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VII
Las humedades de Milagros

Mi irrupción en el bachillerato sin haber aprendido a bailar constituyó toda una vergüenza. De no haber sido por la experta ayuda de un camaján de cabaret y de una jugosa joven europea, habría tenido que alquilar una estrecha celda en un monasterio y dedicarme a entonar cantos gregorianos, movido sólo al ritmo de la oración.
En esa época, las amigas de mis amigos comenzaron a acorralarme con insistentes invitaciones a los bailes de los sábados por la tarde; pero, a pesar de que me moría de ganas, yo tenía que excusarme de asistir. Era torpe para la danza. Dios se había olvidado de instalarme el chip necesario para conectar el oído, las sensaciones y el movimiento. Además, como no contaba con nadie que me ayudase a borrar ese estigma, que ahora exhibía como una lacra en la frente, tuve que inventar innumerables calamidades familiares y esquivar las ocasiones en que se manifestaba el defecto. Una tras otra, apesté a mis tías con horrorosas enfermedades y justifiqué mi inasistencia a esos bailes con sus prolongadas agonías. Hasta tuve que liquidar a mis dos abuelas, y mi madre tardaba eternidades sin recuperarse de una supuesta parálisis generalizada. Sin embargo, mis compañeros y sus amigas empezaron a encontrar extraño mi comportamiento. Los infundiosos impedimentos que yo urdía para correrme de aquellas fiestas sabáticas, rápidamente perdieron su originalidad inicial y llegaron a convertirse en coartadas trasnochadas. Mi orgullo empezó a percibir ciertas rechiflas burlonas. ¡Había que hacer algo!
Antes de toparme con la joven mujer que por fin lograría perfeccionar mis aptitudes de danzarín, incurrí en el error de pedirle ayuda a Martínez. En el colegio se decía que este muchacho era un gran bailarín. Yo había advertido su presencia desde el año anterior, más por su anatomía carnosa y mofletuda y sus cachetes de niño, que por la inteligencia que no era propiamente una de sus características. No podía evitar que se me escapara de vez en cuando una sonrisita malévola al examinar su pantalón de mangas abombadas, flameantes con la brisa o al más leve vaivén y reducidas en los tobillos a una bota inconcebible. El típico pantalón de mangas abotinadas de camaján pueblerino: el irresistible tormento de las mucamas. Pero, sea como fuere, ahora yo lo necesitaba. Tuve que admitir que Martínez podría llegar a convertirse en mi anhelado tutor de guarachas y fandangos, y por eso decidí comprármelo haciéndole las tareas de matemáticas. Pero Martínez podría ser torpe en los estudios, pero no bobo para los negocios. Así que, vislumbrando mi apremio y mi carencia absoluta de dinero, no sólo aceptó presentar como ejercicios suyos mis impecables soluciones a los peliagudos problemas de la aritmética de Baldor, sino que optó por cobrarse en especie también las propinas. Yo tendría que llevarlo, a pesar de que él no hubiera sido invitado, a todas las fiestas bailables que organizaban mis amigas. Allí, según su falsa promesa, él aprovecharía el fragor de la reunión para adiestrarme en los últimos ritmos y técnicas de la danza tropical; pero, llegado el momento, el ladino gordo se olvidaba de mí y se dedicaba a gozarse la fiesta. No me enseñó nada. Tuve que aprender sus trucos observándolo de reojo hasta descubrir el secreto de lo que ahora se llama el “tropical swing”. El Gordo Martínez acompasaba el meneo de sus cuadriles con la cadencia de la música, deslizando suavemente los pies para que el vaivén de las cimbreantes mangas del pantalón diera la apariencia de un balanceo armónico con el contoneo del caderamen de la pareja. Sin embargo, esa técnica tenía la desventaja de obligarme a estar siempre asido firmemente de la muchacha y a usar un pantalón XL de bota 12. No obstante, por algún tiempo me resigné a bailar de esa manera. Me agarraba de la niña como de mi propia salvación; pero no olvidaba que de querer bailar la cumbia y otros ritmos caribeños como se debe, tendría que aprender a bailar suelto. Cuando ya casi iba a recaer en los chantajes de Martínez, sucedió el milagro que puliría para siempre mis asperezas en la danza tropical. Mi salvación vino en las manos de una joven española.
Por esos días yo me las había ingeniado para seducir a Milagros Torrelavega. Aclaro que seducir, lo que se llama seducir, sería sólo un sueño acuñado por los ocultos anhelos de mi todavía inmaculada virilidad; mejor será confesar que simplemente la convencí de que aceptara ser mi acompañante en los bailes de los sábados por la tarde. Milagros, hija única de una española recién llegada amiga de mi madre, aceptó con entusiasmo ser mi pareja de baile y aprovecharse de la oportunidad que le brindarían aquellas reuniones para conseguir nuevas amistades colombianas y aprender algunas danzas tropicales. Milagros no se distinguía por una belleza física deslumbrante, pero sí por sus sobacos enmarañados y antifranquistas que a veces emanaban un tufillo a conquistador del Nuevo Mundo; y quizá, por esas razones, Milagros había perfeccionado una carencia absoluta de atractivo seductor, muy de la España timorata de aquellos días. Ese sería mi sacrificio. La rancia y oculta hermosura de Milagros (como los quesos maduros de su tierra), unida a mi secular timidez, podrían convertirnos en una pareja infestada de atributos repugnantes casi perfecta. Sin embargo, no todo iba a ser sufrimiento. Revisando mis recuerdos de aquellas épocas, he podido analizar con mayor objetividad las ocultas características emocionales de Milagros. Por ejemplo, al examinarla con disimulo se le alcanzaban a percibir algunas señas subliminales que revelaban la total normalidad de sus glándulas reproductivas. Si yo cateaba sus pechos asfixiados por el suéter, o de reojo buscaba sus caderas entre las crinolinas de la pollera de pliegues, la joven Milagros se ruborizaba hasta las orejas y me regalaba un mohín coquetón. Y si por algún motivo la rozaba con mi cuerpo, la cantábrica empezaba a emitir orgásmicos jadeos, se retorcía y juntaba las rodillas como intentando evitar que yo advirtiera algún recóndito humedecimiento. Inocente, como buen discípulo de los Hermanos cristianos, yo interpretaba esos retorcimientos como simples urgencias vesicales. Creía que todo formaba parte de su exquisita timidez. Pero, a pesar de sus sonrojos y turbaciones, Milagros Torrelavega tendría el honor de enseñarme a bailar la cumbia al genuino estilo afro-colombiano (cosa incongruente en una europea), y no propiamente por sus habilidades en el arte de la danza tropical, que lógicamente le habían sido negadas y tampoco había podido perfeccionar en su tierra natal, sino por fuerza mayor. La tímida jovencita terminó obligándome a bailar suelto, con las manos al aire y con una soltura que yo jamás hubiera llegado a exteriorizar con otra pareja.
El milagro sucedió aquel día en que la invité a bailar por primera vez y el efluvio de sus emociones le brotó desde los más pudorosos rincones de su cuerpo. Sin embargo, debo ser sincero y dejar clara constancia de que ella no tuvo la culpa. Estudiando medicina, años después, vine a enterarme de que la reacción emocional de las glándulas de Milagros, que la obligaron a eyacular tal cantidad de secreciones, humedeciendo su cuerpo y el mío, no significaba un defecto tan sobrenatural como yo supuse al principio. Según entiendo ahora, es algo corriente entre los jóvenes tímidos. Dicen que puede llegar a ocurrir inclusive mediante auto-estimulación.
Pocos segundos después de lanzarnos a la palestra sentí un líquido peguntoso que escurría desde su mano derecha, bajaba enfriándose paulatinamente por debajo de la pulsera de mi reloj hasta llegar al codo y, tras apozarse, terminaba traspasando el paño de mi chaqueta. Era una sensación impresionante. Al principio no supe qué era. Creí que Milagros aprisionaba en su mano alguna jugosa fruta, o algo parecido, que yo había exprimido involuntariamente con la presión de mi mano. Pero no, no era una fruta. Con mi mano sólo aprisionaba la de ella. Y eso no era todo. De la emoción de Milagros Torrelavega rezumaba aún otra consecuencia. En las hombreras y el cuello de la solapa de mi flux gris claro, en el lugar exacto en donde la sensible mozuela me aprisionaba con la otra mano quedaba impresa la huella de sus dedos ensopados, abiertos como en una de esas pinturas rupestres de las cuevas prehistóricas de Altamira, en Cantabria, su tierra natal.
La tímida y erótica Milagros Torrelavega padecía de la espantosa enfermedad llamada hiperhidrosis palmar y peninsular. No tuve más remedio que soltarla y comenzar a ejecutar las mil piruetas y revueltas de una inédita cumbia cienaguera.

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Bogotá 2005

Texto agregado el 25-12-2011, y leído por 90 visitantes. (2 votos)


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