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Ha amanecido hace unas cuantas horas y la avenida está llena de personas, de autos y de movimiento. Es hora de descanso para algunos cobradores y choferes de los miles de micros de la capital. El puente está lleno. Las personas caminan apuradas y sin prestar mayor atención a nada. Suben y bajan las escaleras, y con la misma prisa que aparecen, se pierden, quizá tragadas por un vehículo en movimiento, o tal vez solo han sido una alucinación. Nada que rompa la nebulosa normalidad de la gran ciudad.
En un rincón del puente, agazapado, escondido, se halla el hombrecillo. Siempre sentado. Con un par de raídas mantas como todo abrigo, algunos diarios y un vaso viejo, carcomido, con algunas monedas en él. Su mirada ha perdido violencia. Sus manos ya no son poderosas, la ciudad las ha agotado. Nadie se detiene a mirarlo. Ninguna persona es capaz de advertir el dolor que cubre su alma.

****

Estaba sentado, tranquilo, resignado. Esperando monedas de algún inexistente benefactor, y ella apareció. Ella, la mujer de ojos grandes. Vestida en sastre y del brazo de su novio, un joven, seguramente ejecutivo, que le hacía juego con su traje oscuro y la corbata brillante. Ambos se desvivían en juegos inocentes de pareja y caminaban apurados. Él tenía el rostro adusto, pero en el brillo de los ojos se notaba que moría de amor por ella. Ella, más servicial en los gestos, hervía por todos lados de amor por él. El gastado e inexperto corazón del hombrecillo, explotó de fervor y pasión por la mujer de ojos grandes en un instante. Pasaron frente a él.
Caminaban entretenidos. Y la vista del joven se posó en el hombrecillo, lo estudió y detuvo los jugueteos con la mujer, se acercó al tiempo que metía la mano en el bolsillo. La sonrisa de la mujer se apagó y cruzó los brazos. Su compañero se agachó gentil y metió algunas monedas en el vaso. “Déles buen uso, señor”. La cogió nuevamente del brazo y siguieron su camino. Pero mientras se alejaban, la cabeza de la hermosa mujer volvió a girar y sus ojos lo miraron. Fue un segundo de contacto visual, un suspiro y se volteó de nuevo. El hombrecillo no cabía en sí de emoción, no sabía explicarlo. Las obvias barreras de todos tipos ya no existían para él, desde aquél día viviría de ese amor, viviría de esas miradas. Desde aquél día siempre esperó ansioso esa hora del día para ver pasar a su mujer de ojos grandes, a su mirada favorita. Ahora, ya no existía para él, el gris de la ciudad.
Fueron incontables días de ver a la feliz pareja caminar por ahí. El hombrecillo esperaba ansioso la hora en que sabía que aparecerían y los observaba detenidamente. Pero nunca se volvieron a dirigir a él. Pasaban de largo sin advertirlo. Nunca más se le había conferido la gracia de aquella mirada que era para él más importante que el vivir mismo. Nunca más aquellas inmensas masas oculares le habían permitido mirarlas de frente. Y cada vez más, una extraña desesperación, se iba apoderando de sus pensamientos.

****

Y fue en verano, cuando el cielo adopta un tímido celeste en la gran ciudad, que ocurrió la desgracia: la pareja llegó al lugar con ropas algo más ligeras, bastante apurados. Caminaban uno al lado del otro, los brazos entrelazados, pero con tiempo aún para muestras de cariño. Ella acababa de besarlo en los labios y limpiarle la pintura que dejó en ellos antes de sonreírle por última vez.
El hombrecillo apareció de golpe detrás de ellos y se prendió violentamente del cuello del joven, quién no tuvo tiempo más que para gritar y soltar el maletín que llevaba en la mano izquierda. La mujer gritó pero la avenida no se detuvo a presenciar su desesperación. Los dos hombres cayeron. El joven nunca volvería a levantarse. Un pedazo de vidrio en la mano del hombrecillo del vaso de monedas lo acusaba de asesinato, y un ligero río de sangre nacía en medio de la ciudad. La mujer sintió un mareo y no reaccionaba. El asesino enamorado se abalanzó sobre ella y la tomó de la mano, los ojos llenos de lágrimas. La mujer gritó. Un par de transeúntes lo neutralizaron torpemente.
Ha pasado el tiempo, y el hombrecillo sigue sentado en el puente, mientras la gente que pasa por allí es advertida: “cuidado, ahí está el loco, el que mata gente” y cambian de dirección o le rodean a prudente distancia. Lo más seguro es que termine de morir en ese lugar, con un dolor que le permite vivir, y aun respirar tranquilo.
Pero la mujer enterró al amor de su vida sin fuerza para vivir un día más. Y aún hoy no es capaz de pasar por el puente de la muerte. Mientras tanto, el gris se ha vuelto a apoderar de la ciudad y el hombrecillo ya no volverá a ver aquellos ojos que le trajeron su único instante de amor y muchos, eso sí, de dolor.

Texto agregado el 30-06-2004, y leído por 138 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
30-06-2004 Siento que hay un bache, justo después del asesinato. Tal vez fue apresurado el salto a " Ha pasado el tiempo ". Por lo demas, creo que es un buen cuento, al menos a mí me atrapó. Saludos de ... MAAD
 
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