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La luz es roja, todos se detienen. Al borde de la avenida se levanta un cuerpo desgastado, se aproxima a los impacientes coches formados frente a él. Exige a los de mejor destino un mínimo que consuele su desgracia, pero ante la negativa de los de adentro existe un protocolo por cumplir. Su trabajo es limpiar parabrisas, sucios o no, carece de importancia.

En la vida ha descubierto a la agresividad como cómplice, de ella obtiene una fuerza que antes jamás encontró en la sumisión. Lleva meses trabajando en ese crucero, está familiarizado. Ya no observa rostros extraños tras los parabrisas, ahora solo mira el reflejo del Sol en los cristales. Su táctica es acercarse con rapidez y no dar tiempo de reacción a los conductores. El primer paso para recibir una propina es poder limpiar el parabrisas. Un “No” anticipado es pérdida en el negocio.



Observa aquel coche rojo brillante que sobresale del resto, incluso los demás automovilistas deben sentir envidia de ese monumento ambulante. A casi dos metros de distancia del objetivo, lanza un chorro de agua con su botella de refresco perforada, ha dado el primer paso. La ira se hace presente en el interior del lujoso vehículo, de la mano derecha sujeta al volante se levanta el dedo índice, pero sus movimientos de izquierda a derecha no convencen al de afuera. Una vez que la solución de agua jabonosa ha tocado un coche, debe terminar su labor.

El sujeto de afuera se recuesta de un brinco sobre el cofre del deportivo, la ira aumenta. El conductor pisa el acelerador. El auto avanza lo suficiente para desequilibrar al de fuera provocando su caída. La luz por fin es verde, los coches avanzan lentamente. Desde el asiento forrado en piel, observa al individuo levantarse y sacar un pequeño objeto brillante del bolso de su raído pantalón. Desde la puerta del conductor hasta la cajuela, una moneda ha trazado su camino, el dueño del insignificante peso corre en dirección contraria a los vehículos. El agudo ruido provocando por el roce de los metales aun se escucha en el interior, donde la ira ya no cabe más. El silencioso motor se detiene, la rayada puerta se abre, un calor sofocante golpea aquel cuerpo vestido de traje. Tres coches son la distancia que separan la etiqueta de los harapos. El conductor cierra la puerta y corre tras su presa mientras presiona un botón que activa la alarma.

Ambos avanzan contra la corriente. Uno zigzaguea entre los autos, el otro pierde velocidad entre pitidos de protesta, le cuesta trabajo respirar debido a la pesadez del aire. En el interior de los coches le observan cual monstruo, algunas ventanas se cierran como si fuera un enfermo que intenta contagiarlos, como si no fuera parte de ellos. La humillación le aborda, pero su mirada recupera al objetivo que acaba de salir del cauce. Los vehículos poco a poco aumentan su velocidad volviéndose cada vez más peligrosos. Es inútil seguirlo, no se trata del videojuego de la rana intentando cruzar la calle.

El conductor regresa a su coche, lo pone en marcha y sigue su camino hasta que otra luz roja lo detiene. Es momento para meditar lo ocurrido. Da un suspiro profundo para recuperar el aliento. Sus ojos se cierran dando paso a la infinita conciencia, juez de sus actos. Por un momento sintió una milésima parte de lo que sucede allá afuera, en ese mundo tan distinto al suyo.

Abre los ojos, el cristal de su coche esta siendo limpiado otra vez.

FIN

Texto agregado el 19-12-2011, y leído por 141 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
19-12-2011 mmm. nuestos países son un largo y ancho parabrisas con vista a la realidad de la calle. Muy buen trabajo. NeweN
19-12-2011 Me hiciste recordar mi pais Guatemala sobre la avenida Reforma, buen relato. esclavo_moderno
 
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