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Llegué a casa pasadas las once de la noche y con la impresión que causa conocer el Demonio que nos habita. Sé que los ruidos que escuché en el fondo no fueron imaginarios. Crucé el vestíbulo; el comedor, a oscuras. Ya en la cocina, preparé café. Esa fue toda mi cena. Encendí el televisor y supe de un bombardeo perpetrado por el ejército israelí en la Frontera de Gaza, correspondido horas después con un atentado suicida en la espiritual y siempre disputada ciudad de Jerusalén. La costumbre me llevó a tomar dos tazas de la alacena. Si se lo contara a mi terapeuta, afirmaría que fue un acto fallido, lo que ya es todo un escándalo para mi cerebro. El agua para la infusión fue tomando temperatura a medida que las víctimas en oriente trepaban a un número ofensivo a nuestra especie. Pensé en la fatalidad de Dios, cuyos dogmas humanos lo igualan a un absurdo rompecabezas. Abrí las ventanas para que entre fresco y para que las moscas copulen fuera de este territorio, que es más íntimo que el patio que lo rodea, porque aquí las constelaciones no consiguen observarme.

No suelo tomar el cafelito cuando echa humo, por lo tanto, me aboqué a tareas inútiles. Desde un tiempo para acá, se me ha puesto difícil encontrar distracciones que me complazcan, especialmente cuando la confusión es una totalidad hermética. Me acomodé en el living y encendí mi laptop. Soplé repetidas veces el café con la idea de enfriarlo, acosando con la mirada las ondulantes siluetas que creaba el humo. Aprecié una exigua sensualidad en ellas. Luego, me dispuse a revisar el correo electrónico. Vi que tenía nueve mensajes sin leer, todos de un mismo tipo, que alguna vez supo ser mi amigo.

Nos conocimos en la puerta de un teatro del remoto under porteño. La obra me había dejado un eventual sabor a contrariedad. Era una noche borrascosa. El tipo se acercó a mí. Vestía un gamulan de los de antes. El prejuicio me llevó a creer que sacaría una navaja y, llevándola a mi cuello, me asaltaría. En realidad, me preguntó si creía correcto compartir el taxi, ya que era tarde. Le dije que no veía complicación alguna, siempre y cuando cada uno abonara su propio viaje. En el trayecto conversamos bastante. Advertimos que teníamos conocidos en común. Quedamos en encontrarnos en la semana, en una confintería ubicada por Boedo y Chiclana. Con el tiempo, nos hicimos buenos amigos.

Algunos años pasaron cuando una discusión nos enemistó. Juzgué que no tenía derecho a disputar mi felicidad. Desde entonces, lo di por muerto. No obstante, él ha insistido, en ocasiones burdamente, en darle rienda a una reunión. Sospecho que sería una locura, porque doce años de alejamiento bien pudieron habernos mutado en sujetos irreconocibles. Intuye que las animosidades se han aplacado. Esa creencia lo lleva a escribirme a menudo. Nunca le he respondido, hasta hoy. Explicaré por qué lo hice.

En el ´98, por marzo de aquel ríspido año, me separé de mi compañera, con la cual compartí siete años de noviazgo y otros cuatro de matrimonio. El divorcio significó un amargo trance para ambos, que dio por acabada la experiencia recíproca. Hay algo en el amor que se nivela con la muerte, ya que sucede una sola vez en la vida, y no hay forma que la inocencia regrese a uno. El amor es algo definitivo, sin importar sus consecuencias.

Unos meses después del divorcio, cerca de las fiestas, Adriana se comunicó conmigo. Su llamado no me sorprendió. Sin embargo, fue maravilloso hablar con ella. Aunque distante, reconocí su voz y su acento. Ignoro si descubrió mi sonrisa. Recuerdo que la oculté con una de mis manos, por las dudas. Es cierto que una tipa puede suspender el tiempo con alguna genialidad y lanzarlo indistintamente con otra. La conversación estuvo bordada por simples cortesías, que no dejaron de ser punzantes. El buen trato la distinguió en todo momento. Antes de cortar la llamada, me indicó que había tomado una decisión. Mi corazón entendió que era prudente pausar su ritmo. Atenué mis deseos con la claridad de la esperanza. La ilusión creció en mí; estúpido sería negarlo. Sentí desnivelar al pasado, dónde no solo existió daño. Con temple, escuché su novedad: en apenas unas horas, se estaría yendo del país. Aflojé una risa temblorosa, seguida por un tartamudeo. Intentó explicarme las razones. Le dije que no era necesario.

Al día siguiente, se apareció en mi casa. Me encontraba dormitando en el piso, junto a mi gato ciego, con mi cabeza posada en unos trapos húmedos y amontonados. Soñaba un sueño sin imágenes. El ruido del timbre me despertó bruscamente. Sentí afiebrar. No abrí la puerta. Ni siquiera salí a la calle. La espié desde la ventana, enmarañado entre las cortinas. Recordé las veces que, siendo novios, me visitaba en la casa de mis viejos, donde también solía quedarse a dormir los fines de semana. Se subía al 53 allá por avenida Rivadavia y se bajaba en Palomar. Tenía poco más de una hora de viaje; tiempo que aprovechaba para escribir poesía. También recordé otros momentos, surcados por idéntica profundidad. Hablo de las subjetividades compartidas en la oscuridad del cuarto, cuando relataba su infancia y los días en el almacén de sus abuelos; me refiero a las manos entrelazadas en las sábanas y su respiración agitada cuando mi boca invadía sus detalles o de la mirada cómplice entre los desconocidos que no nos caían en gracia.

Sé que mi actitud fue incalificable. El mote de cobarde me sentaría bien; pero, al verla, simplemente me paralicé. Nada sencillo es explicarlo. Mi finado viejo me hubiese dicho que los varones no hacen estas cosas, lo cual puede ser verdad, porque descobijar el corazón es delatar el abismo que lo consume. Mi cuerpo nervioso respondía con quietud a los espamos de mi mente escindida. Por las rendijas de la persiana se infiltraba su perfume. Sentí que era mi único día en el mundo. Luego, vi que pasaba una de sus manos a través de las rejas, probando rozar mi ausencia. Las mías quedaron adheridas al vidrio de la ventana, rodeadas por el vaho de mi aliento. Dijo que era hora de partir y apresuró un pañuelo. Llevaba puesto ese chaleco de jean con botones que consiguió en una feria donde organizaban baratas, a las que solíamos asistir para ahorrar unos pesos. Aventurado detrás de las cortinas, ya resignado, sabía que era aquella la última vez de todo. Se marchó lentamente, tocando unas líneas melódicas con su armónica.

Ha comenzado a despuntar el día. Hasta dónde sé, eso es una contraseña fácilmente descifrable. En la taza ya no queda más que la borra del café. Mi gato ciego duerme y necesito afinar la mirada para descubrir que respira, porque está muriendo. Medité durante horas si era conveniente contestar el correo. Tengo entre mis manos una poesía que Adriana no ha concluido. Data del 2003, y tiene unos garabatos bonitos cerca del borde de la hoja. La encontré en un cajón dónde atesoraba sus intimidades. También encontré un crucigrama, unas palabras cruzadas y una aceituna mordida. No me corresponde terminar de escribir la poesía. Mi talento mendigo corrompería su primor y mi fechoría quedaría impune. Esto es lo que respondí a ese amigo que supe tener, confesándole mi congoja como antaño. Él fue quién me remitió un correo electrónico, contándome que Adriana murió durante la noche de ayer, en un departamento ubicado en las afueras de Tokio. Señaló que eligió morir como lo hacen los penitentes, pensando en regresar, echándome de menos.

Texto agregado el 21-03-2012, y leído por 113 visitantes. (0 votos)


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