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LA VISITA


Ya estaba oscureciendo. Melitón tocó tres veces y esperó. Había una densa capa de neblina a su alrededor, y el olor a humedad penetró en su nariz llenando sus pulmones y sus huesos de un escalofrío que inconscientemente lo hizo sobarse los brazos.

Buscaba a su compadre. Sentía la tierra blanda bajo sus huaraches de suela de llanta que había comprado en el mercado, al igual que la botella de aguardiente que traía en una bolsa de papel de estraza. Una ráfaga de viento helado se coló en su gastado pantalón de mnata, enchinándole los vellos de la nuca.
- Compadre, ¿ónde anda? Ya vine por usté.
- ¿Eres tú, Melitón?
- El mesmo que viste y calza.

Una ligera llovizna comenzó a caer. Don Sebastián salió entonces, mostrando la sonrisa desdentada de todas las veces, acomodándose el roído sombrero de palma, dirigiendo su mirada sin luz a la bolsa que Melitón guardaba bajo el brazo.
- ¡Compadre, me da rete harto gusto verlo!
- Ya sabe que yo no le fallo, don Sebastián.
- ¿Y qué me trajistes, pues?
- Lo mesmo de siempre: agua de as verdes matas, tú me tumbas, tú me matas, tú me haces andar a gatas...
- Eso mero, Melitón - dijo don Sebastián dándole unas palmadas en el hombro. - Ora sí, vámonos.

Caminaron sobre la tierra húmeda hasta que la podrida reja que alguna vez fue cobriza quedó a sus espaldas. A esa hora los acompañaba el canto de los grillos y el sonido de sus pisadas. Iban en silencio, sin decir una palabra, andando el camino de siempre, acostumbrando los ojos a la oscuridad de la noche que caía y a la escasa luz de la luna que se colaba entre las espesas nubes. Se detuvieron al llegar a las faldas del cerro.
- Usté primero, don Sebastián. Yo todavía no me aprendo la ruta.
- Tantas veces que hemos pasado por aquí... bueno, pues, sígueme que vamos a jalar p'arriba.

Don Sebastián trepaba el cerro ágilmente, como chamaco de veinte años, con un tronadero de huesos que parecía música de maracas. Melitón iba tras él mientras se adentraban en la negrura de ese gigante hecho de piedra y árboles. Don Sebastián conocía el cerro como la palma de su mano: el arroyo, la cueva, el "atajo" sin salida, el pozo seco (entre otras cosas) que lo guiaban y por eso nunca se perdía.
- Este camino se me hace rete largo, don Sebastián.
- Usté no se fije. Ya merito llegamos.
- Pos sí, pero está rete lejos.
- No se me acongoje, Melitón: lo que de aquí p'allá es subida, de allá p'acá es bajada.

Siguieron andando por un camino que cada vez se perdía más entre las plantas y los árboles. Melitón ya traía la lengua de fuera cuando llegaron a la punta del cerro. Don Sebastián se sentó sobre una enorme piedra y respiró tranquilo el aire fresco de la noche.
- Ora sí, Melitón, un traguito de la medecina que trai.
- Pa' luego es tarde - respondió, sacando la botella de la bolsa de papel.
Meliton se sentó junto a don Sebastián y destapó la botella, ofreciéndosela a su compadre.
- N'hombre, compadre, cómo cree - dijo don Sebastián -. Déle un trago usté primero, que desde hace rato l'oigo resoplar rete feo.
- Gracias, compadre - contestó Melitón, y luego dio un largo trago al líquido transparente que proyectaba en el suelo la luz de la luna.

La llovizna dejó de caer y el viento se llevó las nubes muy lejos; el cielo se despejó. Don Sebastián se empinó la botella y se limpió la boca con la mugrosa manga de su camisa color tiempo.
- Está re güeno, ¿verdá, compadre?
- Es del mejorcito.
- No se hubiera molestado.
- Cómo no, don Sebastián, si ya nos tocaba.
- Ni hablar. ¿Cómo está su mujer?
- Bien, gracias, lidiando a los escuincles.
- Han de estar rete grandotes los condenados.
- Pos sí, dando cada vez más lata.
Don Sebastián sonrió, y Melitón vio el rostro surcado de arrugas en esa piel curtida por el sol y la tierra, por las largas horas de siembra y de cosecha, por tanto aguardiente y tanto dolor, por los años de soledad y tristeza.
- ¿Sabe una cosa, compadre? - preguntó don Sebastián. - Nomás desde aquí se ve rete bonito el cielo. No me importa subir el cerro entre piedras y yerba mala, con tal de sentarme aquí a echarme unos tragos con la luna y las estrellas, toditas nomás pa' mí.
- Oiga, compadre, ¿no será que extraña a su familia?
- Pos al principio sí, rete harto, pero lueguito se va uno acostumbrando... Así tenía que ser. Pero no se me achicopale y échese otro trago, que ya merito amanece.
- Bueno pues.

Entre trago y trago, Melitón ponía al tanto a don Sebastián de todo lo que sucedía en el pueblo, porque su mujer era amiga del Padre Horacio que le contaba puros chismes de confesionario. Don Sebastián se carcajeaba al enterarse de que a Pancho lo cachó su vieja con otra y que las dos se agarraron de la greña en plena calle; que a Filiberto lo sacó su mujer arrastrando de la cantina para agarrarlo a golpes en el parque y dejarlo medio encuerado (a ver si así aprende); que la hija de doña Licha salió panzona; que se le echó a perder toditita la cosecha de maíz a don Gustavo (aunque dicen que fue justicia divina porque le pegó a un peón); que ya se casó la Petra con uno de sus primos y luego luego encargaron un chamaco; y don Sebastián seguía escuchando y riendo, dando tragos a la botella y pasándosela a su compadre, acompañados por la quietud de la noche y la llovizna ligera que volvía a caer
.
Cuando ya empezaba a despuntar el alba y la botella estaba vacía, era hora de emprender el camino de regreso, con Sebastián bajaba el cerro con la misma rapidez que lo subía, y a veces a Melitón le costaba trabajo llevarle el paso.
- Apúrese, compadre, que ya merito sale el güero.
- Es que está rete empinado, don Sebastián.
Al llegar a las faldas del cerro tomaban el mismo camino que cuando apenas iban, pero entre más se acercaban al pueblo se encontraban una que otra persona andando por ahí.
- Buenas, Melitón.
- Buenas, Gervasio.
Más adelante otro campesino lo saludaba.
- Dichosos los ojos que te ven tan temprano, Melitón. ¿De dónde vienes, pues?
- Del cerro.
Y le devolvía una mirada extraña, con tintes de desconfianza.
- Abusado, Melitón, dicen las malas lenguas que por allá espantan.

Don Sebastián y Melitón apresuraban el paso, pues el sol amenazaba con salir en cualquier momento. Cruzaron la roída reja que alguna vez fue color cobre, y el olor a humedad volvió a llenar los pulmones de Melitón. La tierra seguí blanda bajo sus pies.
- Bueno, compadre, pues aquí nos despedimos. Me trajo completito.
- Así es, don Sebastián, pero luego vengo por usté.
- Y te trais otra botellita, ¿no? Ya ves que subir el cerro da rete harta sed.
- Pos claro que sí.
Don Sebastián sonrió una última vez mostrando los huecos donde hace algún tiempo hubo dientes, y miró a su alrededor con los hoyos donde alguna vez hubieron dos ojos, hasta que se metió en su vieja y mohosa tumba a seguir descansando, y a esperar un año la visita de su compadre Melitón, el próximo dos de noviembre.

Texto agregado el 17-09-2002, y leído por 714 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
23-12-2002 Me sorprende, por tu juventud, el dominio de la escritura y la belleza de este cuento. Saludos mandrugo
21-09-2002 Buenísimo... me quedé alucinada, está muy muy bien escrito, me encantó rnahimla
18-09-2002 otro buen cuento curdo.... piratrox
18-09-2002 Pobre Melitón, pobre Don Sebastián, eso les pasa por tomar aguardiente, malo, malo les dió diabetes de tanta azucar, yo por eso prefiero aquel licor de blancas papas porque tú me tumbas, tú me matas, tú me haces andar a gatas. Salud piratrox
 
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