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A mañana del 12 de junio de 2010, María Bárbara Ruíz había quedado completamente sola. En un sopor de amargura insaciable, indómita para ella misma. Era para entonces una mujer de 71 años de edad, de cabello albino y ralo, de rostro enjuto y surcado por hondas estribaciones, un seño fruncido por hábito, mostrando siempre su estado de irritación inalterable. De manos delgadas y ágiles, de pies aún fuertes para las caminatas.
Vivía ésta en una casa de madera, lujosa, con aquel toque de buen gusto, muebles arcaicos, traídos de ultramar por su difunto marido. Un piano usado años antes en las reuniones familiares, pero no, ya yo más, el piano secretamente se descomponía sobre sí por la falta de uso, incluso su canto es pesado, cansado, un lamento de un vida miserable. Su habitación decorada con fotografías de su esposo, idolatrado como el bien máximo.
La mañana en cuestión sintió un sabor férreo en la boca, relamía sus labios, en busca de simular aquel olor: el olor de la desgracia y la soledad, a eso le sabía aquellos estados.
Sus trémulas manos rozaron un momento el tapis de la pared, después los marcos de las fotografías, bajó los dedos y sintió el fresco de los muebles, la textura lisa de las sillas y bebió para los adentros aquellos olores que evocaba en cada recuerdo.
–Estoy sola –dijo contorsionando el rostro, una mueca se pobló en aquel rostro viejo.
Sonó la puerta, alguien había entrado; inconscientemente ladeo los labios: Es la sirvienta.
–Señora, ya llegué –dijo la mujer desde la primera planta.
Bárbara dejó caer su cuerpo en la silla, miró a través de la ventana, allá los altos y lejanos cerros, poblaciones en las hondonadas, donde sobresalen las cúpulas de las iglesias, allá, grandes extensiones de vegetación, densa y difícil de ser transitada. Aves sobrevolando el azul, dejando una estela de canto tras sí. ¡Hermoso día!; allá marchaba un viejo a caballo, relinchido y después el canto de las aves en las copas, mirando desde la espesura con ojos oscuros.
–Sabe a gloria –dijo a sí, pero inmediatamente el sabor a metal se tornó en su lengua, recordándole sentir amargura.
La sirvienta mueve cosas, está limpiando.
–Estoy muy vieja –dijo.
–Sí, lo estás –le dijo su propia voz, inconsciente.
Por un breve momento recordó a sus hijas; todas ellas casadas con Dios sabía quién, abandonada, ¡Me abandonaron! ¡Esas Ingratas!, pero su réplica le vino una respuesta amarga: Tú las alejaste, con la violencia interminable que siempre te domina, tú eres la autora de tu desgracia, haz y veras los resultados… y el resultado era soledad.
La hija menor fue quien se fue primero, un invierno crudo, cuando las cumbres de las montañas se tiñeron de blancos y azules; se fue sin decir nada. Fue por la noche cuando se descolgó de la ventana, y se fue, cual fantasma en las sombras de la noche, ¡Para siempre!
La segunda fue la mayor, quien planeaba casarse, y fue ella, Bárbara Ruíz quien le prohibió el matrimonio y de plano mandó matar al “desgraciado”; un tal Gallegos que fue hallado en una zanja en la sierra. ¡Allá van a morir los perros! –dijo ella en su momento.
La mayor, sin soportar el dolor de la pérdida, se fue a plena luz del día, alegando ir a comprar… pero se fue, corriendo con desesperación por la sierra, escalando montañas, desgarrándose el vestido y Bárbara no lo sabía aún –ni lo supo nunca- que su hija estaba encita.
Se fue con la corriente del río que se va al mar, al ancho azul danzante.
Las buscó a las dos.
-¡Son unas perras! –gritó a los cuatro vientos, no tuvo respuestas, enfurecida maldecía, eran sus hijas unas putas…
La de medio, Aurora, fue que vivió con ella más tiempo. Puesto que Aurora era sumisa, siempre hacía su voluntad la de su madre, la asimilaba con cada bocado, en cada reproche, en cada bofetada dada en secreto… pero no aguantó; era una vida de perros aquella.
Resistió los embates de su madre… pero al final... al final, ¡La odiaba! ¡Su madre era un monstruo!
Aurora cumplió 21 años y fue cuando conoció a Rómulo Gallegos, hermano del difunto Sebastián Gallegos quien fue novio de la hija mayor, llamado como su madre: Bárbara.
Rómulo era un estudiante de letras, gallardo y siempre dispuesto a la risa como a un comentario intelectual y acertado, un enamorado se Homero, Virgilio y Cervantes. Románticos las más veces, amo de un prodigiosa pluma.
Conoció a Aurora en el único lugar donde se le encontraba fuera de su casa: La iglesia.
La vio pasar, con un aura propia de las musas soñadas por homero: Oh, musa, cual te presentas ante tales mortales, indignos de tu presencia, hija del Rey Olímpico.
Meticulosamente, Sebastián se hizo de información, y supo del bestial carácter de la madre y de la pena de la misma, creyéndose abandonada por las hijas.
Con el cuidado que merecía aquel peligroso cortejo, Sebastián hacía todo lo posible para acercarse más a Aurora, Oh, Aurora la de los rosados dedos, que cabalgas en tu carro jalado por dos bellos caballos.
Pero Bárbara tenía casi un sentido sobrenatural, aquel poseído por las madres celosas, quienes sospechan de cada mínimo cambio en sus hijas. Mandó a espiar a su hija con una trabajadora doméstica.
–Se ve en secreto con un joven –dijo la empleada una tarde de verano.
La ira emergió, cual grito de Tifón al darles guerra a los Dioses del Olimpo.
Entró a la habitación y sin preámbulos preguntó:
– ¿Quién es ese hijo de perra con el que te ves? –dijo dando un fuerte golpe en la pared, ésta tembló y un cuadro cayó al suelo.
Aurora ladeó el rostro, mirando las fieras fauces de su madre. Su terror fue confirmación para Bárbara. Aurora pensó en Sebastián y el estómago se le hundió, allí estaba el temor, en aquellas contracciones musculares dolorosas, que envolvían los órganos vitales.
Encerraron a Aurora en su habitación, y por dos meses no vio a Sebastián.
Sebastián en tanto urdía un plan para sacar a un mujer, inspirado por los cuentos románticos, en especial los de dragones y doncellas: Su madre es el dragón más terrible que he visto, dijo el joven al mirar por su ventana a la casa de Aurora.
Un incendio sorprendió a Bárbara, ¡La huerta estaba en llamas! Y peor aún; ¡las llamas ya lamían el techo de la casa!
Abrió la puerta y dejó salir a su hija. Y Aurora vio a Sebastián entre la multitud que se acercaba para ayudar, ya con baldes llenos de agua o con palas para echar tierra.
Ella sintió una abrumadora sensación de desaliento, al verlo allí, con la mirada turbada por los meses de soledad y al no saber qué hacer para estar con él.
Sebastián se acercó a ella y la tomó de las manos:
– ¿Quieres irte conmigo? –dijo él.
Aurora volvió los ojos a su madre, la cual, lamentando su nueva desgracia maldecía a los cielos.
–Adiós, ¡Adiós Madre! –Dijo su voz para su propia alma.
Subieron a un auto y velozmente se fueron, abandonaron el auto y subieron a un autobús, después a otros cuatro… después sintieron los cuerpos ligeros por la sensación de libertad.

Bárbara Ruíz volvió a ver los retratos de su marido:
– ¡Maldito, tú también me engañabas! –y con fuerza arrancó todos los retratos de las paredes.
Los retratos destrozados en el suelo.
– ¡Siempre he estado sola! –dijo y un sollozo ahogó su garganta, los ojos anegados de lágrimas.


Texto agregado el 01-06-2010, y leído por 250 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
22-06-2010 Excelente.***** susana-del-rosal
 
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