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LA MOMIA Y EL PAYASO





En una noche de tormenta, un rayo entra al museo situado en la ciudad más nueva del antiguo continente. El haz luminoso impacta sobre la momia egipcia, que de a poco, recobra vida. Se incorpora, se quita el polvo, y sin ser observada por nadie, abandona el museo. Al verla transitar por las calles, la gente se asombra, aunque no tanto; algunas personas creen que es alguien que ha estado en una fiesta de disfraces; otras, que ha ingerido un nuevo tipo de droga.
Mientras camina sin dar importancia a las miradas de los transeúntes, va recordando su pasado. En aquélla época, la del faraón, era una hechicera. En ese tiempo había servido lealmente a su monarca con la esperanza de que alguna vez él la amara, pero tal cosa nunca ocurrió, por el contrario, su amado no hizo nada para impedir que la reina, cuando intuyó esa pasión encubierta, loca de celos, la mandase a matar. Recordó que cuando moría, sintió un enorme odio hacia la humanidad, pues nadie se le había acercado ni siquiera para darle una palabra de aliento. ¡Matarla a ella, que tanto bien le había hecho a los hombres!... ¡Matarla, después de haber salvado tantas vidas y curado innumerables enfermedades con sus pócimas!... ¡Matarla, sólo por haber amado en silencio al faraón! En aquel momento, llena de ira, supo que no merecía semejante final.
Ahora está de regreso. Anda por la ciudad. Tiene una sola cosa en mente: venganza. Camina y camina, llega a un circo. La función está a punto de iniciarse. Mira, busca. A causa de su vestimenta, es confundida con algunos de los artistas circenses. Todos van y vienen preparando sus actos. En un principio no sabe qué hacer. Luego se decide: atacará a alguien; la cólera contenida durante siglos, comenzará a descargarse hoy. Busca y busca. Marcha entre los tigres, los trapecistas y las mujeres de bellas piernas, finalmente, alguien llama su atención. Camina hacia esa persona, y con lenguaje arcaico, pero entendible, le pregunta:
—¿Qué eres tú?
—¡Ja, ja! —responde—. ¿Cómo? ¿No te das cuenta por mi atuendo y mi maquillaje?... Soy un payaso, un fantoche, un bufón.
—¿Qué haces aquí?
—¿De veras no lo sabes? —pregunta el fantoche.
—No, dímelo.
—Tú debes estar bromeando o eres un extraterrestre.
—Tal vez... —contesta la momia, y agrega: —Dime qué hace un payaso.
—Yo soy el artista más importante del circo y del mundo. Mientras otros asustan o deslumbran a la gente, yo la hago reír. Imagina, los niños son mi público. Ellos, con muy poco, consiguen ser felices. Imagina qué importante es mi arte: hago reír a los hombres del futuro, los únicos que captan mi magia.
Cuando la momia escucha estas dos palabras, «futuro» y «magia», siente que ha encontrado a la persona adecuada.
Sin perder tiempo, empuja al payaso hacia un sitio apartado, y elevando sus brazos hacia el cielo, lanza, con voz potente, una plegaria. En este instante la lluvia cesa, se despeja el firmamento, y una estrella, situada en la constelación de Orión, comienza a brillar más que las otras. Dos segundos después, una mano se le enciende, y con ella toca al bufón, quien de inmediato queda como dormido. La momia, contenta, piensa: Parece que la gente de esta época es muy fácil de controlar. Aún con la mano destellante puesta en el artista circense, dice:
—A partir de ahora, harás el espectáculo que yo te indique y cuando yo lo quiera... ¡Ja, ja! ¡Futuro, niños! ¡Ja, ja!
Detiene su voz durante algunos segundos, y luego, en su lengua natal, pronuncia el conjuro que sella el hechizo.

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A mitad de su acto, y mientras el público ríe a destajo, el payaso siente correr por su cuerpo un extraño cosquilleo. Queda paralizado. La gente, en las gradas, sorprendida, observa que algo raro está sucediendo en él. Se acaban las risas, y una gran espectación flota en el aire.
A continuación, el fantoche comienza a brillar, es como si una luz interior lo hubiese encendido. Pasan varios segundos, y algunas lágrimas corren por sus mejillas. Al ver esto, la gente queda perpleja y confundida, y más aún cuando dice:
—Que se enciendan las luces.
Y así, el circo, que hasta este instante sólo tenía un reflector apuntando al payaso, queda iluminado en su totalidad. El bufón hace chasquear los dedos, y usando una voz que no es la suya, agrega con solemnidad:
—Hasta aquí llega la alegría. Debo confesarles que no puedo continuar con las piruetas y las bromas, una gran pena me lo impide.
La muchedumbre lo oye absorta. Un niño moreno, ubicado cerca de la pista, le pregunta:
—¿Por qué cambiaste la voz?
El payaso, no sabiendo qué responder, se queda pensativo durante un breve tiempo, pero decidido a decir su primera mentira, continúa:
—Los equilibristas han dicho que mi espectáculo no sirve... Me han provocado una inmensa tristeza, por eso no sigo. No puedo hacerlos reír...
Comienzan a escucharse silbidos. Al principio son pocos, pero luego, todas las personas se suman; los abucheos van en aumento.
—Les pido que sepan disculpar mi pesar, o en todo caso, que me ayuden.
—¿Cómo? —grita, enfurecido, alguien de entre la gente.
—No quiero violencia —dice el payaso.
Pero precisamente esto es lo que engendra en los espectadores. Una incontenible ira domina a los presentes, que se sienten condolidos por lo que le sucede a su artista.
—¿Dónde están los equilibristas? —pregunta, muy alterado, el padre de un pequeñín rubio.
—¡No! ¡No! ¡No quiero venganza! —acota el fantoche mientras una sonrisita de satisfacción va dibujándosele en el rostro.
Enseguida, la multitud, como si fuera un solo hombre gigante, en estampida, abandona la gran tienda. El payaso queda inmóvil en el centro de la pista. Al cabo de pocos minutos, la gente regresa arrastrando los cadáveres de los equilibristas. Al ver esto, el bufón, simulando asombro, dice:
—No hubiera querido que ocurriera, pero ya está hecho. —Hace una pausa, se pasa una mano por el maquillado rostro, y, con trabajada afectación, agrega:
—Lamento decirles, pero no sólo los equilibristas han estado molestándome, también lo han hecho los domadores, los trapecistas, los habitantes de los edificios vecinos, y en especial, los reyes de Jordana, de Akiestán, y los gobernantes de Francusia y de Australina.
No bien termina de decir esto, el público, enloquecido, arremete contra todo. Pocos segundos más tarde, se ve volar la cabeza de un tigre, la pierna de un domador y los brazos de un trapecista. La multitud abandona el circo, y pasadas algunas horas, derrumba todos los edificios colindantes. Transcurridos varios días, los exaltados están envueltos en sangrientas batallas alrededor del mundo. Los niños marchan al frente de las tropas, dan las órdenes y diseñan las estrategias; ellos son quienes deciden cómo y cuándo se debe matar a los reyes y a las máximas autoridades. Nadie que haya atentado contra la risa, debe permanecer vivo.
Mientras tanto, en el circo de la ciudad más nueva del antiguo continente, la momia hechicera ríe satisfecha, y el payaso, aún en el centro de la pista, aguarda, en estado de trance, el retorno de la gente.

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Los años pasan. A raíz del desequilibrio que el público del circo ha provocado en diferentes regiones, el mundo se torna caótico. Aquellos que tenían una vista perfecta quedan ciegos; algunos que sólo saben hablar son tomados como sabios; y cientos de vergeles son transformados en desiertos. Es tan grande la paranoia sembrada por el terror y el descontrol, que los pocos humanos que quedan vivos, desconfían de todo, incluso de sí mismos, y por eso se los ve vagando solos por heladas cordilleras, o naufragando en medio de interminables océanos.
Finalmente, sólo una pequeña cantidad de los que partieron vuelve al circo. Algunos han crecido, ya no son aquellos niños. Ahora se han convertido en hombres, en hombres con cicatrices, con dolores profundos. También hay ancianos.
Se acomodan entre las gradas y miran al payaso. En un rincón de la gran tienda está la momia observando.
—Y bien payaso, aquí estamos —dice un viejito—. Hemos regresado. Al menos yo, ya casi no recuerdo para qué partí — En su voz se nota cansancio.
—Yo sí lo recuerdo —dice una anciana—. Fuimos a destruir a los que te causaban tristeza. ¿Recuerdas? Queríamos que nadie te impidiera hacernos reír. Bueno, aquí estamos ahora.
Un hombre que ha perdido una pierna en una de las batallas, con voz sibilante, agrega:
—Ya no sé si tengo ganas de reír. Me duele todo. No creo que tus bromas me den alegría, ya no.
El fantoche, saliendo del letargo que le ha provocado tan larga espera, e intentando decir lo que ellos ansían escuchar, exclama:
—Por supuesto que tanto sufrimiento no ha sido en vano. Volverán a tener felicidad... Yo se las daré.
Una mujer que ha quedado ciega combatiendo en Akiestán, y debido a que ha desarrollado el oído de manera inmejorable, cree escuchar un balbuceo detrás de sí. Esto le parece extraño y despierta su curiosidad. A tientas parte hacia el lugar de donde proviene el sonido. Presta atención y se da cuenta de que las mismas palabras que brotan de esa voz, son dichas, pocos segundos después, por el payaso. Enseguida, intuyendo que algo siniestro está ocurriendo, grita dirigiéndose a sus camaradas de combate que permanecen oyendo al fantoche:
—¡Ey! ¡Gente! Díganme quién está aquí.
Todos giran y ven a la mujer junto a la momia. Enseguida dejan de escuchar al payaso y se encaminan hacia ese rincón del circo.
—Tengo que contarles algo. —habla la ciega. —Esta persona dice primero, lo que el payaso repite después, parece que por algún misterioso método, se lo transmite..
—¿Persona? —acota el hombre sin una pierna—. Lo que tienes enfrente es una momia...
La vieja hechicera egipcia, al verse descubierta, intenta huir, pero la pequeña multitud, rápidamente la sujeta. Y así, entre chillidos y maldiciones, es llevada en andas hasta la pista y colocada junto al fantoche. Una vez allí, y tras mirar las caras amenazantes de los viejos combatientes, suplica:
—Por favor, no me matéis. Yo no he hecho nada. Ha sido el payaso quien ha abusado de vuestra lealtad hacia él.
El hombre que, siendo niño, se percatara del cambio que el fantoche había experimentado en su modo de hablar, da un grito:
—¿No se dan cuenta? La voz de esta momia es la misma que tiene el payaso... ¿Lo ven? Es ella quien nos ha venido hablando desde aquel día. No hemos oído al payaso, sino a ella... Seguramente lo embrujó y se apoderó de su alma.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Tiene razón! —gritan todos al unísono, y agregan: —¡Démosle su merecido!
—No, por favor —suplica la hechicera—. ¡No quiero morir otra vez!
—¿Morir otra vez? —Pregunta la ciega, dirigiéndose a sus compañeros, y agrega un tanto espantada: —Eso quiere decir que estamos ante una antigua bruja.
—Entonces, para que no nos engañe más, matémosla de inmediato. —exclama el hombre sin pierna.
—¡Sí! ¡Sí! —grita el resto.
En pocos segundos, y debido a los golpes que recibe, la momia muere.
El payaso, en ese preciso segundo, y como saliendo de un largo sueño, pregunta:
—¿Qué ha pasado?
Un hombre que está a su lado, le dice:
—¡Han pasado tantas cosas! Parece que has estado dormido durante años.
—Sí. Lo último que recuerdo es a una persona disfrazada de momia que no sabía lo que era un payaso —dice el fantoche, aún un tanto somnoliento.
El mismo hombre, señalando a la momia tendida en el suelo, le pregunta al artista:
—¿Ésa que está ahí, es la momia?
—Sí, es ella.
—Bueno, amigo. Debo decirte que fuiste engañado y usado, eso no es una persona disfrazada, sino una vieja bruja. Ella te manipuló para que, en lugar de hacernos reír, nos convirtieras en unos tontos sanguinarios... —Mira en derredor, exhala y prosigue: —Después que nos repongamos, veremos qué destino le damos a esta momia, o a lo que queda de ella.
—Podríamos comenzar ahora —sugiere el payaso—. Averigüemos qué hay debajo de ese vendaje.
—Está bien —dice una anciana.
Así es que todos, poniéndose manos a la obra, comienzan a desenrollar los metros y metros de tela pardusca en los que está envuelta la antigua hechicera. La tarea les lleva mucho tiempo, pero al final, ya exhaustos, logran terminar. Cuando esto ocurre, todos quedan atónitos. Debajo no hay nada.
—¿Nada? —pregunta el payaso sin creer lo que ve, y agrega:
—Ahora sí que no sé si reír o llorar.
La ciega, a modo de respuesta, dice:
—Es verdad que no hay nada, pero algo hubo, hubo historia... ¿no?







LA MOMIA Y EL PAYASO
Sergio Heredia ( agosto/2007 )


Texto agregado el 03-02-2012, y leído por 135 visitantes. (0 votos)


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