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Leónidas
Leopoldo Jahn Herrera, Diciembre 2.001







Por más que Tomás lo intentaba, no podía encontrar una sola razón para estar allí ese fin de semana. Detestaba manejar largos trechos, el calor, los cuartos polvorientos y sobre todo el no tener televisión para ver los juegos. Definitivamente no había nada en su código genético que remotamente sintiera alguna afinidad hacia lo rural. No importaba cuantas veces había venido con anterioridad, esta vez en verdad lamentaba haber decidido finalmente acudir a la acostumbrada cita anual.

“Vámonos compadre, que la vamos a pasar muy bien”, le había dicho Daniela, sonando como el estribillo de una canción de Ilan Chester, y lo había logrado convencer con esa vocecita tan dulce con la que dieciocho años antes había logrado engatusar a Rafael para que se casara con ella. La excusa verdadera, la que había hecho que este viaje se hiciera una realidad, no era solamente el cumpleaños de Ricky, sino un fenómeno llamado las Leónidas, una suerte de lluvia de estrellas que ocurría cada cierto tiempo y este año se iba dar justo en aquellos días. De seguro que en los cielos del campo, vírgenes del resplandor de las luces de la ciudad, este show estelar se vería imponente, o al menos eso decía entusiastamente la promotora del viaje.

Ahora estaba allí, cuatro horas más tarde, en la hacienda Las Trinitarias cerca de la población de Tipuro, Estado Guárico, República Bolivariana de Venezuela. El sol golpeaba sus cabezas al ritmo de treinta y ocho grados centígrados y para colmo no había señal de televisión. Hoy transmitían el Caracas – Magallanes y no lo podría ver. ¡Que vaina!.

Se reacomodó en su silla de extensión plástica y tomó un largo sorbo de la helada cerveza que tenía en la mano. Disfrutó de su bebida al mismo tiempo que una breve pero reconfortante ráfaga de viento le golpeaba la cara. Abrió los ojos, los cuales mantenía cerrados debido al inclemente sol, y divisó las figuras de las mujeres intentando jugar volibol en el engramado frente a la casa. Eran realmente incapaces de hacer tres voleas seguidas pero se reían de sus mutuas torpezas con alegría. Dos esposas y una ex esposa que se conocían desde hacía al menos quince años. Tres mujeres convertidas en mejores amigas gracias a esos azares de la vida que las unieron a tres mejores amigos.

Dos esposas y una ex esposa. Su ex esposa. El título obtenido hacía ya dos años y ganado a pulso luego de un largo período de silencios y desencantos en los que habían devenido sus trece de matrimonio. La miró y no pudo menos que lamentar el minuto en el que había accedido a ir. “Yo no sabía nada Tommy, te lo juro”, le había dicho Rafael, de manera sincera, aduciendo que Daniela había invitado a última hora a Gaby a la hacienda y a sus espaldas. ¿Habría sido una trama preparada con anticipación?, lo dudaba. Todos sabían que ese matrimonio había terminado casi espontáneamente, y había durado justo lo necesario, ni un día más. Aquellos dos apasionados jóvenes, que no dudaban en demostrarse su amor a cada momento al principio de su vida conyugal, habían ido apagando con el tiempo sus respectivas llamas de manera tan gradual y sistemática que el divorcio llegó de forma natural, como algo inevitable. Era algo similar al final de una partida de Monopolio, cuando ya uno se sabe perdedor ante el dueño de los cuatro trenes y seis hoteles, pero se siguen tirando los dados con desgano hasta que con un doble seis se cae en una de las propiedades verdes, y entonces termina el juego de manera formal. Nunca hubo peleas estruendosas, amantes furtivas ni borracheras con insultos. Sólo un vacío que fue agrandándose entre ambos hasta que terminó por envolverlos completamente. “Bye, nice to see you” y un par de firmas enfrente de un juez bastaron para acabar con trece años de matrimonio.

Y allí estaba ella, divirtiéndose con sus amigas. Su sonrisa era la misma de la que él se había enamorado hacía ya más de veinte años y que no había vuelto a ver en esa cara desde hacía mucho tiempo atrás. Se le veía rozagante, rejuvenecida. Las clases de spinning habían endurecido su cuerpo de cuarenta y un años y el espeso cabello rubio lo tenía más largo que nunca y amarrado en una cola de caballo. Sus ojos, aquellas linternas verdes enmarcadas en gruesas pestañas, habían adquirido un brillo renovado, insospechado. Era evidente lo bien que le había ido después de su separación definitiva.

Tomás se levantó con pereza del asiento para servirse otra cerveza de la cava y sintió lo mojada que estaba su camisa por el sudor. Se la quitó y la colocó sobre la mesita de plástico que hacía juego con las sillas de extensión blancas que se encontraban alrededor.

“Papá, Mario y yo vamos a montar caballo, volvemos en un rato” – la familiar voz de su hijo le hizo volverse para verlo allí, parado junto a él, esperando su aprobación como si esta fuera necesaria para salir a cabalgar. Tomás admiraba esa cualidad de su hijo, todavía adolescente pero nunca rebelde, que le participaba sus acciones y le pedía permiso para sus salidas, ayudaba a cuidar a su hermano menor, y era educado ante los demás adultos a toda costa. Parecía a veces que no se daba cuenta que debía ser un adolescente y respetar por ende esos códigos que los chicos se fijan en esos terribles años, y entre los cuales la indiferencia hacia los padres ocupa un lugar primordial.

“Anda Leo, y que lo disfrutes” – Dijo Tomás ante la falta de una expresión más adecuada. El muchacho se despidió y fue a reunirse con su amigo Mario, que ya estaba arriba de su caballo y a quien nunca le pasó por la mente el avisarle a su padre que iba a montar. Leo lo sorprendía, a tal punto que a veces se le dificultaba encontrar la frase justa que debía decirle en cada situación. ¿Qué debía haberle dicho, que se cuide, que “esta bien te doy permiso”?, la educación de su hijo y la importancia que aquel le daba a la opinión de su padre eran sorprendentes, y Tomás lo disfrutaba mucho, aunque con cautela. También significaba algo de inseguridad, o quizás más bien mucha.

Tomás recordó con agrado sus años adolescentes. Había sido, sin discusión, el líder de su salón en el Colegio Cervantes. Era el mejor deportista y, sobre todo, como el tal Roger Ramjet, tipo simpático a más no poder. Ocupó el lugar de cabecilla del grupo en aquellas pioneras fiestas a los trece años. ¿Quién era el que realizaba el fatídico primer baile?, pues Tomás Yanes, ¿Quién fue el primero en dar un beso en la boca a una de las niñas del San José?, Tomás Yanes, ¿Quién fue el primero en haberle tocado, certificado por testigos, las tetas a una novia?, otra vez Tomás. En sus años adolescentes tenía una seguridad en si mismo y una manera de hablar que mareaba a las muchachas y lo convertía en el centro de gravedad de cualquier encuentro social. Sus amigos en esa época le tenían algo más que admiración, le tenían envidia. Aunque no fue un destacado estudiante, ahora, muchos años después había descubierto que él poseyó algo que llamaban ahora “Inteligencia Social”, o sea, una habilidad innata para relacionarse con las personas. Cuando Tomás se encontraba en cualquier tipo de encuentro social, todos se arremolinaban a su alrededor, escuchando cada una de sus palabras, riendo ante sus chistes. Habría sido un excelente orador motivacional, de esos que hoy en día ganan millones brincando y gesticulando en escenarios alrededor del mundo diciéndole a la gente que descubran su fuego interno y esas cosas. O quizás un animador de programas de televisión. Pero no. Tomás había pasado cinco años en la Universidad Católica Andrés Bello rompiéndose los sesos para llegar a ser Contador, algo que se dio cuenta que no le gustaba desde el primer día de trabajo en el banco al cual le había dedicado ya veinte años de su vida, veinte largos años que lo habían convertido del tipo alegre y chistoso, del amigo de todos, a un hombre callado y a veces hostil. Al abandonar la universidad había dejado arrumados por los rincones algo más que la toga y el birrete, había abandonado para siempre sus sueños.














La hacienda Las Trinitarias había sido durante muchos años el refugio de aquellos tres mosqueteros salidos de las filas del Colegio Cervantes por allá en los lejanos e inocuos ochenta. Ricardo Palencia, alias Ricky Ricardo, era el dueño y señor de esas tierras, y desde los doce años había celebrado allí mismo sus cumpleaños, a los cuales habían asistido sus otros dos amigos con la rigurosidad de un teorema matemático de Bertrand Russell. Treinta y un cumpleaños, treinta y un viajes a la hacienda. A partir de los dieciocho comenzaron a ir por su cuenta estrenando carros, licencias de conducir y lo más preciado de todo: independencia.

“Vamos a prender los carbones Tommy, creo que ya es hora” – Le dijo Ricky. Tomás se levantó, muy a su pesar, de su cómodo hábitat compuesto por la silla de extensión, su mesita y la cavita Coleman roja, la cual había arrimado para tenerla al alcance de la mano. Pero Tomás era el amigo de todos. Nunca se negaba a hacer un favor a nadie, y menos a Ricky. “Que de cojones” – pensó para sus adentros – “como cuarenta grados de temperatura y ahora a prender carbones”.

“Hey Tommy, espero que entiendas que no sabía lo de la Gaby. Eso fue idea de Daniela y Susana. Tu sabes como esas tres caimanas se tratan entre ellas. Estaban locas de venir a hablar como unas guacamayas rascadas” – Ricky le hablaba mientras vaciaba tres grandes bolsas de carbón en la vieja parrillera de piedra donde tantas carnes se habían asado antes.

“No importa Ricardo. En serio. Ella ya tiene su vida y yo la mía. Mira, ¿vas a prender esa vaina con velas no?”- Tomás cambió sutilmente el tema mientras raspaba con un cuchillo una vela de cera sobre el cono de carbones que Ricardo preparaba concienzudamente.

Ricky Ricardo. Aunque en sus años de bachillerato había sido quizás el más tímido de todos, aquel que imitaba a sus amigos con tal de agradarles a toda costa, ahora era como el centro de gravedad que mantenía equilibrada a aquella vieja balanza que era esa relación entre los tres. Tanto Rafael como Tomás lo veían como a un hermano mayor a quien acudir cuando algo les preocupaba. Ricky tendría la respuesta a sus dudas, a sus angustias. O por lo menos los tranquilizaría. Cuando Tomás estaba en el proceso del divorcio a quien llamaba por las madrugadas luego de sus largas noches de tragos y despechos era a Ricky. Cuando Rafael fracasaba en alguno de sus ambiciosos negocios bursátiles era a Ricky a quien acudía para que lo acompañara a caerse a palos en alguna barra de Sabana Grande mientras le contaba sobre los dólares que había perdido.

El sol era inclemente, y ahora esos ocho kilos de carbón estaban encendidos y botando un candelero impresionante. Ricky había colocado las bolsas de papel ya vacías sobre la montaña de carbón, y se prendieron en el acto. Entre la humareda Tomás lograba ver las letras que decían “Carbón El Zuliano” mientras se fueron consumiendo, primero lentamente y luego más rápido hasta que sus cenizas se volatilizaron. Pensó en muchas metáforas al respecto. El fuego, así como la lluvia, servía para metaforizar casi todo, pensó. Tomás era escritor y poeta, una afición que había escondido en un closet durante veinte años a lo largo de los cuales había producido un sinnúmero de escritos y una novela, que nadie conocía fuera de alguna solitaria historia que habían logrado sustraerle una vez sus dos amigos. Sin embargo, Tomás deseaba poder de alguna manera dedicarse a esa vocación innata que tenía hacia las letras. Miles de ideas rondaban su cabeza buscando desesperadamente ser trasladadas al papel, pero su trabajo diario le negaba el tiempo necesario para poder hacerlo. Más aún, Tomás no se sentía con derecho a hacerlo. Su vida la había perdido hacia años ante un trabajo que no amaba y frente a la necesidad de mantener a sus hijos después. Su vida ya no le pertenecía más.

“Hey Tomás, que tal si esta tarde vamos a saltar. Con este calorón un chapuzón nos vendría de lo mejor. Hace como cinco años que no saltamos” – Dijo Ricardo mientras le dirigía una mirada de complicidad, como si estuviese proponiendo algo prohibido, como cuando les propuso ir a un burdel al cumplir diecisiete años.

“Fue hace cuatro años Ricky. Recuérdate que saltamos cuando cumpliste los cuarenta y prometimos no hacerlo más. Ya estamos muy viejos para seguir con ese reto tan estúpido. Todavía me acuerdo del dolor de espalda que me dio después.”

“No me vengas con vainas. Siempre te pasa lo mismo, te acobardas al principio y después te emocionas todo. Coño Tommy, vamos a saltar, vamos a pellizcar a la vida en las nalgas” – Tomás rió con ese comentario, propiedad intelectual de Rafael Vargas, el ejecutivo del grupo. Rafael era el que siempre quería que saltaran, a pesar del riesgo que ello implicaba. Era una manera que él tenía de decirle a todos que a pesar de sus múltiples negocios, de su portafolio en Wall Street y su penthouse en Valle Arriba, él era un hombre de carne y hueso, que todavía tenía el fuego de la juventud ardiendo en su interior. Tomás y Ricardo brindaron con sus respectivas botellas de cerveza helada, riendo ante esa frase que Rafael había inmortalizado hacía más de veinte años al borde del precipicio justo antes de que saltaran por primera vez.

“Ricky, por favor, no creo que esté como para saltos. Y Rafael creo que tampoco por lo que he visto. ¿No le has visto la cara ésta mañana?. Parece que le dieron duro con unas acciones al pobre”.

“Ya se recuperará. Siempre lo hace. Es un superviviente nato. Cae y se vuelve a levantar de entre sus cenizas como el Ave Fénix” – Comentó Ricardo aduciendo a la gran capacidad que su amigo tenía para ganar dinero. Muchos de sus negocios eran como una caja negra para ellos, y a veces dudaban de la legalidad de los mismos, pero lo cierto era que Rafael era una maquinita de producir dinero. Tenía una inteligencia comercial innata que había desarrollado desde sus días de bachillerato cuando en diciembre se ponía a vender maticas de navidad en el garaje de su casa y lograba reunir bastante plata. Pero por alguna razón Ricardo tenía la sospecha de que ésta vez la caída había sido muy fuerte.

“Ya era hora de que prendieran los carbones, me estoy cagando del hambre amigos. Parece que fue hace siglos que desayunamos y estoy harto de las papitas y esas cosas.¿Dónde están las frías?” – Dijo Rafael, que había llegado por detrás de ellos sin que lo escucharan venir.

“Allá en la cavita roja. Tráenos dos más a nosotros Rafa. Aquí estas bichas se calientan demasiado rápido” – Le dijo Ricardo mientras señalaba hacia el sitio en donde estaba la Coleman.

Los tres amigos, siguiendo uno más de sus ancestrales rituales, prosiguieron a preparar la tradicional parrilla de lomito con chorizos y morcillas, mientras que comenzaron una larga y controvertida conversación sobre beisbol en la cual el fanatismo por los Leones del Caracas se mezclaba con la cerveza y el intenso calor que tanto el sol como los ya blancos carbones generaban.

Vistos desde cierta distancia, desde la óptica de las tres mujeres que ondeaban sus melenas mientras voleaban una pelota, parecían los mismos tres muchachos que ellas habían conocido muchos años atrás.



El Salto







El Morro de La Virgen era una formación rocosa, de menor tamaño que sus homónimos en San Juan, que quedaba dentro de los límites de la vasta hacienda de la familia Palencia. Según estimaciones hechas por el abuelo de Ricardo, original dueño de esas tierras, debía de tener unos quinientos metros de altura. El Morro era una enorme roca en forma de lomo, fácilmente escalable, y cuya única vegetación era aquella que podía crecer y sobrevivir entre las grietas de esa gran piedra. Desde que comenzaron a frecuentar la hacienda, los muchachos tenían la costumbre de escalarlo hasta la punta, donde una vez, al celebrar el cumpleaños número dieciséis de Ricardo, habían escondido un manifiesto de amistad dentro de un tubito de vitamina “C” y lo habían enterrado junto a la cruz de madera que coronaba El Morro. Una vez recuperado el tubito y el arrugado papel que éste contenía, Rafael lo leía a viva voz, y al final de la lectura los tres brindaban, bebiendo de sus cantimploras llenas de ron o whiskey.

Rafael aceptó ir esa tarde a subir el Morro de La Virgen de la misma manera que había decidido ir el fin de semana a Las Trinitarias, con desgano. Su mente en este último mes había estado permanentemente buscando salidas a la grave crisis económica que se le había presentado con el desplome de la bolsa en Wall Street. “No apuestes todo al mismo número”, había sido su lema a lo largo de su experiencia en la bolsa, y siempre, hasta hace dos meses, se había mantenido fiel a ese principio. Pero el Dow Jones tenía casi un año sobre los doce mil puntos, y las acciones de GM estaban tan sólidas desde la comercialización de sus nuevos vehículos compactos que parecía imposible que sucediera la que finalmente aconteció. El crash lo había agarrado con los pantalones abajo. El 95% de su capital estaba amarrado a acciones de la bolsa de Nueva York y éstas habían caído en picada, dejándolo en la bancarrota total en menos de una semana. Lo único que le quedaba eran su apartamento en Caracas y el de la playa, ambos hipotecados y cuyos bancos no esperarían mucho para tratar de quitarle esas propiedades si no pagaba sus cuotas. No tenía ya capital para invertir, puesto que los dólares que celosamente había guardado en aquella cuenta en el Chemichal Bank se estaban diluyendo poco a poco en el pago de las mensualidades de los colegios, las cuotas extraordinarias del club, el costosísimo condominio y las elevadas hipotecas de sus viviendas. De un sólo golpe Rafael había comprendido que durante años había vivido una vida llena de lujos bailando en una cuerda floja. Su riqueza era algo sumamente efímero, y ahora se vería obligado a abandonar muchas cosas. Tendría que salir a buscar un trabajo como empleado, y quizás Daniela también.

Daniela, su dulce esposa, a la que había acostumbrado a viajar a Europa un par de veces al año. Daniela, quien se había convertido en dama de sociedad, habitante perenne de las crónicas sociales de El Universal, donde siempre aparecía riendo mientras tenía en la mano una copa de champaña durante algún desfile de modas benéfico. ¿Cómo le explicaría su nuevo status?. “Querida, entrégame el carnet del club, que lo tenemos que devolver, y por cierto, ve a ver si te consigues un trabajito porque si no vamos a terminar perdiendo hasta el apartamento”. Si para él era un gran shock el tener que enfrentarse a una nueva vida, qué se diría de ella. Difícilmente duraría un año a su lado, eso era lo más seguro. ¿Y que pasaría con Clara, su hija, la hermosa debutante y a quien Daniela había presentado en sociedad con una fabulosa fiesta de quince años?. ¿Qué pasaría con su tan ansiado viaje a Boston al exclusivo colegio de señoritas de Manor House donde se suponía iba a cursar cuarto año con varias de sus amigas?. Cancelado.

Las opciones que se le presentaban a Rafael no eran muchas. Durante este último mes la idea del suicidio le había circulado por la cabeza a diario. Así por lo menos Daniela podría cobrar el seguro de vida, que era bastante bueno, y de esa manera garantizar su futuro y el de Clara. Rafael se había acostumbrado demasiado a los lujos de una vida que no tendría más. El golf y los viajes a Europa en Octubre y a esquiar en Abril estaban cancelados de por vida. Las compras en Miami, las fabulosas fiestas en su pent house, los continuos almuerzos y cenas en restaurantes costosos, el chofer y los autos lujosos también serían cosa del pasado. Tendría que decir adiós a todo aquello que hasta ahora le había sido tan familiar. Lo peor del asunto es que Rafael nunca se había acostumbrado a trabajar para nadie. Era en realidad un hombre astuto pero poco trabajador. Por eso tuvo tanto éxito en la bolsa. Pura especulación, ganancias millonarias y mucho tiempo libre.

Sí. El suicidio le había pasado por la cabeza unas cuantas veces ya.












Luego de caminar poco menos de media hora, los tres hombres llegaron al pie del morro. Ricardo había logrado convencer a sus dos amigos para que lo acompañaran, aunque ninguno de ellos se había mostrado entusiasmado con la idea. Durante la caminata Rafael no había hecho otra cosa que mirar el piso y beber de su cantimplora llena de vodka. Ricardo sabía que estaba atravesando una situación difícil, y Daniela lo había llamado llorando hacía una semana para decirle que estaba desesperada tratando de sacar a Rafael de la depresión que tenía. Por otra parte notaba en Tomás una apatía hacia la vida que no le había sentido desde hacía tiempo. Es verdad que Tomás tenía sus altibajos emocionales, pero luego de su divorcio se había encerrado cada vez más en su trabajo, el cual lo hacía bastante infeliz. ¡Coño, como le preocupaban esos dos personajes!.

Luego de otra media hora de subida llena de paradas, tragos y quejidos, coronaron la precaria cumbre. A pesar de que su altura sonaba insignificante, une vez en el tope la vista era espectacular. La tarde estaba completamente despejada, y se podía ver a muchos kilómetros hacia el oeste. Era fácil distinguir a lo lejos la casa y las figuras del resto de los huéspedes moviéndose alrededor de ella. Un par de siluetas indefinidas por la lejanía cabalgaban a toda velocidad por el potrero regresando ya hacia los establos. Del lado este la vista era obstaculizada por la presencia de otros morros más altos y más impresionantes. Mientras Ricardo excavaba en el sitio acostumbrado, Rafael daba un largo trago de su cantimplora, mientras que Tomás hacía lo propio con la suya. Luego de unos minutos, Ricardo obtuvo el famoso tubito anaranjado y de él extrajo el papel, arrugado pero intacto, donde años antes habían jurado amistad eterna tres despreocupados jóvenes ansiosos de vivir.

“Bueno Rafa, te toca a tí leerlo”- Dijo Ricardo mientras ofrecía el papelito a su amigo. El viento golpeaba suave pero constante en la cima, como refrescante premio a su pírrico esfuerzo. Tomás cerró los ojos y extendió sus brazos para recibir la benévola ráfaga en todo su cuerpo. Rafael, que se había quitado la empapada camiseta a la mitad de la subida, imitó a su amigo, ignorando momentáneamente a Ricardo. Éste se quedó con su papelito en la mano mientras observaba a sus dos amigos, medio borrachos ya, parados en la cima de aquella loma, con sus brazos extendidos y los ojos cerrados, formando un trío junto a la vetusta cruz de madera que nadie sabía quien la había colocado allí, ni mucho menos cuando.

Finalmente, luego de un largo período de silencio y esa especie de trance en el que habían caído Tomás y Rafael, éste último, cansados ya sus brazos, finalmente los bajó, seguido por Tomás.

“Dame ese papelito Ricky” – Dijo Rafael con los ojos enrojecidos y la voz gangosa por el efecto del vodka. Sostuvo el papel entre sus dos manos mientras lo llevó cerca de la cara para poder leerlo. El viento amenazaba con sacudirle el papelito de las manos. Aunque ninguno de los tres usaba anteojos, Rafael parecía tener trabajo en descifrar aquellas palabras garabateadas a mano con la familiar caligrafía de Tomás hacía ya veintiocho años. Finalmente, luego de una larga espera, Rafael comenzó a hablar, ó más bien a gritar el contenido del edicto.

Estamos reunidos aquí, el dieciséis de Noviembre del último año de la gloriosa década de los setenta, productora ésta de grandes baluartes de la humanidad tales como: Michael Jackson, Peter Frampton, Antonio Armas, Farrah Fawcett, Donna Summer, Mike Schmidt, Supertramp, Oscar D’León, Les Luthiers, María Antonieta Cámpoli, Stephen King, David Concepción, Al Pacino y muchos otros que en medio de esta pea escapan de nuestra memoria, así como de obras de arte que nunca serán olvidadas tales como: El Padrino I y II, Jesucristo Superestrella, Los Ángeles de Charlie, Starsky y Hutch, los últimos capítulos de El Zorro y Los Monster, Breakfast in América, Pedro Navaja, La Fiesta Inolvidable, Juancito Trucupey y tantas otras que no recordamos por los momentos.
En honor a esta inolvidable década, y al decimosexto cumpleaños de Ricardo “Ricky” Palencia, dueño de este noble pedazo de roca en el cual estamos parados ahora, los abajo firmantes procedemos a ratificar nuestra eterna amistad mediante el presente edicto, el cual permanecerá enterrado, junto a la cruz que nadie sabe como llegó aquí, por los próximos mil años.
A continuación, se enumeran las verdades que este pequeño grupo se compromete a respetar por los siglos de los siglos.
- Somos amigos, siendo esta amistad eterna, indivisible, conmutativa y transitiva y reforzada por los efectos del alcohol.
- El matrimonio, amancebamiento, concubinato o cualquier forma conocida o por conocer de apareamiento con una mujer no interferirá con nuestra amistad en ninguna forma.
- Cada vez que seamos requeridos por alguno de los otros, deberemos acudir, sin preguntar, en ayuda de quien esté necesitado.
- Juramos odio eterno al Magallanes.
- Convenimos en venir a este mismo punto, año tras año hasta que el cuerpo nos lo permita, a leer el presente edicto y posteriormente a saltar hacia el pozo.
Siendo ya hora de terminar de escribir pendejadas debido a que se está poniendo oscuro y se nos acaba el papel, firmamos al pie de este documento:

Ricardo Palencia Tomás Yanes Rafael Vargas

Dicho ésto, los tres rompieron a reír a todo pulmón. Ricardo, el único de ellos que no había tomado nada hasta ese momento, abrió por primera vez su cantimplora de aluminio y bebió de ella un largo trago de whiskey mientras sus otros dos amigos reían compulsivamente, con la clase de carcajadas que sólo un borracho es capaz de emitir. Rafael cayó sentado en la dura roca y con la caída soltó el papelito, que después de veintiocho años de existencia voló por los aires hacia el precipicio, arrastrado por el viento ante la vista impávida de los tres amigos.









Durante un rato estuvieron bebiendo y recordando viejas historias. La última vez que habían subido había sido cuatro años atrás, en el cumpleaños cuarenta de Ricardo. Desde esa oportunidad los viajes a la finca habían sido breves y apáticos, sin escalada ni salto. Todos sabían que alguno de esos años los viajes terminarían, sólo faltaba que uno de los tres se negara a ir para que se consideraran definitivamente cancelados. Este año la cosa había estado cerca, con Rafael y Tomás combatiendo sus demonios internos y asistiendo a regañadientes. Pero finalmente habían ido. Y Ricardo no iba a desperdiciar esa oportunidad.

“Bueno señores, imagino que saben lo que viene ahora” – Ricardo tomó la iniciativa, como siempre lo había hecho.

“¡¡EL SALTOOO!!” – Gritaron los otros dos mientras intentaban ponerse de pie de la mejor manera que podían, ayudándose entre ellos. Acto seguido, se dirigieron hacia la ladera sur del Morro, tomando el serpenteante camino que los llevaría hacia el sitio donde tantas veces habían realizado el viejo y peligroso ritual del salto. Durante los diez o quince minutos que duró el trayecto, Ricardo tuvo la oportunidad de evaluar el grado de lucidez que sus otros compañeros tenían, aunque la experiencia le decía que una vez que sus cuerpos tocaran las heladas aguas del pozo recuperarían la sobriedad por el impacto y el frío. Si, a pesar de lo bebido aquellos dos viejos zorros estaban enteros, sí señor. El salto se iba a efectuar.

El trampolín de piedra, sitio desde donde se efectuaba el salto, no era nada más que una roca plana que sobresalía unos tres metros del precipicio que terminaba unos veinte metros mas abajo en un pozo de aguas oscuras, debido a su profundidad y al poco sol que recibía al estar flanqueado por aquellos colosos de piedra que eran los morros. El pozo era alimentado por una débil pero alta cascada de aguas heladas que manaba desde una vertiente que quedaba al lado del trampolín de piedra.

Era inevitable que al pararse al borde de esta formación rocosa a uno lo asaltaran dos sentimientos, el primero era una especie de ansiedad para saltar. La forma natural de la piedra, el pozo abajo, la altura.....invitaban a lanzarse al vacío. La otra sensación que le llegaba a uno era la que naturalmente seguía a la otra: el miedo. No importaba el número de veces que lo hubiesen realizado, al pararse al borde de aquel precipicio era irremediable que el instinto de conservación les dijera que no, que ni de vaina se lanzaran. Por eso, incluso con el alcohol que les contaminaba la sangre en aquellos momentos y que desinhibía a las personas, los tres se paralizaron al llegar al trampolín. Se produjo un silencio, como tantas veces antes se había producido.

“Que bolas tienes tu si piensas que esta vez me tiro Ricky” – Tomás había recuperado de golpe la sobriedad ante la visión del barranco que tenía por delante – “¡Esta vaina como que la subieron unos cuantos metros!” – Los otros dos rieron ante el comentario de Tomás. El miedo le había agudizado el ingenio.

“Bueno amigos, no me digan que ahora se me van a rajar, después de que caminamos tanto y leímos el edicto. Las mujeres se van a burlar de nosotros el resto del viaje” – Ricardo, como tantas otras veces, hacía las veces de animador. Era como Amador Bendayán con su “¡Yaaaaaaa regresamossss!”. Su miedo no era diferente al de ellos, pero él sabía a ciencia cierta que saltar era necesario, sobre todo esta vez. Para mantenerse unidos, para levantarle el ánimo a aquellos dos hombres al borde de sus particulares precipicios personales. Este iba a ser el salto más importante de sus vidas, y quizás el último.

Mientras tanto, Rafael estaba mudo. Tanto pensar en la muerte y ahora ésta le miraba a los ojos y le decía “Aprovecha esta vaina Rafa, vente ‘pa acá que te espero, estás tan paloteado que ni cuenta te darás”. Un saltico mal dado y “zás”, se acabó Rafa. Así de fácil. Un poco de papeleo y Daniela se quedaba con un millón de dólares así como así, libres de polvo y paja, y ni sospecha de que había sido suicidio. Al pensar ésto sintió una gran paz interna, como liberándose del peso que cargaba encima pero de forma anticipada. Las cosas estaban encajando unas con otras de manera perfecta. La solución se la había puesto Dios en bandeja de plata. Cuando Ricardo contara hasta tres se suponía que iban a saltar juntos, pero él se empinaría un poco hacia la derecha, justo lo suficiente como para golpear las rocas que sobresalían por ese lado. Sus ochenta y cinco kilos de peso y la fuerza de la gravedad se encargarían del resto. Eso haría.

Aunque estaba en una especie de trance hipnótico que bloqueaba los sonidos de alrededor, oía como a lo lejos a Tomás y a Ricardo discutiendo por saltar o no saltar, como sucedía siempre. Ricardo era el más decidido de los tres, era insólita la seguridad en si mismo que derrochaba. Ahora lo que le preocupaba es que Tomás no quisiera saltar. Eso cambiaría las cosas.

“¿Qué pasa Tomás, te nos vas a echar para atrás?” – Los otros dos voltearon a ver a Rafael, que de pronto sonaba muy decidido – “Vamos a reírnos de este precipicio amigos, ¡Vamos a pellizcar a la vida en las nalgas!” – Rafael pronunció estas palabras, tan irónicas en aquel momento debido a lo que en realidad pensaba hacer, sonando muy entusiasmado. Aquello pareció ser el detonante que necesitaba Tomás para convencerse.

“Coño Rafa, tú como que quieres que nos matemos. ¡Ya estamos viejos para ésto!” – Dijo Tomás mientras reía ante la frase, repetida por su amigo en tantas ocasiones con anterioridad, y varias veces usada para convencerlo a él para que saltara. “Bueno, vamos a darle antes de que me eche para atrás, ¡Pero primero un trago!” – Los tres dieron largos tragos de sus ya casi vacías cantimploras y se colocaron en sus habituales posiciones, que siempre ocupaban como si fueran los pupitres de un aula de clases. Ricardo en el centro, a su mano derecha Rafael y en el otro extremo Tomás. Se acercaron al borde y aseguraron sus cantimploras. Miraron al cielo y cerraron los ojos. Cada uno de ellos se concentró an algo diferente.

Tomás pensaba “¡Coño, me convencieron de nuevo estos cabrones, pero es la última vez que me lo hacen!”.

Rafael miró hacia abajo, calculando el sitio en el que caería mientras pensaba “Dani lo siento, pero es lo mejor que puedo hacer por tí”.

Ricardo extendió sus brazos, y mientras mantenía los ojos cerrados, sonreía y se felicitaba a él mismo por lograr mantener a aquella amistad viva. Algo que para él era vital.

Y saltaron.











Ricardo fue el primero en salir a flote. Miró a su alrededor y allí mismo emergió de las negras aguas la cabeza semi calva de Tomás, como a seis metros de él.

“ ¡Guao Ricky, esta vaina si es sabrosa!” – Gritó Tomás, eufórico, como siempre pasaba. Ricardo se reía a carcajadas y ambos se abrazaron, felices y orgullosos de haber hecho la proeza y salir ilesos de ella. Por un segundo no se fijaron en Rafael.

“Hey, Ricky, ¿Y donde se metió Rafa? – Ambos escrutaron los alrededores sin que encontraran ninguna señal de él. Las aguas habían recuperado ya la tranquilidad perdida luego de los chapuzones.

“¡Rafaaaaaa....Rafael......!” – Ambos gritaron el nombre de su amigo, pero no había respuesta alguna.

“¡Coño Rafa, no jodas, aparece de una buena vez, ésta vaina no es divertida!” – Ricardo estaba preocupado. Por primera vez el sensato de Ricardo cayó en cuenta de que había puesto, casi obligado, a un amigo deprimido a saltar de un precipicio, y luego de haber ingerido medio litro de Stolichnaya semi caliente. ¿Cómo se le había ocurrido semejante cosa, como no previó que algo peligroso podía ocurrir en esas condiciones?. El miedo se apoderó de él. En eso, Tomás le gritó.

“¡Hey Ricky, por aquí, encontré a Rafa!” – Ricardo volteó hacia la parte derecha del pozo y miró a Tomás que estaba parado en la orilla, mirando hacia detrás de las rocas que estaban allí. Un frío le recorrió el cuerpo y nadó a la mayor velocidad que pudo los diez o doce metros que lo separaban de aquel sitio. Tomás desapareció detrás de los peñascos.

Cuando al fin alcanzó la orilla, y salió del agua, pudo finalmente ver a Rafael.

Este se hallaba en cuclillas, emparamado, con los brazos abrazando sus piernas encogidas y la cara sepultada entre sus rodillas. Y estaba llorando. De seguro había salido a la superficie antes que ellos y por eso no lo habían visto. Así se quedaron por unos minutos. Rafael sollozando en silencio y sus dos mejores amigos mirándolo, sin saber que decir.

Finalmente, Rafael se levantó. Tenía los ojos enrojecidos, pero sonrió a sus dos amigos antes de abrazarlos efusivamente. Ninguno dijo nada, y compartieron ese abrazo hasta que el mismo se hizo incómodo. Luego de separarse, partieron en silencio a desandar el camino recorrido hasta la casa de la hacienda.



Las Leónidas







Cuando los tres hombres llegaron de su aventura, mojados y exhaustos, sus esposas los recibieron como héroes que llegaban de la guerra a sus hogares. Aquellas tres mujeres deseaban que ellos realizaran sus tontos sacramentos de la escalada, el edicto y el salto, incluso más que sus mismos protagonistas. Aquel ritual podría ser prehistórico y machista, pero era una manera de reafirmar una amistad y unas ganas de vivir que a veces parecía perderse con la apatía que la vida les proporcionaba. Por eso cuando llegaron, sin camisa, empapados y agotados, corrieron a su encuentro. Incluso Gaby, emocionada, abrazó con fuerza a Tomás, quien estaba sorprendido, pero sumamente agradado por sentir de nuevo ese olor tan familiar que provenía de su ex esposa. Todos notaron ese gesto, pero nadie se atrevió a decir nada al respecto. Rafael, quien estaba eufórico, estuvo a punto de hacer algún comentario mordaz, pero Daniela lo atajó justo a tiempo. “No se te ocurra decir nada” – susurró en su oído mientras pellizcaba su brazo. Rafael se contuvo a tiempo.

La noche del sábado transcurrió muy animada. Las mujeres, incluyendo a las más jóvenes, prepararon arepas y dispusieron sobre la larga mesa del comedor una gran cantidad de rellenos para las mismas. Ensalada de gallina, carne mechada, caraotas y quesos de todo tipo. El grupo de doce personas comió, conversó y rió ante los chistes de los muchachos, que contrariamente a lo que siempre hacían, se sentaron con sus padres a compartir la cena.

Gaby se acomodó junto a Tomás y conversaron todo el tiempo. Desde la llegada a Las Trinitarias el viernes por la noche no se habían hablado en absoluto, y ahora parecían querer recuperar el tiempo perdido. Leo, su hijo, contemplaba aquello con una mezcla de extrañeza y alegría. No quería hacerse ilusiones de ningún tipo, ya que su madre estaba saliendo de manera frecuente con un compañero de trabajo, pero indudablemente disfrutaba de esa momentánea reconciliación.

A las diez y media, los adultos decidieron irse a dormir. Había que levantarse a las tres y media de la mañana para ver las Leónidas. Según Daniela a aquella hora tan incómoda ocurriría el clímax del evento, más de tres mil estrellas fugaces en sesenta minutos. Pero nadie creía mucho en aquellas cifras. Era como exagerado. “Lo leí en la página web de la NASA” – se defendía ella, pero todos estaban escépticos. Incluso sus amigas y eternas defensoras no le creían. Con ver diez o doce se conformaría la mayoría de ellos. Gaby decía que en su vida jamás había podido ver una estrella fugaz, y lo mismo afirmaban los jóvenes, todos producto de familias totalmente urbanas y nacidos a finales de los ochenta y durante los años noventa.



Poco antes de acostarse, Gaby se dirigió a Tomás.

“Te voy a contar algo Tommy, escúchame bien, porque es una historia que no sé si es auténtica, pero creo que le deberías poner atención. Cuando la escuché por primera vez, pensé en ti” – Gaby sonaba muy seria, y sus resplandecientes ojos verdes demandaban la completa atención de Tomás. Ella prosiguió.

“Una vez, durante la Segunda Guerra Mundial, un hombre judío en un ghetto de Varsovia jugaba con su hijo de ocho años justo antes de cenar. El muchacho tenía en sus manos una hermosa manzana roja, y el padre le decía: “te la voy a quitar, te la voy a quitar”, y corría detrás de él, ambos felices mientras la madre desde la cocina los miraba complacida. El niño se reía y le respondía que él no se la dejaría quitar, y en eso estaban cuando unas tropas de la Gestapo tocaron la puerta, entraron a la casa la fuerza y se llevaron al hombre a la plaza, donde lo fusilaron junto con otros tres padres de familia del barrio. Estaba el cuerpo inerte del hombre tirado en el suelo y la madre llorando sobre él, cuando el niño apareció, le puso la manzana en el pecho a su padre, y le dijo: “Papá, te juro que te la iba a dar, te lo juro”.

“Lo que te quiero decir con ésto es que no te quedes con la manzana en la mano Tomás. No te la guardes por favor, no lo hagas” – Dicho ésto, le dio un beso en la frente y se fue a acostar, dejando a su ex esposo sin palabra.

Se despidieron de los muchachos, que por supuesto iban a quedarse en vela esperando a que fuera la hora mientras conversaban, oían música y tomaban. Fueron advertidos por sus padres para que controlaran el volumen del equipo de sonido y que controlaran los tragos. Nada más les permitieron tomar cerveza.

Cada pareja se fue a su cuarto, y todos estuvieron pendientes de hacia adonde se iría Tomás. Pero no hubo sorpresas. Gaby y su ex esposo se fueron cada uno a su habitación sin siquiera dudarlo. No hubo miradas furtivas ni nada sospechoso. Cada uno a su camita.













“¡Hey papá, levántate, tienes que ver esta vaina!” – Tomás se despertó y se incorporó de un salto, como siempre lo hacía. Estaba vestido con unos shorts y una franela gris Old Navy, listo para salir. Se puso sus gastadas cholas de goma y siguió a su hijo, que lo había esperado mientras se alistaba. Cuando salió del cuarto, se dió cuenta de que ya todos estaban afuera, acomodando las sillas de extensión en una zona donde no había grandes árboles que impidieran mirar el cielo. Caminaron en una oscuridad casi total. Habían apagado todas las luces de la casa para que no molestaran y sólo se veía la luz de un par de linternas en el grupo que ya se estaba acomodando en sus sillas.

“Aquí está tu puesto Tommy” – Le dijo Ricardo. Que casualidad, se lo habían puesto al lado de Gaby. Ella lo miró y le dedicó una de esas sonrisas que embriagaban y que Tomás no había visto en años. Justo cuando se iba a sentar, un grito lo sorprendió.

“¡Hey, vieron aquella, coño, que estela!” – Dijo Mario Vargas, el hijo mayor de Rafael, y varios asintieron, emocionados. Cuando Tomás miró hacia arriba ya no había nada.

Pero entonces lo que siguió fue algo impresionante. Grupos de cuatro estrellas fugaces cruzaban el cielo a la misma vez. Algunas de ellas con estelas gruesas y que quedaban unos segundos surcando la negrura del cielo. No había una sóla nube que impidiese la vista. En ocasiones ocurrían lapsos de tiempo que duraban unos pocos segundos y en los cuales no pasaba nada, pero entonces venían varias, como una explosión, como fuegos artificiales. Ricardo comenzó a contarlas en voz alta, pero en algún número entre el cien y el ciento cinco decidió abandonar esta tarea. Y era imposible mirarlas todas. Una parte del grupo miraba hacia el este debido a la afirmación de Daniela de que en la página web de la NASA sugería que por allí serían mejor vistas, pero aparentemente era igual por todos lados. Otros oteaban fijamente el norte. Los gritos de “¡Mira , viste aquella, que arrecha!” proliferaban. Otros decían “¡Esa, esa es la más grande hasta ahora!”. Todos tenían su estrella favorita, todos juraban haber visto la más impresionante, la más grande. No había ningún tipo de distancia generacional entre viejos y jóvenes. Todos estaban maravillados ante aquel espectáculo. Todos tenían el corazón en la mano, y a más de uno se le aguaron los ojos. Daniela estaba orgullosa de su sugerencia. Una cuenta rápida le decía que si, que habían visto más de tres mil estrellas fugaces en una hora.

Cada vez que ocurría uno de esos lapsos en que no pasaba nada, se producía un silencio total, señal de ansiedad por lo que vendría, como si la voz de alguien fuera a impedir que se vieran las estrellas. En algún momento, luego de media hora de aquel show estelar, y luego de un período de más de diez segundos sin ver nada, una enorme estrella, con la estela más gruesa e impresionante que habían visto esa noche, cruzó sóla el cielo, de norte a sur por todo el cenit. Hubo gritos de emoción entre los más jóvenes, pero los adultos se quedaron boquiabiertos, sin decir nada. No había comparación alguna entre esa y las cientos de estrellas que habían visto antes. Ni de vaina. Apenas la estrella apareció, Gaby le agarró la mano a Tomás. Éste sintió un cosquilleo en el estómago como la primera vez que se habían tomado de las manos en un cine mientras veían “ET el Extraterrestre” hacía una vida atrás. Luego de que pasó esta estrella, Tomás miró a Gaby, sin soltarla, y ambos sonrieron. Nadie se dio cuenta de aquello, estando extasiados ante el espectáculo que presenciaban.

Así estuvieron por más de una hora, hasta que las estrellas comenzaron a escasear en el cielo. Los muchachos, que se habían quedado despiertos toda la noche, fueron los primeros en irse dormir. Las mujeres fueron las siguientes. Todos vieron esta vez como Gaby al levantarse soltó la mano de Tomás como no queriendo hacerlo, y la mirada que ambos se dieron antes de despedirse no necesitaba explicación alguna. Una despedida en común, y los tres hombres se quedaron sólos allí. Mirándose las caras. Unos minutos después, Rafael habló.

“¿Saben algo?, Trabajar como empleado no debe ser tan malo a final de cuentas. De hecho mis dos mejores amigos lo hacen, y que yo sepa no están viviendo debajo de un puente. Sólo tengo que hacer unos ajustes menores en mi vida, deslastrarme de un poco de cosas, y listo. La vida que llevaba era una fantasía, que pendía de un hilo que tenía que romperse alguna vez. Les voy a decir algo..........”- Hizo una larga pausa como buscando que palabras emplear – “Gracias por haberme llevado a saltar esta vez. Cuando estaba en el aire, ¿tres, cuatro segundos?, sentí que la vida me entraba por los poros, en esos segundos decidí que valía la pena vivir, que no importaba si tenía que dejar el club y los viajes a Europa. ¡Coño, no se como lo va a tomar Daniela, pero ya se lo diré!” – Rafael estaba visiblemente emocionado.

“Bueno amigos, vamos a dormir de una buena vez, dentro de unas horas debemos estar manejando de vuelta a la civilización” – Dijo Ricardo, y se incorporó de su silla seguido por Rafael.

“¿No te vienes?” – Le dijo Ricardo a Tomás, que se quedó inmóvil, todavía mirando el cielo quizás en espera de alguna estrella rezagada.

“Que va, sigan ustedes, yo me quedo un rato más” - Los dos hombres, viendo que su amigo no los acompañaría, se despidieron y caminaron hasta la casa en la oscuridad.










Desde la comodidad de su silla de extensión plástica, Tomás miró a sus amigos entrar a la casa desapareciendo tras la pesada puerta de caoba. Él se quedaría un rato más allí, esperando a que le diera sueño. Ahora tenía muchas cosas en la cabeza, y si se iba a la cama de seguro no dormiría. Algo había pasado entre Gaby y él en las últimas horas, era indudable. Se había despertado un atisbo de la llama que una vez hubo entre los dos. No sabía con seguridad cual era el próximo paso a dar, pero de seguro este paso vendría de alguna manera.

Aquella noche había decidido dedicarse de una vez por todas a escribir. Saldría a buscar un editor para su novela y hablaría con un amigo que tenía en El Nacional para que le diera el chance de escribir una columna. Quizás no llegara a nada, pero había que tratar. No se iba a quedar sentado otros veinte años lamentándose por no haberlo intentado al menos.
No se iba a quedar con la manzana en la mano.

Además, se le había ocurrido una excelente idea para un cuento con lo ocurrido ese fin de semana.

Mañana apenas llegara a Caracas comenzaría escribirlo.

Texto agregado el 01-08-2004, y leído por 169 visitantes. (0 votos)


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