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Definitivamente no puedo recordar qué edad tenía, pero ese detalle hace mucho tiempo que perdió toda relevancia. Tampoco logro establecer si fue un sueño o un suceso real, sin embargo me parece que jamás supe distinguir entre lo uno y lo otro. Es un punto éste, al cual me molesto con frecuencia en denotar a fines de no ser caratulada como delirante, mentirosa, mitómana y demás... cosa que por otra parte, no debería preocuparme -no en tal sentido- mas, la recurrencia respecto a mi confusión "real-irreal" nunca termina de acomodárseme, lo que me produce algo así como una necesidad de disculparme ante la reiterada acotación.



El malhumor esa mañana marcaba mis pasos, cada uno, y retumbaba en mi cráneo resoplando a través de mis fosas nasales. Sentía que expelía veneno y por un momento pensé que ese era mi desquite contra el odioso mundo: envenenando su aire.

La regordeta mano de mi mamá apretaba la mía a sabiendas de que era su deber sujetarme, no fuese que tamaña rabieta produjese un estallido indeseable, esa presión (represión) me dejaba muy claro cómo estaban las cosas: En mi contra.



No fue demasiado larga -para mi sorpresa- en esa ocasión, la caminata. Entramos a un viejo almacén sin conocer (yo), ni haber descubierto jamás la razón. Mamá desapareció detrás de unas cortinas hechas con pequeñas cañitas bambú eslabonadas que hicieron ese extraño ruido al ella atravesarlas. Yo me quedé parada en medio del negocio, muda, desconcertada. No duró mucho la incómoda posición en que me encontraba. Una mujer robusta (grandota -había decidido yo-), con cabello color paja peinado con grandes rulos que hacía de su cabeza una voluminosa bola esponjosa, me señaló un viejo y tosco banquito pintado en forma desprolija de color verde botella.

-Sentáte- me dijo. Y eso hice. Tímidamente. No estaba en verdad asustada. Sólo sentía que no cuadraba en el entorno.



Sobre un cajón bastante sucio reposaba una caja cuadrada que contenía fotos. Cientos de ellas (se me ocurrió calcular). Encima de todas, una me miraba con insistencia, sonriendo de tal modo que me invitó a tomarla, esa sería la explicación que la señora recibiría si percibía mi atrevimiento. Lo cual hizo pocos segundos más tarde y con vergüenza atiné despacito a devolverla a su sitio.

-Está bien... podés mirarlas, no hay problema- me dijo. Y me quedé -encantada- con la foto del joven señor sonriente, sosteniéndola con delicadeza entre las palmas de mis manos. Él continuaba sonriéndome y yo no pude menos que devolverle la sonrisa.

-Ese era mi hermano- Me comentó la mujer sin que mi interés dependiese de ese (o ningún otro) comentario. No me importaba. Ella siguió hablando al tiempo que acomodaba cosas en las estanterías, y su voz era un sonido adicional a todos los demás que mi canal auditivo filtraba, porque mi percepción se hallaba absorta en la visión de aquél hermoso rostro color sepia, de mirar claro y profundo. De sonrisa amplia y auténtica.



A través de los cristales del comercio se colaba rauda la luz del sol. En la caja brillaban las demás fotografías. Coloqué suavemente en una de mis piernas la que tenía en la mano (confieso que me asaltó la intención de robármela), y apoyé sobre las dos la caja, ya con total confianza, cual si estuviese familiarizada con las inmóviles personas estampadas en aquellas cartulinas brillantes, como por ejemplo el grupo que posaba delante de la Basílica de Luján. La mujer cabezota de peluche nos echó una ojeada a mí y a la fotografía;

-¿Te gusta mirar fotos?- me preguntó. Y previendo que sobrevendrían nuevas explicaciones le contesté:

-Me encanta. Y lo que más me gusta es adivinar quienes son.

-¿Y adivinás siempre?

-No lo se. Ni me importa saberlo, porque si no es cierto me gusta imaginarlo, como si las inventara yo.

Me miró sorprendida, y, pensándolo bien, medio ofendida porque supongo que deseaba continuar su (para mí) molesta cháchara. Así que las dos parejas con tres niños que posaban delante de la Basílica de Luján como marco (esta fue facilísima), acababan de bautizar al pequeñín vestido de blanco que sostenía una de las señoras en brazos. ¿La mamá o la madrina? -me pregunté- arriesgué una respuesta: La mamá. El señor al lado es el papá. Este nenito es hijo de la señora que posa sus manos sobre sus hombros (está bastante molesto por la situación, parece que sonríe pero en realidad está protestando) el otro se parece al chiquitito, así que es su hermano. Donde refulgía sonrisa, eso sí, era en el rostro de los adultos. La sonrisa era elemento en común a todas las imágenes estáticas. Adiviné (imaginé) abuelos, nietos, tíos, amigos... hasta nombres les endilgué..!, y cada tanto levantaba la caja para comprobar que el caballero de la sonrisa cautivadora continuaba allí. Regresaba al resto de la población atrapada en un punto de su tiempo, sonriendo para siempre y de pronto recordé un libro de lectura que había en casa, curioso fenómeno, casi no notaba diferencia entre aquellos dibujos y estos retratos.



Ticlitic, clic, clititic, ticliquitic... sonaron las cortinas. Y apareció mamá.

Rápidamente guardé todas las fotos que había extraído de la caja y al levantar ésta, mi plano amigo favorito se deslizó hacia el piso, cara arriba. Me estaban mirando de modo que lo tuve que devolver a su lugar de pertenencia, pese a que mi frondosa imaginación oía claramente su voz, pidiéndome lo rescate, lo refugie en mi bolsillo. Lo miré por última vez transmitiéndole sin articular palabra que no se preocupe, que aunque nadie -ni él- lo notase, me lo estaba levando conmigo.



Luego de saludar cordialmente: "Muá, muá, muá, muá", (yo me hice la otaria y no le di beso ni al loro), mi vieja me agarró la mano y salimos de allí.

-Mirá que sos chúcara- recuerdo que me dijo, ante lo cual me encogí de hombros porque realmente tenía cosas importantísimas que pensar camino a casa. Me preocupaba en demasía el hecho de que en mi casa nadie sonreía. Nunca. O casi nunca.

-¿Es que únicamente se sonríe ante la cámara fotográfica? ¿Es que sólo se sonríe para que los demás vean cuán felices (pareciera) nos hallamos?- eran mis angustiosas incógnitas.

-¿Qué pasaría si de ahora en adelante le dibujo a mi cara una sonrisa imborrable como la de Dany? (le había dado nombre al joven señor de la foto), ¿Podría seguir sonriendo auque esté de pésimo humor?, ¿Porqué las familias en los libros de lectura están siempre tan contentas? La mamá, el papá, el nene, la nena, el abuelo, la abuela, la tía, el tío, el vecino, la vecina, la maestra.... Si. Lo se. Es de una ingenuidad atroz semejante razonamiento, quizá no sobre, después de todo, recordar que aquello es parte de la tierna infancia. Lo terrible es que ella quedó muy pero muy atrás, sin embargo es abrumadora la frecuencia con la que me sorprendo sonriendo mientras alimañas no identificadas me mastican desde la laringe hasta el píloro. Ojalá mis oídos no hubiesen sido tan necios, tal vez sabría hoy por qué sonreía el bello hermano de Amelia ("Cabezota de Goma-Espuma")









Texto agregado el 16-12-2010, y leído por 157 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
16-12-2010 acuse recibo de inconformidad con lo estipulado en las letritas de abajo que nadie lee y que son oh sí probablemte la parte más importante de un estante de verdurlería aciaga y comprometida. 5* rancho_mEntal
16-12-2010 Interesante tu historia y tu cuestionamiento. Pues, si. Pareciera que solo sonreimos para la posteridad, para que los nietos vean, a través de una fotografía desteñida, lo felices que éramos y validen aquello de que "todo tiempo pasado fue mejor" ZEPOL
16-12-2010 Interesante perspectiva para el porqué de las escasas sonrisas que nos acompañan, me gustó =D mis cariños dulce-quimera
16-12-2010 . santacannabis
 
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