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Mi nombre es Samuel, y soy un trotamundos. He viajado por tantos lugares y he observado innumerables cosas, pero jamás había vivido un sentimiento… hasta ahora.
Os cuento mi historia, la historia de la más bella dama que un día conocí y que jamás volví a ver. Una dama por la que me hubiera arrojado por un acantilado, por la que hubiera escalado un encino o por la que habría rescatado de cualquier daño.
Siempre que viajo estoy en busca de algo que hasta ahora no he encontrado, pero ese día encontré algo que no estaba buscando. Caminaba por un pueblo del que no recuerdo su nombre, llevaba dos días allí atareado en conocerlo hasta que me topé con ella. Su vestido no lo recuerdo, ni tampoco si andaba sola o acompañada, solo recuerdo sus ojos, sus claros y bellos ojos. Pasó a la par mía desprendiendo un aroma que recordaba al nacer del sol y me dejó hipnotizado aún después de que ya no la podía ver. Simplemente me quedé allí parado, sin hacer nada, esforzándome por vivir el recuerdo. Enamorado, sin aire, sin la compañía del tiempo, sin ruidos ni colores, únicamente la estela de su paso.
Aprendí de los aldeanos que esa mujer vivía en una colina, era de noble familia y no estaba comprometida, además compartieron su nombre conmigo. Esa misma tarde llegué a su morada y la vi sentada en los jardines con la mirada perdida hacia las montañas en el horizonte. Me acerqué y le dije:
- ¡Hermosa y noble señora! Soy caminante y dejadme deciros que en todos mis años de viaje jamás había degustado mi vista otra mujer tan bella como vos.
Ella volteó a ver y se quedó mirándome a los ojos mientras le hablaba, pero no respondió y limitó a soltar un risa simple, pero bella. Yo sentía como mi corazón latía cada vez más y más, mientras mi mente luchaba por encontrar la más dulce palabra que decirle.
- He de deciros también que por vos escalaría el monte más alto y os traería una flor de fuego que ilumine tus vestidos, o iría al cielo y os acarrearía una estrella con su nombre para que alumbre vuestros aposentos.
Ella sin cambiar de expresión y manteniendo la más inocente mirada hacia mí me respondió:
- Viajero, cien flores de fuego iluminan mis jardines y siete estrellas me orientan de noche en mi residencia. Nada de lo que me habéis ofrecido me hace falta o me sobra.
- Entonces – contesté – dejadme regalaros mi corazón que late por vos. Sois para mí como el amanecer, el día no ha de iniciar sin ti y ha de morir al dejar yo de veros. Sois como el mar que da calma a mis pensamientos. Sois el destello de…
Pero mis palabras se quedaron en el aire, pues en ese instante un caballero con armadura de plata caminaba en la lejanía, justo donde ella estaba observando unos instantes antes. Pude ver cómo ella se derretía por su presencia y sus mejillas se llenaban de color. Fue como un trago amargo verlo caminar, ganando la atención del alma que tenía enfrente con su única presencia. Pero comprendí que el corazón de ella ya estaba dado y no podía ser mío. Esperé a que el héroe de la dama desapareciera para yo volver a hablar:
- Entiendo, noble dama. Vuestro corazón ya no es vuestro como para poder darlo, pero dejadme pediros que me dejéis ser vuestra luna. Así podré iluminar vuestros pasos en la noche y tenderos una mano cuando más lo necesitéis, dejadme ser…
- No entiendo, – interrumpió ella, fija en mi, con una mirada inocente e ingenua – para que he de requerir otra luna si ya hay una en el cielo cada noche que da luz a mi andar.
Me tragué mis palabras y suspiré, le esbocé una sonrisa y sin poder articular una sola palabra hice una reverencia y partí. Caminé con el corazón en la mano, partido de dolor. Había hecho lo que en mis viajes tanto me habían advertido… entregué mi corazón sin tener una vaga idea. Fue como tirarme de un acantilado con la fe ciega de que sería atrapado, pero simplemente caí. Solo me quedaba levantarme, sacudirme el polvo de las ropas y continuar mi camino.

Texto agregado el 03-08-2009, y leído por 81 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
03-08-2009 Me evocaste a Corín Tellado. salmuera
 
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