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El Chenchén, Una Criatura De Ultratumba (Texto en negritas) (por Manuel
Jordan, Ph.D)

Hay historias en el folklore de los pueblos que si no se dicen quedan sepultadas en el mar del olvido. Una de esas historias sucedió en mi bella isla Puerto Rico. Hace varias semanas, mientras trabajaba en mi décimo libro, se la envié a Nelson Rafael Collazo, un conocido escritor puertorriqueño amigo mío. Esta fue su respuesta: “Te felicito por El Chenchén, también es un buen relato. Es algo nuevo y desconocido para muchos. Si no traes esto quizás se hubiese perdido, cosa muy lamentable para nuestra historia y folklore”. Bueno, como se dice en mi pueblo: “Sin mas preámbulos les presento “El Chenchén”.

Desde que llegué a adulto nunca he sentido miedo por nada. De hecho tengo como tema el decir que no le temo a nada en este mundo, solamente a Dios y a una mujer gritona (o contenciosa). A Dios, porque he aprendido a conocerle y a vivir Su Palabra, lo que me hace tener no miedo sino un temor reverente hacia El. Sobre una mujer contenciosa, dice la Biblia: “Es mejor vivir en un rincón del tejado que con mujer rencillosa en casa espaciosa”. ¿Con esos truenos, quién duerme? Pero la verdad es que cuando era niño, viviendo en el arrabal, en Santurce, Puerto Rico, las cosas eran diferentes. Aquel lugar era conocido como el Caño de Martín Peña. Las casuchas eran construidas
dentro de la laguna. Los caminos estaban hechos de tablones como de 18 pulgadas, que al igual que las viviendas, se sostenían con socos, los que se enterraban en el babote o fango. Recuerdo que a veces, cuando obscurecía y me mandaban a comprar algo a la tienda me temblaban las rodillas. Cada vez que caminaba por los puentecillos de madera sobre el Caño, sentía como unos pasos detrás de mí. Cuando avanzaba, los pasos avanzaban también. Así que yo salía corriendo a las millas de Chaflán para que aquel ser extraño no me alcanzara. No había luz eléctrica en todo el camino, sólo algunos focos de luz en el callejón, cuando se salía del mangle. En aquel lugar las cosas se me
ponían color de hormiga brava, pues la luz hacía que la sombra de mi cuerpo se reflejara al frente o a mis espaldas. Entonces sí que la carrera era más rápida… Para completar, frecuentemente me “cortaba” con el excremento que los perros dejaban en los puentes como adorno.
Como no había radio ni televisión, las familias se reunían a conversar y a traer pesares y añoranzas del pasado. Esto se hacía a la luz tenue de una vela o un quinqué de kerosén. En aquel tiempo mi papá vivía con una señora que tenía nueve hijos. Uno de ellos estaba en la cárcel y los otros, con mi papa y yo, hacíamos una familia de once. Todos nos teníamos que acomodar en una casucha de un solo cuarto, quizás de unos 15 por 20 pies (como mucho). En ocasiones los adultos nos contaban historias de ultratumba que nos enfriaban los huesos. Para mí estas leyendas se hacían más reales, pues dormía en una hamaca. Por alguna razón ésta se mecía sola mientras yo trataba de dormir.
Quizás el viento movía la casa y como consecuencia la hamaca. Yo me asustaba tanto que llegué a creer que el personaje que me perseguía estaba detrás de esto. En ese tiempo escuché historias del hombre sin cabeza, historias de ahorcados, historias de chivos votando fuego por los cuernos, etc.
Pero para mí una de las historias más intrigantes era la del Chenchén, un ser alado que volaba por encima del Caño de Martín Peña. En una de estas reuniones familiares, le pregunté a Pancha, la hija mayor de la familia, que de qué animal eran los excrementos que aparecían cada mañana sobre la colectora. La colectora era una tubería en forma de caja por donde bajaba el desperdicio de los inodoros y alcantarillados de una basta región de Santurce. La parte de arriba de ésta se usaba como un camino de más de una milla, que comenzaba cerca de la Avenida Fernández Juncos hasta la laguna. Los excrementos que se veían allí cada día eran algo diferente. Su aspecto era como una pasta amarillenta en forma de biscocho (pastel). La llamaban m… (caca o excremento) de brujas. No parecía ser de ningún animal conocido. Esto fue lo que ella me respondió: “Hace muchos años vivía una familia muy pobre que casi no tenían para comer. Un día el padre de familia consiguió algunos alimentos. Cuando se dispuso a cocinarlos, descubrió que no tenía leña para el fogón. Así que decidió usar una cruz que poseía como amuleto. Como ésta consistía en un gran pedazo de madera cruzado, lo cortó en pedazos y lo usó como leña. Cuando terminó de cocinar arrojó las cenizas en una laguna que estaba cerca de su casa. Pasado el tiempo el hombre murió. Cuando llegó al cielo le negaron la entrada. Al preguntar la razón de su desgracia, el portero le contestó que era por causa de la cruz quemada; que la única forma en que se le permitiría entrar a aquel lugar era si descendía a la tierra, recogía la ceniza y la traía con él. Para esto se le darían dos alas. De esta manera podría volar por encima de todos los ríos, lagos y fuentes de agua hasta lograr su objetivo. Desde entonces este ser alado va por todo el mundo llevando esa maldición. Pasa cada noche volando por el Caño de Martín Peña. Casi siempre baja a la colectora de la Parada 25 para hacer sus necesidades. Ese es el excremento
que se ve allí casi todos los días. Muchas personas que conocen la historia lo llaman Chenchén mie…(caca) de gato, esto lo enfurece. En una ocasión, una de nuestras vecinas tenía una pelea con su esposo. Esta le dijo que ojalá que se lo llevara el diablo. Además le dijo que esa noche iba a invocar el nombre del Chenchén para que viniera a buscarlo. Efectivamente, esa día, a las doce de la media noche la mujer comenzó a gritar: “¡Chenchén, mie… de gato…!” Esto lo repitió muchas veces. De pronto se escuchó un gran aleteo y una figura de unos seis pies de alto, parecida a un ave o un animal con grandes garras, descendió sobre la casa con techo de zinc. Con sus garras se aferró del
techo, mientras la casa se estremecía. Ellos estaban tan aterrorizados que comenzaron a gritar: “¡Jesús manífica…! ¡Jesús manífica…!” Esto lo hicieron muchas veces, hasta que el Chenchén tuvo que irse. Desde entonces mis vecinos dejaron de maldecir y de pelear”, terminó diciéndome Pancha.
Esta historia nos dejó tan acobardados que cuando hacía un viento fuerte y estremecía nuestra casucha, haciendo mecer la hamaca, mis dientes daban uno contra el otro, como el que titirita de frió. Así que desde entonces decidí acostarme en la pequeña cama donde dormían los tres muchachos varones. Imagínese, los cuatro teníamos que dormir horizontalmente, o cruzados para
acomodarnos en ese pequeño espacio. Ahora, cuando oíamos algún ruido, todos nosotros nos metíamos debajo de la ropera o ropaera (esto era una sábana hecha de pedazos de ropa vieja cocido uno con otro). Aquí nos protegíamos y nos consolábamos unos a otros.
El asunto del Chenchén no era una simple leyenda o cuento de viejas. Cuando lean lo que lo que sigue se darán cuenta por qué digo esto. La historia que Pancha me contó fue aproximadamente para el 1958, pero lo que yo les contaré sucedió después de esto. Cada vez que aparecía un excremento extraño en la colectora o en algún otro sitio del fanguito, se lo achacaban al Chenchén. Se hizo costumbre de los niños, tanto como los adultos, el invocar despectivamente su nombre: “¡Chenchén m… de gato…! ¡Chenchén m… de gato…!” Esto continuó por algún tiempo, hasta que aquella criatura de ultratumba parece que no resistió más. Con razón se dice que no es lo mismo
llamar al diablo que verlo venir. Digo esto, pues comenzaron a escucharse frecuentes historia, en el sentido de que el Chenchén bajaba enfurecido y trataba de tumbar las casas. En una ocasión logró arrancarle el techo a una de las casuchas. En otra, arrancó una letrina de cuajo, llevando consigo a Vidal, el hombre más maldiciente del barrio. Este, que aunque no creía ni en la luz eléctrica, se pasaba gritando en las noches invocando a seres espirituales. Quería demostrar con esto que no existía un mundo espiritual, que todo era superstición. Ahora, al encontrarse frente a frente con la realidad, comenzó a gritar que él no tenía que ver nada con la mala fama del Chenchén. Que los
culpables eran los perros y gatos que se ensuciaban en los puentes que se usaban como camino en el Caño de Martín Peña. En ese momento el ser animalezco soltó la pequeña estructura de madera, arrojándola junto con Vidal en medio de la laguna. El pobre hombre parecía un submarino tratando
de escapar. Este también dijo que cambiaría su forma de ser y no volvería a invocar los espíritus jamás, y así lo hizo.
Para principios del 1960 algo extraño estaba sucediendo en toda el área del arrabal. Comenzando por la Parada 18 hasta el lugar llamado la Cantera. Los perros satos y algunos gatos comenzaron a desaparecer. Muchos pensaron que al no tener que comer, algunas personas se los estaban
comiendo guisados o asados. Las autoridades fueron alertadas y descubrieron que esto no era cierto; que aunque encontraron perros y gatos adobados, listos para cocinar en las neveras de algunos restaurantes de Santurce y Bayamón, sin embargo el problema parecía más amplio. Para ese tiempo yo tenía once años de edad. Escuché un rumor entre mis amigos en el sentido que todos
sabían lo que ocurría, pero por estar atemorizados no se atrevían declararlo por temor a represalias. Pero, ¿a represalias de quién o de qué? ¡A represalias por parte del Chenchén!, quien era el responsable de las desapariciones. Para completar la catástrofe, aparecieron algunos perros muertos. Estos tenían dos agujeros en el cuello y no parecían tener ni gota de sangre. Pareciera
como si un vampiro o alguna otra criatura les hubiese succionado todo el líquido de su cuerpo. Una dama declaró haber sido atacada por un ser alado como de unos cinco a seis pies de alto. También dijo que aunque se semejaba a un hombre, su cuerpo se acercaba a la figura de una iguana gigante. La señora pudo salvarse cuando su perro salió en su defensa, perdiendo su perra vida en su intento, entretanto ella escapaba. Doña Filomena no tuvo la misma suerte. Esta señora era espiritista y vivía sola en el arrabal, pues su esposo había desaparecido y se pensaba viuda. Un día, cansada de su vida de soledad, decidió investigar el asunto de su esposo. Mientras invocaba a los
espíritus, vio una apariencia extraña en la noche, quien le dijo que era su esposo que venía a buscarla. Luego le dio instrucciones (según cuentan) que esa noche a las 12 am se trepara encima de su casa, donde él vendría a recogerla. Obedeciendo aquella voz, la desesperada mujer obedeció y
así lo hizo. Como a la hora indicada se oyeron unos gritos de horror que perturbaron todo el vecindario. Fueron a la casa de la viuda, pero no encontraron a nadie. A Filomena no se le volvió a ver más ni el pelo desde entonces. Da la impresión que esa fue la última experiencia de un ser
humano con aquel ser en el fanguito, pues aparentemente el Chenchén dejó de visitar el área del arrabal. Aunque muchos de los residentes de allí se mudaron para un nuevo residencial en Hato Rey y no se puede saber con certeza si el Chenchén regresó alguna vez. Algún tiempo después, se escucharon rumores nuevamente de apariciones de un ser que manifestaba todas las características del Chenchén. La información venía de diferentes campos de la isla. Cuando lo supe, instintivamente me di cuenta que era la misma criatura. Por el momento no me atreví a decir nada, pues para ese tiempo yo tenia doce años de edad y hacia casi un año que mi padre había muerto. Ya yo estaba en un orfanato en Ponce. En ese lugar, donde había unos cuarenta muchachos, ya me habían puesto como sobre nombre “el loco” y no quería tener más agravio que el señalado. Así que preferí guardar silencio sobre lo que sabía del asunto.

Texto agregado el 25-08-2009, y leído por 246 visitantes. (0 votos)


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