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Azules de Abril


...Vivía lejos. Dónde cuando cae la noche se pueden ver las estrellas bailar al compás de la Luna Nueva. Dónde el croar de las ranas cantan al unísono con el crick-crick de algún grillo solitario, buscando pareja en un campo de grillos.
Dónde las aves del día anidan en los ramajes más altos. Y dónde el Sol no perdona en los meses de verano.
El viejo Ismael vivía lejos. Apartado del mundanal ruido. Vivía solo, alejado de la lujuria y el egoísmo, del orgullo y de las vanidades.
Conocía el campo como del viento y las estrellas. Pronosticaba lluvias y sequías como que el Sol sale cada mañana después del Lucero.
El tiempo le enseñó el lenguaje de los pájaros aunque él no hablaba con ellos. Se limitaba a observar y solía reírse de las cosas que escuchaba.
El viejo Ismael araba su propia tierra; un pequeño campo de tres hectáreas, dónde convivía con algunos animales y una plantación de hortalizas y frutales.
Pocas veces se lo veía en el pueblo, cuando se acercaba solamente para hacerse de primas necesidades. Poco se le conocía la voz. La gente lo miraba de soslayo cuando aparecía y siempre murmuraban por lo bajo. El viejo Ismael hacía oídos sordos. Entendía sin saberlo que su filosofía iba más allá que un comentario.
Era sabio en sus palabras aunque su voz sonara torva y huraña.
Apenas leía y escribía y se ayudaba con los dedos para contar; suficiente para sus pequeñas transacciones que casi siempre terminaban en algún trueque.
El viejo Ismael vivía en un rancho con piso de tierra compacta, paredes de ladrillos de barro y techo de chapa, alto por cierto, para evitar el sofocón en los días de calor. Tenía un entrepiso de madera a modo de cobertizo, dónde guardaba todo tipo de viejos trastos, ya que según lo que pensaba, uno nunca sabía cuando iba a necesitar tal o cual cosa. El cobertizo tenía en el techo un tragaluz echo de grueso vidrio por donde la luz del Sol entraba a raudales.
El rancho era resistente a las peores tormentas, ausente de cualquier tipo de goteras o filtraciones.
El viejo Ismael levantó su rancho en tiempos que ya poco él recuerda, justo por debajo de un frondoso y añejo roble, buscando la protección y la compañía en la nobleza de aquel árbol.
Una mesa de quebracho ya gastada por los años y dos sillas de la misma madera; una salamandra de fundición que muchos años atrás cambió por un caballo flaco que usaba para el arado. El viejo prefirió el calor en invierno aunque extrañaba al caballo en el surco los días de verano.
Una lámpara a kerosene que ahora colgaba olvidada de un clavo, ya que pasó a desuso cuando el viejo decidió abrirse de la gente y mantenerse con lo que su tierra y sus animales le brindaba.
La cocina, compuesta por un armatoste de hierro fundido alimentada a leña, le permitía junto con unas abolladas cacerolas y algunos utensilios prepararse el alimento diario. Tenía algunos cubiertos y una cuchilla bien afilada que llevaba generalmente a la cintura a modo de facón.
Una vieja guitarra con un par de cuerdas menos, heredada de algún difunto pariente, descansaba a un brazo de su cama. Única compañía cuando muy de vez en cuando la soledad se tornaba insoportable o cuando algún vino patero calentaba el corazón del viejo Ismael.
Dormía en un camastro, aún cómodo para su cintura fatigada, usando de almohada una funda rellena con plumas de pato.
La ¨habitación¨ estaba separada del resto de la casa por un cortinado viejo y roído que colgaba del techo en dos grandes trozos.
A primera vista el rancho parecía triste y sombrío. Pero por cierto que para él guardaba la calidez necesaria de un hogar. Y de hecho esa calidez existía.
El viejo Ismael pasaba sus días, meses y años; siguiendo su rutina sin conocer los días de la semana, ensimismado en sus labores y en las cosas que lo hacía sentir bien.
El viejo Ismael vivía solo.

Corrían mediados de abril, cuando el Sol se torna tibio y los árboles comienzan a llorar sus hojas. El viejo Ismael seguía trabajando su tierra cuando supo que la tormenta era inminente.
Prolijamente y como calculando el tiempo que le quedaba antes del aguacero, comenzó a guardar sus herramientas en un cobertizo lindero a la parte trasera del rancho. Algunos animales ya marchaban en fila al pequeño granero olfateando el pesado ambiente que ahora se respiraba.
El viejo Ismael miró al cielo, aspiró profundamente por la nariz y luego frunció el ceño. Algo preocupaba al viejo.
Eran las cinco de la tarde y el cielo se encapotaba cada vez más. Unos nubarrones del noroeste se acercaban implacables, trayendo consigo una mezcla de rosas y marrones. Un ritmo incoherente de refucilos anunciaba la llegada, iluminando la arboleda de los campos vecinos.
Bandadas de pájaros se chocaban en el cielo, confundidos y alertados, en busca de refugio inmediato.
El viejo Ismael apuró sus asuntos y comenzó a entrar algo más de leña al rancho. Trabó con fuerza la chapa que hacía de puerta en el cobertizo como así también la del pequeño granero cuando comenzaron a caer las primeras gotas. Gordas y pesadas hacían levantar el polvo al chocar en la tierra. Volvió a mirar el cielo y observó el movimiento de las nubes y como la tierra formaba remolinos aquí y allá; y el viejo se preocupó aún más.
La oscuridad ya cerraba el día y pronunciaba una noche anticipada ya que a las seis de la tarde el cielo estaba encendido en destellos cada vez mas prolongados.
El viejo Ismael entró a su rancho resignado a esperar el otro día, así que apuró unos leños a la estufa que hacía de cocina y calentó agua para entibiar su cuerpo. Encendió unas velas de su propia producción y las colocó sobre la raída mesa de quebracho.
Como solía hacer en los días de lluvia, el viejo Ismael gustaba mirar por la ventana y remontarse a otros tiempos. Recordaba hasta dónde su mente le dejaba, que por cierto no era poco.
Recordaba su infancia en el interior, otro interior del que ahora se encontraba. Recordaba la dureza de su padre y sus enseñanzas de vida, de como hacerse hombre en un mundo hostil, de como luchar sin flaquear y de como aprender a respetar y a seguir su propia filosofía de vida. De como llegar a ser un hombre entero como él habría creído que ya lo era. Recordaba la dulzura de su madre, de como lo peinaba y acicalaba para la misa del domingo. De las veces que sus polleras hicieron de cortina de hierro ante las corridas de su padre, - era aquí dónde el viejo Ismael siempre esbozaba una sonrisa-. Y de como dar y recibir Amor. Pero respecto a éste tema el viejo había sido desdichado ya que un par de amores frustrados en sus mocedades lo habían marcado de por vida y un último intento ya en su adultez hizo que descreyera de él. Fue entonces que decidió emigrar al campo y entregar todo de sí a la tierra; y ésta nunca lo defraudó ya que siempre retribuía con sus frutos el Amor que era entregado por el viejo.
Al viejo Ismael se le había endurecido el corazón y ya no sentía poder dar Amor si no era solamente a su tierra.
Recordaba a su hermana mayor, la que en tiempos inmemoriales le había enseñado las primeras letras, y eran con éstas las únicas que se había quedado. Recordaba sus sanos consejos y de como ella de vez en cuando también le propinaba un buen tirón de orejas.
A pesar de una vida de trabajo, el viejo guardaba gratos recuerdos que eran los que generalmente hacía reflotar.

Afuera la tormenta tomaba cada vez más fuerza; el viento silbaba incansable por entre las ramas del viejo roble y sus hojas caían como pétalos. La hojarasca formaba remolinos en todas partes y la lluvia no cesaba. Tormenta de relámpagos y truenos hacía inquietar sobremanera a los animales en el establo y el viejo Ismael volvía a preocuparse.
Un rayo cayó en las lindes de su pequeño campo partiendo un frondoso tilo a la mitad.
El viejo Ismael miró de nuevo por la ventana y no había nada que hacer contra la naturaleza. Optó sabiamente por la idea de irse a dormir y dejar que la tormenta pase. Cocinó una comida frugal acompañada de una galleta dura y un poco de vino patero para hacer más placentero el sueño, y con la panza medio llena se fue a su camastro. Se recostó y al poco quedó dormido bajo el intenso tintineo de la lluvia golpeando sobre el techo de chapa y el silbido del viento haciendo de canción de cuna.
Serían las tres o cuatro de la madrugada y la lluvia no había siquiera disminuido en intensidad cuando un fuerte golpe lo sobresaltó del que se había transformado en un sueño intranquilo.
Primero fueron un quebrar de ramas y después un fuerte golpe sobre el techo del rancho para después terminar con un sonido seco sobre la tierra empapada. Se incorporó de inmediato y miró por la ventana que daba a la parte trasera del rancho, descubriendo un bulto informe sobre un costado del cobertizo.
Se cubrió con un camperón de cuero y salió en busca de la causa de semejante estruendo.
Al llegar al bulto no pudo salir de su asombro y reaccionó al momento en que se le quebraban las rodillas.
Un niño de unos ocho o nueve años, según pudo calcular tiempo después, se encontraba semidesnudo, con las rodillas flexionadas, tendido de espaldas sobre el barro mirando al cielo con los brazos extendidos y en estado de inconsciencia. El viejo Ismael se quitó rápidamente el sacón de cuero, lo cubrió y alzándolo suavemente llevó al pequeño dentro del rancho.
Empapados los dos en lluvia, acercó de inmediato a la criatura a su camastro y la envolvió con las cobijas. Quedó un cierto tiempo tratando de reaccionar mirando a la criatura. No podía pensar. Lo sucedido lo había turbado sobremanera y su cabeza era una vorágine de pensamientos inconclusos dónde ninguno podía salir con claridad.
El viejo Ismael trató de serenarse y atinó a calentar un poco de agua en los leños aún al rojo. Mojó un trapo con agua caliente y lo colocó sobre la frente del pequeño y otro cubriendo sus pies, tratando de dar calor al cuerpecito casi helado. No podía entender y no lo pudo durante un tiempo como fue que esa criatura había llegado allí descalza y en cueros. Examinó el cuerpo superficialmente y encontró varias magulladuras sobre todo en las piernas, como así también un pequeño corte en la frente.
El rojo del cielo lentamente se estaba tornando gris y ahora era una llovizna la que seguía mojando el maltrecho campo luego de la violenta tormenta. El Sol asomó en el horizonte, lo supo el viejo, pero los densos nubarrones siquiera dejaron mostrar un rayo.
Mientras tanto el niño no despertaba y el viejo Ismael de veras se estaba inquietando. Fue una de las pocas veces que maldijo no estar cerca del pueblo. Tampoco se permitiría salir y dejar al pequeño solo.
El viejo Ismael se sentía abrumado y no sabía que hacer. Por primera vez estaba perdido dentro de su propio terreno y no encontraba una salida.
Observando el cuerpo inmóvil solo supo que vivía por el lento respirar de la criatura así que pensó en alguna forma de reanimarlo y no tuvo mejor idea que sacar una botella de aguardiente. Empapó el extremo de un pañuelo y escurrió unas gotas sobre la boca del pequeño.
El Sol estaba tocando el cenit y a lo lejos unas jirones de celeste cielo se dejaban relucir, mientras que una brisa fría hacía mover los pastizales inundados. Los primeros pájaros salieron a estudiar el tiempo y consideraron que ya era hora de volar.
El viejo Ismael dio un salto hacia atrás en el momento en que el niño comenzó a toser de repente. El aguardiente había surtido efecto pero el viejo supuso que más de lo imaginado y eso lo asustó.
El pequeño tosió un poco más y se agitó asustado al tiempo que un dolor enorme se reflejó en sus facciones. No mencionó una palabra, aunque sí emitió un balbuceo incomprensible. El viejo Ismael miraba atónito y no sabía que hacer. Intentó tocarlo y el niño con una palidez mortal y terror en los ojos se movió rechazándolo y a ese movimiento lo acompañó otro gesto de dolor.
El viejo sin titubear dio unos pasos hacia atrás mientras el pequeño lo miraba fijamente. No quiso presionar sobre el momento y tan sólo dejó que el tiempo fluya, dejando que el pequeño extraño se aclimatara o comprendiera por sí mismo el momento por el que estaba pasando. Y así transcurrió toda la tarde, con el viejo haciendo guardia y olvidando por completo su rutina diaria. Pensó un instante en los animales pero supuso que al menos por ese día se iban a poder arreglar solos.
Llegó la noche y en las dos ocasiones que el viejo se acercó para ofrecer un bocado fue repelido pero no tan abruptamente como al principio. Esto dio la pauta que de un momento a otro iba a poder establecer comunicación con el extraño personaje.
Afuera la noche lloraba estrellas; el croar de las ranas se había multiplicado a causa de las fuertes lluvias lo que llamaba la atención al niño los momentos en que habría los ojos.
El viejo Ismael observaba impaciente y esperaba alguna respuesta a sus acercamientos, pero lo que más lo preocupaba era el estado de salud del niño.
La Cruz del Sur marcaba la medianoche en el cielo y ante los pocos cambios producidos en la jornada, el viejo decidió armar una cama con fardos al lado de la cocina y echarse a dormir. El pequeño se encontraba dormido y su semblante era relajado lo que hizo al viejo dormir tranquilo a pesar de los miles de interrogantes que surcaban su cabeza.
En algún momento de la noche, cuando la escarcha aún no se había mostrado y el Lucero dormía todavía bajo el horizonte, el viejo Ismael se movió intranquilo en su improvisada cama, abrió un ojo y vio que el niño no estaba en su camastro. De un salto se puso en pié y observó que la puerta del rancho estaba abierta. Salió apurado a la pequeña galería y no había indicios del pequeño. Extrañamente escuchó una melodía que venía por detrás del rancho. Acercándose lentamente caminando sobre la tierra húmeda con sus pies desnudos pudo ver al niño parado a un costado del roble, descalzo y cubierto con una manta. Miraba al cielo y era de sus labios de donde provenía esa melodía. Sus tonos eran agudos, de notas largas y por momentos cortas, subían y bajaban suavemente como impulsadas por una suave brisa. Escucharla causaba un sopor en el cuerpo y una relajación en el alma.
Por un momento el viejo Ismael percibió que en todo el derredor el silencio era total, y ni las ranas ni el resto de los animales nocturnos daban a conocer sus mensajes.
Se contuvo, atónito y expectante. Tratando de comprender esa experiencia única, mientras su confusión llegaba a límites insospechados ante la reacia seguridad que siempre lo mantuvo en pie.
El niño exhaló una última y larga melodía hasta fundirse en silencio total; miró unos instantes mas al cielo y luego bajó la cabeza hasta dar su mentón con el pecho, y allí quedó, como esperando una respuesta que nunca llegó.
El viejo Ismael algo comprendió, a pesar que actuó más su instinto que su imaginación, y contuvo un nudo en la garganta que ni él sabía de dónde provenía.
Se acercó lentamente al pequeño y éste al percatarse de la presencia del viejo dio rengueando unos pasos hacia atrás. El viejo extendió suavemente los brazos haciendo señal de que todo estaba bien y sin mencionar palabra lo llamó a su lado.
El pequeño observó detenidamente al viejo Ismael; lo estudió por un lapso de tiempo que pareció interminable; echó una mirada a la negra oscuridad que había alrededor y con una última mirada al viejo se encaminó lentamente hacia donde él estaba.
Recién en éste momento el viejo se sintió algo reconfortado; no sólo porque el pequeño demostraba estar medianamente bien, sino porque había podido llegar a él.
Entraron juntos al rancho, la criatura unos pasos detrás de él. El viejo Ismael si dirigió al camastro y acomodó las cobijas mientras el niño lo observaba en pie desde la cocina. Con un movimiento suave, atento a no alterar la susceptibilidad del pequeño, invitó a éste a que se acostase. El niño con desconfianza se acercó rengueando hasta los pies del camastro y allí quedó hasta que el viejo por el lado de la cabecera tuviera que salir de la improvisada habitación.
Al momento la criatura se acostó y en un abrir y cerrar de ojos ya había quedado dormida.
Bien entrada la mañana, el viejo Ismael dispuso a levantarse luego de un sueño profundo, ya que la jornada anterior había sido de lo más inusual y extrañamente cansadora.
Se asomó por el cortinado y el pequeño aún dormía; así que con sigilo salió del rancho y se encaminó al establo. Los animales se encontraban hambrientos e impacientes después de un día de encierro. Los alimentó rápidamente y supuso que un jarro con leche recién ordeñada sería excelente para un buen desayuno. Extrajo algo de harina de un costal y un frasco con miel del panal de sus abejas.
Encendió un buen fuego dentro de la cocina; hirvió la leche y preparando una masa con la harina fritó ésta en grasa cocinando unas excelentes galletas.
Ordenó la mesa lo mejor que sus toscas pero humildes costumbres le permitían y se encaminó a despertar al pequeño cuando para su sorpresa éste ya se encontraba sentado en la cama.
El niño no se sobresaltó al verlo, lo que produjo una contradictoria conmoción en el viejo Ismael.
Se miraron durante un tiempo paradójicamente intemporal. El Sol quedó clavado en el cielo y las sombras dejaron de dar sombra.
La criatura se reflejaba a contraluz dónde por detrás de ella se encontraba una ventana y en la cual la luz entraba como si fuera ése el único punto en el planeta dónde el Sol enviara sus brazos.


El viejo Ismael quedó perplejo ante la hermosura de aquel cuadro; y fue allí dónde pudo contemplar por primera vez el rostro del pequeño. Sus ojos... Le llamaron sobremanera sus ojos, aunque el viejo no era un gran observador de rostros ajenos, su mirada no se pudo despegar de la del niño. Eran negros, del más profundo de los negros. Grandes y rasgados. Tuvo la sensación de poder ver a través de ellos, porque a pesar de la oscuridad con que estaban pintados emitían una claridad tal como la Luna llena ilumina los campos en las noches de verano.
De facciones hermosas hasta el punto de confundir un niño con una niña. El cabello rizado de color caoba y por momentos rojizo caía sobre sus hombros. Su semblante transmitía una paz inusual aunque no mostraba una expresión particular. Su cuerpo era menudo pero ágil y de buena contextura por cierto, cubierto de una piel rosada casi transparente.
Fue cuando en esa contemplación en la cual las miradas se fundieron, se creó un lazo; una conexión ajena a todo lo que los rodeaba, y al viejo Ismael se le nubló la vista al tiempo que cerraba los ojos. Y sintió su cuerpo flotar y se dejó llevar por esa sensación embriagadora.
El pequeño aún sentado en la cama también cerró los ojos y extendió los brazos. Un flujo de sensaciones y sentimientos comenzó a surcar entre los dos en un incesante ida y vuelta de centelleos imaginarios y no tanto. Y el viejo Ismael comenzó a llorar. A llorar como él no hubiese recordado cuando había sido la última vez. Y supo que lloraba, no deteniéndose a pensar porqué, simplemente como las aguas de un río flotó sobre sus propias lágrimas y sintió dentro de su pecho sensaciones incontables, y también como un gran muro se desmoronaba piedra sobre piedra dejando a relucir la nobleza de un Amor sincero ya apagado.
El viejo Ismael se encontró arrodillado, con los brazos colgando a los costados y la cabeza gacha. Una leve sonrisa se dibujaba en sus labios mientras la última lágrima rodaba sobre su piel curtida. Levantó la cabeza lentamente buscando la mirada del pequeño y lo primero que encontró fue una prominente sonrisa la cual dejaba mostrar unos dientecitos blancos como nieve. Y cuando el viejo terminó de levantar la cabeza, la criatura estalló en una estridente carcajada a la que el viejo Ismael quedó petrificado por unos segundos, para después unirse a la risa que ahora inundaba todo el rancho. Rieron incesantemente y el viejo se revolcaba por el piso, y una risa contagiaba a la otra y todo era interminable, mientras que en el aire se respiraba magia.
Los últimos dos días habían sido particularmente extraños por cierto. El viejo Ismael no había aclarado apenas un mínimo sus pensamientos y se encontraba tal vez más desorientado que nunca. Pero la experiencia del día anterior hizo girar su vida vertiginosamente. Sentía con intensidad las cosas más simples y esto lo asustaba. Sus últimos treinta o cuarenta años había vivido escondido, ajeno a sensaciones intensas y por lo tanto no acostumbrado a experimentarlas. Aún así se encontraba agradecido con ese pequeño extraño que para él había caído del cielo.
Intentó hablar con él, haciéndole preguntas de todo tipo y el pequeño se limitaba a mirarlo cuando el viejo le dirigía la palabra. Parecía o que no le escuchaba o que no lo entendía, y por momentos se limitaba a emitir algún sonido extraño o la mayor de las veces a sonreír.
El viejo Ismael le ajustó unas vestimentas, las cuales el pequeño tomó de buen grado; y al principio, aunque algo reticente, se fue acostumbrando a la dieta alimentaria que el viejo le daba.
Los días transcurrieron y el viejo no podía obtener ningún dato preciso de la criatura. Pensó en llevarlo al pueblo, pero algo le decía que no era lo correcto y que sería un gran error.
La relación entre ambos se tornaba cada día mejor y el niño solía reír con los tropezones o con los toscos movimientos que el viejo tenía. Al viejo Ismael no le molestaban las risas y contrariamente le gustaban ya que alimentaban el alma y lo hacía sentir vivo; así que generalmente cuando esto sucedía exageraba sus torpezas para lograr una risa más intensa.
La noche del séptimo día en la que el pequeño apareció, se encontraba el viejo Ismael durmiendo plácidamente en la que ahora era una mejorada cama hecha de una gruesa lona rellena con paja.
Había ya dispuesto las comodidades necesarias suponiendo que el pequeño visitante ya formaba parte de su vida; tomándolo como si fuera un hijo, tal que en él veía no sólo un soplo de vida y fortaleza, sino también sueños de verano que nunca se cumplieron y ya formaban parte de ingratos recuerdos.
Serían las tres o cuatro de la madrugada y un murmullo agudo penetró los oídos del viejo, mezclándose en sus sueños. Cuando la voz de arrullo superó la ¨realidad¨de los sueños, el viejo abrió los ojos intensificándose así la melodía que ahora le resultaba estridente y familiar. Miró al camastro donde dormía el niño y por segunda vez en siete días no lo encontró. Se levantó suponiendo donde el pequeño se encontraba; y así fue que al salir a buscarlo lo encontró nuevamente a un lado del roble, mirando al cielo y entonando aquellas melodías que salían como bocanadas de fuego de su diminuta garganta.
El viejo permaneció inmóvil, con el frío de la tierra trepando por sus pies. El niño se encontraba semidesnudo; como lo hubiese encontrado hace una semana atrás. Y supo no ya por su instinto sino por su imaginación que el pequeño estaba perdido, aunque no sabía a quién podía llamar, y aquí la imaginación del viejo no pudo seguir viaje. Otra vez sintió aquel nudo en la garganta al poder interpretar aquellas melodías, y se limitó a dejar que sus sentimientos fluyan, y el viejo se echó a llorar saboreando la angustia que corría por dentro del pequeño.
Luego de unos minutos el niño ahogó una última melodía y agachó la cabeza. Como abatido echó rodillas a tierra y allí quedó. El viejo tuvo un inconsciente impulso de ir en su busca, como si un acto reflejo fuera, pero se contuvo y se mantuvo al margen sabiendo que él no formaba parte de esa historia. Fue en éste impulso cuando la criatura giró su cabeza mirando directamente al viejo, como si siempre hubiese sabido que él estaba allí. Y lo miró; directamente a los ojos, perforando su intimidad, y luego de unos segundos esbozó una pequeña sonrisa como dando paso a los deseos del viejo.
El viejo Ismael fue en su busca; y como el primer día lo volvió a cubrir con la manta mientras el pequeño lo seguía mirando. Y por primer vez el viejo lo abrazó, permitiéndose dar el Amor que tuvo contenido durante tantos años.
Y rumbo al rancho los dos, el viejo lloró en silencio.

Transcurrieron los días, las semanas y tal vez los meses, sin que el viejo Ismael tuviera conciencia del tiempo. Si antes su vida había transcurrido sin conocer los días, ahora se había tornado intemporal.
Sentía un profundo Amor por el extraño compañero; y aunque moría de ganas de conocer su historia y procedencia siempre respetó su silencio, como el pequeño respetaba sus mañas y costumbres, así también las directivas que de una u otra forma daba a entender para poder seguir conviviendo y sobreviviendo.
Nunca lo hizo trabajar, más el niño solía entretenerse en el establo, y por su cuenta hacía cosas que había aprendido de mirar al viejo. Cosas simples y cotidianas; como alimentar a los animales y ayudar al viejo a recoger algunas hortalizas.
El viejo Ismael solía agradecer las actitudes del pequeño como de vez en cuando también levantaba la voz cuando las travesuras del niño sobrepasaban la metódica conducta del viejo.
Una de tantas noches, en la que ya los brotes anunciaban la próxima primavera, se encontraban los dos cenando bajo la luz de dos candelabros acomodados estratégicamente, el pequeño terminó su comida, se levantó de la mesa llevando su plato y cubiertos a la bomba de agua que estaba detrás del rancho, volvió a sentarse acercando antes su silla a la del viejo y éste algo sorprendido lo miró. El pequeño correspondió su mirada y luego de un silencio el pequeño emitió de sus labios lo que para el viejo sería su nombre: Aménabarh.
Sonó dulce y claro como el canto de todos los pájaros que el viejo conocía. Y el viejo sonrió cruzando al mismo tiempo un brazo por sobre el hombro del pequeño, y con su voz gruesa repitió: Aménabarh.
Aménabarh…, sabe Dios que significará ese nombre, pensó el viejo Ismael, pero sin embargo sonaba dulce e impetuoso al mismo tiempo; y sintió más respeto por su pequeño compañero.
Los lazos se fundieron y el niño mostraba afecto por el viejo; aunque era una relación particularmente extraña. En los tiempos que habían vivido juntos no había otra comunicación más que el entendimiento y al viejo no le faltaban palabras y no sabe como tampoco las necesitaba porque se entendían y comprendían y al viejo le bastó saber que era Aménabarh quien estaba a su lado. Y era suficiente.

Aménabarh crecía. Crecía a una velocidad que al viejo sobremanera le llamaba la atención. Su cuerpo se estiraba y sus músculos se tornaban cada vez más fuertes. Hasta sus facciones habían dejado ese particular rostro de púber para ya entrar en la adolescencia. Su personalidad crecía proporcionalmente a su cuerpo y las cosas de niños habían quedado atrás.
Las actitudes que tomaba frente a distintas situaciones, sus gestos y movimientos marcaban la madurez que Aménabarh mostraba. Pero éstos cambios en su personalidad no solamente demostraban ser un resultado innato de su interior, ya que la otra mitad era aportada por la educación que el viejo Ismael impartía a su compañero.
Aménabarh siempre correspondió el cariño del viejo, aunque éste sabía que no era él el verdadero destinatario de ese “Amor de Hijo”. Intuía cosas de las cuales trataba en no pensar. La soledad a la que tanto se había acostumbrado era una sombra que ahora apagaba su alma; y ya no la quería.
Fueron muchos años viviendo solo, pero unos pocos con Aménabarh habían sido suficientes para que el viejo tomara la compañía de buen grado y ya no se quisiera desprender de ella.
El viejo Ismael ya era realmente viejo, y si no fuera por Aménabarh no sabía como se las hubiese arreglado para continuar con su pequeño campo.
Aménabarh ya conocía el trabajo y lo realizaba estupendamente. Su capacidad para el aprendizaje era asombrosa a pesar de que no hay grandes misterios en las labores de un campo, aunque sí muchos secretos.
Al viejo Ismael le preocupaba el día de su partida; el día en que Aménabarh quedara solo y tuviera que arreglárselas en un mundo que él no conocía. Porque el viejo sabía dentro de sí que Aménabarh vivía en un mundo que en verdad no conocía.
Y fue así que una templada noche de abril se encontraban los dos compartiendo una cena frugal cuando de repente Aménabarh levantó súbitamente la cabeza. Los ojos se abrieron al igual que su boca y un temblor recorrió todo su cuerpo. Miró profunda y rápidamente al viejo y éste le devolvió la mirada atónito e interrogativo.
El viejo Ismael había echado instinto de padre y una vorágine de pensamientos surcó su cabeza para descender luego a su corazón. Y de una u otra forma sabía que sucedería lo que nunca quiso.
El joven Aménabarh salió corriendo a la parte trasera del rancho, mientras que el viejo quedó paralizado en la silla tomándose la cabeza con ambas manos y un sentimiento de tristeza embargó su corazón. No quiso apurar los acontecimientos y contuvo un nudo que ya tenía en la garganta.
Se asomó por la ventana y observó cómo Aménabarh estaba ubicado junto al roble y con la mirada en alto. Y de pronto comenzó a cantar. A entonar esas melodías que hacían mover hasta las fibras más íntimas de su ser. Y el viejo Ismael lloró.
Lloró desconsoladamente, negando con la cabeza, y sabía a ciencia cierta que ése era el momento.
Diez años de su vida. Tal vez los últimos y seguramente los mejores; se evaporaban en un abrir y cerrar de ojos. Y aquellas dulces y encantadoras melodías marcaban cual trompetas del amanecer la inminente despedida.
El viejo se encontraba en el suelo, sentado con las piernas recogidas y la cabeza apoyada en la pared de barro. Los ojos inyectados en lágrimas. Hasta que en un momento reaccionó a su egoísmo y enfocó sus sentimientos a la persona que él amaba. Y no tardó en reaccionar. Ahora una leve sonrisa comenzó a dibujarse en sus labios. Pensó que había protagonizado un rol principal en una historia que no era suya y sí del joven Aménabarh. Y la historia de Aménabarh ahora continuaba el rumbo que tal vez nunca tuvo que haber dejado. Y el viejo Ismael se sintió reconfortado si era éste el momento en el cual el joven Aménabarh tenía que retomar su camino.
Nunca había entendido la aparición de Aménabarh en aquella noche de tormenta, y como una madre que encuentra una cría perdida, instintivamente se dedicó a criarlo.
Tal vez ésta era la ocasión que Aménabarh estuvo esperando por diez largos años y la que no lo estuvo el viejo por diez cortos años.
Por un momento las melodías cesaron, lo que hizo al viejo ponerse en pie y acercarse a la puerta. Volvió a caer de rodillas ante el impacto de lo que sus ojos estaban viendo. Sintió su corazón querer escapar de su pecho y su cuerpo comenzó a temblar.
Aménabarh se encontraba desnudo; totalmente desnudo. Los cabellos rizados caían con movimientos ondulantes sobre sus hombros movidos por la brisa nocturna.
Su cuerpo estaba sitiado en el centro de un gran cono de luz de un fosforescente azul furioso. Una luz incandescente y fría que cuando el viejo Ismael quiso examinar su procedencia apenas pudo mirar ya que la intensidad quemaba sus ojos. Sin embargo Aménabarh tenía su cabeza totalmente inclinada hacia atrás observando extasiado el origen de la luz. Los brazos extendidos y sus piernas abiertas y una sonrisa plena iluminaba su rostro.
El viejo apenas pudo percatar como unas siluetas giraban en torno al origen de la luz que se encontraba solamente un poco más arriba por sobre un costado del viejo roble, pero la conmoción y la fuerte luz no le permitieron mostrar detalle de lo que sobrevolaba por encima de ellos.
Aménabarh flexionó sus rodillas hasta dar con ellas en la tierra; inclinó su cuerpo y el mentón tocó su pecho. Y fue en éste momento cuando el cono de luz se encendió aún más hasta cegar la vista.
El viejo Ismael quiso correr en busca de Aménabarh pero sus miembros estaban paralizados. De su reseca garganta siquiera lo pudo llamar y no quedaba más que observar y esperar; y el viejo resignó su cuerpo más no su alma.
Pasó un tiempo extremadamente largo, aunque en realidad habían sido unos pocos segundos, y toda una eternidad pasó frente a las narices del viejo Ismael.
De pronto sintió que el cuerpo respondía y súbitamente se puso en pie.
Por un instante pensó que todo había sido un sueño, pero sin embargo todo era real, como la comida que hacía unos minutos habían compartido juntos.

La noche lloraba estrellas y una Luna llena iluminaba todo el campo. Los sonidos de la noche volvieron a cantar sus monótonas pero hermosas melodías y una brisa fresca golpeó sobre el viejo Ismael ayudando a que reaccionara.
- Aménabarh!-. Gritó para sus adentros. Y Aménabarh estaba allí, en cuclillas, aún con el cuerpo inclinado hacia adelante y el mentón todavía tocando su pecho. Había algo distinto en él; algo inusual y que el viejo conocía solamente en cuentos de su infancia. Se acercó lentamente en la oscuridad para corroborar si eran sus ojos o su imaginación lo que estaba viendo.
Y llegó a unos pasos de Aménabarh; y cayó de rodillas al tiempo que una mezcla de hermosos sentimientos colmó su corazón.
Sonrió hasta sentir dolor en sus mandíbulas mirando atónito las alas que ahora se apoyaban sobre las espaldas de Aménabarh. Suavemente extendió un brazo y con su mano abierta acarició una de ellas. Un cosquilleo recorrió el cuerpo de ambos y una fusión de sensaciones volvió a surcar los espíritus, como cuando realmente se conocieron.
De un azul profundo, como se torna el cielo en las mañanas de otoño y de una suavidad como el acariciar del agua transparente saltando en un arroyo.
Aménabarh se incorporó lentamente; el viejo Ismael se hizo a un lado aumentando su asombro ante ese impetuoso par de alas.
Hubo silencio y el viejo Ismael supo que era el momento de la partida. Aménabarh giró hasta quedar cara a cara. Aménabarh no correspondió la sonrisa del viejo y aspirando profundamente señalando al cielo dijo: -Familia-. El viejo en su interior agradeció profundamente haber escuchado su voz por segunda vez tomándolo como regalo de despedida, y ésta vez sonó más grave y estridente.
El viejo Ismael resignado y en cierta forma feliz contestó con una sonrisa algo más grande de la que ya tenía. Ahora Aménabarh lo señaló a él, marcando con sus dedos justo el corazón del viejo y repitió: -Familia-.
El viejo no se contuvo y lloró en silencio sin dejar de mirarlo; cuando la fuerza del llanto aumentó, el viejo hubo agachado la cabeza para que en éste instante Aménabarh lo tomara de ambas manos y por cuarta y última vez habló diciendo: -Unidos-.
El viejo levantó la cabeza y Aménabarh ahora sonreía. Tanto sonrió que comenzó a reír. Y rió estridentemente contagiando como en aquel entonces al viejo Ismael.
Y ambos rieron llorando de alegría; y fue entonces que Aménabarh extendió sus azules alas de gloria y asiendo fuertemente al viejo comenzó a agitar sus extremidades levantando el polvo y haciendo vibrar las hojas del viejo roble. Y los dos dejaron de hacer pie en tierra. Y siguieron elevándose al tiempo que la fuerza de sus risas aumentaba; y así se confundieron con las estrellas que encapotaban el profundo cielo.
Y volaron más allá de todo lo imaginable.
Y de ellos en la noche se escuchó reír.
Y se perdieron en la magia de un sueño otoñal.
Y se perdieron una noche de abril.





Texto agregado el 06-12-2011, y leído por 85 visitantes. (0 votos)


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