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Era veintidós de junio y las clases habían terminado. Por fin había llegado el verano. Una tarde preciosa, llena de luz y tres meses por delante para disfrutar. El colegio cerraba sus puertas.

Marta fue a buscar a su hijo antes que de costumbre ya que al ser el último día les dejaron salir pronto. Emilio estaba en el patio jugando con sus amigos. Al ver a su madre comenzó a despedirse. Posiblemente a muchos no los vería hasta septiembre porque marchaban de vacaciones con sus padres o se iban de campamento. Emilio sintió que se quedaba muy solo; aunque algunos pasarían el verano en el pueblo no le servía de mucho, porque, o eran mayores o eran chicas, y él necesitaba chicos, para montar en bici o jugar al balón. En fin, tendría que conformarse.
Después de prometer que hablarían por teléfono y se escribirían cartas, Emilio se fue de la mano de su madre.
-¿Estarás contento, no?-
-Sí. Ya iba siendo hora de que acabara el curso. Hace calor y no tengo deberes, pero…-
-¿Qué te ocurre? Esa no es la cara de alguien que tiene un verano por delante para jugar todo el día.-
Es que todos se van. Siempre igual. Llega el verano y me quedo solo.-
-Tranquilo cariño, ya conocerás a alguien, no te preocupes.-
-Ya, claro.-
De repente la cara de Emilio cambió y esbozó una gran sonrisa.
-¡Mamá no estoy solo!-
Su madre no le entendió, pero al verle dar saltos y reírse, simplemente se alegró por él.
Continuaron su camino hasta casa. Quedaba aún un rato para comer, así que Emilio se fue a dar un paseo por la playa. No había nadie, a lo lejos se veía a los pescadores echar sus redes al mar. Tras comprobar el niño que realmente estaba solo, sacó de su bolsillo la lata en la que tenía a su amiguito.
-¡Pececito amarillo!-
-Hola Emilio. Así que te quedas solo en verano, y ¿yo qué?-
-Perdóname. Se me había olvidado. Estoy tan acostumbrado a que todos se vayan, que tardaré en hacerme a la idea de que ahora te tengo a ti.-
-Verás que bien lo vamos a pasar.-
-Eso espero.-

Los días pasaban y cada vez hacía más calor. Nada más levantarse, Emilio corría a desayunar y se marchaba a la playa. Allí le cambiaba el agua al pececito y luego, juntos se iban a nadar. Podían estar jugando entre las olas horas, ninguno de los dos se cansaba. Lo pasaban muy bien, y cuando Emilio comenzaba a tener frío se salían un rato. A él le encantaba tumbarse sobre la arena y dejar que el sol le secara. Cerraba los ojos. Todo era silencio, únicamente el sonido de las olas al fondo. Al cabo de un rato los dos amigos empezaban a hablar y ya no paraban hasta que había que regresar a casa. Siempre tenían cosas que contarse. Era increíble. Se veían todos los días y a todas horas pero siempre se les ocurría algo nuevo, algo gracioso que compartir con el otro.

Era un día como otro cualquiera cuando Emilio despertó. Fue, como de costumbre, a desayunar pero al llegar a la cocina no encontró a su madre.
-Mamá, ¿dónde estás?-
-En el comedor.-
El niño entró la habitación para ver qué estaba haciendo su
madre. Ella miraba el televisor muy seria. Las noticias aconsejaban a todos precaución. Había llegado una ola de calor y existía peligro de incendios. Emilio no se preocupó. Por aquella zona nunca había visto fuego, no tenía idea de lo peligroso que podía llegar a ser. Volvió a su cuarto y se lo contó al pececito.
-No te preocupes, tendremos cuidado.-
-Vale- contestó el niño más tranquilo.

Aquella mañana se quedó en casa ayudando a su madre en lo que ésta le pedía. Sobre las doce, Marta tuvo que salir a hacer la compra. Hizo prometer a su hijo que no abriría la puerta a extraños y que se portaría bien. Ella volvería en cuanto pudiera.
Emilio estaba jugando a la pelota cuando en la radio dieron un aviso:
-¡Atención! Alerta. Estamos en alerta.-
El niño dejó caer la pelota para centrarse en lo que el locutor decía,
-En un bosque de la zona ha empezado un incendio. Nos comunican que de momento está controlado. Les mantendremos informados.
Emilio estaba inquieto, sabía que no había de qué preo- cuparse pero no se sentía del todo seguro. El pececito le notó un poco alterado, así que intentó tranquilizarlo. Cuando los dos estaban de nuevo jugando, otro aviso en la radio les interrumpió.
-El fuego se está extendiendo. Son muchos árboles los que están cubiertos por las llamas. El incendio avanza hacia las casas, van a desalojar. Los equipos de salvamento son insuficientes para controlarlo.-
Emilio se puso muy nervioso. Tenía miedo. Daba vueltas por toda la casa y no sabía qué hacer.
-Emilio estate quieto y escúchame.-
El niño se detuvo delante del pececito y le miró muy serio.
-Tienes que calmarte. Coge la bici y dime el lugar exacto del incendio.-
Sé donde está pero no sé ir. Además mi madre no me deja ir solo por la carretera.-
-No hace falta ir por ahí. Vamos a la playa. Confía en mí.-

Llegaran en un par de minutos a la orilla del mar. Emilio se bajó de la bicicleta y sacó al pececito de su bolsillo.
-Ya estamos aquí. Y, ¿ahora qué?-
-Colócame sobre las ruedas de la bici.-
Así lo hizo. El pececito aleteó varias veces sobre las ruedas
desprendiendo agua de su cuerpo y creando una película acuática alrededor del plástico.
-Está listo- dijo el pez.
-Listo, ¿el qué?- preguntó intrigado el niño.
-Sube a la bici y pedalea en dirección al mar.-
-Pero cuando llegue al agua no voy a seguir.-
-No te preocupes, si confías en mí te meterás en el mar con la bicicleta.-
Emilio sabía que su amiguito nunca les pondría en peligro deliberadamente, así que le obedeció. Comenzó a pedalear con fuerza. Estaban a punto de llegar al agua. Emilio cerró los ojos y siguió pedaleando. Cuando sintió que el agua le tocaba los tobillos los abrió. No se lo podía creer. Iban por encima del agua. Su bici parecía un avión. Avanzaban muy rápido, las olas los empujaban y guiaban hacia el lugar deseado. Emilio creyó que era un sueño, su bici de siempre flotaba y era más veloz que cualquier barco. Detrás de ellos se dibujaba una estela de espuma y a los lados, bancos de peces de colores parecían acompañarles, como su escolta. Era precioso. Miró a su amiguito.
-¿Lo has hecho tú, verdad?-
-Sí. De esta manera llegaremos enseguida y no desobedecerás a tu mamá.-
En cinco minutos estaban en la playa del otro pueblo. Emilio dejó la bici en la arena.
-Y, ¿ahora qué?-
-Llévame al pueblo, primero a las casas y luego al bosque.-
Aunque Emilio no lo conocía, no le fue difícil localizar la zona urbana. El fuego se movía con rapidez y había alcanzado a una casa. Las llamas se habían apoderado del piso inferior y como fauces de león hambriento amenazaban con destruir el de arriba. Emilio estaba petrificado. Era la primera vez que veía un incendio. Le sorprendió lo alto que pueden llegar las llamas, siendo imposible diferenciar unas de otras; se confunden en un todo que se mueve decidido, con aplomo, sin contemplaciones, su única meta es avanzar. Emilio buscó a su amigo.
-¡Pececito amarillo! Ya hemos llegado. ¿Qué vas a hacer?-
-Necesito que me ayudes.-
-Haré lo que me pidas.-
-Acércate todo lo que puedas a la casa, pero por la parte de atrás para que nadie nos vea.-
Así lo hizo. Una vez allí esperó. El pececito tragó agua, parecía que en su pequeña boquita no podía caber demasiada, pero
qué equivocación.
-Une tus manos como formando un cuenco y colócame entre ellas.-
Dicho y hecho. En ese momento el pececito empezó a soplar. De su boca fue saliendo agua poco a poco. Cada vez con más fuerza y en mayor cantidad. Se había convertido en una manguera diminuta pero más potente que ninguna otra. Con esta ayuda casi imperceptible para el ojo humano pero de gran eficacia, las llamas se fueron desvaneciendo, más pequeñas por instantes, hasta llegar a desaparecer. Quedaban únicamente algunas chispas y madera humeante. Los equipos de salvamento terminaron el trabajo sorprendidos, no eran capaces de explicar qué había sucedido. Simplemente el fuego se redujo y acabó por extinguirse.

La misma labor hicieron Emilio y su pececito en el bosque. Pero allí fue más difícil ya que las llamas se propagaban a gran velocidad, y como los árboles estaban secos, saltaban de una rama a otra casi sin ninguna dificultad. Emilio tuvo que bordear el bosque con mucho cuidado para que no le vieran. De esta manera, y con ayuda de su manguera privada, su pececito, fueron cercando al fuego. Hacía mucho calor y algunas ramas se resquebrajaban y
caían cerca de ellos. Emilio nunca había pasado tanto miedo.

Cuando el radio de alcance del incendio fue lo suficientemente pequeño como para ser controlado por los profesionales, nuestros amigos se alejaron de la zona y volvieron a la playa.
-Eres increíble. Les has salvado.-
-Me alegra poder ser útil.-
-A mí me da rabia que no sepan quién les ha ayudado.-
-No te preocupes. Lo importante no es quién lo ha logrado, sino que se ha logrado.-

Volvieron a casa sobre las olas, con el viento golpeándoles en la cara, el olor salado y la humedad. Era una sensación de libertad, de inmensidad.
Llegaron a la playa, descansaron unos minutos y volvieron a casa. Estaban agotados y sólo habían estado fuera un par de horas.

Marta aún no había regresado. Emilio colocó al pececito en su cuarto y él se tumbó en la cama. Al cabo de un rato llegó su madre.
-Ya estoy en casa.-
-Hola mamá.-
-¿Os habéis enterado? Un gran incendio no muy lejos de aquí. Incluso creían que nos alcanzaría. Pero inexplicablemente las llamas se han ido reduciendo y apagando. Dicen que ha sido un milagro. Gracias a Dios no hubo víctimas.-
-Algo hemos oído en la radio- contestó Emilio guiñándole un ojo a su amigo como signo de complicidad.
Después se levantó y acompañó a su madre para poner la mesa y empezar a comer en cuanto su padre volviera del trabajo.

Texto agregado el 23-04-2003, y leído por 230 visitantes. (0 votos)


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