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"Amb les sabates descordades

sense mitjons al peus

amb un barret de palla al cap

ple de botons

he anat a seure al jardinet dels lliris

en espera del bon temps"



Pau Riba





CONSCIENCIA PERDIDA



La práctica hace maestros. En unos segundos había conseguido bajar a la tienda de enfrente -Royo Confitures, comprar un bote de nutritivas leguminosas -garbanzos, subir las escaleras al trotecillo, calentar los garbanzos al baño maría, servir y listo para cenar.



Digamos que una alimentación equilibrada exige un tanto de improvisación. Cuando se hace demasiado caso a cualquier cosa, inevitablemente, uno se obsesiona. Y la obsesión desvirtúa la cosa. Obsesiónese en comer bien y sufrirá de estrés, digestiones pesadas, flatulencias, eventualmente diarrea, deshidratación paulatina, pérdida de flora intestinal, avitaminosis, palidez, flojera, abulia con retraimiento vital, pérdida de relaciones sociales; puede que espasmos, convulsiones; quizás entre en estado de coma y, finalmente, muera.

La naturaleza ya está ordenada. En la improvisación leve está la virtud: no alterar la armonía de las cosas, recuerde.



Así pues, estaba sentado a la mesa dispuesto a dar buena cuenta de mis garbanzos: hervidos y con un vasito de vino tinto. Retinol. Antioxidante.

Había enchufado la televisión y me reía con la boca llena viendo un programa de humor, cuando escuché un golpe seco al otro extremo de la casa. Me dije: "estarán tratando de entrar". Me levanté y fui a ver. No, no estaban tratando de entrar. Un libro gordo que no debía estar muy bien colocado había caído de la estantería. 'La nueva mente del emperador', de R. Penrose, yacía inerte en el frío suelo. "Lo recogeré más tarde", me susurré. Y volví a la carrera para no perderme el show.

En la tele, un tipo con melena postiza y una guitarra chillaba como un hippie lisérgico mientras un público complacido hacía como que se meaba de risa. ¿Sería verdad?. No le veía la gracia, pero no me preocupé seguro de que me había perdido algo.

De todos modos, como al cabo de unos minutos seguía sin cogerle el punto, cambié de canal.

Una chica joven, muy pulcramente vestida de oficinista, me sonreía de pie. No entendí que decía, pero al poco se quitó la blusa. Se acarició de un modo extraño los pechos bajo un sujetador muy historiado; se relamió los labios como si tuviera apetito y se quitó la falda. Todo muy raro. Todavía de pie, se puso de espaldas a la cámara y se agachaba, supongo que tratando de coger algo, aunque no vi de que se trataba. Después, sin darse la vuelta, se contorsionaba a derecha e izquierda mirándome de reojo con una sonrisa enigmática que me obligaba a bizquear. Fue entonces cuando me fijé en su culo. ¡Estaba en bragas, que queréis!. En un plano más general; camino unos pasos y se sentó en un sofá granate abriendo incómodamente las piernas. Acto seguido se puso a llamar por teléfono y un número enorme la tapó toda.

Cambié de canal.

Frank Sinatra en bata blanca se hacía pasar por un estudiante de medicina. Pensé, "¡este hombre siempre ha sido un farsante!". No pude evitar imaginarlo como cirujano en la sala de operaciones, vestido de marinero rollo Querel, cantando a pleno pulmón, bailando claque con un afilado bisturí sobre el paciente; y sentí verdadero terror.

'Si quieres verme estoy en la rama, tómame calentito, cariño, que soy como un vino tinto...'. Dos chavalotes me cantan una canción con desparpajo y me la trago toda. Pero al final se ponen a perseguir unos cerdos y se acaba.



Como solo necesitaba una mano para hacer zapping, con la otra comía; y ya me había acabado los garbanzos.



Apago la tele y salgo corriendo por el pasillo. Otro estruendo.



Los hermanos Karamazov se habían dado un piño de muerte contra el, aparte de frío, duro suelo. Varios personajes se retorcían de dolor con la cabeza abierta supurando consonantes eslavas. Paralizado -un poco por vago- observé como Raskolnikov, desesperado, vacilaba desde lo alto de la estantería y se precipitaba al vacío existencial en un repetido y aburrido acto suicida.

Aquello era demasiado para mí.

Cerré la puerta.

Cabizbajo me dirigí al comedor y me recosté en el sofá, abrumado por tan negros pensamientos, que se ve que no los pude soportar y me quedé dormido al instante.

A la mañana siguiente me parece que tuve que ir a trabajar.

No sabía que hora era, no obstante me lanzaba hacía la calle a toda velocidad. La rutina me dominaba. Para poder salir, tuve que saltar por encima de Joan Brossa, Julio Cortazar, Italo Calvino y un tipo que bostezaba a su lado.



Tuve un día muy bueno. Regresaba al hogar -sweet home- haciendo oscilar el portafolios con alegría. En la gran ciudad la gente no saluda, pero como algunos me miraban, yo les saludaba, claro.

Llegué, entré y aluciné.

Ale, un lamento sordo retumbaba por toda la casa. En las estanterías tan solo resistían unos pocos libros; el que mejor aguantaba era el guarro de Bukowski y, curiosamente, Kant; ja ja, la razón no la se. Los demás estaban todos en tierra o a punto de caer. Me eché las manos a la cabeza y me dije, "¡oh, dios mío!, y ya está.

Me abrí paso con esa mezcla de rabia y miedo tan típica, aparté a puntadas de pie a Baudelaire que estaba borracho, salté por encima de G. García Márquez, esquivé a Paul Bowles, a Henry Miller, a Marvin Harris y a Bertrand Russell que, por cierto, me facilitó la maniobra.

Fui hasta la cocina tratando de no disgustarme demasiado. Todo por evitar digestiones pesadas, flatulencias... Abrí la nevera y inicié la primera fase de la digestión de un zumo de frutas y yogur, que es la ingestión.

No sabía que pensar; obviamente conecté la televisión.

El Dr. Rieux operaba a corazón abierto un caso desesperado: George Samsa se debatía entre la vida y la muerte. Trataba de extraerle un bubón apestoso con forma de manzana starky. Repugnante. En otro canal, un tal Clapaucio era obligado a comer mierda por unos extraterrestres de ¿Salou?.
Apagué la tele.
Miré por la ventana y contemplé extasiado como Patricia Highsmith tendía sus bragas. Podría haber resultado excitante, pero no éramos nuestros tipos. Desconcertado quizás, me llevé ambas manos a la cara y me quedé contemplándolas; me sentí evanescente enseguida, y percibí un susurro a mis espaldas: ¡era el Mescalito que me lanzaba su halitósis al cuello!. Empecé a correr aullando y maldiciendo a Castaneda. Saltaba por encima de todos los muebles perseguido por Groucho, Harpo y Chico. Al poco todo eran risas. Nos divertíamos mucho, pero tuvimos que parar porque estábamos dejando la casa hecha un asco. Los despedí con alegría; les di unos pavos. Pero cuando más creía que el mundo era una juerga, un lancero, desde el fondo del corredor, una figura enorme, a caballo, con una especie de olla en la cabeza, avanzaba al trote hacía mí con intención de jorobarme. El jinete salía de una bruma de risa. Unos efectos especiales acojonantes. Bramaba: "¡adelante, Rocinante, llevémonos a este demonio por delante!". ¿Un viejo desvencijado inclinado a la rima fácil?. ¿Me pasaba esto por haberme follado a Dulcinea?. Menos mal que la aparición era como a cámara lenta, me dio tiempo a tirarle un escupitajo, ponerle cuernos, y escapar.



Traté de seguir improvisando; pero la realidad se había tornado francamente terca y yo me guarecía en el excusado esperando a que todo pasara, fumándome un cigarro puro amablemente invitado por Hesse.

Meditaba. Hesse, no yo. Yo no sabría sobre que meditar. Demasiada información, me encontraba empachado. Tanto discurso sobre la frugalidad. Y fíjate, en la realidad, ¿dónde estaba yo?. Quien, quien era yo. Me pareció realmente importante mear y mirar sin evaluar la pared. Las pequeñas grietas de la pared. Detener después la mirada en mi ombligo y quitarme la pelusilla. Recordar el olor de la hierba, de la tierra mojada, la sensación en la piel de las babas de un perro perdido en la memoria, la caricia del sol en la cara de aquel día, corriendo descalzo, persiguiendo seres reales por una playa real -¡Mierda!, la realidad- lleno hasta el cogotillo de arena. Me senté en el suelo y cerré los ojos. Aparte de un zarpazo la imagen mental de un replicante bajo la lluvia y creo que, por unos instantes fui yo.



Cuando todo estuvo más tranquilo, salí silbando y bajé hasta Royo Confitures a comprar garbanzos. No garbanzos, no, soja.

Una chapita en la solapa de la cajera indicaba que me atendía una tal Virginia Woolf. ¿De qué coño conocía yo a esta chica?.

Texto agregado el 06-05-2003, y leído por 475 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
06-05-2004 me gusta tu modo de expresarte... y me gustó tu cuento :) saludos crisss
10-02-2004 me encanta que te disguste, pardillo. inhabilitado
09-02-2004 QUE MIERDAS TAN LARGA ES QUE NO TIENES DEBERES ,ASI ABURRES ,APUESTO QUE PARA LEER TODO ESE CHORRERO ES SUICIDIO DE LA VISTRA, SALUDOS .. maovelex
06-05-2003 Me ha gustado mucho....es excelente la forma que tienes de hacer ver de manera normal algo fantastico.... Ysobelt
 
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