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Equipado hasta los dientes ascendía. Sus botas de piel no le hacían dejar de sentir el frío. Tampoco los rizos de lana de la piel de borrego que cubrían sus piernas. Esa piel de borrego que le llevó sus esfuerzos a conseguir. Esa piel de borrego que en otros es cuerpo real, pelo propio.

Las cuerdas enrolladas en su torso, a veces eran deshechas para aferrarse mejor a los salientes del monte. Bello monte. Enemistado monte. Contra qué, dudoso; aferrado a su cara de incomodidad sin querer cambiarla.

El tiempo se había metido en su viaje como rápido sale de un cuenco el agua al girarlo. Ese cuenco resistente. Ese cuenco de noble madera. Compañero de viaje a veces, pero no ésta. Lo mínimo en la bolsa, menos peso, menos cansancio.

El ascenso prosigue, con cierto entusiasmo y las mismas pausas. A cada desespero un parón. Una reflexión y un sentimiento. Seguir y bajar, volver a la gloria. Pasar de esa ladera siempre sombría a la otra, variable.

Los guarros estarán esperando a que él los vea y les diga algo sin decirlo.

Guardado en el hielo ese pensamiento, ahora lo pisa y se deshace. A saber qué encontrará en el otro valle. No merece perder tiempo en esa idea. Suficiente gana él paso a paso, calándose de malhumor, de resentimiento contra lo que le rodea.

Mala tierra le tocó, y ya sin alimento busca otro lugar donde caer muerto tal vez, o arrodillarse a beber del charco que dejan los frutos maduros de un árbol solitario. Ese jugo áspero y algo dulce que le hace ver cosas que no estan momentos antes. Desea volver a sorberlo, pero es difícil de encontrar.

Algunas piedras ruedan y lastiman su espalda mientras caen y le adelantan. Hace menos frío y puede parar ratos algo más extensos, aún que no le convenga despistarse. Deja que el tiempo se vaya a poco a poco de su cuerpo, y sonrie. Es la sonrisa espontánea. La sonrisa que no sabe a qué viene.

En su boca algo se mueve. Huecos aparecen sin poder evitarlo. Masticar tierra le hacía daño, y mellaba sus dientes. El nuevo valle le dará alimento tierno que no apretará con tanto dolor sus dientes traseros.

La chispa del metal y la piedra en su rozar dan calentor a su cuerpo y ternura a ése pájaro que ya no vuela. Una comida más en un sitio familiar, pero desconocido a la misma vez.

Duerme agarrando su bolsa de piel, con sus afiladas piedras adentro, su paja seca y su lengua de metal que al rozarse le dan calor y sentido a su algo reciente humanidad.

Vendrá después de esta noche un nuevo amanecer en otro mundo igual, con las mismas posibilidades a aprender que las de el día de hoy le ha dado. Ninguna más. Tal vez menos.

Texto agregado el 11-07-2004, y leído por 118 visitantes. (0 votos)


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