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Nada supera al oscuro veneno... a la sangre que baila en las sombras, que pudre el alma y congela el corazón... al veneno del falso beso de un ángel caído…
Para Luisa Fernanda Guzmán

23 de Noviembre, 1930

Los fueron tan fuertes, insistentes y repetitivos los golpes en la puerta, que alcanzaron a inundar la biblioteca donde el doctor Alvear se encontraba. Pero no alcanzaban ni siquiera a ahogar los sollozos de quien en el frontispicio, pedía el auxilio del penalista. El doctor Alvear se vio obligado a entonces a asomarse a la ventana, que desde su oficina, daba a la calle.
En más de 20 años de oficio, jamás se había enfrentado a una situación semejante, trastornado viendo al joven pedir ayuda de forma tan desesperada, se distrajo viéndole durante un tiempo. y sin haber podido precisar con claridad al sujeto que clamaba por su atención en la puerta, decidió acudir a su llamado
Intentando de algún modo, indagar en su mente el por qué del inesperado invitado, dio media vuelta, saliendo hacia el pasillo que llevaba a la puerta de entrada. Caminando sin mucha prisa, recordó cuando un amigo suyo le llamo, un par de horas antes, pidiéndole ayuda sobre un caso tan sorprendente que solo el mismo afectado debía narrar.
Estando frente a la puerta, respiró hondo, abrió la pesada puerta de roble, mientras poco se acercaba por la rendija la imagen de aquel hombre, que llevaba cubierta de sangre su camisa.
-Pase usted-
Fueron las únicas palabras que corrompieron al silencio incomodo y casi sepulcral de la entrada, el doctor caminó hacia su estudio, guiando a su repentino invitado con un andar poco apresurado.

-No recibo visitas muy seguido, y normalmente no las aceptaría en estas circunstancias, pero sabrá usted que he recibido una llamada de un buen amigo rogándome le ayude, aunque a su parecer era mucho más conveniente que usted personalmente me relate su caso- fueron las sonoras palabras que el abogado dijo a su repentino invitado.
El extraño, cuyo rostro apenas y se dejaba ver a los ojos del doctor Alvear, no profería palabra, más bien dejaba salir de su ser algunos sollozos inteligibles.
Llegando finalmente tras cruzar el recibidor al estudio, se le invitó a sentarse al extraño en un diván de color rojo algo polvoriento, las altas bóvedas del lugar y sus no menos imponentes librerías y ventanas no contribuían a la tranquilidad del personaje.
Su brevilinea y desgarbada figura se acomodo el aquel diván mientras su cuerpo daba un “gracias” por el descanso, que en los ojos de aquel ser se mostraba no tenía hace mucho tiempo.
-He matado a la mujer que he vivido amando los últimos años, por eso sé que mi crimen es grave… Pero usted puede, usted debe salvarme de la horca, doctor-
Estando el doctor Alvear prevenido de la historia que su inesperado invitado le contaría, no hizo más que bajar los hombros y expresar con palabras claras lo que a su suerte escucho el también sorprendido invitado
-debe usted entonces contarme cada detalle, por doloroso, vergonzoso o perjudicial que este parezca... solo de este modo podre, con suerte, preparar su defensa.
El individuo mostro algunas betas de su dolor en su rostro, en sus ojos el resquebrajamiento de su alma, y en su piel el miedo que le provocaba la situación, sin embargo se atrevió a romper el silencio por la no menos grandiosa locura que provoca en los hombres el deseo de ser libres y continuar siéndolo.
Para un hombre de su edad sus modos y su cultura dejaban entrever una larga experiencia en el trato, y no menos una buena cuna, el doctor preparando sus sentidos para la historia del personaje, se limito a relajarse en una cómoda silla contigua al diván
-al salir de mi trabajo, un día como todos, y de esto ya hacía varios años, en medio de la calle vi algo que logró cautivarme, no sé si las sombras del día y su lluvia incesante fueron preludio de la tragedia, pero aquí me ve, como un fiel sirviente de las ramas del destino, como si cada relámpago hubiese sido un preludio para lo que luego habría de ocurrir.
Estas palabras sorprendieron profundamente al abogado, que no logro disimular la emoción que había nacido en el por escuchar a su invitado, finalmente y a pesar de su nuevo gesto; el asesino siguió su historia con el mismo ritmo, inalterado, con una nueva y casi sublime tranquilidad que se extendió incluso al silencio del ulular de las lechuzas en la calle.
Paso que un día de esos en los que salía de completar mis quehaceres y negocios, paseando por la calle aquella que va de la catedral al seminario, vi algo que detuvo mi paso y logro cautivarme.
Me topé con una mujer toda de negro vestida, en cuyo pecho del lado izquierdo se alzaba una rosa de singular belleza, y de penetrante perfume. Mire a ella unos instantes, y cuando fije mis ojos en los suyos recibí un rudo golpe, una impresión de asombro extraordinario, al descubrir que ella era también dueña de una belleza infalible
Ella alimentaba a los pájaros desde un banco en el parque central, justo en aquella banca frente a la oficina de telégrafos, parecía no importarle la lluvia, y es más, parecían las gotas respetar su sitio, con el simple motivo de no incomodarla.
Me acerqué a ella, y, tal vez incapaz de resistir los deseos huracanados de mi corazón, esos impulsos incesantes que nacen de un alma moribunda, no pude evitar proferir este sencillo y tal vez, trivial galanteo.
-No sé cuál de las dos es la obra maestra del creador, si la hermosa rosa, o su hermosa dueña-
No sé si seria tal vez la sinceridad con la que dije estas palabras, la que posiblemente logro conmover a esa dulce y serena Diosa, que al fin termino por contestar, no se gracias a que fuerza, con la voz más dulce que había y he escuchado en todo lo que va de mi larga vida.
-es más bien por hacerme un favor- replico ella con atisbos de rubor, mientras por las comisuras de sus labios se acercaba una sonrisa única, como toda ella…
Fue su belleza la que cautivó mi curiosidad, tanta que empecé a pasar cada vez más seguido por aquel parque y cada vez encontraba más recurrentes sus visitas a alimentar a las palomas del lugar, nació justo ahí una tan estrecha unión entre los dos que me he visto obligado a romperla de ese modo, con un asesinato.
Mi niñez y mi adolescencia aunque no parezca, habían llegado hace mucho a su término, por lo mismo, no obstante la fuerza con que impresiono a mi alma la perfección de esa mujer de solo 20 años, ni por un instante pensé que podría transformarse en amor. No; nunca quise que eso pasara. Ansiaba, desee su amistad, su trato íntimo si se quiere, porque siempre es muy placentero estar cerca y departir con una mujer bella a la par que inteligente. De esa manera intimamos con una voluntad no expresada, pero consentida con alegría y placer.
A la misma hora, en la misma esquina, desde ese momento y en adelante nos encontrábamos todos los días. E íbamos por las calles y plazas dando amplios rodeos, conversando de todo, sin reparar en nada ni en nadie, como si el mundo girara exclusivamente en torno nuestro. Al llegar a su casa, nos despedíamos sin ocultar ni uno ni otro el deseo y la esperanza de vernos al día siguiente, al fin de mi jornada, y al encontrarnos de nuevo mientras ella alimentaba a las palomas.
Ninguno quería que sucediera, pero aquella veinteañera en pleno florecimiento se convirtió cada vez en algo más esencial para llevar el día a un buen término, cada vez añoraba más sus charlas que nunca hablaban de nada en especial sino más bien del mundo y sus cosas.
Con el pasar del tiempo aquellas charlas se convirtieron en una buena amistad, y fue ahí cuando decidimos que nuestros encuentros se llevarían mejor, en la tranquilidad del campo que en el bullicio de la ciudad, donde nos habíamos conocido y en la cual habían pasado tantas tardes de risas, canticos, charlas y cotilleos.
A poco, nos parecieron muy limitadas las horas del día para vernos, y empezamos a encontrarnos de forma prohibida y casi furtiva, a mi hora, la del crepúsculo, que es la hora donde la amistad se torna, tal vez sin pensarlo, sin quererlo, en el más profundo amor.
La noche nos encontró siempre unidos, abstraídos en nuestras secretas inquietudes que, a manera de relámpagos surgían entre frases y palabras de una conversación que quería ser indiferente, sin haberlo alcanzado nunca, y cuando las tardes y las noches fueron poco para la efusión de nuestras almas, apelamos a las tardes completas de los días de fiesta, y no en las calles de la ciudad donde las gentes nos atormentaban con sus presencias y sus atisbos curiosos, sino en los alrededores, en el campo; allí donde los animales, con ojos displicentes y despreciativos, miran al hombre como una cosa más; allí donde la tierra, con la opulencia verde de su grama, el oro de los trigales maduros, el rumor del agua corriente de sus mázales y las luces lejanas de la ciudad, hacen que el corazón estalle bajo el imperio de sus deseos más tenaces.
Fue entonces, en un día de carnaval, cuando nos fugamos de la ciudad al campo, para no interrumpir nuestras costumbres y fue entre los trigales dorados y entre los fardos de paja y nuestros juegos casi de niños, que logramos rendirnos de cansancio y de saludable fatiga con una larga excursión. Ahí, en aquel paseo al campo abierto, entre las laderas que bordean la ciudad, sentados en el reborde de una zanja de aquellas que dividen las numerosas fincas, ahí en el cerro, bien arriba, casi a mitad de la cuesta, viendo a la ciudad a esa hora en donde todo se vuelve locura, atormentados por la vista lejana de aquellos ríos de gente que aun desde la distancia se logran vislumbrar, y hablamos, no sé de cuantas cosas que quisieron decir nuestros labios. Reímos, no recuerdo porque, pero recuerdo que sus labios estaban encendidos, brillantes por una luz que mis ojos no podían captar. Incandescentes sus ojos de color marrón, hermosos como ningunos que conociera, iluminadas sus mejillas y resplandeciente su cabello pálido, oscuro y dorado bajo el crepúsculo, agitado por las suaves brisas de la montaña. Reímos y no paramos de reír, y ella, bajo la luz del sol de los venados, perfecta, enmudeció de repente.
Ella parecía una bella obra de arte, de esas que solo al verlas sabemos que han sido pintadas por ángeles, o por genios; parecía más bien esa rosa, esa rosa roja que alguna vez, vi en su pecho y que salvo a mi alma de su muerte; del mismo modo que aquella vez que la conocí, un impulso huracanado llego a mi alma, y entonces, la traje a mis brazos, y sin decir nada, la bese.
Ella sin protestar, como temí en un principio, atrapándome entre sus brazos, empezó a besarme, y entonces nuestros besos se hicieron uno.
Cuando nos separamos, ambos teníamos las pupilas dilatadas, luminosas y vagas, como suelen estarlo cuando el corazón arde de amor por dentro y siente uno que la sangre y el espíritu queman por una nueva energía divina que acaba de entrar al cuerpo.
Fue entonces cuando lo vi entre mis ojos,, comprendí en ese instante que ese amor, con toda su pasión, ya era un viejo amor… había nacido en el primer encuentro.
Repuestos de la conmoción del primer beso, caímos en el disfrute de una extraña alegría, a cada palabra, a cada gesto brotaba, no propiamente de nuestras gargantas sino del fondo de nuestros corazones, una sonora y atropellada carcajada, que parecía rodar como una elástica pompa de aire y de música por las alquerías y los potreros. Ya no nos fue dable permanecer sentados, sino que comenzamos a correr cual locos por las pampas abiertas. Algunas veces tomados de las manos; algunas otras persiguiéndonos por los llanos repletos de margaritas y dientes de leon, reíamos y gritábamos como locos por toda la inmensidad del campo, parecíamos dos niños o dos adolescentes que de improviso se han encontrado con ese extraño juguete llamado amor, un extraño juguete que, sin el aguijón de la pasión, se mira y se acaricia con la dulce inocencia de los ojos. En los límites de la madurez, el mejor goce es regresar a la infancia, como yo aquel día; y como ella también, porque aunque sus mejillas, y sus ojos, y sus labios, y sus manos tuvieran aun aquel pasado encanto quinceañero, ya era una mujer completa y llevaba en su alma secretos infortunios.
Como he dicho, ella era una veinteañera, y yo, aunque parezco joven, tengo más años de los que usted se atrevería a señalarme, por tanto nuestro amor era prohibido y mal visto por todos cuantos realmente saben de mí.
Después, nació el amor grave, ese amor si se quiere, doloroso, pasional, ese amor que desgarra carnes y vestiduras, y las garras de la lujuria se clavaron con ahínco en nuestra carne. Se ensombrecieron los días, y la inocente felicidad anterior, murió para que sobre sus despojos naciera una felicidad, si se quiere, más humana, pero también más bella y deleitosa, desde el momento en que ella, mi amada, se despojo de su inocencia, nos olvidamos del mundo, y fue nuestra locura, bebía de sus ojos su vida, pero se la devolvía en sus besos, y entonces, nos olvidamos de las leyes del mundo, de la sociedad en que vivíamos. De las leyes que rigen las relaciones entre los hombres cuando ejercen el derecho de sus más caras pasiones. Y cayó sobre nosotros la censura implacable, que sirvió no para abatir lo que habíamos levantado sobre nuestros corazones sino para elevarlo aun más, para que fuera más ardiente, más audaz, mas altanero, mas altivo, mas, mucho más embriagador que el amor desabrido de las blancas purezas sin alma. Y la sangre canto entonces los poemas que no puede concebir el espíritu solo. Y repitió vez tras vez el milagro del primer día de la creación, en nosotros.
Llegó mayo y con él la primavera, y para escapar de los ojos señalantes, y como la buena experiencia siempre enseña, el tiempo logra que todo sea aceptado, o cuan menos asimilado. Así fue como tuvimos que abandonar la ciudad, yo estaba en capacidad de proporcionarle lo que siempre había deseado, viajar. Y viajamos por todo el mundo. Saboreando todos los placeres. Nos extasiamos en la contemplación de las obras deslumbrantes del ingenio humano. Conocimos desde los primeros balbuceos del hombre en las más diversas artes, pasando desde las pinturas de el oriente, a las impresionantes esculturas y monumentos de la antigüedad, vimos incluso las modernas desviaciones estéticas, todo lo vimos, todo lo observamos, lo analizamos en función de nuestro amor. Conocimos a las arenas negras de mares desconocidos, tierras que no aparecen aun en todos los mapas, las grandes islas y las más pequeñas, a los zafarís de áfrica, a las selvas de la india, a los rincones forrados en flores que se encuentran en las zonas más ocultas de la amazona. En medio de nuestros viajes, en medio de los escombros de las viejas ciudades nos trasladamos a tiempos inmemoriales cuando los antiguos sabían arrancar del alma los gritos ardientes y melodiosos de la sangre, los canticos a los más diversos dioses vivos. En el coliseo romano, una noche de luna tan llena y tan grandiosa, cual cesar lascivo y caprichoso, arranque de los labios de mi compañera el profundo y sublime sollozo de su entrega. No pocas veces, en el recinto de los antiguos tiempos de los dioses que algún día acompañaron a mis ancestros, caí de rodillas, en un acto contradictorio de agradecimiento por haberme deparado el amor de esa mujer, bendecido por los dioses, y lleno de arrepentimiento al mismo tiempo por haberla hecho mía sin los ritos sagrados.
Llegamos a la remota india, descubrimos los ríos sagrados de la china, y acaricie con mis manos a muchos de sus antiguos y olvidados dioses, penetramos, osados y sacrílegos a las pagodas, violamos los secretos de los antiguos templos de los faraones, y nos refugiamos humildes, entre carpas y bohíos, escuchando el rugido de los espíritus a las sombras de estos monumentos grandiosos.
Paseamos por toda Europa, por toda Asia, por toda África y Oceanía, desvelando sus misterios en lenta visita por las ciudades recién destruidas por la guerra. Orgullosos y soberbios ante tanto ser triste que nos miraba con envidia, según nos lo imaginábamos.
Cansada ella de tierras y cielos tan diversos y ajenos, Duro el viaje diez largos años hasta que ella empezó a añorar su hogar, su tierra, esta que es su ciudad y a su familia, pasaron dos años más de viaje, hasta que le di fin a su melancolía, regresando a este que fue nuestro hogar.
Durante el viaje no me descuide en este hecho, y anticipándolo, antes de nuestra partida recurrí a los mas premisos arquitectos, a los de más resonante fama, para que formaran el palacio que sería su hogar, una mansión como ninguna otra, como las que se describen en cuentos y en leyendas, donde también hice plantar los más variados frutos y las más hermosas flores, desde lirios y margaritas hasta los más gigantes girasoles.
Dilatado tanto el viaje, regresamos a nuestra nueva morada. Y nuestro día de retorno, una tropa de sirvientes y lacayos nos recibió en medio de ceremonias de estilo cortesano. Lo que más le emociono, fue encontrar ese jardín jamás, vestido suntuosamente con flores de todos los climas y las más pintorescas especies de aves.
La primera noche, la conduje hasta un lago iluminado desde lo profundo de su cauce, y goce al sorprender en sus ojos el pasmo que le causaron los innumerables peces que jugaban entre las ondas como ampollas de luces recamadas de milcolores escamas.
Y vivimos felices mientras duró, hasta que un día su ánimo empezó a decaer y su mirada a hacerse cada vez si más tranquila y viva, más alejada de mis ojos. Lo que tanto yo había temido venia acercándose cada vez más.
Ella, intentando ocultar su estado de mí mientras fuera posible, empezó a alejarse…
No sé porque lo hizo, porque quiso ocultar que llevaba en su vientre un ser procreado por los dos, no sé porque la fuerza de su alma le llevo a dejar de comer hasta debilitar su cuerpo, pero yo, intentando salvarla, llegue a traer del viejo continente a los médicos más reconocidos, a los mejores y más grandes que el dinero podría pagar.
Entre tanto, un día, cierta vez se me acerco cautelosa y al parecer tímida, creí que iba a decirme lo mismo que ya en repetidas ocasiones, que me amaba, o a ofrecerme la dulzura de sus labios. Pero no. Muy lentamente acercándose a mi oído, en un leve y casi lejano rumor de sus labios, apenas alcance a distinguir esta palabra: hijo
Enferma y débil, meses después, dio a luz, y ella nació, hermosa, como el hijo de dos dioses que en su perfección dan vida a un ser entre dios y pléyade.
Una enigmática sonrisa entre ángel y trono pasaba por el rostro de nuestra perfecta hija, un ser entre Azbogah, y la Shekinah. Que nadie creía que ella, había muerto nada más, que por un descuido de un juvenil medico. Por eso, por su belleza, creo, no pudo vivir más que tres meses, pues en el cielo se requería su presencia… ¡y esa fue la primera y la más dolorosa de las penas!
No obstante, jamás desaparecieron por completo las horas de loco placer entre los dos. Y cuando el tiempo puso su loza de olvido sobre el recuerdo de la niña, volvió la pasión a apoderarse de nosotros. Ningún mortal, doctor, es capaz de comprender hasta donde fuimos felices.
Una espina de dolor y de celo era la única sombra que se interponía entre tanta luz. Era la duda que siempre había tenido de destino que ella le había dado a la rosa roja que llevaba sobre el pecho el día en que la conocí. Implacable y tenazmente me martirizaba el pensar que tal vez por desamor no me la había regalado ni me la quería regalar. Pero, ¿donde la guardaba? ¿En qué extraño cofre la mantenía escondida, fuera de mi vista y de mi espíritu? ¿Por qué no me dejaba ni siquiera aspirar el exquisito perfume que exhalaba?
Un pétalo, solo un pétalo, yo le suplicaba a menudo, y ella, siempre callada, se limitaba a sonreír. Sonreía con sus labios, rojos como la rosa. Se le encendían las mejillas, blancas como la nieve de las blancas cúspides de los nevados. Sus manos, blancas y finas, se apretaban entonces sobre el pecho, aparentando con ese gesto defender su rosa de mis malos deseos. Un pétalo, repetía yo; un pétalo solo para en el adivinar el perfume de su rosa. Mas nunca quiso contestar mis palabras, a mis suplicas. La perenne enigmática sonrisa se paseaba por sus labios, y yo pensaba que me compadecía.

Para hoy tenias proyectado un paseo al mismo sitio que sirvió de escenario al primer beso. Porque hoy, creo, es día de carnaval. Íbamos a contemplar la ciudad desde los altos flancos del cerro. Volveríamos a correr, a reír, a gozar inocentemente la vida como aquella primera oportunidad, cuando, lejos de la grosera alegría de los mortales, renació la niñez en nuestras almas. Temprano, muy temprano en la mañana. Cuando estuvimos en el balcón a donde siempre nos asomábamos a ver el despertar de la mañana Y fue entonces cuando un hecho inesperado, o quizás presentido en secreto por mi alma, vino a realizarse. Conversaba con ella. Ella sonreía a todas mis palabras. En el momento en que le hablaba de la rosa, un coche atravesó la avenida de los cerezos. Un hombre joven de gentil postura, y lentos y elegantes movimientos, manejaba las bridas. Al descubrirnos, su mirada insistente y enamorada se clavo en ella. El sonrió y al sonreír se le desprendió de los labios una rosa roja…
La misma rosa roja que ella llevaba sobre el pecho el día que la conocí; y, sin reparar que yo estuviera a su lado, sonrió ella también. Acababa de revelarme todo ello que el era el hombre a quien ella le había regalado mi rosa, la rosa de mis amores y de mis sufrimientos, la flor maldita que había deseado toda mi vida y que ella, siempre sonriendo, sin pronunciar palabra me había negado. Y ya no fui yo, vi el romperse de mi felicidad en mil pedazos luminosos, como en las peñas el agua de la cascada. Nada quedo con vida dentro de mi corazón.
Ella había regalado mi rosa a aquel joven médico que traje para su servicio. Aquel que había dado también, muerte a mi hija.
Loco, loco de venganza, sediento de sangre, mordidas mis entrañas por una furia ciega, lo tome entre mis manos convertidas en garras y lo lance contra el suelo, de suerte cayendo su sacro en una piedra y muriendo al instante, loco, loco de venganza, convertidas mis manos en dos garras y mis ojos rojos por la ira antes contenida en mi sangre, mudo, implacable y cruel empecé a estrangularla. Sentí y oi el quebrarse de sus huesos. Su respiración convulsiva principio a confundirse con la mía y a oprimir mi garganta. Al romper sus huesos, el dolor que ella debió sentir se clavaba en mis manos, pero a pesar de ello gozaba con el tibio y espeso chorro de sangre que se deslizaba por entre mis dedos.
Doctor, mire mis ropas, están empapadas todavía. Mire mis manos, están rojas y heridas. E aterro el escuchar dentro de mi propio cráneo el crujido de sus huesos cuando mis manos los rompían como objetos de cristal. Creo haber advertido cuando su alma se separo de su cuerpo. Entonces la arroje lejos de mi, porque ya nada mas tenía que hacerle.
Entonces, corrí desesperadamente para evitar que me persiga, como dicen que hacen los muertos con sus asesinos. Entonces llame a mi abogado, quien me ha aconsejado….
No pudo concluir. Nuevos violentos golpes en la puerta paralizaron a los dos interlocutores. Súbitamente irrumpieron en la casa cuatro hombres en compañía de un cura catolico. Uno era también religioso, de aquellos judíos de sombrero negro, al descubrir este hombre alto y de cabello negro al asesino, “aquí está”, dijo con voz gozosa. Y dos de los otros se echaron sobre el perseguido,
Doctor, defiéndame, alcanzo a decir, el asesino, pero ya el rabino se había acercado veloz y clavándole en el brazo una aguja hipodérmica, cayó fulminado el asesino como un montón de carne sin vida, bajo la acción de aquel liquido transparente que en algún momento se alcanzo a entrever en la jeringa de cristal.. entonces, se lo llevaron a rastras a pesar de las protestas del abogado.
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Dejando caer en el abogado la ternura de sus ojos rabino dijo: ha sido el más extraño de todos. Cuando se interno en el manicomio a cuenta propia llevo consigo el retrato en colores de una bella mujer que tenía en el pecho una bella rosa roja. Con ella se había pasado las horas y los días conversando a la puerta de su celda. Y lo consentíamos porque era inofensivo y fantaseador. Pero esta mañana cuando el muchacho que volvía con el carro del mercado, al mirarlo sonrió y dejo caer de sus labios una rosa roja que había recogido en el camino, el loco perdió su ordinaria mansedumbre y, agarrando entre sus manos el retrato, lo hizo pedazos. La sangre que cree de su mujer, es su propia sangre…. Ha sido en verdad, la mas extraña locura que hemos presenciado..
El abogado estaba perplejo. Miró al religioso con dolor y sonrió tristemente:
Y yo que alimentaba la esperanza de que esta iba a ser la mejor, y la mas interesante de mis audiencias.
Un pequeño detalle Doctor Alvear, dijo enseguida el rabino, este hombre ha estado en el manicomio desde que yo era un joven aprendiz, desde entonces y hasta ahora, no ha envejecido un solo día...
El doctor Alvear, entonces, sin más, se tumbo boca arriba en el diván mientras su invitado salía por la puerta principal escoltado por aquellos hombres.
Mientras, en lo alto de la montaña, entre las ruinas de un antiguo palacio, oculto entre el amplio bosque, ruinoso e irreconocible, hay aun dos cadáveres, envueltos entre las espinas de un rosal.

Texto agregado el 01-04-2010, y leído por 75 visitantes. (2 votos)


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