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Arrugó despacio la hoja de papel, manchándose los dedos con la tinta fresca. La frase era demasiado vulgar, muy expresiva, cuando era urgente una propuesta sutil que, sin caer en lo prosaico, fuera a la vez clara y sugerente. Cuidando de escribir con trazo firme, varonil -todo influye, pensó-, redactó la nueva misiva y alcanzó a esconderla entre las hojas del libro que había quedado abandonado frente a él, al mismo tiempo que ella abría la puerta de la Sala de Lectura.

Su cuerpo tenso mantuvo la forma lánguida, como soportando con desidia el peso del hastío ante las letras inertes. En su imaginación, iba recreando cada movimiento que le delataban los ruidos inevitables. Con un ¡tlac! breve y metálico, la puerta emparchó la solución de las paredes; luego, el amortiguado latir de los pasos acercándose, acompañado por un suspiro de faldas que se frotan. Cuando la supo nuevamente sentada en el lado opuesto de su mesa alzó los ojos, en silencio, con una angustia infantil y risueña. A su alrededor todo parecía haber adquirido un instante único y lejano; en el pálido silencio blanquecino de la sala, los segundos transcurrían eternos, grávidos de tensión… Aguardó al acecho, hasta ver la sonrisa estirar los pómulos y entonces la miró de frente, triunfal, con expresión interrogante. En un instante, aventureros, apilaron los esclavos literarios sobre la mesa -también sólida y esclava-, y se evadieron hacia el café.
- Hola!, me llamo Julián.
- Clara…
- Historia?
- No, Letras.

El café de la Facultad de Filosofía de la UBA era un ensanche del pasillo, al pie de la escalera de granito, en el subsuelo compartido con la Sala de Lectura y otras dependencias. Cerca de allí, en un amplio salón que había sido la morgue cuando el edificio cumplía su originaria función de Maternidad, se proyectaba una película sobre las reservaciones tobas, en asombrosa contradicción con su auditorio. Julián se acercó al mostrador y pidió una gaseosa para Clara y, para él, café negro. Era otro detalle que suponía convincente en su vestuario de hombre cuyo espíritu doblega al cuerpo, aun dañándolo a causa de la exigencia. En teoría, el plan debía dar resultados; y, realmente, hasta ese momento, todo marchaba; podía sentirse satisfecho, a pesar del ambiente sórdido y detestable, a pesar del frío aséptico, a pesar de esa bufanda gris que no hacía juego con la pollera escocesa.

Lleno de interesada vitalidad, emprendió la conversación sobre la lectura última que fuera abandonada "…porque llega un momento en que los interrogantes que plantea el material de estudio impiden continuar acumulando datos ante la necesidad de elaborar un cuadro de situación…"

Clara lo contemplaba con los ojos pardos adheridos a la voz extrañamente cálida de Julián, como si descansara suspendida en el aroma de su timbre sugestivo. Consciente de ello, Julián continuó su monólogo; pero comenzaba a inquietarlo la bovina expectación de la muchacha. Cambió de tema. En una pared del bar, por encima del zócalo alto, de mosaicos amarillos, alguien había dibujado una frase carmesí en la pared lechosa: "La locura es una de las mejores formas de libertad que conozco; el amor, una de las mejores formas de locura". Julián creyó haber encontrado una buena llave y, tras señalar la leyenda, aguardó la ocurrencia, el comentario, tan sólo una presencia más firme que el silencio para comenzar a construir una relación de afectos.

La sucesión de gestos -curiosidad, sorpresa, juicio, aprobación-, lo sobresaltó. ¿Nada más? Crecía su impaciencia ante ese ser inexpugnable, sólida instancia frente a él, todo fronteras, que se le antojaba blanco y compacto, sin fisuras, angustiante. Sin importarle ya, encendió un cigarrillo y dio en observarla a través del humo fugitivo que exhalaba con fruición. El pelo castaño, de corte perfecto, que partía de la coronilla, descansaba ensortijado sobre los hombros; las pestañas oscuras destacaban el húmedo blanco de su grandes ojos, que parecían en asombro permanente; dos parches de carmín flanqueaban la nariz pequeña, bajo la cual los labios subrayaban una expresión de prudente agrado. Julián se quedó pensando en la nariz diminuta, que la muerte segaría, como empareja todo rostro con la misma sonrisa absurda de los marfiles, la misma vacuidad de la mirada yerta… Este pensamiento lo sacudió por dentro, hiriéndolo con ácida impiedad. Necesitaba enajenar su trastorno, comunicarse, purificar el enredo de pasiones antagónicas de las que estaba ahíto, abriendo sus pliegues a la calidez de un intercambio locuaz. Pero su ansia expansiva no podía traspasar la silente frigidez de esa muchacha inconcebible, tan inútil y tan tiesa. Al cabo, mientras la conversación continuaba, sonámbula, haciendo escaso equilibrio en sucesivas trivialidades, se resignó, una vez más, a su destino de purificador.

En cualquier momento, detuvo la escena con un gesto de sorpresa al mirar el reloj. Clara imitó su urgencia, corrió la silla y se levantó con exactitud, como si hubiera acabado una tarea para acometer la siguiente con docilidad. Julián, casi exasperado por esta revelación indiscutible, tomó con desagrado el último sorbo de leche, y se puso de pie resuelto, fastidiado.

Pero no era aquel el final avizorado por lo que, dispuesto a negarle el triunfo a la derrota, reinició en las escaleras el intento por obtener un poco de aceite de esa críptica humanidad que no alcanzaba a descifrar. Fue galante, vulgar, oportuno, vehemente. Habló de la entropía en los ancianos, del tiempo circular, de aumentos salariales, de poesía. Sólo el vacío. Continuó su persecución de desaciertos en la calle, en las veredas ajadas por la incuria; una llovizna gris, que agobiaba la tarde, había fructificado los adoquines desparejos donde el firmamento urbano comenzaba a centellear. Hasta el colmo de su capacidad negó el protervo sino que le dictaba la resolución inevitable. Sin embargo, ¿por qué rebelarse ante la evidencia? No servía; ella tampoco. Y cedió al fin.

Luego de aquello, transcurrió una semana de febriles devaneos, en solitaria marcha por la ciudad ajena. También su alma era presa del invierno y sentía el desesperado anhelo de una calidez hermana. Su ser atroz lo ataba en persistencia inexorable. ¿Cómo negarse a perdurar? No atinó siquiera a alterar el rumbo y retornó a la Sala de Lectura, dispuesto a repetir la escena. Nuevamente, una misiva escueta resultó eficaz para establecer el primer lazo. Pero, esta vez, el diálogo no hizo pie en la pretérita lectura, sino en el caso de la estudiante asesinada.

Texto agregado el 12-06-2012, y leído por 66 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
12-06-2012 Pablo, es la primera vez que tengo el placer de pasar por tu casa. Qué agradable encontrarte. Felicitaciones. ZEPOL
 
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