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DOLOR Y DESPEDIDA


Espero alegre la salida y espero no volver jamás.
Frida Kahlo


- ¡Ay! ¡Ay! ¡Qué dolor! ¡Por favor, Dios, líbrame de esto! ¡Ay! - se quejaba Sofia.
Hacía varios meses que la enfermedad se ensañaba con su cuerpo. Los médicos habían desistido. Las “mais” sentían que intentaron todo con sus pociones y sus invocaciones. Los hechiceros ya no hallaban a cuál artilugio recurrir.
- ¡Ay, Dios! ¡Quítame ya este sufrimiento.
Esa noche, como acontecía en las últimas semanas, gran parte de la familia estaba allí. La pequeña Lívia se acercaba a la cama, y pasándole su manito por la frente, le decía :
- Pronto te vas a curar abuelita. -
Inês, su hija, no soportaba los quejidos. Paulo, el hijo, sollozaba en los rincones de la casa. Ilze, vecina y amiga eterna, iba y venía, quería ser útil; creía que realizando las tareas domésticas contribuiría al alivio de Sofia, aunque lo que pretendía sin saberlo era escapar del tormento que le causaba permanecer junto a su amiga viéndola consumirse.
Esa noche el dolor era más intenso. Los estertores inundaban la morada. Los alaridos se adherían a las paredes. La dolencia de Sofia penetraba en cada célula de quienes la rodeaban.
La enferma, de a ratos, agobiada por el peso del suplicio, se dormitaba en cortos descansos convulsos. Esas treguas eran aprovechadas por los familiares y amigos para reunirse en la cocina, lugar en el que bebían café o fumaban. Debían mantenerse espabilados hasta las tres de la mañana, momento en el que llegaría Sumba, la curandera de Santana. Sofia había pedido ser visitada ese día. Y Sumba decidió la hora apropiada.
La curandera se presentó, y sin dilación, se dirigió al cuarto de la sufriente. Extrajo varias hierbas de un bolso y las encendió en una vasija. Tras sahumar la habitación, aproximándose a Sofía, comenzó a hacer lo mismo con ella; mientras con una gran pluma empujaba el humo desde el recipiente hasta el rostro de la enferma, soltaba palabras en lengua angoleña y profería grititos que parecían maullidos ahogados. En la cocina los amigos y parientes permanecían envueltos en una mezcla de angustia, curiosidad e impaciencia. Sofía fue recuperándose del casi ininterrumpido sopor y sus ojos se abrieron como flotando en una niebla. Se incorporó a medias y miró a Sumba. La curandera le acarició la frente y preguntó :
- ¿Qué quieres ahora? -
Con voz firme, inusual en los últimos días, respondió :
- Quiero ver mi barrio. Quiero verlo al final. -
Saliendo del cuarto Sumba comunicó al resto el deseo de la doliente. Paulo tomó la silla de ruedas, y en pocos minutos, luego de vestirla y acomodarla en el medio de transporte, apareció con Sofía en la sala de la casa. Acto seguido Sumba entregó una vela azul a cada uno de los presentes, y tras encenderlas, les pedió que la acompañaran. Todos abandonaron la vivienda, excepto la pequeña Lívia, quien se había dormido hacía más de una hora.
No había transeúntes, las luces de mercurio alumbraban irregularmente las calles, una brisa se deslizaba sobre ese sector de São Paulo, y allí iba la pequeña procesión, marchando con sus tenues luminarias. Adelante estaba Sofia en la silla de ruedas empujada por Paulo, algunos pasos atrás, Sumba con sus letanías, y al final el resto. Caminaban con lentitud. Sofia observaba cada detalle del paisaje : los árboles, las estrellas y las fachadas de las casas de sus vecinos; fue repasando los rostros de cada uno de ellos en su mente : Januária, Mercedes, Joel, Baixinha. También sentía el suave viento que acariciaba su piel, lo sentía con deleite, y a pesar de los quejidos, disfrutaba de ese soplo tan diferente al aire enrarecido de su habitación. Allí iban, la escena de la extraña peregrinación tenía cierto aire fantasmagórico.
Pasaron cerca de la estación del metro, luego Sofia pidió que se detuvieran en la plazoleta Princesa Isabel. Una vez allí quiso que la dejaran sola por algunos minutos. Respiró profundo y la mente se le fue vaciando de pensamientos, quedó como ausente. Pero esto duró poco tiempo, un feroz retortijón atravesó su abdomen y un aguijoneante zumbido se instaló en sus oídos. Otra vez el dolor, que le había dado una tregua, dominó su cuerpo, tanto así, que llegó a sentir que éste se expandía más allá de su piel. Tuvo la certeza de que esa punzada del estómago también estaba en los árboles y en los pocos coches que pasaban, incluso en aquello que los años se habían llevado : las antiguas tiendas, los profundos barrancos y las viejas casas que habían sido reemplazadas por modernas construcciones. Ya no había diferencia entre lo interno y lo externo, a Sofia le dolía el barrio, Brasil, el mundo y el tiempo. Miró el cielo, y observando que una densa bruma comenzaba a ocultar las estrellas, exclamó casi sin aliento :
- ¡Ay Dios! ¿Hasta cuándo me vas a maltratar?
Tras hacer una seña el grupo se acercó.
- ¡Llévenme ya! - dijo.
Cuando volvieron a la casa apagaron las velas. Paulo condujo a Sofia hasta su lecho. Luego Sumba, acercándose, con voz un tanto quebrantada, le preguntó :
- ¿Qué le duele Sofia? -
- ¡Todo! Estás hablando con el dolor. -
La curandera le besó la frente, y sin decir más nada, abandonó la casa.
Después de algunos minutos la enferma pidió a Inês que pusiera aquel disco de Cartola y le trajera el álbum de los recuerdos.
Mientras la vieja canción le llegaba al corazón sus ojos recorrían las fotos. Allí estaba su joven marido Jacob, aquellas vacaciones en Rio, aquel primo que nunca volvió a ver y ese vestido que tanto le gustaba. Cerró los ojos y algunas lágrimas brotaron. El dolor menguó. Parece que el pasado, de alguna manera, había calmado el sufrimiento del presente. Y así, lentamente, se fue durmiendo envuelta en la voz de Cartola y en las imágenes borrosas de su infancia, allá lejos, en Ucrania, aquel país que ya no era el suyo.
Paulo ingresó a la habitación para saber cómo estaba su madre. Al verla dormida, suavemente, retiró el álbum de sus manos y salió del cuarto.
- Está descansando. - informó a sus compañeros de desvelo. - Nosotros hagamos lo mismo. Necesitamos relajarnos. -
Cinco minutos después cada uno partió hacia su cama. En la casa reinó la serenidad.
A las siete de la mañana Lívia se levantó para ir al baño. Todos dormían. Después de orinar, y estando semidespierta, sintió la necesidad de ver a la enferma. Al abrir la puerta del dormitorio vio una sombra con ojos brillantes deslizándose rápidamente sobre el lecho de Sofia, para luego desparecer bajo la cama. La nieta se asustó y comprendió que su abuela nunca regresaría.



DOLOR Y DESPEDIDA

Sergio Heredia ( marzo/2011 )

Texto agregado el 20-01-2012, y leído por 107 visitantes. (0 votos)


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