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Inicio / Cuenteros Locales / Petunia / emilio y el pececito amarillo

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Érase una vez, en un pueblo costero, una pareja, Marta y Juan, que llevaban muchos años casados, ambos querían formar una familia pero no habían tenido suerte.
Después de preguntar a un sin fin de médicos, habiendo perdido casi toda esperanza, alguien aconsejó a Marta que fuera a pedir ayuda a la bruja de la playa; pocos confiaban en ella, pero aquellos que lo habían hecho vieron sus vidas cambiar y prosperar.
Marta, desesperada y sin ninguna opción más se dirigió a la cabaña de la Bruja. Cuando se hubo puesto el sol y las sombras envolvían la playa, Marta se acercó a la puerta de madera, en ella había un brillante tirador con una inscripción que decía: “Bienvenido a mi casa, si crees todo podrá ser”. Después de leerlo un par de veces y hacerse a la idea, Marta llamó. Silencio. Llamó de nuevo, pero nadie respondía. Se sentó junto a la puerta y esperó un rato. Ya era completamente de noche, la luna iluminaba el cielo y se reflejaba sobre la superficie del mar, ¡qué imagen tan bonita!, pensó Marta; y como guiada por aquella luz decidió llamar de nuevo a la puerta, bastó con un golpecito y ésta se abrió, no veía a nadie pero era obvio que alguien le había dejado entrar, esperó junto a la

puerta, todo era silencio y quietud a su alrededor, por fin, al fondo de una habitación algo se iluminó, un olor a incienso provenía de allí, Marta cerró la puerta y se dirigió hacia donde emanaba el aroma.
En un antiguo sillón y junto a una camilla se encontraba una anciana, de pelo canoso y arrugas en la cara, tantas que parecía haber vivido siglos, aun así Marta creyó ver detrás de esa cara envejecida a una bella joven de larga cabellera negra y ojos tan negros como el azabache.
La anciana hizo un gesto a su invitada para que se acercara. Marta, tímidamente, se aproximó sin apartar su mirada de aquellos ojos tan vivos, tan penetrantes, y a la vez tan cansados.
La anciana tomó la mano de ella y la apretó, cerró los ojos, como queriendo entrar en la mente y preocupaciones de Marta. La joven seguía inmóvil, simplemente observaba. Después de un par de minutos la mujer habló:
-Conozco tus inquietudes, y las comprendo, entiendo vuestras ansias y te voy a ayudar.-

Se levantó lentamente del sillón y desapareció por una puerta distinta a la que Marta utilizó para entrar, ella seguía de pie,

en silencio, miraba a su alrededor, nada había, las paredes estaban desnudas y los únicos muebles eran el sillón y la camilla, y encima de ésta una vela muy grande, blanca, apoyada sobre un posa vasos de plata; la cera se iba deslizando formando graciosas figuritas sobre el soporte. Marta, ajena a todo cuanto pasaba a su alrededor, fijó su mirada en la vela, en la llama, aquella luz era tan intensa…
Cuando la anciana regresó llevaba en sus manos un cuenco con varias plantas aromáticas y un pequeño frasco lleno de arena, Marta miró a su anfitriona intrigada, pues no sabía que tenía qué hacer. Aquélla le indicó:
“Cuando salgas de aquí recorre la playa por la zona donde las olas rompen y busca una caracola, métela en el frasco que te doy añadiendo unas gotitas de agua salada, será tu ofrenda a la luna para agradecerle que interceda por ti; luego entierra el frasco en un lugar que recuerdes.
Después ve a casa y acuéstate, pon este cuenco que te entrego sobre la mesilla más cercana a una ventana abierta y quema estas hierbas, su aroma envolverá la habitación y se mezclará con el viento, viajando hasta la luna para hacerla saber de vuestras plegarias.
Y cuando, después de quince días, estés embarazada, vuelve

a buscar el frasco, llévalo a la playa, ábrelo y vierte su contenido en el mar, allá donde veas el reflejo de la luna, devolviendo todo a su lugar y dando las gracias por el deseo que te ha sido concedido”

La anciana dejó de hablar y sonrió a Marta, quien aún seguía intentando asimilar todas aquellas instrucciones; inclinó la cabeza como signo de gratitud.
-Así lo haré y muchas gracias- dijo.
Fue acompañada hasta la puerta y cuando se iba a despedir se dio cuenta de que no había pagado por el favor concedido, la anciana no quería nada, le bastaba con saber que cuidarían bien a ese niño y le educarían para ser buen muchacho; años adelante sería bendecido con un regalo del mar que en secreto debería mantener, haciendo buen uso de él.
Marta abandonó la cabaña y se dirigió a la costa para hacer todo lo que le había indicado, era tarde cuando llegó a casa y Juan ya estaba en la cama, terminó los preparativos y se acostó.

Pasaron dos semanas de nervios, espera, confianza y por fin su deseo se cumplió. Marta esperaba un bebé que nacería en primavera, todo era alegría y celebración en su hogar. Mientras sus
familiares brindaban y se felicitaban, Marta fue a buscar aquel frasco, vertió su contenido en el mar cuando la luna salió y le agradeció con toda su alma haber hecho su mayor sueño realidad.

Los meses pasaban, los árboles iban perdiendo sus hojas, y el frío se notaba cada vez más. La nieve lo cubría todo, pero el clima costero no le permitía quedarse allí, el invierno tocaba su fin y Marta estaba a punto de dar a la luz.
Amaneció un sábado precioso, muy luminoso, el sol brillaba con fuerza, comenzaban a florecer los brotes de los árboles y los pájaros revoloteaban contentos mientras piaban al unísono. Era veintiuno de marzo y la primavera había llegado.
Fue ese día el que su hijo escogió para nacer, abandonó el vientre de su madre bien entrada la noche, mientras la luna coronaba el cielo.
Marta y Juan eran muy felices, por fin eran padres, lo habían conseguido. Mientras miraban embelesados a su pequeño, Marta dio gracias de nuevo en silencio a la anciana y se prometió cuidar y educar a ese niño, al que decidieron llama Emilio.

Los años pasaban y Emilio fue creciendo, era un chiquillo muy revoltoso y juguetón, pero muy obediente.
Después del colegio le gustaba ir a jugar a la playa mientras su madre preparaba la cena y así esperaba a su padre que regresaba de trabajar, solían volver juntos a casa. Juan era pescador y cuando el sol se ponía anclaba su barca en la costa y marchaban a casa.

Una tarde de mayo en que hacía mucho calor, Emilio se fue a dar un paseo por la playa, le encantaba caminar descalzo sobre la arena tibia; el mar estaba en calma y como no había peligro alguno Emilio decidió darse un baño. Era muy buen nadador y llegó hasta las últimas boyas, una vez allí se recostó sobre la pelota flotante y dejó que el sol le calentara, cerró los ojos y se abandonó al mecer de las olas, la brisa marina le acariciaba la cara y a lo lejos sólo se oía a las gaviotas batir sus alas. De repente un débil grito de auxilio llegó a sus oídos.
¡Socorro, socorro, que alguien me ayude!
Al oír aquello, Emilio despertó de su sueño sorprendido, creía que estaba solo, miró a su alrededor preocupado pero no vio a nadie, sólo había pececillos, rocas al fondo y olas que iban y venían. Al principio creyó que lo había soñado, pero la llamada se repitió.
-¿Puede alguien ayudarme?, estoy atrapado.

Emilio nadó en círculos para no alejarse demasiado de la boya, pero no veía a nadie, la voz seguía pidiendo ayuda y el niño se alejaba cada vez más de la zona que conocía, la corriente había cambiado y las olas iban cogiendo fuerza; el pequeño, únicamente movido por el deseo de ayudar a alguien en apuros, siguió nadando, buceando, nada veía y continuaba escuchando esa llamada, empezaba a cansarse pero no podía volver a la playa, estaba muy lejos y no debía abandonar a quien fuera pues estaba seguro de que se ahogaría.
Decidido a encontrar a alguien logró llegar a una roca, allí se apoyó.
-¿Dónde estás? No te veo.-
-Estoy a tu lado- le contestaron.
Emilio no entendía, a su lado no había nada, sólo agua y detrás de la roca una red metálica con unos pececitos. Emilio los observó pero creyó que todos estaban muertos. Entonces vio uno muy bonito, amarillo brillante, al que los rayos del sol sobre la superficie del agua hacían parecer de oro. Cuando se acercó para verlo mejor el pez éste le habló.
-Por favor ayúdame a salir de aquí, me estoy muriendo.-
Emilio se quedó con la boca abierta, los ojos como platos y
la respiración aún entrecortada por el esfuerzo. No se lo creía, era el pez quien necesitaba su ayuda. Cuando reaccionó se dio cuenta de que una de las aletas del pececito estaba enganchada al hilo metálico, sangraba y si no hacía algo pronto posiblemente moriría.
Con mucho cuidado, Emilio fue separando los hilos para liberar al pececito que cada vez se movía menos. Con el agua y el sol la red se había oxidado y dificultaba su tarea, después de unos minutos lo consiguió. El pez era libre, lo tomó con la palma de la mano y lo sumergió, pero en un instante volvió a la superficie, estaba herido y no podía nadar.
-No sé qué hacer, si te dejo aquí sin duda te morirás.-
-No puedo más- suspiró el pececito.
Emilio se apresuró a cogerlo y con mucho cuidado y calma fue nadando hasta la orilla, el camino se le hizo eterno, pero al menos el oleaje había cesado, el mar se había tranquilizado, parecía que intentaba ayudarle.
Por fin pisó la arena, Emilio se vistió deprisa, el pez aún estaba en su mano, en cuanto llegaron a casa buscó el botiquín de primeros auxilios y con gran habilidad y destreza curó al animal. Le dejó en un vasito con agua y lo guardó en su habitación.

Ya era la hora de la cena, Emilio se sentó con sus padres pero no tenía hambre, estaba preocupado por el pececito, su madre al verle tan callado le preguntó.
-¿Qué te pasa cariño? ¿Te encuentras bien?-
-Nada mamá, estoy cansado, ¿puedo retirarme ya?-
Marta miró preocupada a Juan, quien contestó a la pregunta.
-Puedes levantarte hijo, lleva los platos al fregadero y
duérmete. Mañana estarás como nuevo.
Después de obedecer a su padre, Emilio se metió en su cuarto, abrió el cajón de los secretos y sacó el vaso de agua. El pez estaba perfectamente, aleteaba feliz y contento y daba pequeños saltitos de agradecimiento.
-Gracias por haberme ayudado, sin ti nunca lo habría conseguido.-
Emilio sonreía incrédulo, era genial, ¡tenía un pez que sabía hablar! Se moría de ganas de contárselo a sus amigos.
-¿Cómo te llamas niño?-
-Soy Emilio-
-Bien Emilio. Ahora estoy en deuda contigo por haberme salvado, me gustaría ser tu amigo y devolverte el favor.-
-Es fantástico, podría llevarte siempre conmigo, seríamos inseparables…-
-Pero hay un problema: cuando me encontraba en peligro, muchos pasaron por allí pero nadie me oyó, excepto tú. Eso significa que sólo puedo hablar contigo, tendrás que mantenerlo en secreto pues si no me convertiré en un pez amarillo más y simplemente nadaré en tu pecera.
Emilio se entristeció, quería compartirlo con todos, pero no deseaba perder a su nuevo amigo así que hizo el juramento secreto de la mistad y prometió cuidarlo y nunca hablar de él a nadie.

Aquella noche Emilio se durmió escuchando las historias de sirenas y barcos piratas que su pececito le contó. A la mañana siguiente se levantó temprano para buscar algo donde poder llevar a su amiguito, cogió una lata de sardinas vacía y la limpió bien, tomó el vaso con el pez y marchó a la playa. Una vez allí llenó la lata con agua salada y depositó con cuidado al pececito allí. Su nueva casa no era muy grande, le hacía falta más sitio y a Emilio no se le ocurría otra idea.
-No te aflijas- dijo el pez –Hay algo que no te he dicho. Tenía que estar seguro de que guardarías el secreto, soy un pececito mágico.-
Y diciendo ésto se hizo muy, muy pequeño, tanto que Emilio se tuvo que pegar al agua para verlo.
-¡Es increíble!-
-Así, con este tamaño es como vivir en un pequeño océano y siempre podrás llevarme contigo.-
Emilio cerró la lata y lo metió en el bolsillo derecho de su pantalón. Cuando estaba llegando a casa se paró en seco.
-Y, ¿si no puede respirar?-
Todo preocupado y tembloroso sacó la latilla del bolsillo y la abrió con sumo cuidado.
-¡Pececito amarillo!-
La respuesta tardó únicamente unos segundos, pero a Emilio le parecieron horas.
-Estoy aquí. Para lo que quieras y cuando quieras- sonrió.
Emilio suspiró aliviado, le besó en su reluciente cabecita con sabor salado y ya más tranquilo volvió a esconderlo.

A partir de entonces no se separaron nunca. Juntos a todas partes. Por las noches desde la mesilla, el pececito le contaba historias a su amigo hasta que éste se dormía. Por las mañanas, Emilio le deseaba los buenos días, le daba de comer, pasaban por la playa a cambiarle el agua y juntos marchaban al colegio.
Por el camino el niño iba feliz. Con la mano derecha siempre en el bolsillo del pantalón. Tenía un secreto, un amigo mágico, nadie lo sabía y eso hacía que Emilio se sintiera muy especial.


Texto agregado el 23-04-2003, y leído por 387 visitantes. (0 votos)


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