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ESA MÚSICA...

Estaba en su pequeña oficina completando registros de historias clínicas de los pacientes ingresados esa mañana.
Eran las tres de la tarde cuando sonó el teléfono y se oyó la voz de la secretaria avisando que había un paciente en la sala de espera.
Carlos Pereyra era un joven psiquiatra que había obtenido el máximo puntaje en su graduación como especialista y lo que más lo estimulaba dentro del vasto campo de la especialidad era el estudio de las alteraciones de las sensopercepciones. Particularmente lo obsesionaba el origen y el mecanismo de su producción, y opinaba que la ciencia neurobiológica ofrecía variadas explicaciones etiológicas, pero que ello indicaba que no se conocía exactamente su íntimo mecanismo de producción. Sobre ese tema trabajaba en su tesis de doctorado en Psiquiatría.

En la sala de espera estaba Ovidio. Flaco, alto, encanecido, desgarbado, de mal aspecto, ojeroso. Lo acompañaba una mujer mucho más joven, especialmente atractiva, con los claros signos de una depresión. Se pusieron ambos de pié para la presentación. Ella era Silvina, la esposa, Profesora de Historia. Ovidio era Ingeniero Electrónico y era empleado público.

Carlos los guió hasta el consultorio y ya acomodados, escuchó el motivo de la consulta. Ovidio empezó a relatar que se sentía amenazado de muerte hacía un año, que se había vuelto fóbico. Con una voz hueca, molesta y monocorde desarrolló una historia fantástica que desde el inicio impresionó a Carlos como un delirio fantástico, que los antiguos libros definían como Parafrenia Imaginativa o Fantástica.

En su relato Ovidio mencionó que todo empezó cuando en su taller particular experimentaba con los campos acústicos, hobbie que lo apasionaba. Examinaba la interfase de choque de dos o más flujos sonoros, de modo que en campos espaciales geométricamente diseñados colocaba fuentes emisoras de sonido, por ejemplo en una disposición triangular, en un punto los agudos al límite de lo audible, en otro punto los graves más bajos de la escala perceptible y en corte tangencial o de angulación variable el tercer punto, con sonidos de diferentes longitudes de onda. En el centro del campo acústico ubicaba un receptor que captaba las señales de la interfase y la ecuación resultante la decodificaba en un espectrómetro de pantalla. O algo así entendió el interesado psiquiatra, que observaba de reojo a Silvina, quien ponía cara de hastío demostrando que esa historia la escuchaba por enésima vez y moviendo la cabeza en un muy discreto gesto de negación y apenas secreto fastidio. Viéndola, a Carlos le parecía tristemente hermosa y deseable.

En el minucioso y obsesivo relato obsesivo de Ovidio decía que el momento más excitante de su vida comenzó como año y medio atrás, cuando descubrió en su espectrómetro ondas asimilables al sonido y timbre de la voz humana. Al principio pensó que se trataba de contaminación acústica con ondas de radio o telefonía celular, aunque pudo descartar pronto esa hipótesis por razones técnicas suficientes.

Lo que siguió despertó en el psiquiatra una creciente seguridad de que estaba frente a un delirante.

Ovidio empezó a explicar que mediante un transductor pudo pasar del registro visual de las ondas a la audición radial (apenas perceptible) de voces lejanas. Esas voces no permitían aventurar sobre su origen. No correspondían a ninguna frecuencia utilizable ni posible para ninguna radio del mundo. ¿Fantasmas? ¿Demonios? ¿Extraterrestres? Las voces se dirigían claramente a él. Decíanle en un tono de sentencia categórica que no estaba permitido a ningún mortal traspasar ese umbral perceptivo, que estaba prohibido espiar en universos paralelos, que ya en el Génesis Dios separó la luz de las tinieblas imponiendo Los Límites y que cualquier trasgresión sería penada con la muerte. La Ley Universal separaba absolutamente los mundos no sólo físicamente, sino también sensorialmente. No debía insistir en sus atrevidos estudios violatorios de Los Límites.

Ovidio siguió diciendo que creía haber descubierto un Portal Dimensional. Que ello representaba un hallazgo que revolucionaría la Ciencia y que lo candidateaba para el Nóbel de Física. El gesto de repugnancia de Silvina no pasó desapercibido al interesado médico que grababa el discurso. El ingeniero prosiguió expresando sus expectativas multimillonarias de patentar el descubrimiento para su explotación tecnológica.

Dijo que el contenido de esos mensajes de amenaza, si bien eran más que preocupante, aunque era difícil al principio darles crédito, el fenómeno de descubrir el misterio de la generación de voces allí donde era imposible que aparecieran, el tema era subyugante y que, impelido por el entusiasmo, prosiguió con mayor ahínco sus experimentos, grabando los mensajes, modificando la angulación de los parlantes emisores de sonido en forma matemáticamente controladas igual que todas las variables pasibles de control minucioso del fenómeno descubierto. Pero de ahí en más el tono de las amenazas fue cada vez más severo, hasta la última vez que las escuchó. Porque en adelante las voces fueron desplazadas a un campo imperceptible, quedando como último vestigio de esa extraordinaria presencia solo música.

La música que oía era música clásica. No muy diversa, limitada solo a los caprichos para violín de Paganini, el diabólico, especialmente el “Concierto numero 2 para violín en B minor, op. 7”; la “Sugestión Diabólica” de Sergei Prokofiev y la “Sinfonía Fantástica” de Héctor Berlioz.

Con voz taciturna Ovidio refería que allí comenzó su depresión, tan profunda como
inevitable. No solo por la imposibilidad de avanzar en sus proyectos, sino porque esa música maldita, hermosamente maldita, seguía enquistada en su mente como una espina obsesiva que lo perseguía aún cuando había cerrado su taller, ya que era inútil que insistiera en volver a penetrar en ese agujero negro acústico. Adelgazó, perdió interés en todo. Se transformó en un ente, decía la esposa. Se fue ensimismando, al punto de rechazar alimentos, amigos, familia. Insomne, irritable, áspero, empezó con comportamientos muy extraños y fóbicos, y que abandonó el trabajo hacía seis meses, por indicación del médico dado su estado de progresivo deterioro.

Dijo la mujer que Ovidio empezó a insistir en que desarrolló la “facultad de ver” el sonido musical. Que describía las secuencias sonoras como hilos, delgados hilos los tonos agudos, más gruesos progresivamente los tonos graves, que flotaban como danzando al compás de la música en el aire.

El ingeniero pasó un rato describiendo los colores de esos etéreos o fantasmales hilos musicales que solo él percibía, saliendo de la radio o de los parlantes del equipo musical. Su rostro palideció cuando contó que le producía terror particularmente la música clásica que él denominaba diabólica. Era de un color rojinegro, que como serpientes largas y muy delgadas se aproximaban a él, como resortes, como rulos elásticos extendidos que se le pegaban por el cuerpo, que le tironeaban la ropa. Decía que esa música extradimensional provenía indudablemente “de ellos”, que intentaban matarle.

Carlos trató de tranquilizarlo. Le sugirió que se podía estar frente a un fenómeno de sinestesia. Que un sinestético puede, por ejemplo, oír colores, ver sonidos, percibir sensaciones gustativas al tocar un objeto con una textura determinada. Que no es que asocie la sensación de un tipo con otra, ni que tenga la ilusión de sentirlo: lo siente realmente, en forma de una doble o triple sensorialidad.

El psiquiatra les explicó que era probable que esa facultad, rara o no, podía haberse generado por razones neurológicas a determinar, que iniciarían estudios por imágenes, que ello por ahora no necesariamente debía pensarse como suceso grave. Pero que por lo muy extraño de todo el proceso y la transformación tan profunda que había experimentado el paciente, era necesaria la hospitalización psiquiátrica.

Después de disponer lo necesario para la internación, Carlos explicó a Silvina en privado que opinaba que su esposo sufría un delirio, para lo cual debía haber habido una predisposición delirante, que esos experimentos desbordaron su capacidad psíquica disparando un mecanismo de imaginación fantástica. Si bien parecía una esquizofrenia tardía por aquello de la alucinación de voces y por la convicción de que fuerzas externas podían ejercer efectos sobre su propio cuerpo o mente, el delirio era monotemático definiendo una parafrenia. Ovidio debería someterse a estudios neurológicos, psicológicos y a tratamientos con Clozapina.

Así fue que le asignaron una cama en el primer piso de la Clínica. Una pequeña habitación muy confortable y modernamente equipada. Desde el ventanal enrejado se veía el amplio y hermoso jardín poblado de altos eucaliptos y un césped prolijo de efecto muy sedante, abundancia de cuidadas flores y una fuente donde jugaban los alegres pájaros.

Una agradable y joven enfermera le administró un hipnótico. El flaco y envejecido ingeniero al fin durmió y en muchos meses tuvo un sueño pacífico. Soñaba con las imágenes sedantes de ese hermoso jardín que contempló con sentimientos de cálida protección antes de acostarse.

El amplio pasillo que llevaba a las habitaciones tenía un piso oscuro brillante y limpio. Todo dispuesto para el máximo confort de los internados. A cada tantos metros había un parlante pequeño que aportaba una suave música clásica para crear un clima de tranquilidad, generada desde la consola central de música funcional en la Recepción.

Carlos en su office desgravaba la entrevista efectuada en la admisión del nuevo paciente. De pronto reparó que estaba en el aire, llegando en volumen agradablemente graduado para que no moleste, la “Danza Ritual del Fuego” de Manuel de Falla. ¡Excelente! Pensó. Realmente acertada la cinta que eligieron esa tarde. Se dejó llevar por la música gozando de ella...

De improviso de dio cuenta de que la sinfonía de De Falla sugería claramente escenas infernales y se acordó de las fobias psicóticas de Ovidio respecto de las músicas clásicas “malditas”.

Alterado, salió corriendo hacia la habitación del nuevo paciente, pues quería cerciorarse que si la estaba escuchando no sufriera un episodio de terror.

Subió los escalones de dos en dos. Abrió la puerta sin golpear.

Ovidio acababa de morir. Alrededor de su cuello había marcas rojinegras dando dos o tres vueltas, espiraladas, como fideos fusilli. Sus ojos estaban desencajados por la reciente asfixia. Muchas otras marcas, como de quemadura eléctrica, en forma ondulada, de igual color a las del cuello, quedaron impresas en su abdomen, sus piernas, su espalda.

Morgui. 7 de noviembre de 2009






Texto agregado el 08-11-2009, y leído por 84 visitantes. (0 votos)


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