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De acuerdo con la moral en turno, mis intenciones siempre fueron las peores, las más egoístas, las más vulgares. Al principio pretendía que no era así. Traté de convencer a la gente más allegada a mí de la validez y honestidad de mi modo de proceder pero poco a poco me fui rindiendo. Así que me convertí a la práctica del más puro cinismo. Entonces, siempre que tenía que aceptarlo en público, lo hacía en un tono sarcástico que abría lugar a todas las dudas y que ponía a resguardo mi integridad moral y mi ética personal.

Era la misma historia que se ha venido repitiendo desde el inicio de los tiempos y que ha sido siempre validada por la información genética que no deja de recordarnos que, menos en el fondo de lo que quisiéramos, somos animales.

Había probado muchas técnicas y muchas estrategias. Algunas complejas y rebuscadas, otras simples y directas. Una extensa experiencia de campo basada en el ensayo y error, me había enseñado cuáles eran las que funcionaban y cuáles no, con quién sí y con quién no. Cuáles daban resultados a largo o a corto plazo. Cuáles daban resultados temporales y cuáles permanentes. Muchas veces estuve tentado a escribir algo así como un manual. Me encanta escribir manuales. Sin embargo, en este caso –como en casi todos en los que se involucre a seres humanos– los principios no aplican fuera de contexto, éstos son siempre subjetivos y dependen de un sinnúmero de detalles: del carácter de cada persona involucrada, de la forma cómo su historia personal los hace reaccionar a ciertos estímulos, de las costumbres propias del espacio geográfico en que se desarrolle la acción, de los usos y costumbres del grupo social al que pertenezcan los actores, de los simbolismos sociales y psicológicos que apelan a cada quien (i.e. la agencia y la estructura)… vamos, no quiero decir que sea imposible, pero la verdad es que me da hueva. Tal vez alguien alguna vez lo haga, pero estoy seguro de que si va a tener éxito, no lo podrá hacer en papel. Un manual como ese reclama el uso de tecnología de punta. Ya sabes, una programita en el que metieras, al menos, unas 100 variables que te definieran a ti y a tu víctima potencial. Eso podría darte una estrategia inicial que el programita iría afinando sobre la base de una retroalimentación constante. De hecho, tendría que se un programa inteligente que se fuera mejorando así mismo en base a los resultados y comentarios de sus usuarios.

Bueno, el caso es que mi última y más refinada estrategia personal consistía en tender una red de largo alcance y sentarse a esperar. Digo mal, no era la última, era más bien la primera, pero la única que usaba recientemente; y lo del refinamiento queda en duda ante la evidencia de sus últimos resultados.

El caso es que la estrategia funcionaba como una máquina recién afinada, corría parejita y, si se pegaba el oído, se podía escuchar como emitía un agradable ronroneo. Básicamente consistía en aprovechar cualquier oportunidad en que se hablara de temas serios para, de manera pública y casual, sacar a relucir la coherencia de una filosofía de vida parecida a la que se discute en la Insoportable levedad del ser. El tingladito consistía en contraponer la tesis de Parménides y Nietzsche –acerca de la positividad de la levedad y la negatividad del peso– a la escala de valores honrada y defendida por los presentes. El truco consistía en enredar a los contertulios con las paradojas éticas y morales a las que conduce una discusión de este tipo y en aderezar el debate con una introducción rápida al concepto del eterno retorno u otros similares. Invariablemente, el resultado del debate favorecía a la levedad. Esto se explica porque en una discusión entre intelectuales wannabe nadie puede darse el lujo de negar los beneficios de la progresividad de pensamiento y, al mismo tiempo, nadie puede aceptar que en lo más íntimo se avergüenza de no ser un practicante de su propia doctrina. Es decir, por un lado manejan un discurso contestatario de libertades, tolerancia, democracia y cualquier otra cosa que esté de moda en el momento (desde cuidado ambiental en el amazonas hasta la defensa de los derechos humanos en el Tíbet)… y por el otro, su forma de vida y los privilegios de que gozan están basados en exactamente los valores contrarios (esto sucede tan a menudo que da miedo darse cuenta). Una vez que se veían desahuciados en las contradicciones de su pensar y su actuar, yo salía al rescate y –muy amable de mi parte– les proveía una solución convincente. Es más, les daba la solución que querían escuchar. Les daba una absolución.

Primero les facilitaba algo de qué asirse para que dejaran de sentirse huérfanos. Les decía que ensalzar el peso en sus prácticas íntimas y cotidianas no era del todo malo, y que no por ello traicionaban sus principios intelectuales. Les decía cosas como: “…cuanto más pesada es la carga, nuestra vida es más real y más verdadera. La levedad hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire a tal punto de volverse insignificante e intrascendente…” Pero antes de terminar de apaciguarles su próxima noche de sueño, les dejaba una astilla para que se entretuvieran. –“…sin embargo, ocurre que el peso y la levedad no son contradictorios, si bien su relación es inextricable. El peso por sí no puede existir si no existe la levedad; al igual la levedad no puede existir sin su contraparte; las cosas existen y se definen por oposición. Levedad y peso son estados complementarios, que además se pueden transformar uno en otro. Ambos conceptos tienen un carácter progresivo, uno que nos lleva indiscutidamente al otro y, para rematar, bajo ciertas circunstancias pueden coexistir de manera pacífica y equilibrada”.

El siguiente paso era esperar. Eventualmente, alguien siempre llega a pedir una nueva discusión para aclarar ciertos puntos. De manera invariable, estos ciertos puntos, al igual que en la historia de Kundera, tenían un tinte erótico (de hecho, muchas veces la estrategia incluía el regalo de esta novela). Lo que seguía era ya lo más sencillo, cuesta abajo. Sólo había que poner de manifiesto mi perenne disponibilidad para aligerar sus vidas y esperar.

La gente que se considera pensante siempre necesita algo complejo en qué pensar, algo que pueda aplicar a sus decisiones cotidianas para después evaluar hasta que punto esta filosofía particular se adapta a sus necesidades. Eso era en esencia lo que yo les ofrecía: les daba el problema y la solución, todo en el mismo paquete. Una filosofía pre-digerida y las oportunidades para probarla en la práctica. Además me ofrecía como voluntario en sus experimentos: sin riesgos ni compromisos. –¡Una ganga!

Pues bien, yo estaba muy complacido con el desempeño de esta estrategia, con las experiencias obtenidas durante su desarrollo. Sus resultados, que nunca dejaban de sorprenderme, habían llevado mi ego a alturas insospechadas. Me sentía en completo control de la situación.

En esas estaba cuando llegó. Bueno, no llegó; siempre había estado allí. Era la única –que me importara– que no había mordido el anzuelo (aunque creo que realidad nunca lo hizo). El caso es que llegó y todo se fue al carajo: la levedad, el peso, el eterno retorno, las conexiones biológicas entre todos los elementos de la estrategia, mi cinismo largamente saboreado, mi egoteca ampliamente disfrutada… De repente me encontré que mis intenciones se convirtieron en las mejores, tengo un deseo irreprimible de compartirme con ella. Al principio pretendí que no era así, pero poco a poco me fui rindiendo ante la evidencia y me convertí a la práctica de un nuevo cinismo. Ahora, siempre que me veo en la necesidad de aceptarlo en público, lo hago en un tono sarcástico que abre lugar a todas las dudas y que pone a resguardo mi integridad moral y mi ética personal.

Texto agregado el 14-04-2010, y leído por 68 visitantes. (0 votos)


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