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L E O N O R



Vi a Raquel pasar por la vereda, ella me hizo recordar a Leonor. Evoqué su rostro, y mientras sus facciones recorrían mi memoria, tomé conciencia de que hacía casi tres años no la veía.
Sin darme cuenta una lágrima mía había caído sobre el mostrador. Temí que algún cliente entrara y el pudor detuvo mi emoción. Miré los estantes, allí estaban las botellas de aceite, las de cerveza, las de ginebra… Otra vez percibí, no ya la figura de Leonor, sino su presencia. Sentí su calor junto a mí. Miré hacia un costado y sólo divisé los frascos con aceitunas.
Mi mirada se perdía entre las cajas de galletas cuando supe con melancolía que ella no estaba ahí y que nunca había estado. Leonor siempre fue una idea mía. Ella era un sueño convertido en vecina. Pensaba que su casa, cercana a la mía, era un mundo poblado de plantas exóticas que despedían embriagantes perfumes… Imaginaba que su cuerpo, casi etéreo, deambulaba por ese paisaje rozando apenas el suelo. Pero no, Leonor no vivía en ese lugar idealizado.
Mientras pensaba en qué habría sido de ella, otra vez tuve ganas de llorar, sin embargo, al asumir que había soñado demasiado, súbitamente, la tristeza fue reemplazada por ira y le di un puñetazo al mostrador. Apretando la muelas, tomé una decisión : - ¡Se acabó! ¡Qué mierda! Voy a ir a tu casa. Vas a mirarme, voy a hablar con vos. Basta ya de... Basta de estar enamorado de un fantasma. Advertí un fuego abrasándome el pecho. Traté de calmarme pasándome una mano por la cara. Estaba en eso cuando una alarmante pregunta cruzó mi cabeza : ¿Vivirá todavía allá? Enseguida me dije : Con averiguarlo, no se pierde nada. Sin más meditarlo, y movido por una ansiedad casi psicópata, me apresté a bajar las persianas del almacén y a partir presuroso. Pero un contratiempo previsible se suscitó en el momento que estaba cerrando el negocio : apareció doña Ana. Antes de que ella hablara, perturbado, le dije :
- Lo lamento, estoy cerrando.-
- Por favor Luisito...- musitó con bonachón tono suplicante – No me dejes sin sal. Por favor, vendeme un paquete de sal.-
- Pero es que debo cerrar con urgencia.- me disculpé, sabiendo que si le vendía lo solicitado, después vendrían la mantequita, el quesito, o quizá un chisme sobre alguno de los habitantes del barrio. A pesar de mi negativa, ella se quedó mirándome con espectativa, lo cual me movió a decir resignado :
- Está bien, pero solamente sal... ¿eh? -
- Sí.- dijo doña Ana.
Le vendí lo demandado, y ella, pasando por alto el hábito, se despidió sin pedir más nada.







II


Hacía frío. Yo había llegado hasta el barrio donde vivía Leonor. Me había detenido en la esquina junto a un pequeño bar. Estaba de pie, tieso, mirando hacia la casa de ella. Sentía un cosquilleo que me inmovilizaba. No podía dar ni siquiera un paso. Tenía miedo, un miedo helado y urticante. Leonor vivía a cincuenta metros de donde yo había quedado paralizado.
Transcurrieron varios minutos. No pensaba en nada, sólo sentía que debía tomar coraje. De una vez y por todas tendría que ir hasta su casa y tocar el timbre. Pero percibía el cerebro adormecido, de modo que no acertaba a pensar en lo que le diría. ¿Con cuál pretexto la encaro?, me dije angustiado. ¡No!¡No! pensé enojado conmigo mismo. Nada de pretextos. Lo que debo hacer es decirle que estoy loco por ella .¡Eso es! Debo contarle que hace mucho tiempo siento el deseo de tenerla en mis brazos. En mi mente tal cosa no era necesaria, Leonor estaba instalada en ella desde hacía varios años. Entró en mí cuando yo moraba en ese barrio, al cual debí abandonar para no seguir sufriendo. Mi vida dependía de una mirada suya que nunca llegaba. Quizá alguna vez mi miró, pero nunca me di cuenta.
¡Está bien! me dije finalmente. Basta de vacilar... Allá voy. E hice tres pasos hacia lo de Leonor, mas el cuarto no fue siguiendo el rumbo de los anteriores, sino en sentido contrario. Sin querer retrocedí; en lugar de tocar el timbre, entré en el bar. Llamé al mozo y pedí una ginebra doble.
¡Qué cobarde! ¡Qué cobarde! me decía mientras estaba sentado. ¿Por qué le tengo tanto miedo? ¿Por qué, si con otras mujeres no me ocurre lo mismo? ¡Qué cobarde!
Enajenado, bebí de un trago la ginebra. Luego, hecho un torbellino, salí del barcito.
Caminé velozmente, como temiendo que si lo hacía con lentitud, me arrepentiría y volvería otra vez sobre mis pasos. Cuando faltaban diez metros para llegar a su casa, pensé : Debo asegurarme de que todavía vive allí. Crucé la calle y me detuve junto a un gran eucalipto. Desde ese lugar, justo enfrente, contemplé la vivienda con el fin de observar algún movimiento.
Pasaron varios minutos. Nada vi. La puerta y la ventana estaban cerradas. Una gran desilusión comenzaba a embargarme. Ella ya no vive aquí. Jamás podré verla ni hablarle, siempre será un agujero en mi vida, un misterio arraigado en mi miedo, supuse, pero esta suposición estaba errada, pues luego de veinte minutos, Leonor apareció con una bolsita de residuos en la mano. Sin motivo aparente no quise que me viera en ese momento y me oculté tras el árbol. Ella dejó la bolsita sobre el cordón de la acera y entró en la casa. Mi corazón se aceleró. Otra vez el cosquilleo corrió por mi cuerpo. Bueno, me dije. Ya está. ¡Coraje! Allá voy.- y atravesé la calle. Iba enamorado, aterrado y decidido, mas cuando estuve a punto de ingresar a la porción de vereda que correspondía a su vivienda, choqué contra algo y caí sobre el asfalto. Quedé sentado y con la frente dolorida. ¿Qué ocurrió? pensé muy confundido. ¿Contra qué cosa choqué? Miré hacia la casa y no vi ningún obstáculo, sin embargo mi cabeza había rebotado contra una pared. ...¿Pero cuál pared? ¿Dónde está?... Quizá haya sido un brusco aumento de presión sanguínea, conjeturé. Me puse de pie, me rehice y allá fui nuevamente. Por segunda vez mi cuerpo dio contra una pared. Volví a caer con el trasero sobre el asfalto. Espantado, miré de nuevo, y nada, no había ningún muro, al menos ninguno que fuera visible. El dolor y la confusión me dejaron aturdido. Permanecí así durante varios segundos hasta que el sonido de un enorme camión avanzando hacia mí, me hizo volver a la realidad. Aún desorientado, me paré, y a toda velocidad abandoné la calzada. Corrí hasta el eucalipto y allí me quedé, la agitación me había dominado. Observé el camión que pasó delante de mí, y luego, como en trance, hice lo mismo con la casa, la cual, desde donde yo la observaba, ya había adquirido otro aspecto y otra dimensión. Lo que yo contemplaba era un espejismo situado en el desértico barrio de mi vida. Intenté sobreponerme, pero no pude. Mi alma había quedado arrasada y mi corazón casi no latía.



III


El día siguiente a mi intento de hablar con Leonor se tornó nebuloso. Los clientes se sucedieron en el almacén como seres ingrávidos y fantasmales. Seres que me pedían yerba, huevos y vino. Seres que me miraban, me sonreían y me succionaban con ansia demoníaca, al menos así lo percibía mi enferma mente de aquellas horas.
Estaba como oculto detrás de varias capas de mí mismo. Pesaba el pan, cobraba y decía adiós. Las personas trasponían la puerta del almacén como si fueran proyecciones de un mundo obtusamente cotidiano que yo observaba desde la cumbre de una montaña o desde la sima de un abismo. También Raquel pasó delante de mi negocio, y como siempre, se limitó a mirar sin entrar. Durante muchos meses había hecho lo mismo. Algún cliente me dijo que se llamaba Raquel.
Lo que más me mortificó durante ese día fue que Leonor, convertida en un horrible virus, me infectó por entero. Me llevó tan dentro de mí y me dejó tan fláccido, que en un momento de total desesperación, deseé ir a mi casa para llorar copiosa y compungidamente. Llorar por mí, por ella, por el fracaso y por la muralla con la que me topé. A propósito : ¿Qué fue esa pared invisible? me pregunté mil veces. ¿Qué fue? ¿Fue ella o fui yo?
Esas preguntas me aplastaron, me clausuraron, me hicieron sentir como un deshilachado colgojo que pende sobre un mundo oscuro e incierto.
Finalmente terminó la jornada de trabajo. Fui a mi casa, me duché, y cuando la noche ya cubría la ciudad, sin saber por qué, ni cómo, estuve otra vez en la esquina de su casa, de pie junto al bar. Entré y pedí una ginebra. Luego salí, y con paso sigiloso, caminé hasta la vereda de enfrente. Me apoyé en el mismo árbol de la víspera y observé taciturno la vivienda.
El barrio estaba calmo. Una brisa helada corría por la calle. Subí el cierre de mi chaqueta y continué mirando hacia la casa. Los transeúntes pasaban a mi lado lanzándome miradas llenas de curiosidad y aprensión. Seguramente sospechaban algo truculento. Supondrían que era un ladrón al acecho, un amante esperando a alguna esposa infiel o un borracho que no se animaba a orinar.
Abandoné mi estatismo, e inesperadamente, incluso para mí, corrí en dirección a la puerta de la casa. A medio camino me estrellé contra la muralla. Di un grito de dolor y trastabillé hasta caer. Casi desvanecido alcancé a tocar mi nariz. Mi mano estaba roja. Me asusté. Quedé atontado por varios minutos. Luego, tras incorporarme a duras penas, me encaminé hacia el bar con la nariz sangrante. Entré directamente al baño. Pasaron varios minutos, y sólo después de pacientes y delicados cuidados, la hemorragia se detuvo. Tras esto intenté quitarme las manchas de la ropa sin mucho éxito. Ya en el salón del bar, me senté y pedí otra ginebra. El dueño del expendio de bebidas me miraba asombrado. Mi aspecto debió haber sido el de un desquiciado.
Mientras fumaba y bebía quise salir de la deprimente situación. Para ello traje a mi mente lugares en los que me había sentido relajado : la plaza Alberdi y el tajamar de Alta Gracia. Sin proponérmelo me imaginé junto a Leonor en esos sitios; el sol brillaba y una suave brisa desparramaba sus cabellos. Esa ensoñación fue interrumpida por el cuchicheo de algunos de los clientes del bar; creo que hablaban de mí, en sus caras advertí un dejo de burla y desconcierto. Tratando de no darles importancia quise volver a mi ensueño, pero no lo conseguí. En su lugar, mi mente fue invadida por la imagen de doña Ana pidiéndome sal; luego vi a Raquel pasar por la acera de mi almacén, ella lanzaba misteriosas y furtivas miradas mezcladas con un rictus de dolor. Al percatarme de que esas evocaciones no me traían serenidad, decidí ponerles fin.
Pagué lo consumido y me dirigí a mi indeseado, pero inmejorable punto de observación. Ahí estaba otra vez, apoyado en el eucalipto. No sé por qué lo hacía. Intuía que todo estaba perdido y que nada de lo que intentara serviría para conectarme con Leonor.
Lentamente mi cuerpo dejó de temblar. Fui perdiendo sensibilidad y razonamiento. Mi cerebro ya no existía. Sólo cabía en mi espacio, el árbol sobre el cual estaba apoyado y la casa de Leonor.
Las horas transcurrieron. La gente dejó de transitar por las calles y la helada madrugada avanzó sobre la urbe. Yo seguía en el mismo lugar; sin querer me había convertido en una parte del silencioso paisaje.
En algún momento de mi insensible extravío tuve una pizca de lucidez y sentí que esa espera sería inútil. Había ido demasiado lejos y nada había conseguido. Entonces, aún con la mente y el cuerpo entumecidos, decidí regresar a mi casa. Pero algo inesperado ocurrió : perplejo, vi que la puerta se abría. Era ella. Muy abrigada abandonaba su casa. Las primeras luces del día se confundían con el piar de los gorriones.
- ¿Qué hago? – me pregunté.
Sin proponérmelo comencé a seguirla. Avancé cauteloso con la mirada fija en su espalda. Ella no se percató de mi presencia. Advertí algo extraño. Me acerqué más para ver bien. Esa que yo veía no era Leonor. ( ¿O sí lo era? ). Había algo raro en su manera de caminar. Extraño, pero no desconocido, más bien parecía algo distinto. A ese modo de andar lo había visto alguna vez. Un pensamiento insoportable atravesó mi mente : ¿Conocía yo realmente a Leonor ?
Ella caminó varias cuadras. Luego abordó un ómnibus, en tanto yo, evitando que me viese, hice lo mismo.
El viaje fue convulsivo. La gente se apretaba en todos los rincones del vehículo. Talvez se protegía del frío, o quizá , ayudándome sin quererlo, formaba un vallado humano que le impedía a Leonor descubrir mi presencia. No sé por qué me ocultaba, si jamás había reparado en mí.
A pesar de lo absurdo que me parecía lo que estaba viviendo, sentí que debía continuar. Intuía que me estaba moviendo hacia la dilucidación de un misterio. A esas alturas no podía pensar que viajaba en una fantasía : los pasajeros eran concretos, y Leonor estaba ahí, a pocos centímetros, apretujada entre ellos. Ya no había plantas exóticas, ni esperas inútiles.
Después de varios minutos de viaje ella descendió del ómnibus. La seguí durante algunas cuadras hasta ver que se detenía junto a un gran y viejo árbol. Lo miré bien y me resultó familiar. De inmediato reparé en todo lo que lo rodeaba, y luego, estupefacto, caí en la cuenta de que se trataba del mismísimo árbol que se encontraba frente a mi almacén.
Se apoyó en el añoso tronco y comenzó a observar mi negocio, lo hacía extasiada. Al verla así, sentí como si una pared se desplomara dentro de mí.
Mirando hacia el cielo, que a esa hora ya se había llenado de claridad, susurré :
- ¡ Ay Dios! ¡Dame fuerzas! –
Observé nuevamente a Leonor, y una energía incontenible me empujó hacia ella, la calle estaba desierta.
Mi paso era tambaleante, mi cerebro se sintió desencajado, y desde mi voz brotó una especie de aullido :
- ¡Leonor! ¡Leonor! –
Ante mi alarido, me contempló temerosa. Al tenerme a su lado me miró con el rostro pálido y dijo quedamente :
- Yo no soy Leonor. Soy Raquel.-
- ¿Por qué Raquel? ¿Por qué Raquel? – le pregunté escandalizado.
- ¿Qué es eso de “por qué Raquel”? …porque ese es mi nombre. - aseveró mientras se reponía del susto causado por mi alocada manera de abordarla. Luego, acercándoseme, me dijo :
- Yo me llamo Raquel, así como vos te llamás Luis. Porque tu nombre es Luis, ¿no? -
- Sí.- respondí, un tanto desorientado aún.
- Llevando sus manos a la frente, exclamó : - ¡Ay Luis! Por fin puedo tenerte frente a frente. Algo extrañísimo ha venido sucediéndome con vos.-
- ¿Qué es? – atiné a decir sin comprender.
- Mirá.- dijo, y se encaminó hacia mi almacén. La seguí con la mirada, y entonces comprendí que era verdad. Esa mujer era Raquel, la misma que todos los días pasaba delante de mi negocio y miraba furtivamente.
Antes de llegar pareció chocar contra algo y cayó. Atravesando la calle con rapidez, la ayudé a incorporarse.
- ¿Qué te ocurrió? – le pregunté, pero no necesité escuchar la respuesta, en ese instante la supe.
- No sé. Hace mucho tiempo que me ocurre esto. Jamás puedo entrar a tu almacén. Siempre choco con una pared que no veo.- dijo tristemente apoyada en mi brazo.
- Yo sí lo sé – aseveré – Lo que ocurre es que vos no sos Leonor.-
- ¿Y quién es Leonor ? – me interrogó fastidiada.
El alma se me llenó de lucidez, y con voz firme, respondí :
- Leonor no existe.-
La miré con dulzura y agregué :
- Ella no existe, pero vos y yo vamos a tener mucho que hablar.-


LEONOR
por Sergio Heredia ( Septiembre de 1991 )

Texto agregado el 20-01-2012, y leído por 83 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
20-01-2012 Me gusto, siempre perseguimos espejismos que tratan de hacernos chocar con paredes , pero éstas estan en nuestra percepción. Muy bien logrado efelisa
 
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