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La luna iluminó el camino que se extendía delante de mí. Camine lentamente, sintiendo a través de mis waraji el delicado beso de aquellas pequeñas y blancas rocas que lo conformaban. A mi costado se elevaban cientos de sugis , que cantaban placidamente al compás de la brisa nocturna. Respire profundamente el aroma que me saludó desde lo lejos, allí donde los cerezos crecían a orillas del lago que surgió ante mis ojos, adornando el oscuro horizonte oriental, y que marcaba el pronto final de mi trayecto. Aquel jardín, según las leyendas locales, era el guardián del castillo Fushimi, la gran fortaleza de Tokugawa Ieyasu. Senbonzakura vibró sedienta de sangre al oír aquel nombre, al sentirlo en mi alma, y reclamando libertad se agitó dentro de la vaina. Aquel hombre pronto habría de caer frente a mi katana, y con su sangre sellaría el fin de la guerra; la paz entre plebeyos llegaría con la muerte del rey. Solo así, yo podría volver a mi vida de ronin , solo así mi sendero brillaría una vez más bajo la luz de la espada, y es que cumpliendo mi tarea podría finalmente pagar mi deuda al Daimyo .
El viento, que hasta ese momento gentilmente acariciaba mi rostro, cansado por el peso del kabuto , cesó. El aire se volvió denso, aquel dulce perfume se esfumó y los sugis callaron su canto. Los o-sode cedieron ante la gravedad forzando aun más a mis cansados músculos. Sin duda había alguien a mí alrededor. Proseguí mi camino. El aire, hasta ese momento silencioso, susurro en mis oídos el movimiento de sus oscuras sombras. Eran tres. Me detuve. Respire profundamente, cerrando mis ojos mientras sentía a mi izquierda un primer paso. Su shinobigatana , se elevó, y descendió rápidamente ante mis ojos, mientras mis pies se deslizaban delicadamente hacia atrás. El primer ninja. Reconocí el mango rojo de su arma, la poderosa Hōzukimaru . Desenvaine a Senbonzakura, y mientras el guerrero surgía desde el suelo sobre mi flanco izquierdo, corte velozmente su yugular con un rápido movimiento relámpago. Avance unos metros. La luna, que brillaba alegremente, se ocultó detrás de la torre más alta del castillo. Detrás de mí sentí como el viento, con renovada fuerza, me empujaba hacia mi destino. Un shuriken besó mi hombro derecho y se estrelló contra el sugi más grande del lugar. El segundo ninja. Su sombra se mostró a mi izquierda. Su shinobigatana era negra, mas corta que lo usual. Su filo, que surcó por los aires, al intentar inútilmente atentar contra mi corazón, produjo un brillo gélido, propio de la legendaria Hyōrinmaru . Un simple golpe descendente bastó para aniquilar a aquel que la blandió sin honor. El aroma de los cerezos era más profundo. Reconocí el reflejo de la luz lunar en el manso lago al final del camino. Me acerqué a beber de él. Su tibieza me acaricio la piel y los labios, mientras su superficie me mostró a mi último enemigo, quién elevo su arma por sobre su cabeza, pensando quizás que podría herirme de aquel modo. Sin embargo cuando la Tensen del ninja, su mango azul cielo era inconfundible, arribó a la fangosa orilla del lago, mi Katana se encontraba ya en su cuello. Deje caer el cuerpo inerte bajo la sombra del gran cerezo que se elevaba a mis espaldas y proseguí mi camino.
Unos minutos pasaron hasta que la imponente puerta surgió ante mis ojos. Tallados en ambos lados se encontraban dos dragones, quienes, entrecruzados, custodiaban el castillo desde tiempos inmemoriales. A sus pies se hallaba, bajo el velo de la noche, Ieyasu. Sin decir una palabra desenvainó la omnipotente Zangetsu . Aquella Katana, su mango tallado en piedra y su filo tenue atestiguaban su poder, era la antigua arma que los dioses le habían dado al primer shogun del Japón. La misma que en aquel momento brillaba en manos del sanguinario guerrero que corría hacia mí. Su alma y la mía chocaron en la noche. Con un gentil movimiento horizontal Senbonzakura acarició su piel desnuda bajo la protección del peto, mientras el frío acero de Zangetsu penetraba en mi hombro. Caí pesadamente. El césped, húmedo por el rocío del amanecer, me arropó.


El sol se mostró fugazmente detrás de las nubes. La herida ya no significa nada. Ieyasu se retiró y mi honor cayó muerto por su katana. Kyōka Suigetsu late ahora en mi mano. Aquel hara-kiri que me había regalado Soho Takuan , hoy cumplirá su destino. Su cuerpo se funde con el mío, su acero y mi sangre, unidos, completan el Seppuku . Las palabras, talladas en el filo de la hoja, son lo último que puedo ver por sobre el manto de mis lagrimas. “la vida del samurai es como la flor del ciruelo, bella y breve. Para él, como para la flor, la muerte es algo natural y glorioso”





























Texto agregado el 19-06-2011, y leído por 76 visitantes. (0 votos)


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