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Un atardecer de julio cuando las nubes se veían lejos en el horizonte detrás de las montañas y cuando todo el ambiente tomaba una coloración rojiza fue cuando conseguí uno de los recuerdos más recurrentes de mi infancia. Entraba por la puerta frontal de la finca donde veraneábamos todas las vacaciones y justo antes de abrirla escuché desde dentro de la casa un bolero que nunca había escuchado. Me asomé por la ventana y vi como en la cocina mi abuela de 78 años y su prima, un par de años menor que ella y que también era su mejor amiga, bailaban cogidas de la cintura al son del Trío los Panchos riendo y llorando al mismo tiempo.
La radio que sonaba era mi grabadora que con cinco o más años desde adquisición se veía muy deteriorada. Había sido un regalo de cumpleaños de alguien que seguro no me conocía, si lo hubiera hecho sabría que entre las actividades de un niño de siete años no estaba incluida escuchar la radio. La grabadora era de color negro brillante, tenía forma ovalada y el espacio para poner un cassette. Por interés propio solo la prendí una sola vez y fue cuando la saque de la caja. Ese día la tome entre mis manos, bajé la palanca de encendido desde la señal de apagado hasta la señal de radio A.M. y desde mi habitación intenté sintonizar cualquier emisora, pero sin importar lo mucho que moviera el anillo no logré captar ningún sonido. Mi hermano mayor que estaba presente en la apertura de regalos, sin haber solicitado yo su ayuda, desde atrás de la grabadora extendió la antena y ante mis oídos celosos de su astucia oí a un hombre anunciar una canción que yo acostumbra cantar todas las mañanas al despertarme. Le quité mi grabadora de sus manos para demostrar que yo sabía tan bien como él sintonizar una estación, pero para el infortunio del aparato mi hermano nunca soltó la antena que terminó rompiéndose en su primer día de uso.
La siguiente vez que esa grabadora se encendió fue en mi finca y gracias a mi abuelita que la rescató de una caja en un armario de mi casa. La llevó a la finca donde no había televisión y donde se iba la luz con frecuencia. La grabadora tenía su lugar en la cocina donde sonaba mañana y tarde. En las noches se encendía un radio pequeño que estaba en la habitación de ella. Ese radio pequeño sonaba a la hora de dormir y cuando mi abuelita se levantaba en la madrugada. Con el tiempo esa fue una de las razones para que dejara de dormir con ella, por más bajo que estuviese el volumen siempre me levantaba la voz de algún locutor a las cinco de la mañana anunciando las noticias.
Cuando entré a la casa esa tarde de color rojizo mi grabadora ya se veía vieja. Seguía con su antena rota, se había caído la tapa de la casetera y su color negro lustroso se había opacado por una fina capa de grasa y polvo formada día tras día de su estancia en la cocina. En ese lugar mi abuelita y su prima bailaban una vieja canción que seguramente les recordaba mejores épocas, cuando sus esposos vivían y tenían familia propia no una prestada de sus hijos. No sé si recordarían también épocas de colegio que habían pasado juntas en el internado de monjas, viejos amores y otros días felices pero escuché decir a mi abuelita mientras bailaba, reía y lloraba en esa tarde rojiza iluminada con el sol de los venados:
- La que muera primero tiene que esperar a la otra para llegar juntitas al cielo.

Texto agregado el 30-04-2010, y leído por 114 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
06-06-2010 magnifica historia y me arrancaste una carcajada con el final***** guero
30-04-2010 Bello. Lleno de una nostalgia dulce que no empalaga. ZEPOL
 
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