Es temprano y otra vez lo despiertan los ladridos de los cinco perros que corren al rastrojero del sodero.
Después de rebuznar, se levanta sin ganas. No durmió bien. Su cama ya le queda chica. Piensa que es hora de pasársela a su hermana, la que duerme con sus viejos.
La mirada húmeda del Hombre Araña en el póster de la pared lo hace imaginar que anoche llovió y que no va a ir al colegio.
Su hermano, dos años mayor, sigue durmiendo inmutable en la cucheta de al lado. El no quiere despertarlo. Le gusta estar solo, tranquilo, para robarle las figuritas que celosamente guarda en una caja de zapatos debajo de la mesita de luz.
Despacito, sin hacer ruido, elige las más difíciles mientras corre el paño con aires de cortina para que no entre luz y despierte a la víctima. No ve nada, pero palpa el tesoro entre bolitas, muñecos mutilados y restos de pan duro.
Ya casi está. La misión está a punto de completarse. Esta excitado. Se siente un héroe vengador.
Otra vez ladran los perros. Ahora atacan al cartero. La misión se aborta. Vuelve al colchón húmedo mirando cómplice el póster de su amigo el Hombre Araña, pensando que con tanta agua debería cambiarlo por uno de Aquaman.