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Salí dos horas antes para comprar un ramo de flores. Casi llegando me di cuenta de que no conocía el nombre de ninguna de ellas y decidí mejor tirarlas y comprar una botella de vino. Llegué a su casa cuarenta minutos antes, esperé afuera. La ventana de la cocina estaba abierta y la única persona allí era ella. Acomodando los cubiertos, ensayando sus gestos, viendo donde se sentaría cada uno; al pendiente del jamón, de su cabello, de la hora, los trastes, la climatización, los ruidos. Yo la miraba atento, encarando a su realidad sin haberla buscado. Viendo simultáneamente, y por primera vez, nuestros horizontes opuestos y la imposibilidad de juntarlos. Estaba fuera de sitio.
- ¡Por supuesto que estabas fuera de sitio, pelotudo! ¡estabas afuera, husmeando por la ventana!
- Sentía un compromiso con la noche, con las noches. ¡Ése no era yo!
- ¿Te fuiste, verdad? Egoísta de mierda.
- La noche era caprichosamente igual a todas las demás noches: la misma oscuridad mediocre semi-vencida por el alumbrado público. Los mismos búhos que huían de mi sombra atosigante y el mismo hueco en la boca de mi estómago atragantándose con el vacío de una nostalgia sin precedente.
- Sos una mierda.
- El manto de estrellas pretendía adherirse a mi piel amigándose con mi sudor, mi pereza, mi dolor de nada y con la noche tan caprichosamente igual a todas las demás noches. Intentando no hundirme en esa batalla eterna que libran la probabilidad y el deseo me acomodé el abrigo, mi cargamento de nicotina apenas suficiente para iniciar jornada, y me dirigí sin desviarme un paso a la boutique de corsés y subasta de pecados: El Cabaret de la Juana.
- El infierno en su estado más pecaminoso. Me das asco.
- Lo era, y fue en sus estancias donde más cerca estuve de arañar el paraíso.
- Un Jack.
- ¿Cómo lo tomás, guapo?
- Solo.
- Acá tenés.
- Pensé en ella, sí, sólo por un momento. No sentí lástima. De algún modo, aunque involuntario, le estaba haciendo un favor. ¿Tú que piensas?
- Yo pienso que podrías llevarme arriba y olvidarte de ella.
- ¿Tú crees?
- Estoy segura.
- Pareciera que estás haciendo un acto de caridad.
- Es exactamente de lo que se trata este oficio.
- La caridad no se cobra.
- Si, claro, y el amor no se compra ¿no? Sea lo que sea que vos pagués por mi, no cubre ni la mitad de los servicios que yo te brindo.
- ¿Cuál sería un precio justo?
- ¡Si yo cobrara lo que me merezco nadie pagaría! ¿Vos por qué creés que las putas tenemos fama de muñecas tristes? Porque éste es el negocio menos lucrativo al que podés entrar. Pero no nos importa. ¿Sabés por qué? Porque tenemos el corazón que se nos revienta de grande, mirá por vos mismo, comprobálo, tocá, tocá. ¿Tengo razón o no? ¿eh? Decíme.
- Toda la del mundo. ¿Quién te enseñó?
- ¿Qué cosa, mariachi?
- A venderte tan putamente bien.
- ¡Mi amor! La caridad no necesita del marketing.
- Vendido.
Me dio un beso en la esquina izquierda de mi labio y me tomó de la mano para subir las escaleras. En la entrada de la habitación se encontraba un mozo con una sonrisa de oreja a oreja y la mano estirada en mi dirección.
- Son 350, señor.
- ¡Cabrón, si no me voy a casar!
- ¡Ay, por qué tan escéptico a la idea? Dejáselo a 250. Éste me cayó bien.
- Son 250, señor.
- Toma, toma. Y aprende otra puta manera de formular tus oraciones. Pareces robot descompuesto.
- Si, señor.
Había un balcón pequeño, una cama grande y dos ceniceros gigantes. Las cobijas eran de un rojo brilloso, las paredes blancas, el único espejo en el techo y el baño a la izquierda.
- ¿Querés otra copa? Acá ya no te la cobran.
- Claro.
Levantó el teléfono y pidió una botella de champán mientras se quitaba los zapatos.
- Servicio completo ¿eh?
- Sí, pero sólo porque sos vos.
- Claro, claro.
- Me llamo A…
- No me interesa tu nombre.
Se quitó la falda, se desabrochó la blusa y se tumbó en la cama con los brazos extendidos y los pies juntos. Acomodé una silla frente a ella. Puse el seguro. Tomé un cigarrillo y baje la cajetilla al suelo, al lado coloqué los fósforos. Ella encogía ligeramente las piernas en intervalos lentos y alternos. Se admiraba el cuerpo en el espejo con exquisita demora. Yo esperaba a que me dijera algo, o me llamara o me corriera, pero ella permanecía callada, cada vez más callada. Sus piernas reducían parcialmente la rapidez de sus movimientos. Yo no paraba de fumar, aterrado en secreto con la idea de que se detuviesen pero convencido de que no podía hacer nada. Estaba fuera del universo que ella había creado sólo para que la observase. Sorpresivamente detuvo su rodilla derecha y subió la izquierda para emparejarlas. Paró un eterno segundo y yo sostuve involuntariamente el humo en mis pulmones, tosí entorpecido varias veces y solté una nube densa que se estacionó en su cuerpo. Levanté el rostro con los ojos cerrados como quien retrasa el momento de ver los desastres que ha ocasionado al cagarla tan descomunalmente con la esperanza de que la demora corrija sus estragos. Cuando mi ojo izquierdo se abrió forzosamente, pude ver como sus rodillas se separaban lentas partiendo en dos la nube de humo y dejándome el camino libre, disculpando a mi existencia y acogiéndome bienvenido. Las horas pasaron sin nombre y nuestros labios entendieron no hablar. Presenciamos el nacimiento de nuevos silencios y el aborto de promesas decrépitas dejándonos la exudación y la eternidad de ésa noche como únicas certezas dignas e indiscutibles, sólo hasta llegar el alba.
- Tomá. Fumá un poco, te hace más falta a vos.
- Claro, si me compartes…
Le di dos toques y mi intento por devolvérselo se vio suprimido con su orden de terminarlo entero. Las ideas empezaban a tomar partida y rumbo a placer empotradas en el aire y el humo blanco. Poquito a poco la idea de mantener la inacción como estado permanente no pareció tan descabellada ni tan perezosa. Luego volvió el viento, esta última vez sin humo y en su lugar, el recuerdo de la obligación carcelaria que me esperaba en casa: los gritos, el existencialismo pesimista, los rostros hinchados, el habla restringida a su función vital, las miradas que descarrilaban trenes, los corazones que hablaban sólo entre pedazos, el arraigo por la almohada de agua, el pavor por voltear de nuevo al cielo, la atracción por las navajas, el odio por todo lo animado, las cabezas oscilantes, las sonatas tristes, los cabellos grasos, los espejos en desamparo, los televisores ahítos de existir, los teléfonos en novenario, las paredes percudidas de insultos, los cráteres en el sofá, los platos sucios, la pulcritud obscena, los azotes de silencio, el abanico infinito de matices grises, la sobras de perejil y “te quieros” atorados entre dientes, el infierno diurno, el Basso loco.

Texto agregado el 01-05-2012, y leído por 90 visitantes. (1 voto)


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