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LA LEVEDAD SEMEJANTE

Un disco con caras, las caras de sus músicos, un trío de jazz que interpreta obras muy populares y de un alto nivel instrumental. Todo le parecía coincidir, el libro que acababa de leer y ésta música, todo sincronizado para ingresarla al mundo donde se rige un gusto y un sentir singularmente especial. El mes de abril se apoyaba en el regazo del año que transcurría y Alicia, con su cabeza sobre el respaldo, se dejó llevar por el cansancio, con el cuello reclinado hacia atrás, pensando que lo único que podía satisfacerla de verdad, era aquella música que ahora, sucedía fuera y dentro de su ser, como si las trompetas y todas las composiciones musicales se tocaran en su estómago, en sus piernas, en su imaginación, y así se dibujaran en el aire las mejores creaciones que, como garabatos, se disolvían en el ritmo de su aliento.
La luz amarilla se le infiltraba por entre la piel de sus ojos y los colores comenzaron a revolucionarse. Alicia no tenía intención de controlarlo, no quería volver al orden del final del día, esa insoportable pesadez de ser y del quehacer. No quería prender un cigarrillo y echarse a llorar. Prefirió entonces, jugar con esa sensación tan vacía que le producía aquella música, aquella luz, y aquellas y éstas formas de recortar las siluetas de las melodías. Con el cuello torcido hacia atrás, quiso olvidarse de la representación de su mente y de todo su cuerpo.
La voz de él no apareció como un sobresalto. Llegó a ella como llega la tinta al papel, como llega el aire a la boca, como llegan las cosas simples a ser devoradas por el tiempo. Alicia sintió como si siempre hubiera estado esperando aquella voz, como si su vida entera llegara a la culminación de una espera larga y pausada, aunque jamás lo había pensado en verdad. Lo real era que nunca había oído aquella voz grave y seria, entre los compases, las corcheas y los silencios, y esa voz le sonaba increíblemente familiar, aún sabiendo que la desconocía. Una intuición que venía de algún recoveco de su espacio interior, le afirmaba que estaba con un conocido de toda su vida astral y que el acercamiento era, en efecto, una gran alegría para ella.
El hombre, la voz del hombre para ser precisos, le hablaba de los ángeles y del zapato entre la mierda. Tenía un pequeño acento francés que lo acompañaba al final de cada frase que pronunciaba con compromiso y con dicción de señor de época. Lo que decía sonaba a poesía y a relato, y a la vez, sus palabras rebotaban en el aire, en su aire, el aire que flotaba en la cabeza de Alicia, que ahora, sin saber por qué motivo, recordaba una fuerte imagen del momento que había vivido con su madre, hacía unos días atrás, cuando le pidió disculpas por tener un trato insoportable y cruel. Alicia sintió que fue tan fácil pedirle perdón y de un alivio tan agradable, que le parecía arrollador. A veces no sabemos cuán fácil pueden ser las cosas, si no nos animamos a hacerlas. Las cosas simples son las más extraordinarias. Sintió la transformación de un enorme peso, a una intangible levedad. La levedad.
Alicia tenía momentos de extraña lejanía, de una hosquedad intratable que sólo podía concebir en ciertos momentos. No era un estado constante, pero existía aquel monstruoso lado que le sobresalía por los ojos y por los poros de toda su piel, y en aquellas circunstancias, no resistía ni que la toquen, ni que le sonrían siquiera. Se sentía con un odio tremendo hacia la gente que quería simpatizar con ella o mostrarse amable. No deseaba que la incluyan en ninguna conversación, quería pasar desapercibida en su propia casa. Deseaba estar sola y aislada de todo el mundo. Su mirada era tajante y concreta, no se daban vueltas alrededor de su temperamento, era mejor obviarla. Ni abrazo, ni palabra amiga, ni hermano querido, nada podía volver a convertirla en una persona corriente. Se olvidaba de todo trato cordial, de todo orden preexistente del ser humano para lograr comunicarse. Todo sistema y religión quedaban enterrados, porque ella no quería ser parte de nada, tan sólo por momentos, la invadía un desagrado que no la lastimaba, puesto que ella lo sentía necesario. Sentía las ganas de sangrar por la herida, en silencio o con el ruido, en la sombra o en la luz. El desagrado hacia sí misma y hacia todo lo ajeno, llegaba como el consejo que esperamos durante toda la vida, como el distanciamiento hacia la vejez, así como lo hace la línea recta que recorremos en la rutina y la línea redonda que transcurrimos en la felicidad. El ser humano va en línea recta, tratando de avanzar, de crecer, de no volver atrás. Detesta la rutina sin entender las propias costumbres, no cree en el valor de las pequeñas cosas, porque no las puede ver. En cambio la felicidad, aquella línea curva, ese espiral que da vueltas en forma redonda, es nada más que otro hábito. La felicidad está en apreciar la repetición de nuestras prácticas. Sentirnos a gusto con lo que hemos elegido y ser capaces de levantarnos cada día y elegirlo otra vez. Los orientales dicen que la felicidad no es algo que viene, como un momento ocasional. La felicidad es presente. Lo que suele pasar, es que la mente siempre está revolviendo el pasado o especulando sobre el futuro. Habría que vivir con menos mente. Alicia se movía en una línea desprolija, porque dudaba. No le gustaba convertirse en el centro de atención, justamente por su estado de ogro parcial y anónimo. A ella no le gustaba que la miren, que la juzguen, o que intenten una reconciliación, porque a ella le dolía que la quieran.
La voz de Julio Cortázar era apacible y sensata. Una voz que, aunque era dulce, originaba cada sonido exactamente, emanando un especie de collar de humo que salía de la embocadura de un volcán. No le hizo falta mirarlo dos veces, enseguida lo reconoció. Había visto muchas fotos de él y lo había leído fervorosamente desde sus quince años. Todo fue tan natural, como un efecto domino. Lo conoció en sus escritos, él la entendió, la cobijó con cada una de sus palabras durante tantas tormentas propicias de su edad, y ahora él se presentaba ante ella, que lo había estado esperando sin saberlo. Ahí se develó el verdadero “yo” de Alicia, no ese “yo” que hicieron de ella cuando llegó al mundo, sino su esencia, el centro de su ser. Julio se dirigió hacia ella y tomó aire para comenzar a hablar. Alicia oyó que la música estaba sonando muy bajo y, a través del sólo de piano que estaba silbando, escuchó a Julio murmurar acordes y palabras descolgadas de canciones ajenas. Alicia enmudeció, tal vez ese piano acaricie ardoroso e indulgente, las palabras de aquél.
“La verdadera cara…” seguía diciendo él y Alicia, como hacen los niños cuando alzan la vista al cielo, buscaba en ese rostro la verdad. El compendio de nuestra existencia. Examinar el infinito, alarma nuestros límites de comprensión y amenaza a nuestra obstinada necesidad humana de exactitud. Los niños se elevan hacia el cielo para emprender el vuelo de la imaginación. Así Alicia, esa noche, era llevada a las estrellas.
“¿Podemos ser más allá de nuestra memoria?” preguntó alguno de los dos, pero ambos permanecieron por igual callados. En éste acontecimiento, Alicia no dudó ni una sola vez. No tuvo la necesidad, nunca se le ocurrió no creer en lo que sucedía en las penumbras de su habitación. Fue la primera vez que ella pudo preguntarle, sin tartamudeos, sin palabras cortas y confusas, lo que ella quería saber: Si la vida era un sueño, como muchas veces pensaba, si era tan quebrantable y fugaz la materia con la que podemos describir nuestra presencia. “Nuestra presencia” repitió él, casi a la par de ella. “Una vez manifestada, se disuelve y sólo existe como parte de ese instante que llamamos memoria”. Así volvieron a la pregunta inicial, “¿Podemos ser más allá de nuestra memoria?”. Alicia lo invitó a tomar algo a la cocina y cuando se levantaron, ella sintió miedo de que Julio se desvaneciera. Pero esto no significó que ella dudara. Alicia no quería perderlo si salían fuera de la rueda mística que se había formado en su habitación y dentro de la cual, ellos dos mantenían una agradable conversación, sin estereotipos y sin pretensiones. Alicia no sentía que tenía el deber de decir algo inteligente o de preguntar cosas que pueda recordar por el resto de su vida. Hablaron así de las nuevas películas en el cine, de los canales informativos y sus artimañas, hablaron algo de música y de los mejores lugares para comer en el barrio. Llegaron a la cocina, sanos y salvos, él caminaba detrás de Alicia que, con el rabillo del ojo, no le perdía el rastro. Ella preparó el mate y comenzó a cebar. No había nada más grato que aquel momento, donde se desconocía la objetividad de las horas y los días, y nada era más que la pura relatividad. “Soy una chica como todas las de mi edad” le confesaba Alicia a Julio Cortázar que la miraba concentradamente mientras encendía un cigarrillo. “Estoy llena de mensajes contradictorios, tironeada por interpretaciones que yo misma repruebo, definiciones tabúes de todo tipo. Y en la búsqueda de mi estúpida y falsa identidad, voy de amor en amor, de uno malo a otro peor, que en definitiva no me dejan nada. Y así, del presente al pasado, de la fantasía a lo real…”
Rieron un poco cuando hablaron sobre un cuento que ambos dos habían leído en un libro de recopilaciones de grandes autores. Duró un momento, hasta que quedaron en silencio, cada uno perdido en un pensamiento que le había disparado la risa y aquel recuerdo. La intrépida mirada de Julio le cambió la perspectiva. Alicia rió bajito, a modo de burlarse de sí misma. Esa era la mejor actitud que había adoptado y aprendido con los años. No existe un genio de la observación, no se puede componer la precisión de toda existencia, pero sí nos queda disfrutar del no entendimiento, del avasallamiento que sufrimos como humanos con las ideas y las suposiciones. No se pueden medir los cielos sino se miden las sombras. Mientras el cuerpo descansa en la tierra, la mente no tiene limitación en el infinito. Los dos estaban pensando en lo mismo y los dos eran conscientes de ello. Tomaron otros mates y Julio la sostuvo de las manos y le hizo una confesión. Aquella confesión empezó a tener eco, un eco que fue agrandando su volumen hasta tornarse insoportable y el sonido hizo explosión. Alicia agitó su cabeza para quitarse esa sensación y se detuvo, con las manos sobre el escritorio de su habitación, por unos segundos. El disco con caras del trío de jazz, estaba interpretando su último tema y Alicia, sentada en la silla del escritorio, buscó orientarse para recapacitar unos segundos. La luz amarilla del cuarto titilaba, todo había vuelto a su normalidad. Todo menos Alicia, que de regreso, se estrujaba a sí misma para recordar las últimas palabras de él, que parecían haber desaparecido de su registro apropósito. El cataclismo del mundo, el apocalíptico universo que nos devora y que devoramos, nos obliga a crear nuestras propias esperanzas. La cuestión es que la historia de la humanidad sea capaz de entender esto y llevar adelante una tarea excepcional. Alicia sintió ganas de jugar. Jugar en toda la amplitud de su abundancia. Jugar, como relajarse y disfrutar para arriesgarse, y entender el final tal como es. El mate estaba cerca de ella y se cebó uno bien amargo. Prendió un sahumerio de la madre, para quitar el olor a cigarrillo que irrumpía en toda la casa. Sonreía con sus mejillas pícaras coloradas, pensando que ella había podido conocer a Cortázar riendo.

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Texto agregado el 29-05-2012, y leído por 160 visitantes. (1 voto)


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