo.
-¿Te... te importaría darme mi cartuchera malthusiana?
Lenina se quedó sentada escuchando el rumor de los pasos en el cuarto de al lado y preguntándose cuánto tiempo podría seguir John andando de un lado para otro, si tendría que esperar a que saliera de su piso, o si, dejándole un tiempo razonable para que se calmara un tanto su locura, podría abrir la puerta del lavabo y salir rapidísimo.
Sus inquietas especulaciones fueron interrumpidas por el sonido del teléfono en el otro cuarto. El paseo de John se interrumpió bruscamente. Lenina oyó la voz del Salvaje dialogando con el silencio.
-Hola....
-Sí....
-Si no me usurpo el título a mí mismo, yo soy....
-Sí, ¿no me escuchó? Habla el Sr. Salvaje....
-¿Cómo? ¿Quién está enfermo? Claro que me interesa...
-Pero, ¿es grave? ¿Está enferma de verdad? Ya nomás voy ...
-¿Que ya no está en su cuarto? ¿Adónde la han llevado?
-¡Oh, Dios mío: ¡Déme la dirección!
-Park Lane, tres, ¿es así? ¿Tres? Gracias.
Lenina oyó el ruido del teléfono al ser colgado y unos pasos apresurados. Una puerta se cerró de golpe.
Siguió un silencio. ¿Se habría ido?
Con infinitas precauciones, Lenina abrió la puerta medio centímetro y miró por la rendija; la visión del cuarto vacío la tranquilizó un poco; abrió un poco más y asomó la cabeza; finalmente, entró de puntitas en el cuarto; se quedó escuchando atentamente, con el corazón desbocado; después se largó a correr hacia la puerta de salida, la abrió, se deslizó al pasillo, la volvió a cerrar de golpe, y siguió corriendo. Y hasta que se encontró en el ascensor, ya bajando, no empezó a sentirse a salvo.


CAPITULO XIV
El Hospital de Moribundos, de Park Lane, era una torre de sesenta pisos recubierto de azulejos color de prímula. Cuando el Salvaje se bajó del taxicóptero, un convoy de vehículos fúnebres aéreos, pintados de alegres colores, despegó de la terraza y voló en dirección a poniente, rumbo al Crematorio de Slough cruzando el parque. Ante la puerta del ascensor, el portero principal le dio la información requerida, y John bajó a la Sala 81 (la Sala de la senilidad galopante, como le explicó el portero), ubicada en el séptimo piso.
Era una vasta sala pintada de amarillo y brillantemente iluminada por el sol, que contenía unas veinte camas, todas ocupadas. Linda agonizaba en buena compañía; en buena compañía y con todos los adelantos modernos. El aire estaba constantemente agitado por alegres melodías sintéticas. A los pies de la cama, de cara a su moribundo ocupante, había un aparato de televisión. La televisión funcionaba, como una canilla abierta, de la mañana a la noche. Cada quince minutos, por un procedimiento automático se variaba el perfume de la sala.
-Tratamos -explicó la enfermera que había recibido al Salvaje en la puerta-, tratamos de crear una atmósfera tan agradable como sea posible, algo así como un intercambio entre un hotel de primera clase y una sala de sensorama, ¿entiende lo que quiero decir?
-¿Dónde está Linda? -preguntó el Salvaje, haciendo caso omiso de tan corteses explicaciones.
La enfermera se mostró ofendida.
-Está usted muy apurado -dijo.
-¿Hay alguna esperanza? -preguntó John.
-¿De que no muera, quiere decir?
-John afirmó. No, claro que no. Cuando mandan a alguien aquí, no hay...
Sorprendida ante la expresión de dolor y la palidez del rostro del chico, la enfermera se interrumpió.
-Bueno, ¿qué le pasa? -preguntó. No estaba acostumbrada a ese tipo de reacciones en sus visitantes, que, a decir verdad, eran muy escasos, como es lógico-. No se sentirá mal, ¿verdad?
John negó con la cabeza.
-Es mi madre -dijo, con voz apenas audible.
La enfermera lo miró con ojos aterrorizados, llena de sobresalto, e inmediatamente desvió la mirada, colorada como un tomate.
-Acompáñeme a donde está Linda -dijo el Salvaje, haciendo un esfuerzo por hablar en tono normal.
Sin perder su sonrojo, la enfermera lo llevó hacia el otro extremo de la sala. Rostros todavía lozanos y sonrosados (porque la senilidad era un proceso tan rápido que no tenía tiempo de marchitar las mejillas, y sólo afectaba al corazón y al cerebro) se volteaban a su paso. Su avance era seguido por los ojos impávidos, sin expresión, de unos seres sumidos en la segunda infancia. El Salvaje, al mirar a aquellos agonizantes, se estremeció.
Linda estaba acostada en la última cama de la larga hilera, contigua a la pared. Recostada sobre unas almohadas, contemplaba las semifinales del Campeonato de tenis Riemann Sudamericano, que se jugaba en silenciosa y reducida reproducción en la pantalla del aparato de televisión instalado a los pies de su cama. Las pequeñas figuras corrían de un lado para otro del pequeño rectángulo del cristal iluminado, sin hacer ruido, como peces en un acuario: habitantes mudos, pero agitados, de otro mundo.
Linda contemplaba el espectáculo sonriendo vagamente, sin comprender. Su rostro pálido y abotagado, mostraba una expresión de estupidizada felicidad. De vez en cuando sus párpados se cerraban, y parecía adormilarse por unos segundos. Después, con un ligero sobresalto, se despertaba de nuevo, y volvía al acuario de los Campeonatos de Tenis, a la versión que ofrecía la Super-Voz-Wurlitzeriana de Abrazame hasta drogarme, mi amor, al cálido aliento de verbena que brotaba del ventilador colocado por encima de su cabeza. Despertaba a todo esto, o, mejor, a un sueño del cual formaba parte todo esto, transformado y embellecido por el soma que circulaba por su sangre, y sonreía con su sonrisa quebrada y descolorida de alegría infantil.
-Bueno, tengo que irme -dijo la enfermera. Está a punto de llegar el grupo de niños. Además, tengo que atender al número 3. -Y señaló hacia un punto de la sala-. Va a morir de un momento a otro. Bueno, está usted en su casa.
Y se alejó rápidamente.
El Salvaje se sentó al lado de la cama.
-Linda -murmuró, tomándole una mano.
Al oír su nombre, la anciana se giró. En sus ojos brilló el conocimiento. Apretó la mano de su hijo, sonrió y movió los labios; después, súbitamente, la cabeza se le cayó hacia delante. Se había dormido. John permaneció a su lado, mirándola, buscando a través de aquella piel envejecida -y encontrándola-, la cara joven, radiante, que se asomaba sobre su niñez en Malpaís, recordando (y John cerró los ojos) su voz, sus movimientos, todos los acontecimientos de su vida en común. Arre, estreptococos, a Banbury-T... ¡Qué bien cantaba su madre! Y los versos infantiles, ¡qué mágicos y misteriosos se le antojaban!
Vitamina A, vitamina B, vitamina C,
la grasa está en el hígado y el bacalao en el mar.
Recordando aquellas palabras y la voz de Linda al pronunciarlas, las lágrimas se le venían a los ojos. Después, las lecciones de lectura: el niño está en el frasco; el gato duerme. Y las Instrucciones Elementales para Obreros Beta en el Almacén de Embriones. Y las largas veladas junto al fuego, o, en verano, en la terraza de la casita, cuando ella le contaba esas historias sobre el Otro Lugar, fuera de la Reserva: aquel hermosísimo Otro Lugar cuyo recuerdo, como el de un cielo, de un paraíso de bondad y de belleza, John conservaba todavía intacto, inmune al contacto de la realidad de aquel Londres real, de aquellos hombres y mujeres civilizados de carne y hueso.
El súbito sonido de unas voces agudas lo llevó a abrir los ojos y, después de secarse rápidamente las lágrimas, miró a su alrededor. Vio entrar en la sala lo que parecía un río interminable de mellizos idénticos de ocho años de edad. Iban acercándose, mellizo tras mellizo, como en una pesadilla. Sus rostros, su rostro repetido -porque entre todos sólo tenían uno- miraba con expresión de perro faldero, todo orificio de nariz y ojos saltones y descoloridos. El uniforme de los niños era caqui. Todos iban con la boca abierta. Entraron chillando y charlando por los codos. En un momento la sala quedó llena de ellos. Hormigueaban entre las camas, se subían a ellas, pasaban por debajo de las mismas, a gatas, miraban la televisión o hacían muecas a los pacientes.
Linda los asombró y casi los asustó. Un grupo de chiquillos se formó a los pies de su cama, mirando con la curiosidad estúpida y atemorizada de animales súbitamente enfrentados con lo desconocido.
-¡Ah, miren, miren! -Hablaban en voz muy alta, asustados-. ¿Qué le pasa? ¿Por qué está tan gorda?
Nunca hasta entonces habían visto una cara como la de Linda; nunca habían visto más que caras juveniles y de piel tersa, y cuerpos esbeltos y erguidos. Todos aquellos sexagenarios moribundos tenían el aspecto de jovencitas. A los cuarenta y cuatro años, Linda parecía, por contraste, un monstruo de senilidad fláccida y deformada.
-¡Es horrible! -susurraban los pequeños espectadores-. ¡Miren qué dientes!
De pronto de debajo de la cama apareció un mellizo de cara de torta, entre la silla de John y la pared, y empezó a mirar de cerca la cara de Linda, sumida en el sueño.
-¡Qué cosa ... ! -empezó.
Pero su frase acabó prematuramente en un chillido. El Salvaje lo había agarrado por el cuello, lo había levantado por encima de la silla, y con un buen sopapo en las orejas lo había despedido lejos, aullando.
Sus gritos atrajeron a la enfermera jefe, que vino corriendo.
-¿Qué le ha hecho? -preguntó, enfurecida-. No permitiré que le pegue a los niños.
-Bueno entonces aléjelos de esta cama. -La voz del Salvaje temblaba de indignación-. ¿Qué vienen a hacer esos mocosos aquí? ¡Da vergüenza!
-¿Vergüenza? ¿Qué quiere decir? Así los condicionamos ante la muerte. Y le advierto -prosiguió amenazadoramente- que si vuelve a poner obstáculos a su acondicionamiento, lo voy a hacer echar por los porteros.
El Salvaje se levantó y avanzó dos pasos hacia ella. Sus movimientos y la expresión de su rostro eran tan amenazadores que la enfermera, presa de terror, retrocedió. Haciendo un gran esfuerzo, John se dominó, y, sin decir palabra, se giró sobre sus talones y se sentó de nuevo junto a la cama.
Más tranquila, pero con una dignidad todavía un poco insegura, la enfermera dijo:
-Ya le advertí; así es que ande con cuidado.
Sin embargo, alejó de la cama a los mellizos demasiado curiosos y los hizo unirse al juego del ratón y el gato que una de sus colegas había organizado al otro extremo de la sala.
La Super-Voz-Wurlitzeriana había aumentado de volumen hasta llegar a un crescendo sollozante, y de pronto la verbena fue sustituida en el sistema de olores canalizados por un intenso perfume de pachulí. Linda se estremeció, despertó, miró unos segundos con expresión asombrada a los semifinalistas, levantó el rostro para olfatear una o dos veces el nuevo perfume que llenaba el aire y de pronto sonrió, con una sonrisa de éxtasis infantil.
-¡Popé! -murmuró; y cerró los ojos-. ¡Ah, cómo me gusta, cómo me gusta ...!
Suspiró y se recostó de nuevo en las almohadas.
-Pero, ¡Linda! -imploró el Salvaje- ¿No me reconocés?
John sintió una leve presión de la mano en respuesta a la suya. Las lágrimas asomaron a sus ojos. Se inclinó y la besó. Los labios de Linda se movieron.
-¡Popé! -susurró de nuevo.
Y John sintió como si le hubiese tirado a la cara una palada de basura.
La ira hirvió súbitamente en él. Frustrado por segunda vez, la pasión de su dolor había encontrado otra salida, se había transformado en una pasión de furor agónico.
-¡Soy John! -gritó-. ¡Soy John!
Y en la furia dolorida llegó a agarrarla por los hombros y a sacudirla.
Lentamente los ojos de Linda se abrieron, y lo vio, lo vio.
-¡John!
Pero ubicó aquel rostro real, las manos reales y violentas en un mundo imaginario, entre los equivalentes íntimos y privados del pachulí y la Super-Wurlitzer, entre los recuerdos transfigurados y las sensaciones extrañamente traspuestas que constituían el universo de su sueño. Sabía que era John, su hijo, pero lo veía como un intruso en el Malpaís paradisíaco donde ella pasaba sus vacaciones de soma con Popé. John estaba enojado porque ella quería a Popé, la sacudía de esa manera porque Popé estaba en la cama, con ella, como si en eso hubiese algo malo, como si todo el mundo civilizado no hiciera lo mismo.
-Todo el mundo pertenece a...
La voz de Linda murió súbitamente, convirtiéndose en un ronquido casi inaudible. La boca se le abrió, e hizo un esfuerzo desesperado para llenar de aire sus pulmones. Pero era como si hubiese olvidado la técnica de la respiración. Trató de gritar y no brotó sonido alguno de sus labios; sólo el terror impreso en sus ojos abiertos revelaba el grado de su sufrimiento. Se llevó las manos a la garganta y después clavó las uñas en el aire, aquel aire que ya no podía respirar, aquel aire que, para ella, había terminado de existir.
El Salvaje estaba parado y se agachó hacia ella.
-¿Qué te pasa, Linda? ¿Qué tenés?
Su voz tenía un tono de imploración, como si John pudiera ser tranquilizado.
La mirada que Linda le lanzó aparecía cargada de un terror indecible; de terror y, así le pareció a él, de reproche. Linda trató de incorporarse en la cama, pero se cayó sobre las almohadas. Su rostro se deformó horriblemente y sus labios cobraron un intenso color azul.
El Salvaje se dio vuelta y corrió hasta el otro lado de la sala.
-¡Rápido! ¡Rápido! -gritó-. ¡Rápido!
De pie en el centro de la ronda de mellizos que jugaban al ratón y al gato, la enfermera jefe se dio vuelta. El primer impulso de asombro cedió lugar inmediatamente a la desaprobación.
-¡No grite! ¡Piense en esos niños! -dijo, frunciendo el ceño-. Podría descondicionarlos... Pero ¿qué hace?
John había roto el círculo para entrar en él. -¡Cuidado! -gritó la enfermera.
Un niño se largó a llorar.
-¡Rápido! ¡Corra! -John agarró a la enfermera por un brazo, arrastrándola con él-. ¡Corra! Algo ha pasado. La maté.
Cuando llegaron al otro extremo de la sala, Linda ya había muerto.
El Salvaje se quedó un momento en un silencio helado, después cayó de rodillas junto a la cama y cubriéndose la cara con las manos, lloró irreprimiblemente.
La enfermera permanecía de pie, indecisa, mirando, ora a la figura arrodillada junto a la cama (¡escandalosa exhibición!), ora a los mellizos (¡pobrecitos!) que habían parado el juego y miraban boquiabiertos y con los ojos desorbitados aquella escena repugnante que tenía lugar en torno de la cama número 20. ¿Se suponía que tenía que hablarle a aquel hombre? ¿Tenía que tratar de inculcarle el sentido de la decencia? ¿Tenía que recordarle dónde estaba y el daño que podía causar a los pobres inocentes? ¡Destruir su condicionamiento ante la muerte con aquella explosión asquerosa de dolor, como si la muerte fuese algo horrible, como si alguien pudiera llegar a importar tanto! Eso podía inculcar a los chiquillos ideas desastrosas sobre la muerte, podía trastornarlos e inducirlos a reaccionar en forma totalmente equivocada, horriblemente antisocial.
La enfermera, avanzando un paso, tocó a John en el hombro.
-¿No puede sosegarse? -le dijo en voz baja airada.
Pero, mirando a su alrededor, vio que media docena de mellizos ya se habían levantado y se acercaban a ellos. La enfermera salió apresuradamente al paso de sus alumnos en peligro.
-Vamos, ¿quién quiere una barrita de chocolate? -preguntó en voz alta y alegre.
-¡Yo! -gritó a coro todo el grupo Bokanovsky.
La cama número 20 había sido olvidada. ¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío ... ! repetía el Salvaje para sí mismo, una y otra vez.
En el caos del dolor y remordimiento que llenaban su mente, eran las únicas palabras que conseguía articular.
-¡Dios mío! -susurró en voz alta-. ¡Dios... -Pero ¿qué dice? -preguntó muy cerca una voz clara y aguda entre los murmullos de la Super-Wulitzer.
El Salvaje se sobresaltó violentamente y, destapándose el rostro miró a su alrededor. Cinco mellizos caqui, cada uno con una larga barrita de chocolate en la mano derecha, sus cinco rostros idénticos embadurnados de chocolate, formaban círculo a su alrededor, mirándolo con ojos saltones y perrunos.
Las miradas de los cinco mellizos coincidieron con la de John, y los cinco sonrieron simultáneamente. Uno de ellos señaló la cama con su barrita de chocolate.
-¿Está muerta? -preguntó.
El Salvaje los miró un momento en silencio. Después, en silencio, se levantó, y en silencio se dirigió lentamente hacia la puerta.
-¿Está muerta? -repitió el mellizo curioso, trotando a su lado.
El Salvaje lo miró, y, sin decir palabra, lo alejó con un empujón. El mellizo cayó al suelo e inmediatamente empezó a chillar. El Salvaje ni siquiera se dio vuelta.


CAPlTULO XV
El personal del Hospital de Moribundos de Park Lane estaba constituido por ciento sesenta y dos Deltas divididos en dos Grupos Bokanovsky de ochenta y cuatro hembras pelirrojas y setenta y dos mellizos varones, morenos y dolicocéfalos. A las seis de la tarde, cuando terminaban su jornada de trabajo, los dos grupos se reunían en el vestíbulo del hospital y el delegado subadministrador les distribuía su ración de soma.
Al salir del ascensor, el Salvaje se encontró en medio de ellos. Pero su mente estaba ausente; estaba con la muerte, con su dolor, con su remordimiento; maquinalmente, sin tener conciencia de lo que hacía, empezó a abrirse paso a codazos entre la muchedumbre.
-¡Eh! ¿A quién empujás?
-¿Adónde creés que vas?
Aguda, grave, de una multitud de gargantas separadas sólo dos voces chillaban o gruñían. Repetidos indefinidamente, como por una serie de espejos, dos rostros, uno de ellos como una luna barbilampiña, pecosa y aureolada de rojo, y el otro alargado, como una máscara de pico de ave, con barba de dos días, se volteaban enojados a su paso. Sus palabras y los codazos que recibía en las costillas lograron devolver a John la conciencia del lugar donde estaba. Volvió a despertar a la realidad externa, miró a su alrededor, y reconoció lo que veía; lo reconoció con una sensación profunda de horror y de asco, como el repetido delirio de sus días y sus noches, la pesadilla de aquellas semejanzas perfectas, inidentificables, que pululaban por doquier. Mellizos, mellizos... Como gusanos, habían formado un enjambre profanador sobre el misterio de la muerte de Linda.
-¡Reparto de soma ! -gritó una voz-. En orden, por favor. Vamos, rápido.
Se había abierto una puerta, y alguien instalaba una mesa y una silla en el vestíbulo. La voz procedía de un dinámico joven Alfa que había entrado llevando en brazos una pequeña arca de hierro, negra. Un murmullo de satisfacción brotó de labios de la multitud de mellizos que esperaban. Inmediatamente olvidaron al Salvaje. Su atención estaba ahora enteramente concentrada en la caja negra que el joven, tras haberla puesto encima de la mesa, la estaba abriendo. Levantó la tapa.
-¡Oooh ... ! -exclamaron los ciento sesenta y dos Deltas al mismo tiempo como si presenciaran un castillo de fuegos artificiales.
El joven sacó de la caja negra un puñado de cajitas de hojalata.
-Y ahora -dijo el joven, perentoriamente-, acérquense, por favor. Uno por uno, y sin empujar.
Uno por uno, y sin empujar, los mellizos se acercaron a la mesa. Primero dos varones, después una hembra, después otro varón, después tres hembras, después...
El Salvaje seguía mirando. ¡Oh, qué fenomenal nuevo mundo! ¡Oh, qué fenomenal nuevo mundo! En su mente, las rítmicas palabras parecían cambiar de tono. Se habían burlado de él a través de su dolor y su remordimiento, con un horrible matiz de cínica irrisión. Riendo como malos espíritus, las palabras habían insistido en la abyección y la nauseabunda fealdad de aquella pesadilla. Y ahora, de pronto, sonaban como un clarín convocando a las armas. ¡Oh, qué fenomenal nuevo mundo!
-¡No empujen! -gritó el delegado del subadministrador, enfurecido. Cerró de golpe la tapa de la caja negra.
Voy a dejar de repartir soma si no se portan bien.
Los Deltas refunfuñaron, se dieron con el codo unos a otros, y al fin se quedaron quietos y en silencio.
La amenaza había sido eficaz. A aquellos seres, la sola idea de verse privados del soma se les antojaba horrible.
-¡Ahora ya está mejor! -dijo el joven.
Y volvió a abrir la caja.
Linda había sido una esclava; Linda había muerto; otros debían vivir en libertad y el mundo tenía que recobrar su belleza. Como una reparación, como un deber que cumplir. De pronto, el Salvaje vio luminosamente claro lo que tenía que hacer; fue como si hubiesen abierto de pronto un postigo o corrido una cortina.
-Vamos -dijo el delegado del subadministrador.
Otra mujer caqui dio un paso al frente. -¡Basta! -gritó el Salvaje, con sonora y potente voz-. ¡Basta!
Se abrió paso a codazos hasta la mesa; los Deltas lo miraban asombrados.
-¡Ford! -dijo el delegado del subadministrador en voz baja-. ¡Es el Salvaje!
Lo sobrecogió el temor.
-Escúchenme, por favor -gritó el Salvaje, con entusiasmo-. Préstenme sus oídos... -Nunca había hablado en público hasta entonces, y le resultaba difícil expresar lo que quería decir-. No tomen esa horrible sustancia. Es veneno, veneno.
-Bueno, Sr. Salvaje -dijo el delegado del subadministrador sonriendo amistosamente-. ¿Le importaría que ... ?
-Es un veneno tanto para el cuerpo como para el alma.
-Está bien, pero tenga la bondad de permitirme que siga con el reparto. Sea un buen chico.
-¡Nunca! -gritó el Salvaje.
-Pero, escuche, amigo...
-Tire inmediatamente ese horrible veneno.
Las palabras tire inmediatamente ese veneno se abrieron paso a través de las capas de incomprensión de los Deltas hasta alcanzar su conciencia. Un murmullo de enojo brotó de la multitud.
-He venido a traerles la paz -dijo el Salvaje, girándose hacia los mellizos-. He venido...
El delegado del subadministrador no escuchó más; se había deslizado fuera del vestíbulo y buscaba un número de la guía telefónica.
-No está en su habitación -resumió Bernard-. Ni en las mía, ni en las tuya. Ni en el Aphroditcum; ni en el Centro, ni en la Universidad. ¿Adónde puede haber ido?
Helmholtz se encogió de hombros. Habían vuelto de su trabajo confiando que encontrarían al Salvaje esperándolos en alguno de sus habituales lugares de reunión; y no había ni huella. Lo cual era un embole, ya que tenían el proyecto de ir hasta Biarritz en el deporticóptero de cuatro plazas de Helmholtz. Si el Salvaje no aparecía pronto, iban a llegar tarde a la cena.
-Le vamos a dar cinco minutos más -dijo Helmholtz-. Y si entonces no aparece...
El timbre del teléfono lo interrumpió. Descolgó el receptor.
-Hola.
Después, tras unos momentos de escucha, soltó una puteada:
-¡Ford en su carromato! Voy en seguida. -¿Qué pasa? -preguntó Bernard. -Era un tipo del Hospital de Lane Park al que conozco -dijo Helmholtz-. Dice que el Salvaje está allá. Parece que se ha vuelto loco. De todas formas, es urgente. ¿Me acompañás?
Juntos corrieron por el pasillo hacia el ascensor.
-¿Cómo puede gustarles ser esclavos? -decía el Salvaje en el momento en que sus dos amigos entraron en el Hospital-. ¿Cómo puede gustarles ser niños? Sí, niños. Berreando y haciendo pucheros y vomitando -agregó, insultando, llevado por la exasperación ante su bestial estupidez, a quienes se proponía salvar.
Los Deltas lo miraban con resentimiento.
-¡Sí, vomitando! -gritó claramente. El dolor y el remordimiento parecían reabsorbidos en un intenso odio todopoderoso contra aquellos monstruos infrahumanos-. ¿No desean ser libres y ser hombres? ¿Es que no entienden ni siquiera lo que son la humanidad y la libertad? -El furor le prestaba elocuencia; las palabras acudían fácilmente a sus labios-. ¿No lo entienden? -repitió; pero nadie contestó a su pregunta-. Bueno, entonces -prosiguió, sonriendo- yo se los voy a enseñar; y los voy a liberar tanto si quieren como si no.
Y abriendo de par en par la ventana que daba al patio interior del Hospital empezó a tirar a puñados las cajitas de tabletas de soma.
Por un momento, la multitud caqui permaneció silenciosa, petrificada, ante el espectáculo de aquel sacrilegio imperdonable, con asombro y horror.
-Está loco -susurró Bernard, con los ojos fuera de las órbitas-. Lo van a matar. Lo...
Súbitamente se levantó un clamor de la multitud, y una ola en movimiento avanzó amenazadoramente hacia el Salvaje.
-¡Ford lo ayude! -dijo Bernard, y apartó los ojos.
-Ford ayuda a quien se ayuda.
Y, soltando una risotada, una auténtica risotada de exaltación, Helmholtz Watson se abrió paso entre la multitud.
-¡Libres, libres! -gritaba el Salvaje.
Y con una mano seguía tirando soma por la ventana, mientras con la otra pegaba piñas a las caras gemelas de sus atacantes.
-¡Libres!
Y vio a Helmholtz a su lado -¡el bueno de Helmholtz!-, pegando piñas también.
-¡Hombres al fin!
Y, en el intervalo, el Salvaje seguía tirando puñados de cajitas de tabletas por la ventana abierta.
-¡Sí, hombres, hombres!
Hasta que no quedó veneno. Entonces levantó en alto la caja y la mostró vacía a la multitud. -¡Son libres!
Aullando, los Deltas cargaron con furor redoblado.
Vacilando, Bernard se dijo: están perdidos, y llevado por un súbito impulso, corrió hacia delante para ayudarlos; después lo pensó mejor y se frenó; después, avergonzado, avanzó otro paso; de nuevo cambió de idea y se paró, en una agonía de indecisión humillante. Estaba pensando que sus amigos podían morir asesinados si él no los ayudaba, pero que también él podía morir si los ayudaba, cuando (¡alabado sea Ford!) irrumpió la policía con las máscaras puestas, que les prestaban el aspecto estrafalario de unos cerdos de ojos saltones.
Bernard fue hacia ellos agitando los brazos; eso era actuar, hacer algo. Gritó ¡Socorro! varias veces, cada vez más fuerte, como para hacerse la ilusión de que ayudaba en algo:
-¡Socorro, socorro, socorro!
Los policías lo hicieron a un costado de su paso y se lanzaron a su tarea. Tres agentes que llevaban sendos aparatos pulverizadores en la espalda empezaron a esparcir vapores de soma por el aire. Otros dos se afanaron en torno del Aparato de Música Sintética portátil. Otros cuatro, armados con sendas pistolas de agua cargadas con un poderoso anestésico, se habían abierto paso entre la multitud, y derribaban metódicamente, a jeringazos, a los luchadores más encarnizados.
-¡Rápido, rápido! -chillaba Bernard-. ¡Los van a matar si no se apuran! Los... ¡Oh!
Irritado por sus chillidos, uno de los policías le tiró un disparo de su pistola de agua. Bernard se quedó unos segundos tambaleándose sobre unas piernas que parecían haber perdido los huesos, los tendones y los músculos para convertirse en simples columnas de gelatina y al fin agua pura, y se desmoronó en el suelo como un bolsa.
Súbitamente, del aparato de Música Sintética surgió una Voz que empezó a hablar. La Voz de la Razón, la Voz de los Buenos Sentimientos. La cinta de pista sonora soltaba su Discurso Sintético Anti-Disturbios número 2 (segundo grado). Desde lo más profundo de un corazón no existente, la Voz clamaba: ¡Amigos míos, amigos míos!, tan patéticamente, con tal entonación de tierno reproche que, detrás de sus máscaras antigás, hasta a los policías se les llenaron de lágrimas los ojos.
-¿Qué significa eso? -seguía la Voz-. ¿Por qué no son felices y no son buenos los unos con los otros, todos juntos? Felices y buenos -repetía la Voz-. En paz, en paz.
-Tembló, descendió hasta convertirse en un susurro y expiró momentáneamente-. ¡Oh, cuánto deseo verlos felices! -empezó de nuevo, con ardor-. ¡Cómo deseo que sean buenos! Por favor, sean buenos y...
Dos minutos después, la Voz y el vapor de soma habían producido su efecto. Con los ojos anegados en lágrimas, los Deltas se besaban y abrazaban mutuamente, media docena de mellizos en un solo abrazo. Hasta Helmholtz y el Salvaje estaban a punto de llorar. De la Administración llegó una nueva tanda de cajitas de soma; a todo lo que daba se procedió a repartirlas, y al son de las bendiciones cariñosas, abaritonadas de la Voz, los mellizos se dispersaron, berreando, como si el corazón fuera a hacérseles pedazos.
-Adiós, adiós, mis queridísimos amigos. ¡Ford los salve! Adiós, adiós, mis queridísimos...
Cuando el último Delta salió, el policía desconectó el aparato, y la Voz angélica enmudeció.
-¿Van a seguir sin ofrecer resistencia? -preguntó el sargento-. ¿O voy a tener que anestesiarlos?
Y levantó amenazadoramente su pistola de agua.
-No vamos a ofrecer resistencia -contestó el Salvaje, secándose alternativamente la sangre que le salía de un corte que tenía en los labios, de un arañazo en el cuello y de un mordisco en la mano izquierda.
Sin sacarse el pañuelo de la nariz, que sangraba en abundancia, Helmholtz asintió con la cabeza.
Bernard acababa de despertar, y, tras comprobar que había recobrado el movimiento de las piernas, eligió ese momento para tratar de escabullirse sin llamar la atención.
-¡Eh, usted! -gritó el sargento.
Y un policía, con su máscara porcina, cruzó corriendo la sala y puso una mano en el hombro del joven.
Bernard se dio vuelta, tratando de tomar una expresión de inocencia indignada. ¿Que él escapaba? Ni siquiera lo había soñado.
-Aunque no me puedo imaginar qué puede querer de mí -dijo al sargento.
-Usted es amigo de los prisioneros, ¿no es cierto?
-Bueno... -dijo Bernard; y titubeó. No, no podía negarlo-. ¿Por qué no podía serlo? -preguntó.
-Entonces sígame -dijo el sargento.
Y se dirigió hacia la puerta y hacia el auto celular que esperaba ante la misma.





CAPITULO XVI
Los hicieron entrar en la oficina del Interventor.
-Su Fordería bajará en seguida -dijo el mayordomo Gamma.
Y los dejó solos.
Helmoltz se largó a reír.
-Esto parece más una recepción social que un juicio -dijo. Y se dejó caer en el más confortable de los sillones neumáticos-. Ánimo, Bernard -agregó al ver el rostro preocupado de su amigo.
Pero Bernard no quería animarse; sin contestar, sin ni siquiera mirar a Helmholtz, se sentó en la silla más incómoda de la habitación, elegida cuidadosamente con la oscura esperanza de aplacar así la ira de los altos poderes.
Entretanto, el Salvaje no paraba de agitarse; iba de un lado para otro de la oficina, curioseándolo todo, sin demasiado interés: los libros de los estantes, los rollos de cinta sonora y las bobinas de las máquinas de leer ubicadas en sus orificios numerados. Encima de la mesa, junto a la ventana, había un grueso volumen encuadernado en sucedáneo de piel negra, en cuya tapa aparecía una T muy grande estampada en oro. John lo tomó y lo abrió. Mi vida y mi obra, por Nuestro Ford.
El libro había sido publicado en Detroit por la Sociedad para la Propagación del Conocimiento Fordiano. Distraídamente lo ojeó, leyendo una frase acá y un párrafo allá, y apenas había llegado a la conclusión de que el libro no le interesaba cuando la puerta se abrió y el interventor Mundial Residente para la Europa Occidental entró en la habitación con paso vivo.
Mustafá Mond le dio la mano a los tres hombres pero se dirigió al Salvaje:
-Así es que nuestra civilización no le gusta mucho Sr. Salvaje -dijo.
El Salvaje lo miró. Previamente, había tomado la decisión de mentir, de bravuconear o de guardar un silencio obstinado. Pero tranquilizado por la expresión comprensiva y de buen humor del Interventor, decidió decir la verdad, honradamente:
-No.
Y movió la cabeza.
Bernard se sobresaltó y lo miró, horrorizado. ¿Qué pensaría el Interventor? Ser etiquetado como amigo de un hombre que decía que no le gustaba la civilización, que lo decía abiertamente y nada menos que al propio Interventor era algo terrible.
-Pero, John... -empezó.
Una mirada de Mustafá Mond lo redujo a un silencio abyecto.
-Por supuesto -prosiguió el Salvaje-, admito que hay algunas cosas excelentes. Toda esta música en el aire, por ejemplo...
-A veces miles de instrumentos sonoros zumban en mis oídos; otros veces son voces ... El rostro del Salvaje se iluminó con súbito placer.
-¿Usted también lo ha leído? -preguntó-. Yo creía que aquí, en Inglaterra, nadie conocía este libro.
-Casi nadie. Yo soy uno de los poquísimos. Está prohibido, ¿entiende? Pero como yo soy quien hace las leyes, también puedo quebrantarlas. Con impunidad, Sr. Marx -agregó dirigiéndose hacia Bernard-, cosa que me temo usted no pueda hacer.
Bernard se hundió todavía más en su desdicha.
-Pero, ¿por qué está prohibido? -preguntó el Salvaje.
En la excitación que le producía el hecho de conocer a un hombre que había leído a Shakespeare, había olvidado momentáneamente todo lo demás.
El Interventor se encogió de hombros. -Porque es antiguo; ésa es la razón principal. Aquí las cosas antiguas no nos son útiles.
-¿Aunque sean bellas?
-Especialmente cuando son bellas. La belleza ejerce una atracción, y nosotros no queremos que la gente se sienta atraída por cosas antiguas. Queremos que les gusten las nuevas.
-¡Pero si las nuevas son horribles, estúpidas! ¡Esas películas en las que sólo salen helicópteros y el público siente cómo los actores se besan! -John hizo una mueca-. ¡Cabrones y monos! Sólo en estas palabras de Otelo encontraba el vehículo adecuado para expresar su desprecio y su odio.
-En todo caso, animales inofensivos -murmuró el Interventor, a modo de paréntesis.
-¿Por qué, en lugar de eso, no les permite leer Otelo?
-Ya se lo dije: es antiguo. Además, no lo entenderían.
Sí, eso era cierto. John se acordó cómo se había reído Helmholtz ante la lectura de Romeo y Julieta.
-Bueno, entonces -dijo tras una pausa-, algo nuevo que sea por el estilo de Otelo y que ellos puedan entender.
-Eso es lo que todos hemos estado queriendo escribir -dijo Helmholtz rompiendo su prolongado silencio.
-Y eso es lo que ustedes nunca van a escribir -dijo el Interventor-. Porque si fuese algo parecido a Otelo, nadie lo entendería, por más nuevo que fuese. Y si fuese nuevo, no podría parecerse a Otelo.
-¿Por qué no?
-Sí, ¿por qué no? -repitió Helmholtz.
También él olvidaba las desagradables realidades de la situación. Lívido de ansiedad y de miedo sólo Bernard las recordaba; pero los demás lo ignoraban.
-¿Por qué no?
-Porque nuestro mundo no es el mundo de Otelo. No se pueden fabricar autos sin acero; y no se pueden crear tragedias sin inestabilidad social. Actualmente el mundo es estable. La gente es feliz; tiene lo que desea, y nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto; está a salvo; nunca está enferma; no teme la muerte; ignora la pasión y la vejez; no hay padres ni madres que estorben; no hay esposas, ni hijos, ni amores excesivamente fuertes. Nuestros hombres están condicionados de modo que apenas pueden actuar de otra forma que como tienen que actuar. Y si algo anda mal, siempre está el soma. El soma que usted tira por la ventana en nombre de la libertad, Sr. Salvaje. ¡La libertad! -El Interventor soltó una risotada-. ¡Suponer que los Deltas pueden saber lo que es la libertad! ¡Y que puedan entender Otelo! Pero, ¡muchacho!
El Salvaje guardó silencio un momento.
-A pesar de todo -insistió obstinadamente-, Otelo es bueno, Otelo es mejor que esos filmes del sensorama.
-Claro que sí -convino el Interventor-. Pero ése es el precio que tenemos que pagar por la estabilidad. Hay que elegir entre la felicidad y lo que la gente llamaba arte puro. Nosotros hemos sacrificado el arte puro, y en su lugar hemos puesto el sensorama y el órgano de perfumes.
-Pero no tienen ningún mensaje.
-El mensaje de lo que son; el mensaje de una gran cantidad de sensaciones agradables para el público.
-Los argumentos han sido escritos por algún idiota.
El Interventor se largó a reír.
-No es muy amable con su amigo Sr. Watson, uno de nuestros más distinguidos ingenieros de emociones.
-Tiene toda la razón -dijo Helmholtz sombríamente-. Porque todo esto son idioteces. Escribir cuando no se tiene nada que decir...
-Exacto. Pero eso exige un ingenio enorme. Usted logra fabricar autos con un mínimo de acero, obras de arte a base de poco más que puras sensaciones.
El Salvaje movió la cabeza.
-A mí todo esto me parece horrendo.
-Claro que lo es. La felicidad real siempre aparece escuálida por comparación con las compensaciones que ofrece la desdicha. Y, naturalmente, la estabilidad no es, ni con mucho, tan espectacular como la inestabilidad. Y estar satisfecho de todo no posee el hechizo de una buena lucha contra la desventura, ni lo pintoresco del combate contra la tentación o contra una pasión fatal o una duda. La felicidad nunca tiene grandeza.
-Supongo que no -dijo el Salvaje después de un silencio-. Pero ¿es necesario llegar a cosas tan horribles como esos mellizos? ¡Son horribles!
-Pero muy útiles. Ya veo que no le gustan nuestros Grupos de Bokanovski; pero le aseguro que son los cimientos sobre los cuales descansa todo lo demás. Son el giróscopo que estabiliza el avióncohete del Estado en su incontenible carrera.
-Más de una vez me he preguntado -dijo el Salvaje- por qué producen seres como éstos, siendo que pueden fabricarlos a su gusto en esos espantosos frascos. ¿Por qué, si se puede conseguir, no se limitan a fabricar Alfas-Doble-Más?
Mustafá Mond se largó a reír.
-Porque no queremos que nos corten la cabeza -contestó-. Nosotros creemos en la felicidad y la estabilidad. Una sociedad de Alfas no podría ser menos que inestable y desdichada. Imagine una fábrica cuyo personal estuviese constituido totalmente por Alfas, es decir, por seres individuales no relacionados de forma que sean capaces, dentro de ciertos límites, de elegir y asumir responsabilidad. ¡Imagíneselo! -repitió.
El Salvaje trató de imaginarlo, pero no lo pudo conseguir.
-Es un absurdo. Un hombre decantado como Alfa, condicionado como Alfa, se volvería loco si tuviera que hacer el trabajo de un semienano Epsilon; o se volvería loco o empezaría a romper todo. Los Alfas pueden ser socializados totalmente, pero sólo a condición de que se les confíe un trabajo propio de los Alfas. Sólo de un Epsilon puede esperarse que haga sacrificios Epsilon, por la sencilla razón de que para él no son sacrificios; están en la línea de menor resistencia. Su condicionamiento ha tendido unos rieles por los cuales tiene que correr. No lo puede evitar; está condenado de antemano. Incluso después de su decantación permanece dentro de un frasco: un frasco invisible, de fijaciones infantiles y embrionarias. Claro que todos nosotros -prosiguió el Interventor, meditabundo- vivimos en el interior de un frasco. Mas para los Alfas, los frascos, relativamente hablando, son enormes. Nosotros sufriríamos horriblemente si fuésemos confinados en un espacio más angosto. No se puede derramar sucedáneo de champaña de las clases altas en los frascos de las castas bajas. Eso es evidente, ya en teoría. Pero, además, fue comprobado en la práctica. El resultado del experimento de Chipre fue concluyente.
-¿En qué consistió? -preguntó el Salvaje.
Mustafá Mond sonrió.
-Bueno, si usted quiere, puede llamarlo un experimento de reenvasado. Se inició en el año 73 d.F. Los Interventores limpiaron la isla de Chipre de todos sus habitantes anteriores y la colonizaron de nuevo con una hornada especialmente preparada de veintidós mil Alfas. Se les dio toda clase de útiles agrícolas e industriales y se dejó que se las arreglaran por sí mismos. El resultado cumplió exactamente todas las previsiones teóricas. La tierra no fue trabajada como se debía; había huelgas en las fábricas, las leyes no se cumplían, las órdenes no se obedecían; las personas destinadas a trabajos inferiores intrigaban constantemente por conseguir altos empleos, y las que ocupaban estos cargos intrigaban a su vez para mantenerse en ellos a toda costa. Al cabo de seis años se enzarzaron en una auténtica guerra civil. Cuando ya habían muerto diecinueve mil de los veintidós mil habitantes, los supervivientes, unánimemente, pidieron a los Interventores Mundiales que volvieran a asumir el gobierno de la isla, cosa que éstos hicieron. Y así acabó la única sociedad de Alfas que ha existido en el mundo.
El Salvaje suspiró profundamente.
-La población óptima -dijo Mustafá Monds- es la que se parece a los icebergs: ocho novenas partes por debajo de la línea de flotación, y una novena parte por encima.
-¿Y son felices los que se encuentran por debajo de la línea de flotación?
-Más felices que los que se encuentran por encima. Más felices que sus dos amigos, por ejemplo.
Y señalo a Helmholtz y a Bernard.
-¿A pesar de su horrible trabajo?
-¿Horrible? A ellos no les parece. Al contrario, les gusta. Es liviano, simple, infantil. Siete horas y media de trabajo suave, que no agota, y después la ración de soma, los juegos, la copulación sin restricciones y el sensorama. ¿Qué más pueden pedir? Sí, ciertamente -agregó-, pueden pedir menos horas de trabajo. Y, por supuesto, podríamos concedérselo. Técnicamente, sería muy fácil reducir la jornada de los trabajadores de castas inferiores a tres o cuatro horas. Pero ¿serían más felices así? No, no lo serían. El experimento se llevó a cabo hace más de siglo y medio. En toda Irlanda se implantó la jornada de cuatro horas. ¿Cuál fue el resultado? Inquietud y un gran aumento en el consumo de soma; nada más. Aquellas tres horas y media extras de ocio no resultaron, ni mucho menos, una fuente de felicidad; la gente se sentía inducida a tomarse vacaciones para liberarse de ellas. La Oficina de Inventos está atestada de planes para implantar métodos de reducción y ahorro de trabajo. Miles de ellos. -Mustafá hizo un amplio ademán-. ¿Por qué no los ponemos en marcha? Por el bien de los trabajadores; sería una crueldad atormentarlos con más horas de asueto. Lo mismo sucede con la agricultura. Si quisiéramos, podríamos producir sintéticamente todos los comestibles. Pero no queremos. Preferimos mantener a un tercio de la población a base de lo que producen los campos. Por su propio bien, porque ocupa más tiempo extraer productos comestibles del campo que de una fábrica. Además, tenemos que pensar en nuestra estabilidad. No queremos cambios. Todo cambio constituye una amenaza para la estabilidad. Ésa es otra razón por la que somos tan remisos en aplicar nuevos inventos. Todo descubrimiento de las ciencias puras es potencialmente subversivo; incluso hasta a la ciencia tenemos que tratarla a veces como un enemigo. Sí, hasta a la ciencia.
-¿Cómo? -dijo Helmholtz, asombrado-. ¡Pero si constantemente decimos que la ciencia lo es todo! ¡Si es un axioma hipnopédico!
-Tres veces por semana entre los trece años y los diecisiete -dijo Bernard.
-Y toda la propaganda en favor de la ciencia que hacemos en la Escuela...
-Sí, pero ¿qué clase de ciencia? -preguntó Mustafá Mond con sarcasmo-. Ustedes no tienen una formación científica, y, por lo tanto, no pueden juzgar. Yo, en mis tiempos, fui un físico muy bueno. Demasiado bueno: lo bastante para darme cuenta que toda nuestra ciencia no es más que un libro de cocina, con una teoría ortodoxa sobre el arte de cocinar que nadie puede poner en duda, y una lista de recetas a la cual no debe agregarse ni una sola sin un permiso especial del jefe de cocina. Yo soy actualmente el jefe de cocina. Pero antes fui un joven e inquisitivo pinche de cocina. Y empecé a hacer algunos guisos por mi cuenta. Cocina heterodoxa, cocina ilícita. En realidad, un poco de auténtica ciencia.
Mustafá Mond guardó silencio.
-¿Y qué pasó? -preguntó Helmholtz Watson.
El Interventor suspiró.
-Casi me pasó lo que les va a pasar a ustedes, jovencitos. Poco faltó para que me mandaran a una isla.
Estas palabras galvanizaron a Bernard quien entró súbitamente en violenta actividad.
-¿Que van a enviarme a mí a una isla?
Saltó de su asiento, cruzó la oficina a toda velocidad y se paró, gesticulando, frente al Interventor.
-Usted no puede desterrarme a mí. Yo no he hecho nada. Fueron los otros. Juro que fueron los otros.
-Y señaló acusadoramente a Helmholtz y al Salvaje-. ¡Por favor, no me mande a Islandia! Prometo que voy a hacer todo lo que quieran. Deme otra oportunidad. -Empezó a llorar-. Le digo que la culpa es de ellos -sollozó-. ¡A Islandia, no! Por favor, Su Fordería, por favor...
Y en un paroxismo de abyección cayó de rodillas ante el Interventor.
Mustafá Mond intentó obligarlo a levantarse; pero Bernard insistía en su actitud rastrera; el flujo de sus palabras manaba, inagotable. Al final, el Interventor tuvo que llamar a su cuarto secretario.
-Trae tres hombres -ordenó-, y que lleven al Sr. Marx a un dormitorio. Que le administren una buena vaporización de soma y después lo acuesten y le dejen solo.
El cuarto secretario salió y volvió con tres sirvientes mellizos de uniforme verde. Gritando y sollozando todavía, Bernard fue sacado de la oficina.
-Cualquiera diría que van a degollarlo -dijo el Interventor cuando la puerta se cerró-. En realidad, si tuviera un poco de sentido común, entendería que este castigo es más bien una recompensa. Lo van a mandar a una isla. Es decir, lo van a mandar a un lugar donde va a conocer al grupo de hombres y mujeres más interesantes que se puede encontrar en el mundo. Todos ellos personas que, por una razón o por otra, han adquirido excesiva conciencia de su propia individualidad para poder vivir en comunidad. Todas las personas que no se conforman con la ortodoxia, que tienen ideas propias. En una palabra, personas que son alguien. Casi lo envidio, Sr. Watson.
Helmholtz se largó a reír.
-Entonces, ¿por qué no está también usted en una isla?
-Porque, a fin de cuentas, preferí esto -contestó el Interventor-. Me dieron a elegir: o me enviaban a una isla, donde hubiese podido seguir con mi ciencia pura, o me incorporaban al Consejo del Interventor, con la perspectiva de llegar a ocupar un día el cargo de tal. Me decidí por lo último y dejé la ciencia. -Tras un breve silencio agregó-: de vez en cuando extraño mucho la ciencia. La felicidad es un patrón muy duro, especialmente la felicidad de los demás. Un patrón mucho más severo, si uno no ha sido condicionado para aceptarla, que la verdad. -Suspiró, recayó en el silencio y después siguió en tono más vivaz-: Bueno, el deber es el deber. No cabe prestar oído a las propias preferencias. Me interesa la verdad. Amo la ciencia. Pero la verdad es una amenaza, y la ciencia un peligro público. Tan peligroso como benéfico ha sido. Nos ha proporcionado el equilibrio más estable de la historia. El equilibrio de China fue ridículamente inseguro en comparación con el nuestro; ni siquiera el de los antiguos matriarcados fue tan firme como el nuestro. Gracias, repito, a la ciencia. Pero no podemos permitir que la ciencia destruya su propia obra. Por eso limitamos tan escrupulosamente el alcance de sus investigaciones; por eso estuve a punto de ser enviado a una isla. Sólo le permitimos tratar de los problemas más inmediatos del momento. Todas las demás investigaciones son condenadas a morir desde el comienzo. Es curioso -prosiguió tras breve pausa- leer lo que la gente que vivía en los tiempos de Nuestro Ford escribía acerca del progreso científico. Al parecer, creían que se podía permitir que siguiera desarrollándose indefinidamente, sin tener en cuenta nada más. El conocimiento era el bien supremo, la verdad el máximo valor; todo lo demás era secundario y subordinado. Cierto que las ideas ya empezaban a cambiar incluso entonces. Nuestro Ford mismo hizo mucho por trasladar el énfasis de la verdad y la belleza a la comodidad y la felicidad. La producción en masa exigía este cambio fundamental de ideas. La felicidad universal mantiene en marcha constante las ruedas, los engranajes; la verdad y la belleza, no. Y, claro, siempre que las masas alcanzaban el poder político, lo que importaba era más la felicidad que la verdad y la belleza. A pesar de todo, todavía se permitía la investigación científica sin restricciones. La gente seguía hablando de la verdad y la belleza como si fueran los bienes supremos. Hasta que llegó la Guerra de los Nueve Años. Eso les hizo cambiar de cantinela. ¿De qué sirven la verdad, la belleza o el conocimiento cuando las bombas de ántrax llueven del cielo? Después de la Guerra de los Nueve Años se empezó a poner coto a la ciencia. Para ese momento, la gente ya estaba dispuesta hasta a que pusieran coto y regularan sus apetitos. Cualquier cosa con tal de tener paz. Y desde entonces el control no ha parado. La verdad ha salido perjudicada, claro. Pero no la felicidad. Las cosas hay que pagarlas. La felicidad tenía su precio. Y usted va a tener que pagarlo, Sr. Watson; va a tener que pagar porque le interesaba demasiado la belleza. A mí me interesaba demasiado la verdad; y tuve que pagar también.
-Pero usted no fue a una isla -dijo el Salvaje, rompiendo un largo silencio.
-Así es como pagué yo. Eligiendo servir a la felicidad. La de los demás, no la mía. Es una suerte -agregó tras una pausa- que haya tantas islas en el mundo. No sé cómo nos las arreglaríamos sin ellas. Supongo que los llevaríamos a la cámara letal. A propósito, Sr. Watson, ¿le gustaría un clima tropical? ¿Las Marquesas, por ejemplo? ¿O Samoa? ¿Acaso algo más tónico?
Helmholtz se levantó de su sillón neumático. -Me gustaría un clima pésimo -contestó-. Creo que se debe de escribir mejor si el clima es malo. Si hay mucho viento y tormentas, por ejemplo...
El Interventor asintió con la cabeza.
-Me gusta su espíritu, Sr. Watson. Me gusta muchísimo, de verdad. Tanto como lo desapruebo oficialmente. -Sonrió-. ¿Qué le parecen las islas Falkland?
-Sí, creo que me servirán -contestó Helmholtz-. Y ahora, si no le importa, voy a ver qué tal sigue el pobre Bernard.


CAPITULO XVII
-Arte, ciencia... Creo que ustedes han pagado un precio muy alto por su felicidad -dijo el Salvaje cuando quedaron a solas-. ¿Algo más, tal vez?
-Bueno... la religión, por supuesto -contestó el Interventor-. Antes de la Guerra de los Nueve Años había una cosa llamada... Dios. Perdón, se me olvidaba: usted está perfectamente informado acerca de Dios, supongo.
-Bueno...
El Salvaje vaciló. Le hubiese gustado decir algo de la soledad, de la noche, de la altiplanicie extendiéndose, pálida, bajo la luna, del precipicio, de la zambullida en la oscuridad, de la muerte. Le hubiese gustado hablar de todo eso; pero no existían palabras adecuadas. Ni siquiera en Shakespeare.
El Interventor, entretanto, se había ido al otro extremo de la habitación, y abría una enorme caja de caudales empotrada en la pared entre los estantes de libros. La pesada puerta se abrió. Buscando en la penumbra de su interior, el Interventor dijo:
-Es un tema que siempre me ha interesado mucho. -Sacó de la caja un grueso volumen negro-. Supongo que usted no ha leído esto, por ejemplo.
El Salvaje tomó el libro.
-La Sagrada Biblia, con el Antiguo y el Nuevo Testamento -leyó en voz alta.
-Ni esto.
Era un libro pequeño, sin tapas.
-La Imitación de Cristo.
-Ni esto.
Y le ofreció otro volumen.
-Las Variedades de la experiencia Religiosa, de William James.
-Y todavía tengo muchos más -prosiguió Mustafá Mond volviendo a sentarse-. Toda una colección de antiguos libros pornográficos. Dios en el arca y Ford en los estantes.
Y señaló, riendo, su biblioteca oficial, los estantes llenos de libros, las hileras de bobinas y rollos de cintas sonoras.
-Pero si usted conoce a Dios, ¿por qué no se lo dice a los demás? -preguntó el Salvaje indignado-. ¿Por qué no les da a leer estos libros que tratan de Dios?
-Por la misma razón por la que no les dejo leer Otelo: son antiguos; tratan del Dios de hace cientos de años. No del Dios de ahora.
-Pero Dios no cambia.
-Los hombres, sí.
-Y eso, ¿hace alguna diferencia?
-Una diferencia fundamental -dijo Mustafá Mond. Volvió a levantarse y se acercó al arca-. Existió un hombre que se llamaba cardenal Newman -dijo-. Un cardenal -explicó a modo de paréntesis- era una especie de Archichantre Comunal.
-Yo, Pandulfo, cardenal de Ia bella Milán.
He leído acerca de ellos en Shakespeare.
-Desde luego. Bien, como le decía, existió un hombre que se llamaba cardenal Newman. ¡Ah, aquí está el libro! -Lo sacó del arca-. Y visto que me viene a mano, voy a sacar también este otro. Es de un hombre que se llamó Maine de Biran. Fue un filósofo, suponiendo que usted sepa qué era un filósofo.
-Un hombre que sueña en menos cosas de las que hay en los cielos y en la tierra -dijo el Salvaje inmediatamente.
-Exacto. Después, voy a leer una de las cosas en que este filósofo soñó. Por el momento, escuche lo que decía ese antiguo Archichantre Comunal. -Abrió el libro por el lugar marcado con un pedazo de papel y empezó a leer-. No somos más nuestros de lo que es nuestro lo que poseemos. No nos hicimos a nosotros mismos, no podemos ser superiores de nosotros mismos. No somos nuestros propios dueños. Somos propiedad de Dios. ¿No consiste nuestra felicidad en ver así las cosas? ¿Existe alguna felicidad o algún consuelo en creer que somos nuestros? Es posible que los jóvenes y los prósperos piensen así. Es posible que éstos piensen que es una gran cosa hacerlo según su voluntad, como ellos suponen, no depender de nadie, no tener que pensar en nada invisible, ahorrarse el fastidio de tener que reconocer continuamente, de tener que rezar continuamente, de tener que referir continuamente todo lo que hace a la voluntad de otro. Pero a medida que pase el tiempo, éstos, como todos los hombres, descubrirán que la independencia no fue hecha para el hombre que es un estado antinatural, que puede sostenerse por un momento, pero no puede llevarnos a salvo hasta el fin ... -Mustafá Mond hizo una pausa, dejó el primer libro y, tomando el otro, dio vuelta unas páginas-. Vea esto, por ejemplo -dijo; y con su voz profunda empezó a leer de nuevo-. Un hombre envejece; siente en sí mismo esa sensación radical de debilidad, de fatiga, de malestar, que acompaña a la edad avanzada; y, sintiendo esto, imagina que, simplemente, está enfermo, engaña sus temores con la idea de que su desagradable estado obedece a alguna causa particular, de la cual, como de una enfermedad, espera rehacerse. ¡Vaya fantasías! Esta enfermedad es la vejez; y es una enfermedad terrible. Dicen que el temor a la muerte y a lo que sigue a la muerte es lo que induce a los hombres a entregarse a la religión cuando envejecen. Pero mi propia experiencia me ha convencido de que, aparte tales terrores e imaginaciones, el sentimiento religioso tiende a desarrollarse a medida que la imaginación y los sentidos se excitan menos y son menos excitables, nuestra razón encuentra menos obstáculos en su labor, se ve menos ofuscada por las lágrimas; los deseos y las distracciones en que solía absorberse; por lo cual Dios emerge como desde detrás de una nube; nuestra alma siente, ve, se vuelve hacia el manantial de toda luz; se vuelve, natural e inevitablemente, hacia ella; porque ahora que todo lo que daba al mundo de las sensaciones su vida y su encanto ha empezado a alejarse de nosotros, ahora que la existencia fenoménica ha dejado de apoyarse en impresiones interiores o exteriores, sentimos la necesidad de apoyarnos en algo permanente, en algo que nunca nos pueda fallar, en una realidad, en una verdad absoluta e imperecedera. Sí, inevitablemente nos volvemos hacia Dios; porque este sentimiento religioso es por naturaleza tan puro, tan delicioso para el alma que lo experimenta, que nos compensa de todas las demás pérdidas. -Mustafá Mond cerró el libro y se arrellanó en su asiento-. Una de tantas cosas del cielo y de la tierra en las que esos filósofos no soñaron fue esto -e hizo un amplio ademán con la mano-: nosotros, el mundo moderno. Sólo pueden ser independientes de Dios mientras conserven la juventud y la prosperidad; la independencia no los llevará a salvo hasta el final. Bien, el caso es que actualmente podemos conservar y conservarnos la juventud y la prosperidad hasta el final. ¿Qué se sigue de eso? Evidentemente, que podemos ser independientes de Dios. El sentimiento religioso nos compensa de todas las demás pérdidas. Pero es que nosotros no sufrimos pérdida alguna que debamos compensar; por lo tanto, el sentimiento religioso resulta superfluo. ¿Por qué deberíamos correr en busca de un sucedáneo para los deseos juveniles, si los deseos juveniles nunca cejan? ¿Para qué un sucedáneo para las diversiones, si seguimos gozando de las viejas tonterías hasta el último momento? ¿Qué necesidad tenemos de reposo cuando nuestras mentes y nuestros cuerpos siguen deleitándose en la actividad? ¿Qué consuelo necesitamos, puesto que tenemos soma? ¿Para qué buscar algo inamovible, si ya tenemos el orden social?
-Entonces, ¿usted cree que Dios no existe? -preguntó el Salvaje.
-No, yo creo que probablemente existe un dios.
-Entonces, ¿por qué ... ?
Mustafá Mond lo interrumpió.
-Pero un dios que se manifiesta de manera diferente a hombres diferentes. En los tiempos premodernos se manifestó como el ser descrito en estos libros. Actualmente...
-¿Cómo se manifiesta actualmente? -preguntó el Salvaje.
-Bueno, se manifiesta como una ausencia; como si no existiera en absoluto.
-Esto es culpa de ustedes.
-Llámelo culpa de la civilización. Dios no es compatible con el maquinismo, la medicina científica y la felicidad universal. Es preciso elegir. Nuestra civilización ha elegido el maquinismo, la medicina y la felicidad. Por esto tengo que guardar estos libros encerrados en el arca de seguridad. Resultan indecentes. La gente quedaría asqueada si...
El Salvaje le interrumpió.
-Pero, ¿no es natural sentir que hay un Dios?
-Pero la gente ahora nunca está sola -dijo Mustafá Mond-. La inducimos a odiar la soledad; disponemos sus vidas de modo que casi les es imposible estar solos alguna vez.
El Salvaje asintió sombríamente. En Malpaís había sufrido porque lo habían aislado de las actividades comunales del pueblo; en el Londres civilizado sufría porque nunca lograba escapar a las actividades comunales, nunca podía estar completamente solo.
-¿Recuerda aquel fragmento de El Rey Lear? -dijo el Salvaje, al fin-: los dioses son justos, y convierten nuestros vicios de placer en instrumentos con que castigarnos; el lugar abyecto y sombrío donde te concibió le costó los ojos, y Edmundo contesta, acuérdese, cuando está herido, agonizante: has dicho la verdad; es cierto. La rueda ha dado la vuelta entera; aquí estoy. ¿Qué me dice de esto? ¿No parece que exista un Dios que dispone las cosas, que castiga, que premia?
-¿Sí? -preguntó el Interventor a su vez-. Usted puede permitirse todos los pecados agradables que quiera con una neutra sin correr el riesgo de que le saque los ojos la amante de su hija. La rueda ha dado una vuelta entera; aquí estoy. Pero, ¿dónde estaría Edmundo actualmente? Estaría sentado en una butaca neumática, ciñendo con un brazo la cintura de una chica, masticando un chiclé de hormonas sexuales y contemplando el sensorama. Los dioses son justos. Sin duda. Pero su código legal es dictado, en última instancia, por las personas que organizan la sociedad. La Providencia recibe órdenes de los hombres.
-¿Está seguro de eso? -preguntó el Salvaje-. ¿Está completamente seguro de que Edmundo, en su butaca neumática, no ha sido castigado tan duramente como el herido que se desangra hasta morir? Los dioses son justos. ¿Acaso no han empleado estos vicios de placer como instrumento para degradarlo?
-¿Degradarlo de qué posición? En su calidad de ciudadano feliz, trabajador y consumidor de bienes, es perfecto. Desde luego, si usted elige como punto de referencia otro distinto del nuestro, tal vez pueda decir que ha sido degradado. Pero usted debe seguir fiel a un mismo juego de postulados. No puede jugar al Golf Electromagnético siguiendo el reglamento de Pelota Centrífuga.
-Pero el valor no reside en la voluntad particular -dijo el Salvaje-. Conservar su estima y su dignidad en cuanto que es tan precioso en sí mismo como a los ojos del tasador.
-Vamos, vamos -protestó Mustafá Mond-. ¿No le parece que esto es ya ir demasiado lejos? -Si ustedes se permitieran pensar en Dios, no se permitirían a sí mismo dejarse degradar por los vicios agradables.
Tendrían una razón para soportar las cosas con paciencia, y para realizar muchas cosas de valor. He podido verlo así en los indios.
-No lo dudo -dijo Mustafá Mond-. Pero nosotros no somos indios. Un hombre civilizado no tiene ninguna necesidad de soportar nada que sea seriamente desagradable. En cuanto a realizar cosas, Ford no quiere que tal idea penetre en la mente del hombre civilizado. Si los hombres empezaran a obrar por su cuenta, todo el orden social sería trastornado.
-¿Y en qué queda, entonces, la autonegación? Si ustedes tuvieran un Dios, tendrían una razón para la autonegación.
-Pero la civilización industrial sólo es posible cuando no existe autonegación. Es precisa la autosatisfacción hasta los límites impuestos por la higiene y la economía. De otro modo las ruedas dejarían de girar.
-¡Tendrían una razón para la castidad! -dijo el Salvaje, sonrojándose ligeramente al pronunciar estas palabras.
-Pero la castidad entraña la pasión, la castidad entraña la neurastenia. Y la pasión y la neurastenia entrañan la inestabilidad. Y la inestabilidad, a su vez, el fin de la civilización. Una civilización no puede ser duradera sin gran cantidad de vicios agradables.
-Pero Dios es la razón que justifica todo lo que es noble, bello y heroico. Si ustedes tuvieran un Dios...
-Mi joven y querido amigo -dijo Mustafá Mond-, la civilización no tiene ninguna necesidad de nobleza ni de heroísmo. Ambas cosas son síntomas de ineficacia política. En una sociedad debidamente organizada como la nuestra, nadie tiene la menor oportunidad de comportarse noble y heroicamente. Las condiciones deben hacerse del todo inestables antes de que surja tal oportunidad. Donde hay guerras, donde hay una dualidad de lealtades, donde hay tentaciones que resistir, objetos de amor por los cuales luchar o que defender, allá, es evidente, la nobleza y el heroísmo tienen algún sentido. Pero actualmente no hay guerras. Se toman todas las precauciones posibles para evitar que cualquiera pueda amar demasiado a otra persona.
No existe la posibilidad de elegir entre dos lealtades o fidelidades; todos están condicionados de modo que no pueden hacer otra cosa más que lo que tienen que hacer. Y lo que uno tiene que hacer resulta tan agradable, se permite el libre juego de tantos impulsos naturales, que realmente no existen tentaciones que uno deba resistir. Y si alguna vez, por algún desafortunado azar, ocurriera algo desagradable, bueno, siempre está el soma, que puede ofrecernos unas vacaciones de la realidad. Y siempre está el soma para calmar nuestra ira, para reconciliarnos con nuestros enemigos, para hacernos pacientes y sufridos. En el pasado, tales cosas sólo podían conseguirse haciendo un gran esfuerzo y al cabo de muchos años de duro entrenamiento moral. Ahora, usted se zampa dos o tres tabletas de medio gramo, y listo. Actualmente, cualquiera puede ser virtuoso. Uno puede llevar al menos la mitad de su moralidad en el bolsillo, dentro de un frasco. El cristianismo sin lágrimas: esto es el soma.
-Pero las lágrimas son necesarias. ¿No se acuerda lo que dice Otelo? Si después de cada tormenta vienen tales calmas, ojalá los vientos soplen hasta despertar a la muerte. Hay una historia, que uno de los ancianos indios solía contarnos, acerca de la Doncella de Mátsaki. Los jóvenes que aspiraban a casarse con ella tenían que pasarse una mañana cavando en su huerto. Parecía fácil; pero en aquel huerto había moscas y mosquitos mágicos. La mayoría de los jóvenes, simplemente, no podían resistir las picaduras y la picazón. Pero el que logró soportar la prueba, se casó con la chica.
-Muy hermoso. Pero en los países civilizados -dijo el Interventor- se puede conseguir a las chicas sin tener que cavar para ellas; y no hay moscas ni mosquitos que le piquen a uno. Hace siglos que nos libramos de ellos.
El Salvaje asintió, ceñudo.
-Se libraron de ellos. Sí, muy propio de ustedes. Librarse de todo lo desagradable en lugar de aprender a soportarlo. Si es más noble soportar en el alma las pedradas o las flechas de la mala fortuna, o bien alzarse en armas contra un piélago de pesares y acabar con ellos enfrentándose a los mismos ... Pero ustedes no hacen ni una cosa ni otra. Ni soportan ni resisten. Se limitan a abolir las pedradas y las flechas. Es demasiado fácil.
El Salvaje enmudeció súbitamente, pensando en su madre. En su habitación del piso treinta y siete, Linda había flotado en un mar de luces cantarinas y caricias perfumadas, había flotado lejos, fuera del espacio, fuera del tiempo, fuera de la prisión de sus recuerdos, de sus hábitos, de su cuerpo envejecido y abotagado. Y Tomakin, ex director de Incubadoras y Condicionamiento, Tomakin seguía todavía de vacaciones, de vacaciones de la humillación y el dolor, en un mundo donde no pudiera ver aquel rostro horrible ni sentir aquellos brazos húmedos y fofos alrededor de su cuello, en un mundo hermoso...
-Lo que ustedes necesitan -prosiguió el Salvaje- es algo con lágrimas, para variar. Aquí nada cuesta lo bastante.
-Atreverse a exponer lo que es mortal e inseguro al azar, la muerte y el peligro, aunque sólo sea por una cáscara de huevo... ¿No hay algo en esto? -preguntó el Salvaje, mirando a Mustafá Mond-. Dejando aparte a Dios, aunque, desde luego, Dios sería una razón para obrar así. ¿No tiene su encanto el vivir peligrosamente?
-Ya lo creo -contestó el Interventor-. De vez en cuando hay que estimular las glándulas suprarrenales de hombres y mujeres.
-¿Cómo? -preguntó el Salvaje, sin entender.
-Es una de las condiciones para la salud perfecta. Por esto hemos impuesto como obligatorios los tratamientos de S.P.V.
-¿S.P.V.?
-Sucedáneo de Pasión Violenta. Regularmente una vez al mes. Inundamos el organismo con adrenalina. Es un equivalente fisiológico completo del temor y la ira. Todos los efectos tónicos que produce asesinar a Desdémona o ser asesinado por Otelo, sin ninguno de sus inconvenientes.
-Es que a mí me gustan los inconvenientes.
-A nosotros, no -dijo el Interventor-. Preferimos hacer las cosas con comodidad.
-Pues yo no quiero comodidad. Yo quiero a Dios, quiero poesía, quiero peligro real, quiero libertad, quiero bondad, quiero pecado.
-En suma -dijo Mustafá Mond-, usted reclama el derecho a ser desgraciado.
-Muy bien, de acuerdo -dijo el Salvaje, en tono de reto-. Reclamo el derecho a ser desgraciado.
-Esto, sin hablar del derecho a envejecer, a volverse feo e impotente, el derecho a tener sífilis y cáncer, el derecho a pasar hambre, el derecho a ser piojoso, el derecho a vivir en el temor constante de lo que pueda ocurrir mañana; el derecho a enfermar de tifus; el derecho a ser atormentado.
Siguió un largo silencio.
-Reclamo todos estos derechos -concluyó el Salvaje.
Mustafá Mond se encogió de hombros.
-Están a su disposición -dijo.


CAPITULO XVIII
La puerta estaba entreabierta. Entraron. -¡John!
Del baño llegó un ruido desagradable y característico.
-¿Pasa algo? -preguntó Helmholtz.
No hubo respuesta. El desagradable sonido se repitió, dos veces; siguió un silencio. Después, con un chasquido, la puerta del baño se abrió y apareció, muy pálido, el Salvaje.
-¡Epa! -exclamó Helmholtz, solícito-. No estás bien, John.
-¿Te cayó mal algo que comiste? -preguntó Bernard.
El Salvaje asintió.
-Sí. Comí civilización.
-¿Cómo?
-Y me cayó mal; me enfermó. Y después -agregó en un tono de voz más bajo-, comí mi propia maldad.
-Pero, ¿qué te pasa exactamente ... ? Ahora mismo estabas...
-Ya estoy purificado -dijo el Salvaje-. Tomé un poco de mostaza con agua caliente.
Los otros dos lo miraron asombrados.
-¿Querés sugerir que... que lo has hecho a propósito? -preguntó Bernard.
-Así es como se purifican los indios.
-John se sentó, y, suspirando, se pasó una mano por la frente-. Voy a descansar unos minutos -dijo-. Estoy muy cansado.
-Claro, no me extraña -dijo Helmholtz. Y, tras una pausa, agregó en otro tono-: Hemos venido a despedirnos. Nos vamos mañana por la mañana.
-Sí, salimos mañana -dijo Bemard, en cuyo rostro el Salvaje observó una nueva expresión de resignación decidida-. Y, a propósito, John -prosiguió, inclinándose hacia delante y apoyando una mano en la rodilla del Salvaje-, quería decirte cuánto siento lo que pasó ayer. -Se sonrojó-. Estoy avergonzado -continuó a pesar de la inseguridad de su voz-, realmente avergonzado... -
El Salvaje lo hizo callar y, agarrándole la mano, se la estrechó con afecto.
-Helmholtz se ha portado de maravillas conmigo -siguió Bernard después de un silencio-. De no haber sido por él, yo no hubiese podido...
-Vamos, vamos -protestó Helmholtz. -Esta mañana fui a ver al Interventor -dijo el Salvaje al fin.
-¿Para qué?
-Para pedirle que me enviara a las islas con ustedes.
-¿Y qué dijo? -preguntó Hehnholtz.
El Salvaje movió la cabeza.
-No quiso.
-¿Por qué no?
-Dijo que quería proseguir el experimento. Pero que me maten -agregó el Salvaje con súbito furor-, que me maten si sigo siendo objeto de experimentación. No quiero, ni por todos los Interventores del mundo entero. Me voy mañana, también.
-Pero ¿a dónde? -preguntaron a coro sus dos amigos.
El Salvaje se encogió de hombros.
-A cualquier lugar. No me importa. Con tal de poder estar solo.

Desde Guildford, la línea descendente seguía el valle de Wey hasta Godalming y después, pasando por encima de Mildford y Witley, seguía hacia Haslemere y Portsmouth a través de Petersfield. Casi paralela a la misma, la línea ascendente pasaba por encima de Worplesdon, Tongham, Puttenham, Elstead y Grayshott. Entre Hog's Back y Hindhead había puntos en que la distancia entre ambas líneas no era superior a los cinco o seis kilómetros. La distancia no era suficiente para los pilotos poco cuidadosos, sobre todo de noche y cuando habían tomado medio gramo de más. Se habían producido accidentes. Y graves. En consecuencia, habían decidido desplazar la línea ascendente unos pocos kilómetros hacia el Oeste. Entre Grayshott y Tongham, cuatro faros de aviación abandonados señalaban el curso de la antigua ruta Portsmouth-Londres.
El Salvaje había elegido como ermita el viejo faro situado en la cima de la colina entre Puttenham y Elstead. El edificio era de cemento armado y estaba en excelentes condiciones; casi demasiado cómodo, había pensado el Salvaje cuando había explorado el lugar por primera vez, casi demasiado lujoso y civilizado. Tranquilizó su conciencia prometiéndose compensar tales inconvenientes con una autodisciplina más dura, con purificaciones más completas y totales. Pasó su primera noche en el eremitorio sin conciliar el sueño, a propósito. Se quedó horas enteras rezando, ora al Cielo al que el culpable Claudio había pedido perdón, ora a Awonawilona, en zuñí, ora a Jesús y Poukong, ora a su propio animal guardián, el águila. De vez en cuando abría los brazos en cruz, y los mantenía así largo rato, soportando un dolor que gradualmente aumentaba hasta convertirse en una agonía trémula y atormentadora; los mantenía así, en crucifixión voluntaria, mientras con los dientes apretados, y el rostro empapado en sudor, repetía: ¡Oh, perdóname! ¡Hazme puro! ¡Ayúdame a ser bueno!, una y otra vez, hasta que estaba a punto de desmayarse de dolor.
Cuando llegó la mañana, el Salvaje sintió que se había ganado el derecho a habitar el faro; sí, a pesar de que todavía había cristales en la mayoría de las ventanas, y a pesar de que la vista, desde la plataforma, era preciosa. Porque la misma razón por la cual había elegido el faro se había trocado casi inmediatamente en una razón para irse a otra parte. John había decidido vivir allá porque la vista era tan hermosa, porque, desde su punto de observación tan ventajoso, le parecía contemplar la encarnación de un ser divino. Pero ¿quién era él para gozarse con la visión cotidiana constante de la belleza? ¿Quién era él para vivir en la visible presencia de Dios? Él merecía vivir en una sucia pocilga, en un sombrío agujero bajo tierra. Con los miembros rígidos y doloridos todavía por la pasada noche de sufrimiento, y fortalecido interiormente por esta misma razón, el Salvaje subió a la plataforma de su torre y contempló el brillante mundo del amanecer en el que volvía a habitar por derecho propio, recién reconquistado.
En el valle que separaba Hog's Back de la colina arenosa en la cima de la cual se levantaba el faro, se encontraba Puttenham, un modesto edificio de nueve pisos, con silos, una granja avícola, y una pequeña fábrica de Vitamina D. Al otro lado del faro, al Sur, el terreno descendía en largas pendientes cubiertas de brazales en dirección a un rosario de lagunas.
Más allá de estas lagunas, por encima de los bosques, se levantaba la torre de catorce pisos de Elstead. Borrosas, en el brumoso aire inglés, Hindhead y Selborne atraían las miradas hacia la azulada y romántica distancia. Pero no sólo lo que se veía a distancia había atraído al Salvaje a su faro; lo que lo rodeaba de cerca resultaba igualmente seductor. Los bosques, las extensiones abiertas de arbustos y amarilla aliaga, los grupos de pinos silvestres, las lagunas y estanques relucientes, con sus abedules y sauces llorones, sus lirios de agua y sus alfombras de juncos, poseían una intensa belleza y, para unos ojos acostumbrados a la aridez del desierto norteamericano, resultaban asombrosos. Y, además, ¡la soledad! El Salvaje pasaba días enteros sin ver a un solo hombre. El faro estaba sólo a quince minutos de vuelo de la Torre de Charing-T; pero las colinas de Malpaís apenas eran más deshabitadas que aquel brezal de Surrey. Las multitudes que diariamente salían de Londres, lo hacían sólo para jugar al Golf Electromagnético o al tenis.
La mayor parte del dinero que, a su llegada, John había recibido para sus gastos personales, había sido empleado en la adquisición del equipo necesario. Antes de salir de Londres el Salvaje se había comprado cuatro mantas de lana de viscosa, cuerdas, alambre, clavos, cola, unas pocas herramientas, fósforos (aunque pensaba construirse en su día un parahuso para hacer fuego), algo de batería de cocina, dos docenas de paquetes de semilla y diez kilos de harina de trigo.
-No, no quiero almidón sintético ni sucedáneo de harina de desperdicios de algodón -había insistido-. Aunque sean muy nutritivos.
En cuanto a las galletas panglandulares y el sucedáneo vitaminizado de buey, no había podido resistir a las dotes persuasivas del vendedor. Ahora, mirando las latas que tenía en su poder, se reprochaba amargamente su debilidad. ¡Odiosos productos de la civilización! Decidió que nunca los comería, aunque se muriera de hambre. Les voy a dar una lección, pensó vengativamente. Y de paso se la daría a sí mismo.
John contó su dinero. Esperaba que lo poco que le quedaba le bastaría para pasar el invierno. Cuando llegara la primavera, su huerto produciría lo suficiente para permitirle vivir con independencia del mundo exterior. Entretanto, siempre quedaba el recurso de la caza. Había visto muchos conejos, y en las lagunas había aves acuáticas. Inmediatamente se puso a construir un arco y las correspondientes flechas.
Cerca del faro crecían fresnos, y para las varas de las flechas no faltaban avellanos llenos de retoños rectos y hermosos. Empezó por cortar un fresno joven, cortó un trozo de tronco liso, sin ramas, de casi dos metros de longitud, le sacó la corteza, y, capa por capa, fue sacándole la madera blanca, tal como le había enseñado a hacer el viejo Mitsima, hasta que obtuvo una vara de su misma altura, rígida y gruesa en el centro, ágil y flexible en los ahusados extremos. Aquel trabajo le produjo un placer muy intenso. Tras aquellas semanas de ocio en Londres, durante las que, cuando quería algo, le bastaba apretar un botón o girar una manija, para él fue una delicia hacer algo que exigía habilidad y paciencia.
Casi había terminado de dar forma al arco cuando se dio cuenta, con un sobresalto, de que estaba cantando. ¡Cantando! Fue como si, tropezando consigo mismo desde afuera, se hubiese descubierto de pronto en flagrante delito. Se sonrojó, abochornado. Al fin y al cabo, no había ido allá para cantar y divertirse, sino para escapar al contagio de la vida civilizada, para purificarse y mejorarse, para enmendarse de una manera activa. Comprendió decepcionado, que, absorto en la confección de su arco, había olvidado lo que se había jurado a sí mismo recordar siempre: la pobre Linda, su propia asesina violencia para con ella, los odiosos mellizos que pululaban como gusanos alrededor de su lecho de muerte, profanando con su sola presencia, no sólo el dolor y el remordimiento del propio John, sino a los mismos dioses. Había jurado recordar, había jurado reparar incesantemente. Y allá estaba, trabajando en su arco, y cantando, así, tal como suena, cantando... Entró en el faro, abrió el frasco de mostaza y puso a hervir agua en el fuego.
Media hora después, tres campesinos Delta-Menos de uno de los Grupos de Bokanovsky de Puttenham se dirigían en camión hacia Elstead, y desde lo alto de la colina, quedaron asombrados al ver a un joven de pie en el exterior del faro abandonado, desnudo hasta la cintura y azotándose a sí mismo con un látigo de cuerdas de nudos. La espalda del joven se veía cruzada horizontalmente por rayas escarlata, y entre surco y surco discurrían hilitos de sangre. El conductor del camión paró el vehículo a un lado de la carretera, y, junto con sus dos compañeros, se quedó mirando boquiabierto aquel espectáculo extraordinario. Uno, dos, tres... Contaron los azotes. Después del octavo latigazo, el joven interrumpió su castigo, corrió hasta el borde del bosque y allá vomitó violentamente. Después volvió a agarrar el látigo y siguió azotándose: nueve, diez, once, doce...
-¡Ford! -murmuró el conductor.
Y los mellizos fueron de la misma opinión. -¡Reford! -dijeron.
Tres días más tarde, como los búhos a la vista de una carroña, llegaron los periodistas.
Secado y endurecido al fuego lento de leña verde, el arco ya estaba listo. El Salvaje trabajaba afanosamente en sus flechas. Había cortado y secado treinta varas de avellano y las había guarnecido en la punta con aguzados clavos firmemente sujetos. Una noche había efectuado una incursión a la granja avícola de Puttenham y ahora tenía plumas suficientes para equipar a todo un ejército. Estaba empeñado en la tarea de acoplar las plumas a las flechas cuando el primer periodista lo encontró. Silenciosamente, calzado con sus zapatos neumáticos, el hombre se le acercó por detrás.
-Buenos días, Sr. Salvaje -dijo-. Soy el enviado de El Radio Horario.
Como mordido por una serpiente, el Salvaje saltó sobre sus pies desparramando para todos lados las plumas, el frasco de cola y el pincel.
-Perdón -dijo el periodista sinceramente compungido-. No tenía intención... -se tocó el sombrero, el sombrero de copa de aluminio en el que llevaba el receptor y el transmisor telegráfico-. Perdone que no me descubra -dijo-. Este sombrero es un poco pesado. Bueno, como le decía, me manda El Radio...
-¿Qué quiere? -preguntó el Salvaje, ceñudo.
-Bueno, como es natural, a nuestros lectores les interesaría muchísimo... -Ladeó la cabeza y su sonrisa adquirió un matiz, casi, de coquetería-. Sólo unas pocas palabras de usted, Sr. Salvaje.
Y rápidamente, con una serie de ademanes rituales, desenrolló dos cables conectados a la batería que llevaba alrededor de la cintura; los enchufó simultáneamente a ambos lados de su sombrero de aluminio; tocó un resorte de la punta del mismo y una antena se disparó en el aire; tocó otro resorte del borde del ala, y, como un muñeco saltarín, saltó un pequeño micrófono que se quedó colgando estremeciéndose, a unos quince centímetros de su nariz; se bajó hasta las orejas un par de auriculares, apretó un botón ubicado en el lado izquierdo del sombrero que hizo un débil zumbido, hizo girar otro botón de la derecha, y el zumbido fue interrumpido por una serie de silbidos y chasquidos estetoscópicos.
-Al habla -dijo, por el micrófono-, al habla, al habla...
Súbitamente sonó un timbre en el interior de su sombrero.
-¿Sos vos Edzel? Primo Mellon al habla. Sí, lo pesqué. Ahora el Sr. Salvaje va a agarrar el micrófono y va a decir unas palabras. Por favor, Sr. Salvaje. -Miró a John y le dirigió otra de sus melifluas sonrisas-. Diga solamente a nuestros lectores por qué ha venido aquí. Qué le indujo a irse de Londres (¡al habla, Edzel!) tan precipitadamente. Y dígales también algo, naturalmente, del látigo. -El Salvaje tuvo un sobresalto. ¿Cómo se habían enterado de lo del látigo? -Todos estamos deseosos de saber algo de ese látigo. Díganos también algo sobre la Civilización. Ya sabe. Lo que yo opino de la chica civilizada. Sólo unas palabras...
El Salvaje obedeció con desconcertante exactitud. Sólo pronunció cinco palabras, ni una sola más; cinco palabras, las mismas que habían dicho a Bernard a propósito del Archichantre Comunal de Canterbury.
-Hánil, sons éso tse-ná!
Y agarrando al periodista por los hombros, le hizo dar media vuelta (el joven se reveló apetitosamente provisto de materia carnosa en el trasero), tomó puntería y, con toda la fuerza y la precisión de un campeón de fútbol, soltó un puntapié prodigioso.
Ocho minutos más tarde, una nueva edición de El Radio Horario aparecía en las calles de Londres. Un periodista de El Radio Horario recibe del Sr. Salvaje un puntapié en el coxis, decía el titular de la primera página. Sensación en Surrey.
Y sensación en Londres, también, pensó el periodista a su vuelta, cuando leyó estas palabras. Y, lo que era peor, una sensación muy dolorosa. Tuvo que sentarse con mucho cuidado a la hora de almorzar.
Sin dejarse amedrentar por la contusión preventiva en el coxis de su colega, otros cuatro periodistas, enviados por el Times de Nueva York, El Continuo de Cuatro dimensiones de Francfort, El Monitor Científico Fordiano y El Espejo Delta visitaron aquella tarde el faro y fueron recibidos con progresiva violencia.
Desde una distancia prudencial, y frotándose todavía las doloridas nalgas, el periodista de El Monitor Científico Fordiano gritó:
-¡Pedazo de tonto! ¿Por qué no toma un poco de soma?
-¡Afuera de aquí! -contestó el Salvaje.
El otro se alejó unos pasas, y se dio vuelta.
-El mal se convierte en algo irreal con un par de gramos.
-Kohakwa iyathtokyai !
-El dolor es una ilusión.
-¿Ah, sí? -dijo el Salvaje.
Y agarrando una gruesa vara avanzó un paso.
El enviado de El Monitor Científico Fordiano se largó a correr hacia su helicóptero.
A partir de aquel momento el Salvaje gozó de paz por un tiempo. Llegaron unos cuantos helicópteros que volaron por encima de la torre, inquisitivamente. John disparó una flecha contra el que más se había acercado. La flecha traspasó el suelo de aluminio de la cabina; se oyó un agudo gemido, y el aparato ascendió como un cohete con toda la rapidez que el motor logró imprimirle. Los demás, desde aquel momento, mantuvieron respetuosamente las distancias. Sin hacer caso de su molesto zumbido (el Salvaje se veía a sí mismo como uno de los pretendientes de la Doncella de Mátsaki, tenaz y resistente entre los alados insectos), el Salvaje trabajaba en su futuro huerto. Al cabo de un tiempo los insectos, por lo visto, se cansaron, y se alejaron volando; por unas horas, el cielo, sobre su cabeza, permaneció desierto, y, excepto por las alondras, silencioso.
Hacía un calor asfixiante, y había aires de tormenta. John se había pasado la mañana cavando y ahora descansaba tirado en el suelo. De pronto, el recuerdo de Lenina se transformó en una presencia real, desnuda y tangible, que le decía: ¡Cariño! y ¡Abrazame!, con sólo las medias y los zapatos puestos, perfumada... ¡Impúdica zorra! Pero... ioh, oh ... ! Sus brazos en torno de su cuello, los senos erguidos, sus labios... La eternidad estaba en nuestros labios y en nuestros ojos. Lenina... ¡No, no, no, no! El Salvaje saltó sobre sus pies, y, desnudo como estaba, salió corriendo de la casa. Junto al límite donde empezaban los arbustos crecían unas matas de enebro espinoso. John se tiró a las matas, y estrechó, en lugar del sedoso cuerpo de sus deseos, una brazada de espinas verdes. Agudas, con miles de puntas, lo pincharon cruelmente. John se esforzó por pensar en la pobre Linda, sin palabra ni aliento, estrujándose las manos, y en el terror indecible que aparecía en sus ojos. La pobre Linda, que había jurado no olvidar. Pero la presencia de Lenina seguía acosándolo. Lenina, a quien había jurado olvidar. Todavía en medio de las heridas y los pinchazos de las agujas de los enebros, su carne recalcitrante seguía consciente de ella, inevitablemente real. Cariño, cariño... si vos también me deseabas, ¿por qué no lo decías?
El látigo estaba colgado de un clavo, detrás de la puerta, siempre a mano ante la posible llegada de periodistas. En un acceso de furor, el Salvaje volvió corriendo a la casa, lo agarró y lo levantó en el aire. Las cuerdas de nudos mordieron su carne.
-¡Puta! ¡Puta! -gritaba, a cada latigazo, como si fuese a Lenina (¡y con qué frecuencia, aunque sin saberlo, deseaba que lo fuera!), blanca, cálida, perfumada, infame, a quien así azotaba-. ¡Puta! -Y después, con voz de desesperación-: ¡Oh, Linda, perdoname! ¡Perdoname, Dios mío! Soy malo. Soy pérfido. Soy... ¡No, no, puta, puta!
Desde su escondrijo cuidadosamente construido en el bosque, a trescientos metros de distancia, Darwin Bonaparte, el fotógrafo de caza mayor más experto de la Sociedad Productora de Films para los sensoramas, había observado todos los movimientos del Salvaje. La paciencia y la habilidad habían obtenido su recompensa. Darwin Bonaparte se había pasado tres días sentado en el interior del tronco de un roble artificial, tres noches reptando sobre el vientre a través de los arbustos, ocultando micrófonos en las matas de aliaga, enterrando cables en la blanda arena gris. Setenta y dos horas de suprema incomodidad. Pero ahora había llegado el gran momento, el más grande desde que había tomado las espeluznantes vistas estereoscópicas de la boda de unos gorilas. Fantástico -se dijo cuando el Salvaje empezó su número-. ¡Fantástico!
Mantuvo sus cámaras telescópicas cuidadosamente enfocadas, como pegadas con cola a su móvil objetivo; les aplicó un telescopio más potente para captar un primer plano del rostro frenético y contorsionado (¡admirable!); filmó unos segundos a cámara lenta (un efecto cómico exquisito, se prometió a sí mismo) - y, entretanto, escuchó con deleite los golpes, los gruñidos y las palabras furiosas que iban grabándose en la pista sonora del film; probó el efecto de una ligera amplificación (así, decididamente, resultaba mejor); le encantó oír, en un breve momento de pausa, el agudo canto de una alondra; deseó que el Salvaje se diera vuelta para poder tomar un buen primer plano de la sangre en su espalda... y casi inmediatamente (¡vaya suerte!) el buen chico se dio vuelta y el fotógrafo pudo tomar a la perfección la vista que deseaba.
¡Bueno, fue fantástico! -se dijo cuando todo terminó-. ¡De primera! Se secó el rostro empapado en sudor. Cuando en Ios estudios le hubiesen agregado los efectos táctiles, resultaría una película perfecta. Casi tan buena, pensó Darwin Bonaparte, como La vida amorosa del cachalote. ¡Lo cual, por Ford, no era poco decir!
Doce días más tarde, El Salvaje de Surrey ya se había estrenado y podía verse, oírse y palparse en todos los palacios de sensorama de primera categoría de la Europa occidental.
El efecto del film de Darwin Bonaparte fue inmediato y enorme. La tarde que siguió a la noche del estreno, la rústica soledad de John fue interrumpida bruscamente por la llegada de un vasto enjambre de helicópteros.
John estaba cavando en su huerto; y cavando también en su propia mente, revolviendo la sustancia de sus pensamientos. La muerte... Y clavaba su azada una y otra vez... Y todos nuestros ayeres han iluminado para los necios el camino hacia la polvorienta muerte. Un trueno convincente rugía a través de estas palabras. John levantó una palada de tierra. ¿Por qué había muerto Linda? ¿Por qué la había dejado perder progresivamente su condición humana, y al fin ... ? El Salvaje sintió un escalofrío... Y al fin se había convertido en... una buena carroña para besar ... Apoyó el pie en el borde de la pala y la clavó profundamente en el suelo. Somos para los dioses como moscas en manos de niñitos caprichosos; nos matan como en un juego. Otro trueno; palabras que por sí mismas se proclamaban verdaderas; más verdaderas, en cierto forma, que la misma verdad. Y, sin embargo, el mismo Gloucester los había llamado dioses eternamente amables. Además, el mejor de los descansos es el sueño; y vos muchas veces lo buscás; sin embargo, temés torpemente la muerte, que es la misma cosa.
Lo que había sido un zumbido por encima de su cabeza se convirtió en un rugido; y, de pronto, John se encontró a la sombra. Algo se había interpuesto entre el sol y él. Sobresaltado, levantó los ojos de su tarea y de sus pensamientos; levantó los ojos como deslumbrado, con la mente vagando todavía por aquel otro mundo de palabras más verdaderas que la misma verdad, concentrada todavía en las inmensidades de la muerte y la divinidad; levantó los ojos y vio, encima de él, muy cerca, el enjambre de aparatos voladores. Llegaron como una plaga de langostas, permanecieron suspendidos en el aire y, al fin, se posaron sobre los arbustos, a su alrededor. De los vientres de aquellas langostas gigantescas surgían hombres con pantalones blancos de franela de viscosa, y mujeres (porque hacía calor) en pijama de shantung de acetato, o pantalones cortos de velvetón y blusas sin mangas, muy escotadas... Una pareja de cada aparato. En pocos minutos había docenas de ellos, de pie, formando un espacioso círculo alrededor del faro mirando, riendo, disparando sus cámaras fotográficas, tirándole (como a un mono) maníes, cajas de chiclé de hormona sexual, galletitas panglandulares. Y constantemente -porque ahora la corriente de tráfico fluía incesante por encima de Hog's Back- su número iba en aumento. Como en una pesadilla, las docenas se convirtieron en veintenas, y las veintenas en centenares.
El Salvaje se había retirado buscando cobijo, y ahora, en la actitud de un animal acorralado, permanecía de pie, de espaldas al muro del faro, mirando esas caras con expresión de mudo horror como un hombre que hubiese perdido el juicio.
El impacto en su mejilla de un paquete de chiclé bien dirigido lo sacó de su estupor para devolverle a la realidad. Un dolor agudo, y despertó del todo, en una explosión de ira.
-¡Afuera! -gritó.
El mono había hablado; estallaron risas. -¡Viva el buen Salvaje! ¡Viva! ¡Viva!
Y entre aquella babel de gritos, John oyó: -¡El látigo, el látigo, el látigo!
Obedeciendo a la sugestión de la palabra, John descolgó el atajo de cuerdas de nudos de su clavo, detrás de la puerta, y lo agitó, como amenazando a sus verdugos.
Brotó un clamor de irónico entusiasmo.
John avanzó amenazadoramente hacia ellos. Una mujer chilló asustada. La línea de mirones osciló en el punto amenazado más inmediatamente, pero recobró la rigidez y aguantó firme. La conciencia de contar con la superioridad numérica les daba a los mirones un valor que el Salvaje no se había supuesto.
-¿Por qué no me dejan en paz?
En su ira había un leve matiz quejumbroso.
-¿Querés unas almendras saladas al magnesio? -dijo el hombre que, caso de que el Salvaje siguiera avanzando, sería el primero en ser atacado. Y agitó una bolsita-. Son buenísimas, ¿sabés? -agregó con una sonrisa propiciatoria y algo nerviosa-. Y las sales de magnesio te mantienen joven.
-¿Qué quieren de mí? -preguntó, volviéndose de un rostro sonriente a otro-. ¿Qué quieren de mí?
-¡El látigo! -contestó un centenar de voces, confusamente-. Hacé el número del látigo. Queremos ver el número del látigo.
Entonces un grupo ubicado a un extremo de la línea empezó a gritar al unísono y rítmicamente:
-¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
-¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
Gritaban todos a la vez; y, embriagados por el ruido, por la unanimidad, por la sensación de comunión rítmica, daban la impresión de que hubiesen podido seguir gritando así durante horas enteras, casi indefinidamente. Pero a la vigésimo quinta repetición se produjo una súbita interrupción. Otro helicóptero procedente de la dirección de Hog's Back, se quedó unos segundos inmóvil sobre la multitud y después aterrizó a pocos metros de donde se encontraba de pie el Salvaje, en el espacio abierto entre la hilera de mirones y el faro. El rugido de las hélices ahogó momentáneamente el griterío; después, cuando el aparato tocó tierra y los motores enmudecieron, los gritos de: ¡El látigo! ¡El látigo! se reanudaron, fuertes, insistentes, monótonos.
La puerta del helicóptero se abrió, y de él se bajaron un joven rubio, de rostro bronceado, y después una chica que llevaba unos pantalones cortos de pana verde, blusa blanca y gorrito de jockey.
Al ver a la chica el Salvaje se sobresaltó, retrocedió, y su rostro se cubrió de súbita palidez.
La chica se quedó mirándolo, sonriéndole con una sonrisa incierta, implorante, casi abyecta. Pasaron unos segundos. Los labios de la chica se movieron; debía estar diciendo algo; pero el sonido de su voz era ahogado por los gritos rítmicos de los curiosos, que seguían vociferando su estribillo.
-¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
La chica se llevó las dos manos al costado izquierdo, y en su rostro de muñeca, aterciopelado como un durazno, apareció una extraña expresión de dolor y ansiedad. Sus ojos azules parecieron aumentar de tamaño y brillar más intensamente; y, de pronto, dos lágrimas rodaron por sus mejillas. Volvió a hablar, inaudiblemente; después, con un gesto rápido y apasionado, estiró los brazos hacia el Salvaje y avanzó un paso.
-¡El lá-ti-go! ¡El Látigo!
Y, de pronto, los curiosos consiguieron lo que tanto deseaban.
-¡Ramera!
El Salvaje había corrido hacia la chica como un loco. ¡Puta!, había gritado, como un loco, y empezó a azotarla con su látigo de cuerdas de nudos.
Aterrorizada, la joven se había dado vuelta disponiéndose a huir, pero había tropezado y caído al suelo.
-¡Henry, Henry! -gritó.
Pero su bronceado compañero se había escondido detrás del helicóptero, poniéndose a salvo.
Con un rugido de excitación y delicia, la línea se quebró y se produjo una carrera convergente hacia el centro magnético de atracción. El dolor es un horror que fascina.
-¡Quema, lujuria, quema!
-¡Ah, la carne!
El Salvaje rechinó los dientes. Esta vez el látigo cayó sobre sus propios hombros.
-¡Matala! ¡Matala!
Arrastrados por la fascinación del horror que produce el espectáculo del dolor, e impelidos íntimamente por el hábito de cooperación, por el deseo de unanimidad y comunión que su condicionamiento había hecho arraigar en ellos, los curiosos empezaron a imitar el frenesí de los gestos del Salvaje, golpeándose unos a otros cada vez que éste azotaba su propia carne rebelde o la regordeta encarnación de la torpeza carnal que se retorcía sobre la maleza, a sus pies.
-¡Matala, matala, matala! -seguía gritando el Salvaje.
Después, de pronto, alguien empezó a cantar: Orgía-Porfía, y al cabo de un instante todos repetían el estribillo y, cantando, habían empezado a bailar. Orgía-Porfía, vueltas y más vueltas, pegándose unos a otros al compás de seis por ocho. Orgía-Porfía...
Era más de medianoche cuando el último helicóptero despegó. Obnubilado por el soma, y agotado por el prolongado frenesí de sensualidad, el Salvaje yacía durmiendo sobre los arbustos. El sol estaba muy alto cuando despertó. Se quedó echado un momento, parpadeando a la luz como un búho, sin entender; después de golpe, se acordó de todo.
Se tapó los ojos con una mano.
Esa tarde el enjambre de helicópteros que llegó zumbando a través de Hog's Back formaba una densa nube de diez kilómetros de longitud.
-¡Salvaje! -llamaron los primeros en llegar-. ¡Sr. Salvaje!
No hubo respuesta.
La puerta del faro estaba abierta. La empujaron y entraron en la penumbra del interior. A través de un arco que se abría en el otro extremo de la habitación podían ver el comienzo de la escalera que llevaba a los pisos de arriba. Exactamente bajo la clave del arco se balanceaban unos pies.
-¡Sr. Salvaje!
Lentamente, muy lentamente, como dos agujas de brújula, los pies giraban hacia la derecha: Norte, Nordeste, Este, Sudeste, Sur, Sudsudoeste; después se detuvieron y al cabo de pocos segundos, giraron con idéntica calma hacia la izquierda: Sudsudoeste, Sur, Sudeste, Este...

Texto agregado el 11-07-2009, y leído por 2126 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
11-07-2009 ¡Este texto es animal! Me imprecionó leer 72525 palabras (!). Ya sé que no lo escribiste tú, pero apoyo el gesto por rescatar libros. Lo leeré con calma. (Tengo el resto del año). Cox
 
Para escribir comentarios debes ingresar a la Comunidad: Login


[ Privacidad | Términos y Condiciones | Reglamento | Contacto | Equipo | Preguntas Frecuentes | Haz tu aporte! ]