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Inicio / Cuenteros Locales / Este_no_soy_yo / Arturo y el fin del mundo

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Se levanta pensando que hoy es su último día vivo. Va al baño y orina. Regresa al cuarto. Se quita la pijama y se viste frente al espejo. Debería sentirse tranquilo, bien, dentro de unas horas su vida terminará, pero la verdad es que se siente triste. Tiene un profundo dolor en el pecho. Ha puesto en orden sus papeles, ha guardado en cajas todas sus pertenencias y las ha rotulado; Para mamá, para mi hermano, para mi tía, para Nora. Ha dejado en la mesa sus últimas cartas, todas en sobres blancos, escritas con escrupulosa caligrafía.

Sale a andar en bicicleta. Aún es temprano, así que hace frío. Siempre le ha gustado el viento de la mañana y el olor del pasto bañado con el rocío. Da dos vueltas al parque y antes de volver a casa compra un litro de jugo de naranja y dos quesadillas. Llega a casa, prende la televisión y desayuna. Luego, en el baño se lava los dientes minuciosamente. Orina de nuevo, se desnuda y se baña. Pone especial atención en el aseo de sus genitales. Regresa a su habitación y se viste.

¿Alguien leerá un buen discurso en su funeral? No lo cree. Su familia no es una familia que sepa de letras. Ellos rara vez escriben. Tal vez sólo digan algunas palabras, un Era un excelente hijo, un Te voy a extrañar, hermano, un Por qué te fuiste si aún no me pagabas lo que me debías. Pero nadie dirá un gran discurso que haga que lo recuerden durante mucho tiempo. Ayer por la noche estuvo tentado a escribir un discurso y dejarlo para que alguien más lo leyera, pero eso le pareció de muy mal gusto; comenzar a hablar bien de sí mismo cuando ya estuviera muerto no era una buena forma de comenzar el resto de la eternidad. La sola idea le resultaba cursi y ridícula.

Se siente cansado. En su vida no hay nada mal, pero ya nada lo hace sentir bien. Sus párpados pesan, su corazón pesa y se marchita, su mente ya no puede pensar nada.

Hubo un tiempo en que visitó un doctor para que lo ayudara. Le recetó un tratamiento largo, con muchas pastillas y muchas sesiones. Tardó mucho en sentir algún alivio. Ahora piensa en eso, en volver a terapia, pero no siente las fuerzas suficientes para transitar de nuevo por ese camino. Su fe en la psiquiatría se ha terminado. Su fe en su propia humanidad también se ha terminado.

La semana pasada hizo un viaje, el último de su vida. Fue a casa de su abuela en el rancho, pasó la noche platicando con ella mientras bebían tazas de chocolate caliente y él escuchaba una vez más esa historia del enamorado aquél que quiso casarse con ella pero que el día de la pedida de mano recibió el disparo de un asaltante en el camino. Volvió a verla llorar por la misma razón que siempre lloraba cuando contaba la historia. Antes de irse la besó en la frente y le pidió una bendición.

Dios. Ojalá existieras para pedirte perdón, dijo sentado frente al altar de la iglesia a dos cuadras de su casa.

Se ha despedido de todos, ha dejado sus documentos en orden. Por primera vez no tiene nada pendiente. Es el mejor momento de partir. Saca el frasco con las pastillas que habían sobrado de su tratamiento anterior, esas que no se había tomado porque había comenzado a sentirse mejor. No recordaba tenerlas hasta que una tarde mientras buscaba su pluma fuente, removiendo las cosas dentro del cajón de su escritorio, hasta el fondo, las escucho cascabelear. Ellas, las pastillas, lo llevarían hasta el fin. Deja que pase la mañana mientras mira una película de El Santo en la televisión.

Hola.
Hola. ¿Qué tienes? Te escucho triste.
Nada.
¿De verdad? Me estás preocupando.
Sólo quiero decirte que te amo. Que te voy a extrañar.

Cuelga el teléfono, toma el vaso con agua del buró junto a su cama, mete todas las pastillas en su boca y da un gran trago. Se recuesta. El teléfono celular suena y suena, pero ya no tiene ganas de contestar. Mira la luz que entra por su ventana y el polvillo que flota por la habitación. No piensa en nada. No quiere pensar. Le duele el estómago, pero no le importa. Poco a poco su mirada se va apagando. El corazón pierde el ritmo. El timbre del teléfono cada vez se escucha más lejos. Es mediodía cuando Arturo deja de respirar.

Texto agregado el 28-01-2011, y leído por 77 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
28-01-2011 Debió escuchar a Celia Cruz... achachila
28-01-2011 oiga, oiga, qué triste, como que el relato no es pa viernes, mejor me voy al botellón, boltellón, que cjo el follón, botellón, botellóin, me pongo pedorrón, O sea como el perro de habas o el perro de ates, kapichi? eh? eh? marxtuein
 
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