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No sé a ciencia cierta por qué razón Ana, la profesora de matemáticas, me tenía tanto fastidio en el séptimo grado y aprovechaba cualquier oportunidad para hacerme más complicado el asunto de estudiar. En alguna clase, recuerdo vagamente que dijo, mirándome como depredador ansioso de presa, que ella no se confiaba mucho en esas que parecían no matar ni una mosca. Quizá haya allí una pista, un indicio para justificar su inexplicable molestia hacía mí. Vaya a saber de qué recuerdos suyos venía a ser víctima yo, que no era más que una muchachita taciturna, totalmente inofensiva. Tan inofensiva era, que resulté, sin proponérmelo, encontrando la horma de sus expectativas.

Aquella mañana, acabando ya el año escolar, terminé antes que los demás el examen final de matemáticas. No recuerdo sentirme especialmente orgullosa por ello. De todas formas, debía permanecer en mi puesto hasta que Ana anunciara que se había cumplido el tiempo del examen. Totalmente ensimismada, fantaseando inofensivamente con las mil y una posibilidades de camuflar un machete (mi cobardía no me permitía más que fantasear), no me di cuenta que abría y cerraba mi pañuelo blanco, imaginándome, casi babeando, lo excelente que sería para tales fines (de alguna manera debía matar el tiempo). Absorta en mis fabulaciones, me sorprendió Ana con un furioso y aterrador: ¡Abra el pañuelo!

Di un brinco en la silla y enseguida quedé estupefacta. Sospecho que a muchos de mis compañeros les sucedió igual. Se habían roto la concentración, el silencio y el tiempo para dar paso a una prueba de honestidad.

¡Que abra el pañuelo!, repetía Ana energúmena e impaciente mientras yo me negaba, apretándolo entre mis manos, repitiendo tímida y vergonzosamente: pero, pero, pero... Ella pensó, quizá, haber pillado por fin a la mosca muerta, haber encontrado la oportunidad para desenmascararme, para confirmar, ante toda la clase, sus sospechas sobre mí. Yo sólo pensaba en la vergüenza que estaba a punto de exponerse. ¡Que abra el pañuelo!, insistió una vez más Ana. Abrí el pañuelo, mostrándolo en alto, de lado y lado. No había más que mocos. No sé qué hicieron mis compañeros, pues estaba muy aterrada como para ponerles atención. Ana no dijo nada. La depredadora encogió los hombros y volvió a su escritorio, víctima de sí misma. Envolví mi pañuelo y me quedé muy quieta, como una mosca muerta, hasta el final del examen.

Texto agregado el 13-04-2010, y leído por 64 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
13-04-2010 Buen cuento. Muy bien narrado y resuelto. firpo
 
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