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Llegó sobre la hora al edificio que, para su desgracia, estaba en pleno centro. No le gustaba ir a ese tipo de lugares y menos que alguien lo viera entrar ahí.
Dudo un instante y entró. El lugar era frío, con paredes blancas y puertas del mismo color. No había ascensor, por lo que tuvo que subir los tres pisos por las escaleras.
Llegando al tercero, escuchó el sonido de un portero eléctrico que venía de una puerta de vidrio espejada. Lo veían desde adentro, lo estaban esperando.
Entró a una sala de espera chiquita, con paredes de colores cálidos, una hilera de sillas negras de plástico y un escritorio de una altura poco habitual. Detrás de este, apenas podía verse a una joven secretaria, rubiecita y con coloridos anteojos.
-Tengo turno con el doctor Juárez -dijo tímido, sin mirarla a los ojos.
-Sí, ¿vos sos Claudio, no? Esperá que el doctor está demorado, tomá asiento por favor -respondió la secretaria.
Pensó en irse, pero ver que no había nadie lo tranquilizó y, ya que había tenido el valor de llegar hasta allí, decidió quedarse.
Estaba concentrado en cómo encarar la charla con el médico, cuando lo distrajo escuchar el fuerte sonido del timbre. Pegó un salto, que por suerte nadie vio.
La pequeña secretaria atendió y abrió amablemente. En un instante ingresó a la sala un hombre alto, de unos 60 años, canoso, imponente. Tenía una camisa blanca, abierta en el pecho, que dejaba ver una enorme cruz de oro, un jean gastado y unas botas tejanas. Sus manos eran enormes y estaban llenas de anillos, también de oro.
-Hola hermosa -entró diciendo.
-Hola señor Miguens, qué sorpresa verlo hoy por acá, no lo tenía agendado -contestó risueña la secretaria.
-Sí, ya sé bebé; lo que pasa es que me quedé sin la pastillita azul y le vengo a pedir una receta al tordo.
-Ah, espere un segundo que voy y se la pido.
Claudio miraba de reojo la situación fantaseando con ser invisible. Pero fue sólo eso: una fantasía. Cuando el sexagenario playboy lo vio, se sorprendió y le dijo:
-Hola nene, perdón, no te había visto.
-Hola, ¿cómo le va? -contestó Claudio con un hilito de voz, rogando que esa fuera toda la comunicación que hubiese entre ellos. Pero otra vez se equivocó.
-¿Qué hace un pendejo como vos en un lugar como éste? -le preguntó Miguens. Y sin darle lugar para la respuesta continuó- Yo a tu edad no hubiese venido ni loco por acá, no sabes cómo funcionaba yo. Ahora vengo porque ya la tengo gastada y necesito una ayudita -dijo con mueca fanfarrona.
Claudio se reía nervioso fingiendo atención. Miraba de reojo el reloj y la puerta pensando en escapar de esa situación. Pero otra vez el caballero siguió parloteando:
-¿Sabés lo que tenés que hacer vos si no se te para? Buscate una viejita, eso no falla. Tiene experiencia y te da vuelta como una media. Yo ya pasé esa etapa; ahora me estoy comiendo una pendeja que es muy puta y que encima tiene un marido que es medio trolo. Vos sabés, nene, que hace como tres semanas que no aparece. Para mí se escapó con uno de esos pendejos putos a los que les paga para coger.
Claudio ya no escuchaba. Ni siquiera sabía para qué estaba ahí. Ese hombre le recordó que hacía tres semanas que su amor estaba con él. Que no se había ido a ver a su mujer. Que ya nada los separaría.
Que lo esperaba en su jardín, justo debajo del aljibe, donde él lo había dejado.

Texto agregado el 06-07-2012, y leído por 104 visitantes. (0 votos)


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