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La puerta azul

Quince minutos. Quince absurdos minutos llevaba sentado mirando a distintos tipos de gente, con distintos tipos de problemas y distintas formas de esperar (todos), a la misma persona.
Ante un problema, cualquiera, yo suponía que la solución sería hallada luego de una búsqueda apropiada pero sin descartar la posibilidad, mucho más simple y cómoda, que venga alguien y te diga exactamente lo que tendrías que hacer.
En un principio, escéptico, me desconcerté con la idea de que alguien garantizara el éxito para una situación desconocida. Pude ver en la cara de quienes compartían la espera el mismo gesto, mezcla de preocupación con apuro, de duda y desesperación.
Pocas cosas tenía en claro. Una, basada en suposiciones, era que mi problema era mucho mas serio y urgente que el de cualquier otro en aquella sala. Evidentemente cada uno ve lo propio de un modo ridículamente absoluto.
Imaginaba que a todos nos habían dado las mismas instrucciones
“Espere sentado sin conversar con nadie y sin ningún tipo de distracción…
No debe haber nada en el mundo más desesperante que, estando desesperado, no poder comparar tu situación con algún circunstancial compañero.
“…cuando escuche su nombre, póngase de pie y entre por la puerta azul…”
Así fue cómo descubrí que no era por orden de llegada, individuos que llegaban después que yo eran convocados a la bendita puerta ¿y mi nombre?, olvidado.
Un personaje captó mi atención, vestido todo de negro desentonaban su camisa y sus dientes. Deduje que era alguien importante por cómo se movía y cómo se apropiaba del lugar con su presencia. Los dos permanecíamos sentados. El resto, desfilaba.
Cuarenta y cinco minutos tardé en reparar que el cliente que era llamado por el alta voz no volvía a la sala de espera. Simplemente, llamaban al siguiente.
En aquel preciso momento estábamos el hombre de negro, un chico joven y humilde (estudiante de Ing. informática de algún pueblito pequeño del interior) una chica bonita (menor de 20, estudiante de abogacía fanática de las novelas policíacas), un viejo (campesino, mas bien…agricultor) y yo. Al notar esto me tenté a irme, en definitiva ¿qué hacía ahí una persona (inteligente) como yo?
Me pregunté a conciencia si era inteligente, y me respondí con la constancia que me habían dicho que lo era. Ahora bien, sincero, confieso que no me considero lo que se considera una persona inteligente, pero si me considero lo suficientemente inteligente para saber que lo que las personas dicen, con mayor o menor frecuencia, no es, necesariamente, verdad.
Pasó primero el agricultor, luego el joven y en tercer lugar la muchacha. Yo había jugado una pequeña apuesta con mi aburrimiento y acerté, al revés (no me gusta perder ese tipo de apuestas). Quedamos el misterioso (silencioso) hombre de negro y yo, sólo había pasado una hora y los primeros absurdos quince minutos.
En ese momento ingresó una distracción, mujer y hermosa. Merodeando mi edad, aparentando menos, casada, aburrida y, si no lo dije, hermosa.
Podría haberme puesto a imaginar su vida de countryes, joyas y lujos pero me limité a observarla. Su cara estaba rígida como la de todos antes de escuchar su nombre en el alta voz. Cubría sus hermosos ojos con lentes de sol. Sugestivos labios, largo de botas, corto de falda y escote. (Hermosa)
Trece minutos y medio pasaron y verla partir me atontó lo suficiente para impedirme registrar el nombre que mencionó el aparato. ¿Quién no cree en el amor a primera vista?
El hombre de negro, me aburría. Comencé a divagar mirando la sala. Era cuadrada y tenía dos puertas en paredes enfrentadas, una azul y la otra roja. El color de las paredes oscilaba entre el naranja y el marrón de un modo confuso e impreciso. Había dos bancos enfrentados del ancho de las paredes opuestas a las de las puertas. Eso era todo, eso y la silueta de dos hombres silenciosamente desesperados.
¿Estaba desesperado? Si. Aunque no se notara. Una persona tiene que estarlo para encontrarse en un lugar como aquél. No poder terminar un trabajo con fecha de entrega inminente desespera a cualquiera. La editorial me había regalado seis semanas de gracia y en seis semanas no había escrito una sola palabra. Mi personaje, en la idea inicial, moría. Más tarde decidí que no merecía morir y, por último, cuando quise matarlo para intentar salvar mi carrera, no supe cómo. Aquél día había conseguido dos semanas de prórroga y ni una perspectiva de salida para el laberinto.
Un conocido me recomendó ir a un lugar donde resolvían cualquier tipo de inconveniente, siendo, el conocido, por demás misterioso con los métodos y concreto con los resultados. Así fue cómo terminé en la sala de espera con un hombre vestido de negro esperando y esperando.
A partir de ese momento comencé a imaginar cómo sería mi encuentro con aquél mítico ser.
Fácil. Directo. Sincero.
Diría hola que tal. Saludaría formal y respetuoso y presentaría mi caso. Soy escritor y no puedo escribir. Ante un intento de enfoque psicológico ironizaría diciendo que mis padres no me hayan golpeado de niño no tenía ningún tipo de relación y que mi adultez literaria dejaba fuera rasgos autobiográficos inconclusos entre el personaje y el autor.
Se me ocurrieron otras excusas, pero no eran más que eso.
¡Nunca me había pasado antes! (Mentira)
Perdí a mi musa (está en la alacena, con dos de repuesto)
Simplemente no podía matar ni dejar vivir al personaje.
Siguiendo este razonamiento me pregunté que hay entre la vida y la muerte y (brillante) descubrí que no hay un estado intermedio, solo hay una acción. No es lo mismo vivir que estar vivo y de esta manera se continúa la vida hasta que se deja de hacerlo. Morir, entonces, es simplemente el nombre que se le dio a la ausencia de vida.
De repente vi que lo realmente importante de mi personaje no era su supervivencia ni el cómo y cuándo de su final. Lo verdaderamente importante era, justamente, él.
Es gracioso escribirlo ahora pero la novela llevaba terminada seis semanas una hora y media mas los primeros absurdos quince minutos y no pude verlo hasta ese momento, ese exacto momento en que dijeron mi nombre en el alta voz.


31 de Mayo, 2011
Franitoja

Texto agregado el 04-06-2011, y leído por 217 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
08-06-2011 Dicen que para darle sentido a la muerte, hay que haber vivido bastante, algo similar pasa con tu cuento, que para darle sentido al final, extiendes el texto en demasía. NeweN
 
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