Al abrir los párpados, un punto de luz amenazó mis pupilas, estrellándose en forma de asterisco sobre la cuenca de mis ojos. Reparé entonces de que el día había llegado y debía incorporarme, transformar mi horizontalidad en la forma más vertical y típica de los humanos que comienzan la mañana con la pregunta en los labios: “¿Ahora qué vendrá?”, pero mis miembros no respondieron; por el contrario, cual mortaja que oculta el rostro del difunto, separé la brillante luz con la oscuridad de mi frazada hasta encontrarme de nuevo con que soy dueño de la noche y ésta quería continuarla. Cubrí entonces mi rostro que todos los días se negaba a mirar el reflejo de la mañana colarse por aquel hoyo del techo.
Volví a la artificial nocturnidad, con la sensación de que el frío que se filtraba entre mis pies me recordaba, debía saltar de la cama, ¡despertar!, robarle minutos a la vida; hacer lo que millones de personas hacían en esta parte del planeta, con sus cotidianas vidas, salir a trabajar y respirar el smog de la ciudad; llenar las calles de autos en prisa, tropezar con algún descuidado coche de algún recién estrenado infante o simplemente absorber con mis dilatadas pupilas las conocidas formas del mundo viviente: edificios antiguos, asfaltadas calles, palomas colgadas del tendido eléctrico, señales de tránsito por todos lados o los tímidos dientes de león asomando sus amarillas flores en algún resguardado rincón de las aceras.
Algo en mi me advirtió que aún estaba vivo y que aunque deseara a veces ampararme en la idea absurda de continuar alargando la noche, imposible sería intentar tapar ese día aquel hoyo en el techo y su hiriente reflejo, sin que callera en la disyuntiva de que en el preciso instante en que las cortinas de mis ojos se abren para dar paso a la renovada luz de la mañana existe un Dios que nos la oportunidad de decidir continuar existiendo.