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Y ahí estaba ella, sentada en una butaca completamente rota. Le faltaba el colchón y la funda protectora. Solo quedaba una madera enmohecida y tres patas. Pero ahí seguía, sin mover un centímetro de su cuerpo. Fumaba Marlboro, como siempre, y bebía sin pestañear un whisky barato, mientras describía su última historia amorosa al camarero del turno de noche, un viejo amigo de la facultad. Seguramente después el camarero iría al baño para hacerse una paja. Anna siempre era demasiado detallista contando su vida amorosa, si bien podrían llamarse cualquier cosa menos amorosa, porque ella siempre elegía a los tipos que peor la trataban, a los que la arrodillaban a cuatro patas a la fuerza, agarrándole del pelo mientras se la metían sin apenas tocarla, sin apenas dejarle sentir. Y eran tíos que se corrían dentro de ella, siempre de sorpresa. Aún recuerdo la noche en la que Anna tocó al timbre pasada la media noche, pidiéndome que le acompañara al médico porque un tal Nacho tenía sida. Preferí no preguntarle nada más.

La primera vez que la conocí fue el día de la presentación de la carrera. Yo estaba histérico, siempre he llevado muy mal los cambios. Anna era la encargada de enseñarnos la biblioteca y sus instalaciones. Llevaba una blusa blanca sobre la que caía un camafeo nacarado y una falda azulada por encima de la cintura. Hablaba con tranquilidad, señalando los diferentes archivos, sin mirarlos apenas, como si nada de eso le interesase. Después descubrí que era todo lo contrario, que los podía ver sin tan siquiera abrir los ojos.

Estaba en el último curso de Filología Hispánica y sus notas brillaban por todo lo alto. Era la alumna ejemplar de varias generaciones. Mi profesora de primero, Concha, con la que tuve la oportunidad de hablar sobre Anna, me dijo que no dudaba de sus capacidades y mucho menos de su trabajo de posgrado; incluso me dejó entrever que iba a tener las puertas abiertas de la universidad. Pero también me confesó que seguramente Anna rechazaría todo aquello. No me dio ningún argumento sobre aquella suposición pero por lo que conocía a Anna, no podía creérmelo. ¿Cómo iba a dejar escapar algo así? Estaba claro que aún no sabía realmente quien era y de lo que la desesperación es capaz de hacer.

Se levantó de aquella butaca, a penas se sostenía en pie. Fui a ayudarla pero esos ojos de tristeza en su mirada me paralizaron. Fue hacia el final de la barra donde había un hombre con un frac negro y un puro en la boca, mirándola desde que había entrado en el bar. Se paró a su lado y entre tambaleos algo debió de decirle porque la agarró de la cintura, de su casi inexistente cintura, y salieron juntos de aquel tugurio.

No la veía desde que terminé la carrera, hará unos tres años. La invité para la fiesta de fin de carrera pero no acudió. La llamé durante meses para preguntarle por su ausencia por la universidad, por sus escritos, hasta para saber de su hermana, pero siempre saltaba el contestador automático. En realidad lo único que quería era verla, hablar con ella, sentir su respiración cerca de la mía transmitiéndome la misma confianza con la que me habló el primer día. Pero nunca me respondió a las llamadas. Y hoy, nada más verla, estaba dispuesto a dirigirme hacia ella para reprocharle su dejadez, su falta de empatía, su egoísmo, pero no he podido. La he visto ahí sentada, tan frágil como siempre. Llorando en silencio, entre trago y trago de alcohol.

-¿Por qué tanta tristeza Anna?, ¿por qué no pruebas a escribir algo más alegre?, podrías introducir diálogos, ser más mordaz. Más irónica. Tú eres así, sin embargo, en tus textos solo veo agonía, desesperación. Una voz que pide socorro en bajito para que nadie la oiga.

-Escribo cuando estoy inspirada, Fran. No me inspira la risa. La risa la disfruto pero no la exprimo, porque si la analizara, dejaría de darme gracia. Horror, miedo, sufrimiento. Mentiras. Están a la orden del día. ¿Quién no ha sufrido alguna vez? Por un amor, por unos exámenes, por un miedo de la infancia. Por un miedo infundado o por un miedo a un futuro incierto. Hay gente que ahora mismo está perdiendo su trabajo, otros muriendo de una hepatitis o en una patera donde si no mueren, se darán cuenta de lo engañados que estabas. Y mientras, otros mienten.

-Anna, estás dramatizando. Es cierto, todo esto pasa, pero o te mueves y te apuntas a una ong o te animas. Porque por más que pienses en ese dolor, no servirá.

-Joder Fran, todo lo que he dicho arriba ocurre y me preocupa pero era una puta escusa. Entérate.

Estaba claro que Anna estaba enferma, enferma de melancolía, enferma por la enfermedad de los demás y enferma de sus propias heridas. Pero sobre todo, estaba siendo atrapada por los personajes de sus historias, por sus desgracias. Y yo no fui capaz de verlo en ese momento. ¡Qué ciego estaba!, pero por ese entonces solo pensaba en su mirada, en su sonrisa -cuando al fin sonreía-, en su largo pelo ondulado y en los pequeños ricillos que le salían de vez en cuando detrás de las orejas y que siempre se molestaba en tapar.

Un día en la biblioteca me crucé con ella, era la primera vez que estaba a solas con ella. Nunca antes la había tenido tan cerca.
-¿Eres de primero, verdad?
-Si.
-Tienes toda la pinta. No me mal interpretes, es que te vi en una conferencia y estabas completamente perdido. Pero tranquilo, en una semana te haces con todo esto. Es muy sencillo. Oye, pero tú no vas con los de primero, verdad. Porque siempre te veo con Pedro y ese tío va a mi curso.
-Sí. Para serte sincero los de primero no me llenan demasiado, están todo el día que si fonética por aquí, que si Saussure por allá, creo que sueñan con el abecedario fonético.
-Ya. Vamos que te gusta más la literatura, ¿no?
-Pues sí, lo que es el resto me parece un peñazo.
-Yo pensaba lo mismo que tú el primer año, pero estaba equivocada. La literatura es maravillosa, es algo sublime y como tal no tiene nada que la supere. Pero no hay literatura sin lo demás. No hay libros sin palabras. No existe un Cortázar sin morfología. Y no se puede viajar sin la lingüística. Está claro que ahora te parecerá una exageración, pero viajar conociendo una lengua, entendiendo su estructura, sabiendo lo que muchos otros no saben, te acerca a esa cultura, te sientes más unido a la tierra que pisas. A las huellas que sigues. Y es de las sensaciones más reconfortes que hay. Y mejor no hablemos de Cortázar y su Rayuela. Para eso tienes que ser un loco y tener un gran manejo de la lengua. Y eso solo te lo dan dos cosas. La vida y esta carrera.

La seguí. Seguía agarrada a aquel hombre. Me paré diez metros detrás de ella, en realidad no quería saber a dónde iba, siempre me sorprendía con un antro peor, lleno de alcohólicos y drogatas, pero ya era demasiado tarde. De repente estábamos en la calle Mozart. Aquel hombre solo la había acompañado a casa. ¿Cómo era posible que no hubiera reconocido antes las calles? Me marché a casa con un sentimiento de culpabilidad asfixiándome en cada esquina, pensando en lo frágil que es el recuerdo y lo rápido que actúa el olvido sobre las fotografías de nuestra mente.

Texto agregado el 18-10-2011, y leído por 115 visitantes. (0 votos)


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